LA MATRIZ REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL
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Nuevo Orden: Matriz comunitaria | 
EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI
SOCIALISMO Y PODER - Parte XIII
Marcelo Colussi
¿Cómo darle forma a la utopía? El socialismo y
el poder 
 Fundándose en una teoría científica de la
sociedad, de su estructura  y  de  su  historia 
(pero  faltando,  sin 
dudas,  una  teoría 
del  sujeto  con similar 
rigurosidad  en su  formulación), 
el pensamiento  socialista  apareció 
como  propuesta  de 
comprensión  de  la 
realidad  humana,  y 
mucho más aún, como proyecto de transformación de la misma. 
 Formulada 
con  valor  de 
teoría,  sin  ningún 
lugar  a dudas  tuvo 
características  de  utopía. 
Es  decir:  funcionó 
como  la presentificación  de una 
aspiración,  de  un 
deseo  puesto  como 
meta  alcanzable.  Hoy, 
luego de la caída del campo socialista, la palabra "utopía"
está más que nunca cargada  de  connotaciones 
negativas;  es,  en 
todo  caso,  sinónimo 
de quimera,  fantasía,  mera 
ilusión.  En  el 
socialismo  clásico,  por 
el  contrario, era el horizonte de
llegada de un proceso racional, estaba plena de positividad. 
 "Sociedad sin clases", "reino
de la igualdad", "solidaridad sin fronteras",  han 
sido  y  siguen 
siendo  utopías.  Pero 
utopías  no  en 
el  sentido de  sueños 
vanos,  evanescentes  fantasías 
sin  asidero.  Utopías 
como  aspiración  de 
un  mundo  más 
justo,  más  equitativo. 
Utopías  –ahí  está 
su fuerza  justamente–  como 
proceso  de  búsqueda. 
Hoy,  caídas  las 
primeras  experiencias  que 
transitaron  la senda  socialista, 
es  pertinente  plantearse en qué medida esas aspiraciones
son utopías en sentido negativo o positivo. 
 Por 
lo  pronto  parece 
demostrarse  que,  en 
tanto  especie  humana, necesitamos  siempre 
esta  dimensión  de 
búsqueda  de  un 
ideal,  de  un paraíso que funciona como horizonte que
nos llama. La diferencia que se da 
con  el  socialismo 
científico,  con  el 
marxismo,  es  que 
esta  construcción pretende tener
los pies sobre la tierra. Es la búsqueda de un ideal, ¿quizá  de  un  paraíso?, 
sobre  la  base 
de  una  formulación 
rigurosa  y asentada en una
realidad material. En este sentido  el
socialismo es una utopía  éticamente  válida. Si 
sus  primeros  pasos 
no  dieron todos  los 
resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De lo que se
trata es de revisar por qué no funcionó en la forma prevista.
El
socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En  sus 
albores  hacia  el 
siglo  XIX  –y 
durante  las  primeras 
experiencias de su construcción ya en el XX– esa justicia se interpretó
en términos de equidad económica. 
Hoy  día, a  partir 
de  la enseñanza  histórica, podríamos ampliar la mira: la
justicia tiene que ver además con la democratización de los poderes, con su
horizontalización. 
"Una economía planificada no es todavía
socialismo. Una economía planificada 
puede  estar  acompañada 
de  la  completa 
esclavitud  del  individuo. 
La  realización  del 
socialismo  requiere  solucionar 
algunos  problemas sociopolíticos
extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización  de 
gran  envergadura  del 
poder  político  y económico, 
evitar  que  la 
burocracia  llegue  a  ser  todopoderosa 
y  arrogante?  ¿Cómo pueden 
estar  protegidos  los 
derechos del individuo  y  cómo 
asegurar  un contrapeso  democrático 
al  poder  de 
la  burocracia?", 
se  preguntaba  Albert Einstein, que además de físico genial
era un agudo pensador social de izquierda. 
 Si algo debe criticarse a la mayoría de las
experiencias socialistas conocidas 
hasta  la  fecha 
es  justamente  su 
falta  de  democratización  del poder. Que su concentración suceda en las
sociedades no-socialistas no debe sorprender; en ellas, más allá de la
declamada democracia formal –que 
encierra  básicamente  una 
perversa  hipocresía–, el  poder 
absoluto queda en manos de las grandes empresas (hoy transformadas en
monstruos  multinacionales  con 
presupuestos  mayores  al  de  muchos 
países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande
que el de  los  aparatos 
estatales).  La  cuestión 
se  plantea  en 
el  manejo  del poder 
que  ha  tenido 
el  socialismo.  Algo 
ahí  no  funcionó; 
¿era  una  tonta utopía suponer que se iba a poder
horizontalizar el poder? 
 Poder popular: ahí está el gran desafío.
¿Cómo? 
 Como 
dijimos,  el  hecho 
que  posibilitó  pensar 
en  una  alternativa real para la construcción del
socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia  de 
poder  popular  espontáneo 
de  sólo  un 
breve  tiempo  de duración ocurrida en el ya lejano 1871.
Fue a partir de esta circunstancia 
inaugural  que los fundadores  teóricos 
del socialismo científico, Marx y Engels, conciben la "dictadura
del proletariado" como mecanismo para la subversión del poder de la clase
actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases. 
 El espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y
sigue guiando este tipo  de
iniciativas  autogestionarias.  Hoy, entrados en  crisis 
los  modelos de partido único con
que se dieron los primeros pasos del socialismo, es necesario  reflexionar 
sobre  aquella  experiencia 
histórica.  La  cual, 
a  su vez, se liga con otra gesta
no menos importante que también tuvo lugar en París casi un siglo después: el
mayo francés de 1968.
Definitivamente  el 
sistema  pluripartidista  que 
nos trajo  la  democracia parlamentaria moderna, si bien
constituye un avance con relación al  absolutismo  monárquico 
y  las  estructuras 
feudales,  lejos  está 
de  ser una  auténtica 
representación  de  todos 
los  sectores  sociales. 
En  forma disfrazada,  no 
deja  de  ser 
una  dictadura  de 
la  clase  capitalista. 
Para  la gran mayoría de la
población mundial ya no es tanto el látigo el que intimida sino el fantasma de
la desocupación (un látigo más sutil, por cierto). La esclavitud ahora es
asalariada. 
 Ahora bien: ¿puede la utopía socialista ir más
allá de este corrupto sistema de partidos políticos y generar un auténtico
poder popular? 
 Según concibió la teoría marxista clásica debe
ser un partido revolucionario 
representante  de  las 
fuerzas  sociales  más 
progresistas  quien lidera  el 
proceso  transformador.  Y  ahí  se  abre  un 
debate  hasta  ahora nunca 
saldado.  ¿Partido  obrero? 
¿Movimiento  campesino?  ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular
multiclasista?  
Como  vemos, 
los  pasos  que 
deben  llevar  a 
la  construcción  de  un
orden nuevo son diversos, debatibles, incluso cuestionables. ¿Por dónde
empezar? ¿Y el partido revolucionario único? 
"La 
libertad  sólo  para 
los  partidarios  del 
gobierno,  sólo  para 
los miembros  de  un 
partido,  por  numerosos 
que  ellos  sean, 
no  es  libertad. La libertad es siempre libertad
para el que piensa diferente", decía hace ya  casi 
un  siglo  Rosa 
Luxemburgo.  La  "dictadura  del proletariado"  tuvo más 
de  dictadura  que 
de  otra  cosa. 
Dicho  esto,  sabido 
y  sufrido  todo esto, debemos abrir la autocrítica.
Sin  dudas 
no  es  una 
quimera  la  intención 
de  cambiar  las 
relaciones  entre  los 
seres  humanos.  Es, 
si  se  quiere, 
un  imperativo  ético: 
la sociedad de clases es un atentado contra la especie humana, y el
capitalismo  desarrollado  lo  es  también 
contra  el  planeta. Por 
tanto  no  es  un
sueño  infantil  aspirar 
a  su  modificación. 
De  hecho, además,  de 
forma lenta pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va buscando
mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías no están
en ascenso  y  la 
esclavitud  física,  aunque 
no  desapareció  totalmente, 
tampoco está en crecimiento). Lo que se visualiza como utopía –en el sentido
que prefiramos– es el camino a seguirse para conseguir el fin. Dicho en otros
términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cambiar la sociedad a favor de
las mayorías explotadas?
La Comuna de
París y el mayo francés se proponen como referentes: el  "pobrerío"  al 
poder,  la  imaginación 
al  poder.  Podemos 
estar  de acuerdo con que otro
mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es  decir: 
¿cómo  se  afianzan 
y  tornan  sustentables 
las  experiencias  autogestionarias? Más allá de la reacción, la
protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindibles en esta construcción),
a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo nuevo,  las preguntas siguen abiertas. 
 ¿Habrá que convencerse que el poder popular,
el poder horizontalizado,  es  una 
pura  quimera,  una 
utopía  en  sentido 
negativo?  La  figura del Amo y del Esclavo de Hegel en
tanto modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana ¿no se equivoca
entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que las
experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie de
nuestro planeta  y  en 
lo  que  llevamos 
de  historia  como 
especie, en  principio  todo ello  nos 
autoriza  a  decir 
que  sí,  efectivamente,  Hegel 
no  estaba  muy equivocado. 
 El poder fascina. Esto, parece, es válido
universalmente. Cualquier experiencia 
de  ejercicio  de 
poder  nos  confronta 
con la  dificultad  tan grande 
de  lograr  evitar 
caer  en  similares 
tentaciones,  desde  el 
Gengis Khan  a  Ceauscescu, 
del  poder  que 
confiere  manejar  un 
automóvil  respecto al peatón al
hecho que un sirviente nos abra  la
puerta del ascensor,  del  profesor 
en  su  cátedra 
a  Suharto  o 
Somoza  en  sus 
lugares  de autócratas. ¿Cómo
entender la permanencia del machismo sino es por el mantenimiento  de 
un  poder  de 
los  varones  sobre 
las  mujeres?  ¿Cómo puede 
repetirse  tan  frecuentemente  la corrupción 
de dirigentes  sindicales y la
traición a su clase si no es por la fascinación que traen las cuotas de poder
que el sistema le confiere? Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de
hecho puedan darse, no son fáciles –por otro lado, ¿por  qué 
habrían  de  serlo?, 
si  justamente  lo 
humano es  tal  en 
torno  a esa  dialéctica, 
se  constituye  sobre 
ese  paradigma  amo-esclavo–. 
¿Qué adinerado  está  dispuesto 
a  compartir  su 
fortuna  con el  pobrerío? 
¿Qué varón está dispuesto a perder sus privilegios sociales sobre la
mujer? 
Si el Che
Guevara renunció a su puesto en la Revolución Cubana, ¿fue realmente para
seguir con la causa universal de la lucha revolucionaria, o por que no había
lugar para dos grandes en la isla? El catecismo nos dirá una cosa, sin dudas,
pero ¿y la autocrítica?
En la
tradición socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de la
fascinación del poder. La sola mención de "poder popular"  como 
fórmula  mágica  no 
excusa  –la  historia 
lo  constata–  de 
la  necesidad  de  mantenerse 
alertas  ante  las 
recaídas  en  las 
mismas  repeticiones de siempre.
¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de
un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué  estos 
líderes  se  permiten legar  herederos 
políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber pensado
que en la construcción del  mundo  nuevo las purgas  en 
masa  de  Stalin 
quedaban  en la  historia estigmatizadas  como 
lo  que  nunca 
debería  repetirse, y  que 
ya  nunca volvería a verse un
abuso de autoridad por parte de un dirigente revolucionario. Pero  no: 
vemos  que  el 
autoritarismo,  la  jerarquía, 
la  verticalidad  en 
el  mando  siguen 
siendo  prácticas  aún 
vigentes  en  la 
izquierda (no  falta  por 
ahí  algún  comandante 
machista  y  violador 
incluso).  ¿Y  la autocrítica? 
 Cuando se ha pensado en transformar el mundo
(utopía en el sentido  literal  que  el  inventor 
de  la  palabra, 
Tomás  Moro,  le 
diera:  "lugar que no está en
ningún lugar"), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción
de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.
Los
problemas son  de dos tipos: por un lado
–esto no es ninguna novedad 
obviamente–  la  reacción 
de  las  fuerzas 
conservadoras,  de aquellos que
perderían con un cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más
grande que hace un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la
comuna de París. Obstáculos que hoy,  con  un 
poder  militar  inconmensurable  por 
parte del  capitalismo
desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza casi
insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por medio
de un hacker que con un llamado a la toma de las armas por parte del pueblo
unido). 
 ¿Pero qué hacer entonces? 
 ¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario
Internacional, a las bombas inteligentes, 
a  los  satélites 
de  espionaje,  al 
fantasma  de  la 
desocupación,  a  los 
medios  de  comunicación 
masivos  de  escala 
planetaria?  El mundo  de 
hoy,  luego  de 
la  caída  del 
muro  de  Berlín, está 
inclinado  de modo  escandalosamente  unipolar 
hacia  el  lado 
del  gran  capital, 
y  por cierto que  no 
se  ve  muy 
fácil  cómo  golpearlo. 
La  derecha  ha 
aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día
ya no son concebibles  ni  una 
comuna  de  París 
ni  un  mayo 
francés,  sencillamente porque el
poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia. 
 Pero 
si  eventualmente  la 
correlación  de  fuerzas 
permitiera  –concédasenos jugar un
momento a las utopías– realizar los cambios pertinentes,  surge 
con  no  menos 
fuerza  el  otro 
problema:  confiscadas  las empresas 
industriales,  repartidas  las 
tierras,  promovido  el 
estado  de bienestar por medio de
iniciativas populares (saludy educación gratuitas y  de 
calidad,  créditos  hipotecarios, 
cultura  para  todos), 
¿cómo  organizamos el poder
popular? ¿Cómo evitar que se repitan las purgas stalinistas o el machismo y la
impunidad de algún comandante?
"Una 
nueva  organización  de 
izquierda  debe  crear 
antídotos  desde su  momento 
fundacional  para  todas 
estas  deficiencias  del 
pasado", 
reflexionaba  Carlos  Figueroa 
Ibarra.  Pero  quizá 
no  haya  antídoto 
contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el poder
fascina  a  todos 
por  igual,  si 
el  sujeto  se 
constituye  contra  la 
imagen  del otro, parece que es
utópico buscar una "bondad" esencial entre los seres humanos.  Pero 
más  aún: quizá  sea 
desubicado,  tonto, inconducente,
mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien religioso,  donde 
el  poder  y 
los  poderosos  son 
intrínsecamente  "malos"  y los desposeídos son los "buenos".
El "hombre nuevo"–que por definición tiene  que 
ser  "bueno"–  de 
momento  parece  que 
no  está  muy 
cerca  de prosperar  aún. 
¿Hay  ya  "hombres 
nuevos"  por  algún 
lado?  ¿Puede haberlos?  ¿"Nuevos"  en 
qué  sentido:  que 
ya  no  se 
fascinan  con  el 
poder? No debemos olvidar que el Che, por ir a luchar al África en nombre
de la revolución universal, dejó abandonada su familia en Cuba. ¿"Padre
abandónico"  lo  llamaríamos 
hoy  desde  la 
psicología? ¿Se  le  debería promover  juicio 
por  abandono  de 
hogar?  Si  bien 
su  figura  es 
un  ícono imperecedero  para 
la  ética  socialista, 
también  abre una  pregunta: 
¿los seres  humanos  comunes 
y  corrientes  podemos 
ser  como él?  No 
olvidemos que en medio del monte, en plena lucha guerrillera, el Che
llevaba un diario donde calificaba las conductas revolucionarias de su tropa.
No hay dudas que esto de horizontalizar las relaciones humanas es todavía una
aspiración. ¿Cuál es la vacuna contra el afán de poder?
Quizá lo que
podemos plantear es la necesidad de la participación popular como un camino
importante, tal vez el más importante, para la construcción  de 
un  mundo  distinto. 
Que  el  poder 
se  desconcentre,  que se reparta entre todos y todas: ahí hay
una vía vital para algo realmente superador. Que nadie pueda "mirar desde
arriba" a nadie. 
 Que 
"otro  mundo  es 
posible"  está  fuera 
de  discusión;  posible 
e imperiosamente  necesario.  Sobre 
lo  que  debemos 
seguir  profundizando es  en 
el  cómo  lograrlo. 
Participación  popular,  poder 
popular,  son  conceptos que van más allá de la concurrencia
a las urnas cada tanto tiempo,  o  la 
participación  en  un 
acto  público  el 
1º  de  mayo, 
o  una  marcha populosa. Y vas muchísimo más allá,
también, de la organización territorial 
puntual:  el  comité 
de  barrio  que 
se  encarga  del 
alumbrado  público de  la 
pavimentación de  un  sector 
de  la  ciudad 
o  la  instalación 
del agua potable en una aldea rural, que gestiona alguna respuesta a una
necesidad  puntual.  El 
poder  popular  debe 
apuntar  a  algo 
infinitamente  más amplio que eso.
La experiencia de los intentos socialistas habidos nos va demostrando  que 
la  construcción  del 
partido  revolucionario  presenta significativas  contradicciones.  La 
supuesta  pluralidad  partidaria 
de  las democracias  burguesas 
no  tiene  absolutamente 
nada  que  ver 
ni  con  la participación ni mucho menos con el poder
popular.  Autogobierno local,
autogestión  obrera  de 
la  producción,  movimientos 
cooperativos  –y  en esa 
línea  también:  comuna 
de  París  y 
mayo  del  68– 
son  hitos  que  ya
existen  y  deben 
potenciarse.  He  ahí 
donde  debemos  nutrirnos 
para  ver por dónde caminar.
Debemos
estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la
masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente  exaltable. 
La  idea  de 
"hombre  nuevo"  es 
casi  la  antípoda 
del hombre-masa. En algún sentido todos somos masa, y la organización de
una  sociedad  tiene 
mucho  que  ver 
con  ese  fenómeno. 
De  todos  modos el 
capitalismo  desarrollado  llevó 
esa  formación  a 
niveles  jamás  vistos anteriormente en la historia; no puede
haber sistema capitalista eficiente 
si  no  hay 
masa  –como  productora 
y  como  consumidora–. 
La  masa, preciso es reconocerlo,
difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa,
sigue a un líder, prefiere el inmediatismo.
Pero ahí
está el reto: ¿cómo lograr que ese conjunto incoordinado y  manipulable 
como  es  la 
masa  pueda  ejercer 
el  poder?  ¿Cómo 
puede gobernarse a sí misma? ¿Es posible perpetuar ese espíritu
revolucionario de la masa que a veces le nace espontáneamente? ¿Es posible
construir una sociedad a partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en
realidad la  imaginación  tome, 
conserve y  ejerza  productivamente  el 
poder?  Resolver esto es el
desafío que se nos abre. 
 La dictadura del proletariado, es decir: un
gobierno revolucionario de  iguales  dispuesto 
a  cambiar  el 
curso  de  la 
historia,  fue  lo 
que  hizo pensar a Marx más de un
siglo atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego  de 
entusiasmarse  con  los 
hechos  de  París 
de  1871.  Las 
contadas ocasiones en la historia del siglo XX o inicios del XXI en que
esas masas dejaron  de  acatar 
las  reglas  establecidas 
y  derrocaron  regímenes 
que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, o que en
Venezuela  rescataron  al 
presidente  Chávez  durante 
la  intentona  golpista 
del 2002),  se  pusieron 
en  marcha  procesos 
que  significaron  mejoras. 
Claro que siempre esos movimientos tienen una figura fuerte (masculina)
que terminó  poniéndose  al 
frente.  ¿Pueden  las 
masas  caminar  sin 
un  líder? ¿Será parte de la condición
humana tener siempre una cabeza que dirige? 
 Hecho 
el  balance  de 
lo  que  significaron 
tales  experiencias,  está claro 
que  hubo  grandes 
avances  populares:  se 
redujo o  extinguió  el hambre crónica, creció el bienestar
cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas,
aumentó la producción y la investigación 
científica.  Aunque  se  pueda  criticar 
la  burocracia  y  la  falta 
de derechos  individuales  en 
China,  por  ejemplo, 
¿quién podría  negar  que las grandes masas tuvieron con la llegada
de la revolución un mejor nivel  de  vida 
que  con  los 
mandarines?  Aunque  no 
falten  cubanos  que abandonan la isla hastiados de la crónica
escasez material –mucho más que de la publicitada monocromía del partido
único– buscando el "paraíso adorado" de Miami, ¿quién podría negar que
la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy
infinitamente más digna que  la  de 
cualquier  país  latinoamericano,  y 
que  sus logros  sociales 
ni siquiera en muchos países del Norte pueden encontrarse?
Pensando  en 
el  poder  popular 
quizá  debemos  poner 
un  especial énfasis en la pequeña
célula de autogestión, en el pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y
no tanto en la idea de gran proyecto universal 
que  cambia  el mundo 
y abre  las  puertas 
del  nuevo paraíso.  Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese
sentido. Por último si hay necesidad de líderes como garantía de los procesos
revolucionarios, eso no es cuestionable 
en  sí  mismo. 
La  cuestión  se 
plantea  en torno  al 
sentido último de la revolución. ¿Cómo y cuándo empieza el cambio en las
mentalidades?  ¿Hasta  dónde 
llegan  esos  cambios? 
Porque,  sin  dudas, 
como decía Gramsci: "no hay revolución sin revolución
cultural". 
 Ante 
esos  primeros  experimentos 
–quizá  no  podríamos 
llamarlos fracasos,  pero  sí 
tanteos  a  revisar– está  claro  que hay 
que  presentar nuevas alternativas
superadoras. Lo que podemos extraer como conclusiones es que si de cambios se
trata, la masa debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos
sociopolíticos, ser un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX,
en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y
políticamente, lejos de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones
de ser el garante de un proceso 
autogestionario  genuino;  por 
eso,  más  allá 
de  los  soviets, 
pudo aparecer un Stalin. En esa dimensión podría preguntarse entonces:
¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa, altamente
desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de
organización  sindical,  no 
proponen  entonces  el 
control  de  la 
producción  en  sus países en la actualidad? ¿Por qué no
toman en sus manos el control de sus Estados y organizan una sociedad nueva?
Pero, ¿quién dice que esas clases sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez
cada trabajador individual querría, ante todo, devenir funcionario de la
fábrica donde labora, duplicar su ingreso, incluso tener personal a su cargo.
En países de alto consumo, el ideal es poder consumir más todavía y la
solidaridad es una exótica  pieza  de 
museo.  El  actual 
neoliberalismo  se ha encargado de
elevar esa tendencia a su máxima expresión haciendo del individualismo una
religión obligada. 
 Tanto en el Norte hiper desarrollado como en
el Sur famélico, hoy por  hoy,  caídos 
los  modelos  del 
socialismo  clásico  y 
entronizado  el "sálvese  quien 
pueda"  de  un 
capitalismo  salvaje  y 
voraz,  replantearse los  términos 
del  poder  es  de  vital 
importancia.  En  el 
ánimo  de  aportar alternativas en este debate, la
cuestión básica estriba en pensar en procesos 
micro,  locales,  en 
pequeños  poderes  realmente horizontales  y democráticos:  la 
comunidad  barrial,  la 
unidad  sindical,  la 
cooperativa puntual,  el grupo
de  consumidores, los colectivos  particularizados,  para de ahí  llegar 
al  colectivo  nacional. 
Experiencias  de  autogestión 
hay  numerosísimas a lo largo y
ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia  revolucionaria.  Lo 
que  se  está 
viviendo  en  el proceso 
venezolano con su construcción de democracia participativa no  hay dudas que abre grandes esperanzas.
 En 
un  mundo  globalizado 
con  poderes  descomunales 
de  impacto planetario, buscar alternativas
especulares a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto,
terminó asfixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes –uno más que
el otro, evidentemente– a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir
como  contrapeso al capitalismo; por
tanto, volver a oponer misil nuclear contra misil nuclear en tanto método de
lucha no parece lo más fructífero.
No  podemos 
ser  ingenuos  y 
pensar  que  una 
comunidad rural  organizada en
alguna provincia de Mozambique, o un colectivo de madres solteras  en 
Rawalpindi  o  una 
cooperativa  de  pescadores 
en  el  Caribe hondureño, puedan ser inquietantes
para los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas
armadas de Estados Unidos o  de la
OTAN.  Seguramente  no. 
Pero  dado  que 
estábamos  hablando de cómo darle
forma a la utopía, he ahí el germen del que debemos nutrirnos. Pensar en las
utopías significa creer que son posibles (si no, no vale la pena siquiera
considerarlas).
Luego del
derrumbe de la Unión Soviética, a partir del mundo unipolar vivido estos
últimos años y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista –coronado
con la invasión a Irak por parte  de los
Estados Unidos pasando por sobre la Organización de Naciones Unidas– todos, y
la izquierda en especial, hemos quedado golpeados,  sin referentes, profundamente asustados. El
fantasma de la desocupación existe de 
verdad, y los cerca de 200 millones de desempleados en el mundo ayudan a
mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de retroceso social
(hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por tiempo  limitado, 
sin  prestaciones  ni 
derecho sindical). Si "la historia ha terminado" –según se nos
informó pomposamente– ¿para qué pensar en utopías?
Pero no es
utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una
obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro, o al
menos lo parecía –pero no por ello más sencillo–, fijar el norte: la clase
obrera industrial debía ser el motor de cambio universal tomando el poder y
construyendo una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de
los países más industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la
historia global por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación
indígena en América –que  en  1871 
también  ocurrían–  no 
hubiera  permitido sacar  la 
misma conclusión). 
 Hoy, 
seguramente  el  panorama 
no  permite  aquella 
misma  claridad.  ¿Contra quién lucha el campo popular en la
actualidad? Si bien sigue  siendo  claro 
que  contra  un 
sistema  injusto,  como 
mínimo  hay  que formular 
algunos  matices:  en  el  capitalismo 
desarrollado  un  trabajador no tiene mucho por lo que
protestar, o no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo
XIX. Allí, quizá, el mayor enemigo podría parecer  hoy 
el  mismo  consumismo. 
En  el  Sur, 
por  el  contrario, 
dada  la complejidad  e 
interdependencia  planetaria  a 
que  se  fue 
llegando,  se hace casi imposible
pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas  (¿cuánto 
podría  resistir  hoy 
una  revolución  socialista 
en  un  estado 
africano,  por  ejemplo?, 
o  ¿hasta  dónde 
podrá  llegar  la 
Revolución Bolivariana  en  Venezuela 
si  continúa  radicalizándose  y 
amenazando  las reservas  petroleras 
que  Washington  considera 
propias?);  en  el 
Tercer Mundo, tal vez lo más revolucionario hoy es no pagar la deuda
externa y buscar  la  constitución 
de  grandes  bloques 
regionales  para  resistir 
los embates de un capitalismo del Norte cada vez más voraz.
Ante todo
esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías? 
 ¡De ningún modo! El solo hecho de escribir
estas líneas, de intentar contribuir al debate sobre otro mundo posible, está
mostrando que la utopía nos sigue 
convocando.  Pero  ahora 
bien:  para  darle 
forma  a  esa utopía, 
para  hacer  posible 
la  aspiración  a 
un  mundo de  mayor 
justicia, debe  replantearse  el 
tema  del  poder 
en  su  justo 
medio,  con  valentía 
y autocrítica.  Si  no, 
es  muy  probable 
que  sigamos  repitiendo 
errores  en vez de enmendarlos.
FIN

 
 
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