lunes, 27 de junio de 2016

DIALÉCTICA Y LUCHA DE CLASES: LA MUERTE DE LA CONDICIÓN OBRERA DEL SIGLO XX (CUARTA PARTE)




LOS DESIGNIOS DE UNA ÉPOCA AMARGA

El contenido de una época histórica se define, s que por una clasificación secuencial de sucesos, por el encuentro fundador de fuerzas sociales que, en un choque decisivo y en el resultado de éste, producen la estructura duradera de las jerarquías institucionales, de las relaciones de poder consuetudinarias, de los saberes prácticos legítimos, de los esquemas mentales mundanos con los cuales la sociedad, a partir de entonces, da sentido a su existencia. Al mismo tiempo, reactualiza por otros medios, y en todos los espacios de la vida pública y privada, la conflictiva e inestable relación de fuerzas primigenias.

Una época histórica puede definirse, entonces, como la diaria remembranza  práctica y corporeizada,  imaginada y objetivada, de un armazón relativamente estable de correlaciones de fuerzas sociales que fueron establecidas en un momento preciso y fechable de lo que Foucault llama una “prueba de fuego”[1]; y a partir de la cual, para reproducirla, todos, dominantes y dominados, arman el horizonte de probables legítimos. A su vez, el fin de una época ha de ser la revocatoria y la lucha por la imposición legítima de otro armazón institucional y simbólico, correspondiente a una nueva trama de la correlación de fuerzas entre los sujetos actuantes del escenario social.

La insurrección  de abril de 1952, por ejemplo, es el punto de arranque  de una época marcada por la irrupción  altanera y violenta de la multitud sindicalizada, en la consagración de una ciudadanía expansiva. La composición estatal no hará s que consagrar, reglamentar y, en su momento, utilizar esta impronta obrera, adecuándola  a los fines unificadores de las clases dominantes.

Los puntos de inicio y finalización de las épocas históricas son momentos desbocadamente propositivos,  en los que la fuerza triunfante puede mirarse a sí misma como activa constructora de las circunstancias que luego, una vez enfriada la costra superior de la conflagración, harán de las personas lo que ellas son en la vida cotidiana. Abril de 1952, visto en términos de su efecto en la estructura  social, fue un acontecimiento  revolucionario porque trastocó de manera radical la situación de las clases sociales: derribó a unas, encumbró a otras, mejoró la posición de otras y, a partir de ello, se reconfiguraron en forma y contenido las cualidades materiales del orden socioeconómico. Visto desde la trayectoria de las clases subalternas, éstas transformaron su estado de dominación  tradicional y lograron imponer un conjunto de prerrogativas y resistencias en la conformación del nuevo orden estructural de dominación.

El o 1986 trae, en cambio, otros signos de época. Vista en perspectiva, la marcha es la derrota de los límites populares de la vieja época. Las clases dominantes preservaron su poder, ampliándolo a terrenos de gestión anteriormente vedados gracias a la resistencia obrera. En este sentido, se puede hablar de un acto conservador, pero por traslación, esto es, un hecho transformador que renueva, bajo nuevas formas, el ejercicio de poder social por parte de las antiguas clases dominantes o, al menos, de la parte s importante  de ellas. Desde las clases dominadas, es una revolucionarización de sus condiciones de existencia, pero dentro del mismo esquema general heredado de su dominación; peor aún, es un momento de pérdida de prerrogativas, de retroceso en sus facultades autónomas e interpelatorias. Se trata de un cambio reaccionario, que disuelve conquistas de derecho democrático para intervenir corporativamente en las decisiones estatales, erosiona sus capacidades organizativas, fragmenta técnica y materialmente su unidad histórica, disuelve grandes trechos de memoria colectiva, ettera.

Desde el punto de vista del antiguo proletariado minero, en cambio, se trata de su deceso cultural, entendido como el fin de su protagonismo en la historia, al menos durante varias décadas; es la muerte de su iniciativa histórica, de sus certidumbres de clase, por mucho que su extinción física se prolongara  durante catorce años más, hasta el o 2000, con la privatización de Huanuni  y Colquiri.

Lo terrible de este momento fundador  es que a diferencia de 1952, cuando cada una de las fuerzas antagónicas sabía o intuía a qué acudía a las calles, predisponiéndose a jugarse la vida por la búsqueda de sus intereses primordiales puestos en juego en 1986 sólo una de las fuerzas, la dominante,  supo cabalmente la importancia del acontecimiento que se avecinaba y por eso concurrió en traje de combate a la carretera: el ejército del Estado y un estado mayor de empresarios y ministros coaligados. Para este gran desenlace, las clases gobernantes desplegaron con anterioridad una eficaz batalla simbólica por los esquemas de enunciación legítima del mundo: se estigmatizó como antidemocrática la acción obrera, se habló de la “carga que representaban los mineros de COMIBOL para el Estado y los contribuyentes, se atizaron los temores de los pequeños propietarios  urbanos respecto a la demoníaca prepotencia minera y, cuando la marcha rebasó los cordones de seguridad policial de Caracollo, una conjura cuartelera de gran envergadura se puso en acción.

A estos preparativos de una inminente guerra, que anunciaba la reestructuración despótica de la relación entre capital y trabajo, entre ciudadanía y Estado, los mineros respondieron inicialmente con el llamado a la reposición de la estratificación social inaugurada treinta y cinco años atrás; iban, por tanto, a una guerra sin saberlo o, al menos, sin querer reconocerla como tal. El volveremos pero armados con el que se despidieron del pueblo paceño en marzo de 1985, y que era un lúcido presagio del irreversible anquilosamiento de la relación de fuerzas que sostenía el Estado nacionalista, quedó en nada.

El problema en agosto de 1986 no era que no hubiera armas; en verdad nunca hay armas para la plebe facciosa, y la rebelión social es precisamente el auténtico modo mayoritario de obtenerlas. Lo que aquí contaba de la defección obrera era que los mineros no se veían ni se deseaban a sí mismos como un ejército en apronte de batalla. ¡Si lo único que pedían era que se respetaran sus antiguos derechos, que se reestablecieran los antiguos pactos! Su desarme era entonces ante todo espiritual y, mientras éste se mantuviera, no había posibilidad alguna de armarse materialmente.

A medida que la marcha avanzaba, la carretera se iba llenando de s mineros con frazadas, con s incredulidad ante las medidas gubernamentales de cierre de operaciones  y con más demandas respetuosas. Sin embargo, el guión de la historia no estaba escrito aún. El entorno humano que cobijaba de pueblo en pueblo  a los mineros en marcha, las comunidades  aimaras del altiplano, los humildes de El Alto, palpaban lo que sucedía y comenzaron a obrar en consecuencia. Miles de comunarios, de escolares asombrados, salieron a saludar y a alimentar a los que consideraban inevitablemente un ejército. Se puede decir que los agasajaron como a quien va a retar impúdicamente a la muerte. Cada pueblo atravesado por los mineros festejó a estos “coyas locos con música, ritual y variadas comidas dispuestas a los cuatro costados de las plazas. En la práctica se comienza a remontar ese infeliz desencuentro entre mineros y comunarios, que continuamente ha fracturado la fuerza de acción de las clases populares.

Con el avanzar de los kilómetros, los mismos mineros comenzaron a ser impregnados por el encendido ambiente que promea la cercanía de La Paz. Llegando a Patacamaya, en una gran asamblea, similar a la que todos los días realizaron en el pueblo de pernoctación, surgió de entre los marchistas la propuesta  de treparse a los camiones y llegar lo s pronto posible a la ciudad. Algunos dirigentes de sindicatos y activistas mineros ya habían tomado la precaución de traer dinamita, junto a otras provisiones, desde las minas. Grupos de militantes de lo que luego sería el Ejército Guerrillero  Tupac Katari (EGTK) habían comenzado a juntar decenas de armas de fuego de largo alcance en las comunidades aimaras paralelas a la marcha minera. Otros obreros propusieron que había que salirse de la carretera y caminar de noche para eludir la inminente represión, y s de mil mineros se adelantaron hasta Villa Remedios, quedando fuera de la acción de las tropas militares que luego cercarían al contingente mayor de marchistas en Calamarca.

Comenzó a despuntar la constitución  de un nuevo estado de ánimo, s lúcido ante las señas de la época. Ésta no era una marcha cualquiera; era un acto resolutivo del posicionamiento estratégico de las fuerzas sociales: “ya no se debería marchar indefensos porque es inminente la represión”; “hay que llegar hoy mismo a El Alto porque el gobierno no va a permitir que lleguemos allí”; “se tiene que llegar a El Alto para luego descolgarse a La Paz con los miles de pobladores que los estaban esperando, fueron los argumentos  de distintos oradores en la asamblea. Y ciertamente, la población humilde de El Alto, como los fabriles, maestras de los mercados, gremiales, profesores, habían ya iniciado los preparativos para recibir triunfantemente a estos marchistas valerosos y sumarse a la movilización frente al gobierno. La presencia de mineros aparecía como la seña mediante la cual todo el malestar individualmente  soportado,  todo el desprecio recibido y silenciado, habría de desembocar  en un torrente  de indignación y resistencia con capacidad de acción colectiva. Se necesitaba a alguien en quien confiar; siempre se necesita a alguien en quien confiar para transubstanciar la miseria material y organizativa de los subalternos  en capacidad  propositiva de acción común autónoma. Al final, esa señal nunca llegó, incluso hasta ahora: de ahí la escasez de moralidad pública de esta época.

s pudo la demagogia de un puñado de dirigentes sindicales sin brillo, sin valor, sin lucidez política, embobados por las virtudes de sus salarios parlamentarios y que, empequeñecidos ante la dimensión del significado epocal del gobierno movimientista y de la marcha, sólo atinaron a actuar en obediencia fatal a las reglas de juego tradicionalmente utilizadas con gobernantes anteriores: movilizar para pactar; enfervorizar el ánimo para luego mercadear en mejores condiciones la economía de derechos y concesiones.[2] No entendieron, ni han entendido  aún, que la marcha era el presagio del fin de época, la extinción de ese mercado de negociaciones entre sindicato y Estado y, junto a sus antiguos adversarios trotskistas que fomentaron la pelea por los extralegales para el retiro, encabezaron  la responsabilidad de la muerte del proletariado minero, tal como éste existió desde 1940.

Desde Patacamaya, los sucesos comenzaron a tomar un ritmo frenético. Rumores de represión,  asambleas deliberativas para adelantar  el camino, discusiones sobre si había que entrar  en huelga de hambre llegando a La Paz, propuestas de pelear y resistir la represión, desplazamiento de s armas y activistas desde Cochabamba  y Potosí para acercarse a la marcha. En medio de ello, estaba el discurso conciliador de la dirección sindical que, curiosamente, no había sido reemplazada n por un Comité de huelga, como siempre sucede en estos casos. Uno de ellos, diputado, puso las manos en el fuego, garantizando la palabra de los ministros que le aseguraron dejar entrar la marcha a La Paz. Veinticuatro horas después, este hombre lloroso sería escupido por las mujeres mineras, al constatar tardíamente el paralizante engaño.

La palabra oficial de la dirección sindical acabaría por preparar el escenario de la derrota. Ciertamente, no “fueron los culpables”, en la medida en que el devenir de las luchas de las clases sociales no depende de la astucia o valentía de un buen o mal dirigente orgánico. Había ya una predisposición de largo aliento que fue creando, a lo largo de años y días, la adversidad del momento y la impotencia histórica minera para mirar s allá del horizonte nacionalista; las pocas hendiduras por las que se colaban opciones de porvenir distinto eran eso, grietas escasas y tenues de alternativas en una muralla de condescendencias al orden establecido. Sin embargo, esos dirigentes y esos partidos nada hicieron para ampliar esas grietas de autonomía y horizonte estratégico alterno. Al contrario, cuando pudieron, taponaron esas opciones y se dedicaron  a adular el ya extendido  conservadurismo  colectivo, la mansedumbre de clase, en la medida en que en ellos radicaba la preservación de sus privilegios, de su ascenso social personal.

Calamarca será el lugar del encierro, la derrota  militar y la derrota histórica de la antigua estructura  de la clase obrera dominante durante todo el siglo XX en Bolivia. El 28 de agosto se declara estado de sitio en todo el país, y en Calamarca regimientos enteros de soldados y policías, tanquetas de guerra, aviones, en un despliegue militar sin precedentes  de tropas de infantería y artillería, rodean a los obreros y sus familias.

Los generales ríen: es la venganza final de la vergüenza de abril, cuando les tocó a ellos desfilar con los uniformes volcados ante la torva mirada de victoriosos mineros armados. Los mineros ahora lloran su impotencia: es una derrota estratégica en toda la línea. Hasta ese día, el proletariado minero era la substancia viva de la época; su trabajo la sostenía, sus luchas la garantizaban; sus sueños eran la s destacable fuerza productiva  que la confirmaba. El colapso final de esa época, que pasaba por el quiebre de la forma en que acontecía el trabajo productivo,  en cómo se había formado la condición material y simbólica de clase obrera, se inició en Calamarca.

No se necesitó disparar un solo tiro para consumar la derrota; era tal la superioridad militar del enemigo y tal la indefensión espiritual de los mineros, tal la ausencia de un imaginario colectivo de un orden de cosas sociales que fuera s allá del Estado nacionalista, la estatización productiva y los pactos inclusivos de su dominación, que ya no había necesidad de muertos para convalidar la hecatombe  y la derrota  frente a la iniciativa histórica que desde entonces comenzaron a retomar las clases gobernantes.

¿Se podía haber intentado romper el cerco? Tal vez. Al menos eso fue lo que propusieron las mujeres mineras, que no se resignaban a volver a la muerte silenciosa de campamentos abandonados. Habían  nacido y crecido en el ambiente de asambleas y luchas comunes que preservaban el trabajo digno y el pan de los hijos; no se rindieron  antes y no aceptaban  fácilmente hacerlo ahora, s n cuando lo que esperaba al retornar  era la extinción de su mundo, de su historia.

Quizá el intento de ruptura  hubiera  cambiado  el posterior mísero destino de las familias mineras. Quizá la cuota de sangre hubiese dejado irresuelta en la pampa la fácil y contundente victoria política de los gobernantes.  Por lo general, la sangre y los muertos en los mitos populares dejan pendiente una deuda que reclama a las siguientes generaciones un resarcimiento; son una convocatoria a la búsqueda de una unificación actuante que satisfaga en el imaginario la recompensa, la reposición simbólica del sacrificio de la vida que podía haber sido la propia. Los muertos desempeñan  el papel del tercero inclusivo, de la externalidad unificadora, de la línea de sangre que amplía el parentesco simbólico, la pertenencia y la adhesión de una genealogía recordada por el recuento de los mártires. Quizá con ello la época posterior no hubiera sido tan descentrada y desapasionada como lo es hoy. Lo cierto es que, sin embargo, el cerco y la rendición sin batalla marcarán de manera duradera  el temperamento cultural de las siguientes décadas. Los obreros se despedirían  de la historia de una manera amarga y descolorida. En la altiplanicie, rodeados de soldados, subirán a los trenes sin nadie que los despida. No habrá estallidos de dinamita ni rostros altivos de quienes se arriesgan para saludar a la muerte. Los mineros tienen la mirada desplomada y se despiden sin gloria de esa patria y de esa sociedad a la que tanto amaron, a la que dieron todo su esfuerzo para sacarla del lodazal de la insignificancia y el temor vergonzante.

En Calamarca la condición  obrera,  creada trabajosamente durante cincuenta años, se hará añicos como un vaso lanzado al pavimento y, con ello, nacerá otro mundo del trabajo, igualmente signado, hasta hoy, por la pulverización, la hibridez de sus asentamientos geográficos, la levedad de sus creencias, la ausencia de confianza y de lazos de interunificación.

Desde entonces, y por s de una década, la historia de clase se hace trizas frente a la mirada atónita del obrero, que sólo experimenta  pedazos fragmentados  de vida, tránsitos temporales por un centro de trabajo en el que sabe que no puede depositar su porvenir, porque el futuro se ha vuelto una interrogante irreductible. El tiempo va perdiendo su homogeneidad para partirse en múltiples densidades, correspondientes a las múltiples geografías en las que el nuevo obrero debe realizar su capacidad laboral.

Esta reconfiguración material del mundo del trabajo ha puesto fin a un tipo de identidad obrera y a un tipo de estructura material del trabajo asalariado, dando lugar al surgimiento de un nuevo tipo de estructura  material y simbólica de la condición obrera, que apenas comienza a dar sus primeros pasos en la configuración de una nueva manera de autopresentarse, de imaginarse en la historia, de organizarse y enunciarse poticamente.

En gran parte, se trata de obreros muchísimo s numerosos que hace dos décadas y extendidos en cada vez s variadas ramas de la actividad productiva[3], pero fragmentados  en medianos centros laborales industriales, en pequeñas  factorías de subcontratación, en trabajos a domicilio que pulverizan en la geografía las posibilidades de reunión en grandes contingentes. Se trata además de trabajadores  por lo general carentes de contrato fijo, y por tanto nómadas que van de un oficio a otro, que combinan la venta de fuerza de trabajo en productos o servicios por cuenta propia con la venta de fuerza de trabajo temporal por un salario; los pocos que tienen contrato fijo han perdido la jerarquía de ascensos escalonados por antigüedad  y son compelidos a una competencia interna de ascensos fundada en la habilidad, el aprendizaje, la sumisión y la polivalencia laboral. En su gran mayoría, se trata de obreros y obreras jóvenes, disciplinados/as en el individualismo urbano por la escuela, la familia y los medios de comunicación masivos; a diferencia de los antiguos obreros, forjados en un espíritu de cuerpo sindical como garantía de derechos y ascenso social, los jóvenes obreros mineros, fabriles, constructores, petroleros de hoy, carecen de un horizonte de previsibilidad obrera, de estabilidad geográfica y de experiencia sindical, que dificulta enormemente  la formación de una densificada cultura de unificación y proyección social.

Con todo, y pese a todas estas pesadas estructuras que conspiran para una rápida articulación de lo que será un nuevo movimiento obrero y una nueva identidad de clase obrera, catorce años después de esa marcha aciaga, proletarios forjados en la antigua cultura de la adherencia obrera, pero lúcidos conocedores de la nueva realidad material y simbólica fragmentada de la condición obrera moderna, pondrán  en pie formas organizativas como la Coordinadora del Agua y la Vida en Cochabamba. Estas formas, por sus victorias conseguidas, su fuerza de articulación de sectores laborales dispersos, por su producción de solidaridad popular en torno a una autoridad  moral obrera, por la reactivación de la capacidad de creer de las clases subalternas en sí mismas y, ante todo, por la “recuperación de la capacidad de acción o, mejor, por la producción de un horizonte de acción autodeterminativo, están dando lugar a una novedosa reconstitución del tejido social del mundo laboral y, en particular, de la identidad obrera contemporánea. Se puede decir que, desde abril de 2000, estamos ante un punto de inflexión histórico: el del inicio del fin de esa época signada por el programa neoliberal que se inauguró con la derrota de la “marcha por la vida.


Fuente:

La Potencia Plebeya
Álvaro García Linera
Siglo del Hombre Editores
CLACSO
Segunda Edición 2009
Pág. 197 - 210



Texto extraído  de Álvaro García Linera, “La muerte  de la condición  obrera del siglo XX”, en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000




[1] Michel Foucault, Genealogía del racismo, Buenos Aires, Caronte, 1996.
[2] Edward Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, Barcelona, Crítica, 1979
[3] Sobre la nueva condición obrera en Bolivia, véase Álvaro García Linera, Procesos de trabajo y subjetividad en la formación de la nueva condición obrera en Bolivia”, en Cuadernos de futuro, No. 5, 2000.

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