jueves, 23 de febrero de 2012

DEMOCRACIA Y LA OFENSIVA ANTIDEMOCRATICA NEOLIBERAL


Tercera parte de entrevista a Gerardo Pisarello publicada en Rebelión
La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático. Entrevista
S. López entrevista al constitucionalista Gerardo Pisarello, miembro del Comité de Redacción de Sin Permiso, a propósito de la publicación, en la editorial Trotta, de su ensayo Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático. Una versión más reducida de esta entrevista se publicó en Rebelión.


- Paso al siguiente capítulo. ¿Qué te parece más vindicable hoy de la revolución mexicana?

La revolución mexicana fue un fascinante proceso de democratización en un país periférico enfrentado a una modernización autoritaria y excluyente. Sus grandes protagonistas fueron, además de algunos sectores obreros urbanos, el campesinado y los pueblos indígenas. Esa generación de hombres y mujeres –la de Zapata, Villa o los hermanos Flores Magón- dieron nuevo contenido a la consigna republicana de tierra y libertad. Y dejaron su huella en la primera Constitución social del siglo XX. La Constitución de Querétaro de 1917 intentaba renovar la herencia de la revolución francesa. Y añadir a la reivindicación de los derechos del hombre y del ciudadano, los de los trabajadores y campesinos. Esta promesa igualitaria y laica, como ha explicado brillantemente Adolfo Gilly, fue a menudo cancelada o interrumpida por férreas resistencias internas y externas. Pero pervivió en el ascenso del cardenismo, en levantamientos campesinos como los de Ruben Jaramillo o Lucio Cabañas, en las luchas estudiantiles en defensa de la educación pública y en las numerosas protestas indígenas y populares que han tenido lugar en las últimas décadas. Yo creo que este hilo rebelde no ha desaparecido. Y que tarde o temprano se hará sentir incluso en el aciago escenario narco-oligárquico y paramilitar en el que transcurre el México actual.

- Hablas de “El Estado y la revolución” de Lenin. ¿Hay algo de la teoría leninista del Estado que pueda ser útil para nuestro hoy?

No creo que sea posible hablar de una “teoría” leninista del Estado. Lenin fue un dirigente perspicaz, que adaptaba sus puntos de vista a los cambios de circunstancias. Creía en la necesidad de derrocar al Estado zarista, sí, y de construir una democracia socialista. Y pensaba que la vía parlamentaria sugerida por la socialdemocracia alemana no funcionaría en Rusia. Pero su propia propuesta de construcción del socialismo pasó por diferentes etapas. Elogió, como Marx, a la Comuna de París. Y alentó la idea de una democracia de consejos obreros, campesinos y soldados. Luego tomo conciencia de que en territorios vastos la democracia exigía planificación y la combinación de mecanismos de participación directa con mecanismos representativos. Y se dedicó a organizar el instrumento que la haría posible: el partido político. El bolchevique fue altamente eficaz en la lucha contra la autocracia zarista. Luego generó inercias centralistas y autoritarias que conspiraban contra la construcción desde abajo, plural, de una democracia socialista. En mi opinión Lenin fue en parte responsable de esto. Ciertamente intentó corregirlo. Pero la enfermedad lo dejó fuera de juego en un momento político decisivo.

- ¿Fueron razonables en tu opinión las críticas de Rosa Luxemburg a algunos vértices de la revolución bolchevique?

Rosa saludó con entusiasmo el proceso revolucionario ruso. Pero alertó con lucidez sobre los riesgos de reducción del pluralismo y de la libertad de crítica en su interior. Fue una socialista con una fuerte sensibilidad antiburocrática. Una sensibilidad que provenía de su experiencia alemana. El partido socialdemócrata alemán, en efecto, estaba atravesado por una contradicción de fondo. Por un lado, era el partido socialista más importante de Europa y mantenía un vínculo estrecho con sindicatos de masas. Por otro, había generado un vasto aparato reticente a los grandes cambios. Esta institucionalización inspiró tesis como la de Robert Michels sobre la ley de hierro de las oligarquías. En un punto, Rosa Luxemburg y Karl Liebknnecht entendieron que la única manera de sortear esta contradicción era crear un nuevo partido. Un partido con más voluntad de lucha aunque minoritario. Adoptar esta decisión, para alguien que consideraba esencial la conexión con las masas, no debió haber sido sencillo. La situación, en todo caso, era muy diferente en Rusia. El partido bolchevique era más caótico. Cuando Rosa polemizó con los bolcheviques, algunas de las decisiones de estos últimos habían comenzado a erosionar la pluralidad interna de un movimiento democratizador que los excedía y que anterior a octubre de 1917. Rosa mantuvo su lealtad con el proceso, pero reaccionó de manera punzante contra el peligro burocrático naciente.

- Pensadores como Carl Schmitt, ¿pueden aportar algo a la filosofía políticas de las izquierdas?

Schmitt es uno de los exponentes más interesantes del pensamiento de derechas antiliberal y antisocialista de la república de Weimar. Fue un jurista culto, uno de los clásicos del siglo XX, y desplegó una visión penetrante de las relaciones de poder que combinaba de manera original realismo y vitalismo. No en vano encandiló a discípulos suyos de izquierdas como Otto Kirchheimer o Franz Neumann. En un momento de fuerte crisis económica, denunció de manera incisiva la descomposición de la democracia parlamentaria. Para poder justificar sus propias alternativas políticas, exageró muchos de sus rasgos de manera grosera. Pero tuvo la virtud de recordar que la política era conflicto, y que dicha coyuntura no se resolvería sin la adopción de decisiones fuertes capaces de cambiar el rumbo de las cosas. Su opción personal fue la más reaccionaria posible: la apuesta por un Führer, un líder, que supiera interpretar la voluntad del pueblo alemán. No se trataba, es obvio, de una opción inocente. Pero la izquierda weimariana de entonces no supo o no pudo reaccionar ante este reto. Nuestra situación actual no es tan diferente. Por eso, más que nutrirse de Schmitt, lo que las izquierdas democráticas deberían hacer es articular una respuesta eficaz al nuevo desafío populista, decisionista y xenófobo lanzado por la derecha extrema y no tan extrema.

- Citas en el capítulo IV unas palabras del jurista socialdemócrata Herman Heller: “Sabemos muy bien que un Estado no se garantiza solamente por las papeletas de voto, y les probaremos este conocimiento de manera práctica en el momento en el que intenten una agresión violenta. ¡Entonces defenderemos la Constitución de Weimar, si es preciso, con las armas en la mano!”. ¿Sigue siendo necesaria hoy esa determinación? ¿Quiénes crees que están dispuestos a asumirla?

Se trata de una frase reveladora. Heller pertenecía a los sectores más moderados de la socialdemocracia. No era marxista. Aspiraba a una suerte de socialismo de Estado construido de manera progresiva a través de reformas legales y de alianzas con otros partidos. Durante la primera época de la República de Weimar, pensó que el partido socialdemócrata podía liderar esa posibilidad y se dedicó a asesorar jurídicamente algunas propuestas de reforma. La profundización de la crisis le permitió advertir las dificultades de esa vía. Entonces escribió un artículo con un título premonitorio: Estado social de derecho o dictadura. El dilema que planteaba era claro. O se construía un Estado social -socialista incluso-, de derecho, capaz de superar la anarquía del capitalismo financiarizado de la época, o lo que se impondría sería una dictadura fascista. El avance violento y paralegal de la extrema derecha llevó al pacifista y moderado Heller a pronunciar la advertencia que mencionas. Pero ya era tarde. Heller murió en el exilio español, poco antes de que la reacción perpetrara también allí su golpe ilegal. La disyuntiva, en todo caso, no ha perdido actualidad. Basta pensar en casos como los de Bolivia o Venezuela, donde las oligarquías locales incitaron sendos golpes de Estado ¿Qué hubiera sido de estas intentonas sin el apoyo de al menos un sector del ejército y la movilización popular? Mira lo que ocurrió en Honduras, en una situación similar.

- ¿Qué opinión te merece el trabajo constitucional de Luis Jiménez de Asúa? ¿Es una figura suficientemente recordada?

Jiménez de Asúa fue ante todo un gran penalista, un jurista que se vio forzado a entrar en la política de partido por las circunstancias. Se afilió al PSOE en 1931. Sin embargo, su trabajo en las Cortes constituyentes fue decisivo para afianzar los elementos más progresistas de la Constitución republicana. Junto al civilista Felipe Sánchez Román, quien tuvo una participación destacada en el debate sobre la reforma agraria, fue una de las voces jurídicas más importantes de la II República. Pensaba que había contribuido a la redacción de una Constitución laica y de izquierdas, aunque no socialista. Le pasó un poco lo que a Heller. Era un hombre moderado. Pero cuando se produjo el alzamiento franquista, acabó como embajador en Praga intentando conseguir armas para la República. Yo diría que el olvido de su trabajo constitucional coincide con la marginación del propio texto de 1931. No sabría decirte, en cambio, hasta qué punto es reivindicado como el importante penalista que fue. Me consta la honda estima en que lo tuvieron sus discípulos argentinos del exilio. Alguno de ellos acabaría, de hecho, ocupando un lugar importante en la judicatura española posterior a la transición. Aunque tengo la impresión de que no ha hecho demasiado honor al maestro.

- ¿Qué es eso del consenso constitucional de posguerra? ¿Quiénes protagonizaron ese consenso?

La caída del nazismo y del fascismo generó grandes expectativas democratizadoras. Esto incluía severas críticas al capitalismo y renovados alegatos a favor de una democracia socialista. Sin embargo, todo ello quedó muy pronto atenazado por el clima de la guerra fría. En el Este, los ensayos de constitucionalismo socialista y democrático se estrellaron una y otra vez con la ceguera de la burocracia soviética. En el oeste, los Estados Unidos y los grandes capitales trazaron sus propias líneas rojas. Se aceptarían límites a los beneficios empresariales y el reconocimiento de algunos derechos sociales. Pero en el marco de constituciones que blindaran la economía capitalista y mantuvieran al principio democrático debidamente alejado de las empresas. Esto comportaba un cambio importante respecto del constitucionalismo de entreguerras. Las constituciones republicanas no eran socialistas, pero admitían desarrollos políticos y económicos en esa dirección. El “consenso” de posguerra giraba, en términos generales, en torno a un capitalismo social, regulado, pero capitalismo al fin. Buena parte de la democracia cristiana, de la socialdemocracia y de los sindicatos lo aceptaron. Era un pacto asimétrico. Que recogía en parte las aspiraciones de los trabajadores y de las clases populares. Pero que comportaba al mismo tiempo una significativa limitación de las expectativas democráticas antifascistas.

- Hablas de Allende en el capítulo V del libro. ¿No fue muy ingenuo Allende, y con él la Unidad Popular, cuando confiaron en el camino democrático hacia el socialismo (o hacia el golpe de Estado fascista según se mire)?

En América Latina, los Estados Unidos y las oligarquías locales sabotearon con saña cualquier intento de articular regímenes constitucionales razonablemente sociales y democráticos. Todo les parecía comunismo. En Chile, esto llegó al paroxismo. Nixon y la CIA hicieron lo imposible para evitar que Allende, que había sido ministro de un Frente Popular en los años 30, llegara al gobierno. Financiaron a la oposición, mandaron asesinar a los militares que pudieran ser leales al nuevo régimen. Es difícil determinar cómo debería haber actuado un dirigente de convicciones socialistas, democráticas, en estas circunstancias. El excelente documental de Patricio Guzmán muestra bien la complejidad del asunto. Allende y la Unidad Popular hicieron lo que había que hacer: ampliar su base de apoyo social, abrir espacios a la participación y adoptar medidas que aumentaran el grado de conciencia de los sectores populares. Las grandes empresas y el grueso de la oposición lo boicotearon todo, con apoyo externo, claro. Desde la izquierda, grupos como el MIR exigían ir más deprisa y armar a esas bases. Es dudoso que esto último hubiera evitado la catástrofe. Cuando se produjo el golpe, hubo muchas responsabilidades. Faltó fuerza, pero también faltó movilización interna y respaldo internacional. Quizás sobró ingenuidad a la hora de evaluar las afinidades del ejército chileno. Pero ni el más informado, me parece, hubiera imaginado una cúpula militar tan inescrupulosa y sanguinaria.

- Cuando hablas de las revolución o contrarrevolución de las élites, ¿a qué élites te están refiriendo? ¿Qué proceso ha seguido su proceso contrarrevolucionario? ¿Han vencido?

Es lo que comentábamos antes. Una parte importante del empresariado y de la dirigencia política de posguerra aceptó las cargas que les imponía el constitucionalismo social y democrático. Pero lo hizo a regañadientes. Y nunca dejó de actuar para quitárselas de encima. La progresiva estatalización de los sindicatos y de la izquierda les facilitó la tarea. Y la caída del Muro de Berlín les permitió asestar un golpe decisivo. La rebelión de las élites denunciada por Lasch fue eso: una contrarreforma dirigida a vaciar los componentes más garantistas y democráticos de las constituciones de posguerra. Y a imponer una nueva legalidad termidoriana que favoreciera la privatización y el despojo de derechos sociales y políticos básicos.

- ¿Es esto lo que llamas Constitución oligárquica? ¿Estamos en ese punto?

Por ahora seguimos teniendo constituciones mixtas, en las que conviven elementos oligárquicos y democráticos. Lo que ocurre es que con el avance de las políticas neoliberales el elemento democrático, participativo, queda cada vez más desplazado. En algunos países, como Grecia o Italia, hasta las elecciones se revelan como un problema. No sabemos dónde puede acabar todo esto. Para contrarrestar el constitucionalismo antidemocrático que se quiere imponer, hace falta una resistencia popular amplia, sindical, vecinal, indignada. De lo contrario, tendremos una deriva despótica cada vez más cruda.

- ¿Ves signos de esperanza, rebeldía y resistencia en los procesos democráticos de países latinoamericanos como Venezuela o Bolivia?

Muchas de las políticas de ajuste que se están aplicando hoy en Europa y Estados Unidos se impulsaron en América Latina en la década de los 90 del siglo pasado. El deterioro social fue enorme. Allí se generaron revueltas populares contra el remate de lo público y contra los partidos que lo consintieron. En algunos países como Venezuela, Bolivia o Ecuador, tuvieron lugar procesos constituyentes muy participativos. Y se aprobaron constituciones con un contenido social y ecológico avanzado. Es verdad que eso no lo ha resuelto todo y que hoy hay incluso signos de estancamiento. Pero se han cuestionado recetas neoliberales que en Europa se presentan como hechos consumados, irresistibles. Si aquí se impulsara una auditoría ciudadana de la deuda como la que se puso en marcha en Ecuador, por ejemplo, no sería tan fácil que la gran banca y el bloque inmobiliario constructor atraviesen la crisis con tanta impunidad.

- La democracia, escribes al final del libro, “se conquista día a día, a través de acuerdos y consensos, pero también de la disidencia y del conflicto necesarios para alumbrar relaciones sociales más igualitarias y libres de violencia. He aquí, posiblemente, su esencia y valor”. ¿Ahí reside su esencia? ¿En –digamos- la revolución, la lucha, la disidencia ininterrumpida? ¿No es un proceso que agota en exceso, demasiado acaso para seres humanos de pie con mil problemas a sus espaldas y diez mil inquietudes en sus almas?

Democratizar supone distribuir poder y asumir responsabilidades. Esto exige una actitud vigilante y rebelde frente al privilegio y la injusticia. Pero también, como sugiere la cita que tú evocas, capacidad para alcanzar acuerdos, para asumir el punto de vista de los demás y para comprometerse con lo que es de todos. Nada de esto es sencillo en sociedades con una división social y sexual del trabajo injusta, que obliga a las personas a actuar en múltiples frentes domésticos, laborales y públicos. Sin embargo, es una alternativa razonable, a veces la única, a la pérdida de creciente de autonomía o a la complicidad con la miseria existente. La democracia reclama seres autónomos, rebeldes y cooperativos, pero es a la vez la única vía para alumbrarlos. Esto no garantiza la felicidad, desde luego. Pero al menos nos hace más dignos de ella, como sostenía Kant.

- ¿Crees que el pasado puede seguir encendiendo la chispa de la esperanza presente? ¿No hay que ser un poco confiado para seguir creyendo ante tantos motivos para la desolación cultural, política o incluso antropológica?

Cuando el ángel de la historia benjaminiano mira hacia atrás ve, ciertamente, tragedias y crueldades desoladoras. Contempla la guerra, la explotación del hombre por el hombre, la devastación de la naturaleza, la codicia sin límites. Pero ve también la cooperación, la empatía con el malestar y el sufrimiento ajenos, la lucha festiva por la libertad. Por momentos, uno se siente tentado a pensar que estos impulsos se han desvanecido. Pero están ahí. Y la evocación de la memoria rebelde es una buena manera de activarlos. Y de encontrar razones, en medio de tanta desdicha, para preservar el humor y batallar por una vida y un mundo menos brutales.

- Cuando se te lee, uno piensa en reflexiones cercanas de Antoni Domènech. ¿En qué aspectos te ha influido la filosofía política del discípulo y amigo de W. Harich y Manuel Sacristán?

En muchos. Buena parte de las ideas contenidas en mi ensayo son una versión sintética, casi divulgativa, de temas que Toni ha tratado con gran penetración analítica y rigurosidad filológica en ese libro señero que es El Eclipse de la fraternidad. El largo Termidor en el que nos encontramos tiene bastante que ver con el eclipse del gran valor republicano del que habla Toni. Y mi lectura del principio democrático es deudora en más de un punto de su reconstrucción republicana de la tradición socialista. Naturalmente, hay otras ascendencias. Mi manera de ver el derecho y el constitucionalismo debe mucho a maestros como Carlos de Cabo, Luigi Ferrajoli, Antonio Baylos o Joaquín Herrera. Y las lecturas filosófico-políticas o directamente políticas, a lo aprendido con amigos como Jaime Pastor y con otros discípulos, claro, del propio Manuel Sacristán.

- Dedicas al libro a “Aurora Pisarello”. Una ciudadana resistente, señalas, en el país incivil. ¿Qué incivil país es ese?

Yo mismo soy hijo del largo Termidor argentino que desembocó en las dictaduras de Onganía, primero, y de Videla y sus secuaces, después. Mi padre era abogado. Defendía presos políticos y fue secuestrado y asesinado a poco tiempo del golpe de Estado de 1976. Mi madre asumió el apellido como un gesto político y resistió en condiciones muy duras, como miles de argentinos. Me imagino que estos demonios biográficos también se agitan a la hora de elegir temas o de pronunciarse sobre ellos.

- No veo mejor forma de finalizar esta conversación que te agradezco muy, muy sinceramente. ¿Quieres añadir tú algo más?

Simplemente agradecerte, también yo, el interés y el valioso trabajo de pedagogía política, cultural y científica que vienes realizando y del que tanto aprendemos. Y agradecer a las lectoras y lectores, claro, que hayan tenido la paciencia de llegar hasta aquí.

Gerardo Pisarello es profesor de derecho constitucional de la Universidad de Barcelona y miembro del Comité de Redacción de Sin Permiso. Su último libro, escrito con Jaume Asens, es No hay derecho(s). La ilegalidad del poder en tiempos de crisis, Icaria, 2012.

www.sinpermiso.info, 19 de febrero de 2012

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