LA MATRIZ
REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL
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EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI
Socialismo y poder - parte III
Marcelo Colussi
¿Por qué la violencia? 
La  violencia 
es  algo  presente 
cotidianamente  entre los  seres humanos.  Tenemos 
una  tendencia  a 
identificarla  con  acciones 
físicas concretas:  un  puñetazo, un golpe, un 
balazo. Su expresión más elocuente, más 
descarnada  es, seguramente, la guerra. Pero sin ningún lugar a dudas hace
parte constantemente de la vida social. Si hablamos del ser humano, necesariamente hablaremos de la violencia. 
 Es difícil dar una definición acabada de ella
pero, de hecho, es una noción que manejamos a diario en cualquier aspecto de la
vida, siempre ligada, de una u otra manera, a "fuerza", a
"poderío", a "conflicto". 
 Las 
relaciones  humanas  conllevan 
una  disparidad  de origen: padres e hijos, hombres y mujeres,
viejos y jóvenes, dirigentes y dirigidos. Esa estructura de las relaciones
implica siempre una diferencia, un conflicto: hay, desde el inicio, una
relación de jerarquía entre unos y otros. Seguramente es imposible dar razón
ontológica de por qué ello es así; y también de su origen en la historia.
¿Desde cuándo somos de ese modo? Por 
otro  lado,  esto 
nos  remite  a 
la  pregunta  básica: 
¿somos  así  en términos 
de  esencia  los 
seres  humanos?  ¿Nuestro 
destino  es  el 
eterno conflicto?  Si  la 
estructura  de  lo 
real,  siguiendo  a Hegel, 
es  conflictiva, esto  es: 
constituida  originariamente  por 
el  conflicto,  por 
la  lucha  entre contrarios,  ¿podemos 
aspirar a  construir  relaciones armoniosas duraderas entre los
miembros de nuestra especie? Lo que las ciencias sociales o el estudio de
cualquier período histórico enseñan es que toda vinculación interhumana
presenta esa forma: hay relaciones de poderío, intereses en pugna,
independientemente de las voluntades individuales. A su vez esto se apoya en el
ejercicio de una forma de violencia intrínseca. La armonía,  la 
concordancia  y  la 
superación  pacífica  de 
las  diferencias  son aspiraciones, necesarias sin dudas, pero
que no pueden ir separadas de su contrario, teniendo implicada siempre la
violencia como horizonte posible. Las experiencias socialistas –muy cortas
en  el tiempo de momento– también
parecieran confirmar esto. No sólo porque con el triunfo de una  revolución 
el  sector  derrotado 
se  resiste  a 
ceder  su  lugar, 
contrarrevolución  mediante  –lo 
cual  es,  por 
tanto,  foco  de 
conflicto,  de  guerra–; también entre la clase ganadora, los
hasta ayer oprimidos y explotados, 
también  allí  podemos 
ver  conductas  de 
mezquindad,  ánimos  de figuración 
y  exhibicionismo,  actitudes 
machistas,  racismo,  xenofobia. También  entre 
los  revolucionarios  muchas 
veces  se  compite 
para  ver quién es "más"
revolucionario. 
 La 
violencia  no  es 
sólo  expresión  física; 
adquiere muy  distintas
formas,  incluso  puede 
ser  refinada  y 
sutil.  Sin  necesidad 
de  estar  en guerra todos los días muere innumerable
cantidad de seres humanos en hechos de violencia de la más variada índole:
atropellados por un carro conducido 
por  una  persona 
alcoholizada,  o  solitariamente  por 
una  sobredosis  de 
droga.  O  de 
hambre.  Esto  es 
contundente:  muere  infinitamente 
mucha  más  gente 
por  hambre  que 
por  causas  bélicas. 
Hay  ahí una  violencia 
implícita,  subterránea,  definitivamente  más 
mortífera  que cualquier conflicto
armado declarado; y paradójicamente sus efectos no entran en las estadísticas
que hablan de la violencia. 
 Por otro lado, sin mencionar ya las muertes,
cotidianamente asistimos  a  situaciones 
violentas  altamente  dañinas: chantajes,  acosos, abusos deshonestos, falsificaciones
de las más variadas, el transitar por una ciudad populosa a una hora pico o el
soportar el ruido ensordecedor de 
la  grabadora  de 
mi  vecino  en 
un  momento  inapropiado. 
Además,  la contaminación  ambiental 
que  cada  habitante 
del  planeta  padece, 
o  las irritantes  y 
explosivas  diferencias  económico-sociales  entre 
la  gente  no dejan 
de  ser  otras 
tantas  formas  de 
violencia  despiadada.  ¿No 
lo  son también  cualquier 
expresión  de  discriminación: étnica,  religiosa, 
cultural?
La  violencia 
física  y  psicológica 
entra  naturalmente  en 
la  crianza de los niños, en la
educación formal, en las relaciones de pareja, y aunque  de 
hecho  estas  circunstancias  pueden 
estar  –y  lo 
están  a  veces– tipificadas como actos delictivos, en
una inmensa mayoría de casos son asumidos 
como  "normales"  culturalmente.  La 
circuncisión  o  la 
ablación clitoridiana, por mencionar algunos, junto a una infinidad de
ritos iniciáticos que puede encontrarse entre las diferentes culturas, apelan a
mecanismos violentos, pese a lo que no dejan de ser parte de la cotidianeidad
aceptada. 
 La 
violencia  está  entre 
nosotros,  a  diario 
y  en  todas 
las  facetas, aunque en principio
no se haga evidente dado que tendemos a asimilarla con hechos físicos. Baste
para comprobarlo una rápida mirada a nuestro alrededor: el juego de los niños
–agresivo, despiadado a veces, pero no por ello menos inocente–, o el placer
que pueden encontrar descuartizando 
un insecto; los 
chistes morbosos, la forma en que pueden ser objeto de burla los  discapacitados o algunos estereotipos de conducta social que no 
necesariamente apelan a la coacción física (el machismo, el verticalismo en el mando), la forma en que algunos conducen un vehículo  no  respetando 
normas,  el  acoso 
sexual  de  –generalmente–  un varón que ocupa un lugar de mayor poder
hacia una subordinada mujer, o  el  cántico 
de  las  porras 
entre  equipos  deportivos rivales,  son 
todas formas  de  violencia 
que  modelan  la 
vida  social.  Dicho 
de  otra  manera, junto 
al  entendimiento  y 
la  tolerancia,  la 
agresividad  es  igualmente constitutiva de las relaciones
humanas.
La armonía,
la paz, la concordia, son aspiraciones. Por cierto absolutamente  necesarias 
para  vivir,  para 
desarrollarnos,  para  crecer; 
pero la  dinámica  humana 
está  marcada  por 
ese  interjuego  entre 
armonía  y violencia. La vida no
es precisamente  un paraíso (el único
paraíso es el perdido). Oponer a la violencia, en tanto elemento supuestamente
pérfido y malvado, un reino de la felicidad y una ética de la bondad es, como
mínimo, ingenuo. Toda la cultura humana, la edificación social, la
civilización  en  su 
sentido  más  amplio, 
no  es  sino 
una  forma  de 
asegurar  la convivencia entre la
gente garantizando el no recurso a la violencia. "Si quieres la paz
prepárate para la guerra" decían los romanos.
Ese
escepticismo original sobre una supuesta condición "bondadosa" de
nuestra especie recorre la historia del pensamiento.  "Pregúntese cada  hombre 
qué  hace  cuando 
emprende  un  viaje, 
cuando  sale  de 
noche,  cuando  duerme. 
¿Acaso  no  se 
arma,  va  bien 
acompañado,  cierra con  llave 
las  puertas  y 
hasta  esconde  sus 
tesoros  de  la  propia 
familia, sirvientes  o  amigos? 
¿No  delata  su 
proceder  la  opinión 
que  tiene  de  la
humanidad,  aun  existiendo 
leyes  y  organismos 
públicos  para  protegerlo?", se planteaba Thomas
Hobbes.
Y un
consumado comunista como Fidel Castro reflexiona igualmente:  "El 
hombre  es  un  ser  lleno 
de  instintos,  de 
egoísmos,  nace  egoísta, la 
naturaleza  le  impone 
eso;  la  naturaleza 
le  impone  los 
instintos,  la educación  impone 
las  virtudes;  la 
naturaleza  le  impone 
cosas  a  través de los instintos, el instinto de
supervivencia es uno de ellos, que lo pueden conducir a la infamia, mientras
por otro lado la conciencia lo puede conducir a los más grandes actos de
heroísmo". 
 Que la violencia haga parte de la misma
constitución intrínseca de lo 
humano  no  significa 
que  seamos  "malos"  de 
nacimiento.  ¿Es,  entonces, la violencia nuestro destino?
¿Estamos condenados a ser unos mezquinos 
seres  que  nos 
comemos  unos  a 
otros?  (¿homo  homini 
lupus:  el hombre como lobo del
hombre?)
Recordemos  que 
la  violencia  y  el  conflicto 
se  encuentran  en  el
fenómeno  humano  tanto 
como  el  amor 
o  la  solidaridad. 
Esto  significa que  la naturaleza 
humana  es  siempre 
convencional,  depende  de 
las  relaciones que se establecen
entre los seres humanos  y no queda
explicada  por  causas 
solamente  biológicas.  Hay 
un  sustrato físico-químico  primario, 
pero  esto  no 
da  cuenta  del 
por  qué  de 
la  violencia humana.  Los animales 
matan  para  sobrevivir, 
conducta  regida  por los 
vericuetos  del instinto.  Pero 
los  humanos  no 
nos  violentamos  para 
asegurar  nuestro alimento; las
armas no están sólo al servicio de la cacería (de hecho es para  lo 
que  menos  se 
utilizan).  No  hay 
determinación  genética  que 
explique el por qué de la guerra, o del chantaje, de  la tortura o del racismo.  Estas 
son  posibilidades  que 
sólo encuentran  su  desarrollo en 
la  dimensión  psicosocial 
en  la  que 
el  ser  humano 
existe. En  el  reino 
animal no  se  constata 
ninguna  de  esas 
conductas;  al  menos, no 
con  la  significación que tienen entre los humanos. 
 La 
violencia  es  algo 
privativo  de  la 
especie  humana;  los 
animales no son violentos en el sentido humano. Pueden ser grandes
depredadores, insaciables como el tiburón o el cocodrilo, pero no violentos.
Cuando matamos  a  algún 
animal  para  comérnoslo 
no  somos  precisamente 
violentos. Ninguno de nosotros sería tildado de tal a  partir de la vaca "asesinada"  que 
nos  almorzaremos  más  tarde. 
La  violencia  se 
liga  al  orden no 
natural  de  la 
humanización;  tiene  que 
ver  con  el particular 
universo simbólico que  nos
constituye  y  donde 
el  instinto  no cuenta 
en  la  determinación última de nuestros actos. La
violencia, al igual que la paz, tiene que ver con la ley humana. Ambos
elementos son, en definitiva, producto de la civilización. Ni la maldad ni la
bondad son naturales, genéticas.
La ruptura
más violenta de la armónica convivencia entre los seres humanos es, seguramente,
la guerra. Ahí tienen lugar profundas modificaciones  en 
la  psicología  colectiva 
por  las  que 
caen  las  interdicciones más  elementales: 
el  "no  matarás",  quedando 
consecuentemente  todo
permitido.  El  otro  ser  humano 
que  tengo  enfrente deja de  ser 
visto  como  tal 
para  pasar  a 
ser  "el  enemigo".  Con 
ello  se  autoriza 
su  eliminación. No sólo se lo
puede matar; es imperioso que lo mate. Hasta inclusive se premia con todos los
honores a quien más enemigos elimine; he ahí un héroe a quien se condecora, y
no un asesino.
 Pero la guerra, de hecho, es una constante en
la historia humana. Actualmente la preparación para la guerra es la actividad
más dinámica, que  consume  más esfuerzos 
moviendo  más  recursos 
que cualquier  otra industria  (25.000 
dólares  por  segundo). 
¿Qué  impulsa  a 
los  seres humanos  a 
esto?  ¿Qué  posibilita 
que  terminado  un 
conflicto  bélico  ya esté 
comenzando  otro?  Quedarnos 
simplemente  con  la 
explicación  de una
"tendencia agresiva" es parcial. Existe, por cierto, una lectura
ingenua de la mitología conceptual de Freud que desemboca en esas conclusiones;
pero no estamos ahí ante conceptos científicos sino ante un posicionamiento
ideológico –sumamente reaccionario, por lo demás–. 
 La  guerra 
tiene  raíces  diversas: económicas,  políticas, 
culturales. Pero no  hay ninguna
duda que existe también una constitución psicológica  común 
en  todos  los 
humanos  que  posibilita 
que  todos,  dadas 
las circunstancias, nos encontremos con "el enemigo" al que
hay que eliminar,  en  nombre 
de  lo  que 
sea  (por  más 
justa  que  se 
plantee  la  causa que desata el enfrentamiento: guerra
revolucionaria, guerra santa, guerra antiimperialista). Pese a nuestro más
enconado pacifismo la posibilidad 
de  la  guerra, 
la  posibilidad  de 
tomar  parte  en 
ella,  o  hasta 
incluso de alentarla, está siempre presente en la psicología de los
humanos. 
 La 
violencia,  entonces,  es  una  construcción 
humana: ningún  otro ser  vivo 
tortura,  maltrata  a su 
pareja, delinque,  hace
chistes  de  humor negro o quema en la hoguera a quien no
coincide con su punto de vista (dicho 
sea  de  paso, 
esta  última  práctica 
fue,  por  siglos, 
el  modus  operandi 
de  la  institución 
que  levanta  como 
principal  bandera  el 
amor  incondicional entre los
hombres y de esa manera se quemaron vivos cinco millones de "poseídos por
el demonio"). La violencia tiene lugar a partir de la caída de las normas
sociales de convivencia, de su evitación. Dicho al revés: las normas sociales,
la ley, constituyen la máxima obra humana, 
aquello  que  nos 
distingue  del  mundo 
instintivo, de  lo  puramente animal. La ley es lo que posibilita
la vida humana, que es necesariamente social, y que debe tener un mínimo de
armonía garantizada para poder permitir el desarrollo de los individuos. 
 Si existe la ley es porque hay violencia. Lo
cual nos puede llevar a la conclusión que no hay nada más humano que la
violencia. 
 Es, 
quizá,  justamente  en  las  situaciones 
límites  donde  descubrimos las posibilidades, las
potencialidades que anidan en cada ser humano. La solidaridad y la entrega son
posibles, así como también lo son las actitudes más mezquinas, más sórdidas.
Todos podemos llegar a cometer las barbaridades más espantosas. Tal vez por eso
en toda formación cultural en cualquier momento histórico nos encontramos con
códigos de ética que regulan esa violencia. No hay, por tanto, ninguna cultura
más "superior"
que otra en estos aspectos. No hay, definitivamente, pueblos
"bárbaros"  y  "civilizados":  hacha 
de  piedra  o 
misil nuclear,  lo  que 
los alienta en el fondo no ha cambiado sustancialmente. Lo violento,
justamente, es creer que hay "superiores", creer que sea posible que
alguien sea "más" que otro.

 
 
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