martes, 16 de julio de 2013

MATRIZ COMUNITARIA: SOCIALISMO Y PODER - XIII

LA MATRIZ REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL

Nuevo Orden: Matriz comunitaria

EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI


SOCIALISMO Y PODER - Parte XIII

Marcelo Colussi

¿Cómo darle forma a la utopía? El socialismo y el poder

 Fundándose en una teoría científica de la sociedad, de su estructura  y  de  su  historia  (pero  faltando,  sin  dudas,  una  teoría  del  sujeto  con similar  rigurosidad  en su  formulación),  el pensamiento  socialista  apareció  como  propuesta  de  comprensión  de  la  realidad  humana,  y  mucho más aún, como proyecto de transformación de la misma.

 Formulada  con  valor  de  teoría,  sin  ningún  lugar  a dudas  tuvo  características  de  utopía.  Es  decir:  funcionó  como  la presentificación  de una  aspiración,  de  un  deseo  puesto  como  meta  alcanzable.  Hoy,  luego de la caída del campo socialista, la palabra "utopía" está más que nunca cargada  de  connotaciones  negativas;  es,  en  todo  caso,  sinónimo  de quimera,  fantasía,  mera  ilusión.  En  el  socialismo  clásico,  por  el  contrario, era el horizonte de llegada de un proceso racional, estaba plena de positividad.

 "Sociedad sin clases", "reino de la igualdad", "solidaridad sin fronteras",  han  sido  y  siguen  siendo  utopías.  Pero  utopías  no  en  el  sentido de  sueños  vanos,  evanescentes  fantasías  sin  asidero.  Utopías  como  aspiración  de  un  mundo  más  justo,  más  equitativo.  Utopías  –ahí  está  su fuerza  justamente–  como  proceso  de  búsqueda.  Hoy,  caídas  las  primeras  experiencias  que  transitaron  la senda  socialista,  es  pertinente  plantearse en qué medida esas aspiraciones son utopías en sentido negativo o positivo.

 Por  lo  pronto  parece  demostrarse  que,  en  tanto  especie  humana, necesitamos  siempre  esta  dimensión  de  búsqueda  de  un  ideal,  de  un paraíso que funciona como horizonte que nos llama. La diferencia que se da  con  el  socialismo  científico,  con  el  marxismo,  es  que  esta  construcción pretende tener los pies sobre la tierra. Es la búsqueda de un ideal, ¿quizá  de  un  paraíso?,  sobre  la  base  de  una  formulación  rigurosa  y asentada en una realidad material. En este sentido  el socialismo es una utopía  éticamente  válida. Si  sus  primeros  pasos  no  dieron todos  los  resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De lo que se trata es de revisar por qué no funcionó en la forma prevista.

El socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En  sus  albores  hacia  el  siglo  XIX  –y  durante  las  primeras  experiencias de su construcción ya en el XX– esa justicia se interpretó en términos de equidad económica.  Hoy  día, a  partir  de  la enseñanza  histórica, podríamos ampliar la mira: la justicia tiene que ver además con la democratización de los poderes, con su horizontalización.

"Una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada  puede  estar  acompañada  de  la  completa  esclavitud  del  individuo.  La  realización  del  socialismo  requiere  solucionar  algunos  problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización  de  gran  envergadura  del  poder  político  y económico,  evitar  que  la  burocracia  llegue  a  ser  todopoderosa  y  arrogante?  ¿Cómo pueden  estar  protegidos  los  derechos del individuo  y  cómo  asegurar  un contrapeso  democrático  al  poder  de  la  burocracia?",  se  preguntaba  Albert Einstein, que además de físico genial era un agudo pensador social de izquierda.

 Si algo debe criticarse a la mayoría de las experiencias socialistas conocidas  hasta  la  fecha  es  justamente  su  falta  de  democratización  del poder. Que su concentración suceda en las sociedades no-socialistas no debe sorprender; en ellas, más allá de la declamada democracia formal –que  encierra  básicamente  una  perversa  hipocresía–, el  poder  absoluto queda en manos de las grandes empresas (hoy transformadas en monstruos  multinacionales  con  presupuestos  mayores  al  de  muchos  países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande que el de  los  aparatos  estatales).  La  cuestión  se  plantea  en  el  manejo  del poder  que  ha  tenido  el  socialismo.  Algo  ahí  no  funcionó;  ¿era  una  tonta utopía suponer que se iba a poder horizontalizar el poder?

 Poder popular: ahí está el gran desafío. ¿Cómo?

 Como  dijimos,  el  hecho  que  posibilitó  pensar  en  una  alternativa real para la construcción del socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia  de  poder  popular  espontáneo  de  sólo  un  breve  tiempo  de duración ocurrida en el ya lejano 1871. Fue a partir de esta circunstancia  inaugural  que los fundadores  teóricos  del socialismo científico, Marx y Engels, conciben la "dictadura del proletariado" como mecanismo para la subversión del poder de la clase actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases.

 El espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo  de iniciativas  autogestionarias.  Hoy, entrados en  crisis  los  modelos de partido único con que se dieron los primeros pasos del socialismo, es necesario  reflexionar  sobre  aquella  experiencia  histórica.  La  cual,  a  su vez, se liga con otra gesta no menos importante que también tuvo lugar en París casi un siglo después: el mayo francés de 1968.

Definitivamente  el  sistema  pluripartidista  que  nos trajo  la  democracia parlamentaria moderna, si bien constituye un avance con relación al  absolutismo  monárquico  y  las  estructuras  feudales,  lejos  está  de  ser una  auténtica  representación  de  todos  los  sectores  sociales.  En  forma disfrazada,  no  deja  de  ser  una  dictadura  de  la  clase  capitalista.  Para  la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto el látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más sutil, por cierto). La esclavitud ahora es asalariada.

 Ahora bien: ¿puede la utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de partidos políticos y generar un auténtico poder popular?

 Según concibió la teoría marxista clásica debe ser un partido revolucionario  representante  de  las  fuerzas  sociales  más  progresistas  quien lidera  el  proceso  transformador.  Y  ahí  se  abre  un  debate  hasta  ahora nunca  saldado.  ¿Partido  obrero?  ¿Movimiento  campesino?  ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular multiclasista? 

Como  vemos,  los  pasos  que  deben  llevar  a  la  construcción  de  un orden nuevo son diversos, debatibles, incluso cuestionables. ¿Por dónde empezar? ¿Y el partido revolucionario único?

"La  libertad  sólo  para  los  partidarios  del  gobierno,  sólo  para  los miembros  de  un  partido,  por  numerosos  que  ellos  sean,  no  es  libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente", decía hace ya  casi  un  siglo  Rosa  Luxemburgo.  La  "dictadura  del proletariado"  tuvo más  de  dictadura  que  de  otra  cosa.  Dicho  esto,  sabido  y  sufrido  todo esto, debemos abrir la autocrítica.

Sin  dudas  no  es  una  quimera  la  intención  de  cambiar  las  relaciones  entre  los  seres  humanos.  Es,  si  se  quiere,  un  imperativo  ético:  la sociedad de clases es un atentado contra la especie humana, y el capitalismo  desarrollado  lo  es  también  contra  el  planeta. Por  tanto  no  es  un sueño  infantil  aspirar  a  su  modificación.  De  hecho, además,  de  forma lenta pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va buscando mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías no están en ascenso  y  la  esclavitud  física,  aunque  no  desapareció  totalmente,  tampoco está en crecimiento). Lo que se visualiza como utopía –en el sentido que prefiramos– es el camino a seguirse para conseguir el fin. Dicho en otros términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cambiar la sociedad a favor de las mayorías explotadas?

La Comuna de París y el mayo francés se proponen como referentes: el  "pobrerío"  al  poder,  la  imaginación  al  poder.  Podemos  estar  de acuerdo con que otro mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es  decir:  ¿cómo  se  afianzan  y  tornan  sustentables  las  experiencias  autogestionarias? Más allá de la reacción, la protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindibles en esta construcción), a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo nuevo,  las preguntas siguen abiertas.

 ¿Habrá que convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado,  es  una  pura  quimera,  una  utopía  en  sentido  negativo?  La  figura del Amo y del Esclavo de Hegel en tanto modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana ¿no se equivoca entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que las experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie de nuestro planeta  y  en  lo  que  llevamos  de  historia  como  especie, en  principio  todo ello  nos  autoriza  a  decir  que  sí,  efectivamente,  Hegel  no  estaba  muy equivocado.

 El poder fascina. Esto, parece, es válido universalmente. Cualquier experiencia  de  ejercicio  de  poder  nos  confronta  con la  dificultad  tan grande  de  lograr  evitar  caer  en  similares  tentaciones,  desde  el  Gengis Khan  a  Ceauscescu,  del  poder  que  confiere  manejar  un  automóvil  respecto al peatón al hecho que un sirviente nos abra  la puerta del ascensor,  del  profesor  en  su  cátedra  a  Suharto  o  Somoza  en  sus  lugares  de autócratas. ¿Cómo entender la permanencia del machismo sino es por el mantenimiento  de  un  poder  de  los  varones  sobre  las  mujeres?  ¿Cómo puede  repetirse  tan  frecuentemente  la corrupción  de dirigentes  sindicales y la traición a su clase si no es por la fascinación que traen las cuotas de poder que el sistema le confiere? Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de hecho puedan darse, no son fáciles –por otro lado, ¿por  qué  habrían  de  serlo?,  si  justamente  lo  humano es  tal  en  torno  a esa  dialéctica,  se  constituye  sobre  ese  paradigma  amo-esclavo–.  ¿Qué adinerado  está  dispuesto  a  compartir  su  fortuna  con el  pobrerío?  ¿Qué varón está dispuesto a perder sus privilegios sociales sobre la mujer?

Si el Che Guevara renunció a su puesto en la Revolución Cubana, ¿fue realmente para seguir con la causa universal de la lucha revolucionaria, o por que no había lugar para dos grandes en la isla? El catecismo nos dirá una cosa, sin dudas, pero ¿y la autocrítica?

En la tradición socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de la fascinación del poder. La sola mención de "poder popular"  como  fórmula  mágica  no  excusa  –la  historia  lo  constata–  de  la  necesidad  de  mantenerse  alertas  ante  las  recaídas  en  las  mismas  repeticiones de siempre. ¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué  estos  líderes  se  permiten legar  herederos  políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber pensado que en la construcción del  mundo  nuevo las purgas  en  masa  de  Stalin  quedaban  en la  historia estigmatizadas  como  lo  que  nunca  debería  repetirse, y  que  ya  nunca volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente revolucionario. Pero  no:  vemos  que  el  autoritarismo,  la  jerarquía,  la  verticalidad  en  el  mando  siguen  siendo  prácticas  aún  vigentes  en  la  izquierda (no  falta  por  ahí  algún  comandante  machista  y  violador  incluso).  ¿Y  la autocrítica?

 Cuando se ha pensado en transformar el mundo (utopía en el sentido  literal  que  el  inventor  de  la  palabra,  Tomás  Moro,  le  diera:  "lugar que no está en ningún lugar"), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.

Los problemas son  de dos tipos: por un lado –esto no es ninguna novedad  obviamente–  la  reacción  de  las  fuerzas  conservadoras,  de aquellos que perderían con un cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París. Obstáculos que hoy,  con  un  poder  militar  inconmensurable  por  parte del  capitalismo desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza casi insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por medio de un hacker que con un llamado a la toma de las armas por parte del pueblo unido).

 ¿Pero qué hacer entonces?

 ¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, a las bombas inteligentes,  a  los  satélites  de  espionaje,  al  fantasma  de  la  desocupación,  a  los  medios  de  comunicación  masivos  de  escala  planetaria?  El mundo  de  hoy,  luego  de  la  caída  del  muro  de  Berlín, está  inclinado  de modo  escandalosamente  unipolar  hacia  el  lado  del  gran  capital,  y  por cierto que  no  se  ve  muy  fácil  cómo  golpearlo.  La  derecha  ha  aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya no son concebibles  ni  una  comuna  de  París  ni  un  mayo  francés,  sencillamente porque el poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia.

 Pero  si  eventualmente  la  correlación  de  fuerzas  permitiera  –concédasenos jugar un momento a las utopías– realizar los cambios pertinentes,  surge  con  no  menos  fuerza  el  otro  problema:  confiscadas  las empresas  industriales,  repartidas  las  tierras,  promovido  el  estado  de bienestar por medio de iniciativas populares (saludy educación gratuitas y  de  calidad,  créditos  hipotecarios,  cultura  para  todos),  ¿cómo  organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan las purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de algún comandante?

"Una  nueva  organización  de  izquierda  debe  crear  antídotos  desde su  momento  fundacional  para  todas  estas  deficiencias  del  pasado",  reflexionaba  Carlos  Figueroa  Ibarra.  Pero  quizá  no  haya  antídoto  contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el poder fascina  a  todos  por  igual,  si  el  sujeto  se  constituye  contra  la  imagen  del otro, parece que es utópico buscar una "bondad" esencial entre los seres humanos.  Pero  más  aún: quizá  sea  desubicado,  tonto, inconducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien religioso,  donde  el  poder  y  los  poderosos  son  intrínsecamente  "malos"  y los desposeídos son los "buenos". El "hombre nuevo"–que por definición tiene  que  ser  "bueno"–  de  momento  parece  que  no  está  muy  cerca  de prosperar  aún.  ¿Hay  ya  "hombres  nuevos"  por  algún  lado?  ¿Puede haberlos?  ¿"Nuevos"  en  qué  sentido:  que  ya  no  se  fascinan  con  el  poder? No debemos olvidar que el Che, por ir a luchar al África en nombre de la revolución universal, dejó abandonada su familia en Cuba. ¿"Padre abandónico"  lo  llamaríamos  hoy  desde  la  psicología? ¿Se  le  debería promover  juicio  por  abandono  de  hogar?  Si  bien  su  figura  es  un  ícono imperecedero  para  la  ética  socialista,  también  abre una  pregunta:  ¿los seres  humanos  comunes  y  corrientes  podemos  ser  como él?  No  olvidemos que en medio del monte, en plena lucha guerrillera, el Che llevaba un diario donde calificaba las conductas revolucionarias de su tropa. No hay dudas que esto de horizontalizar las relaciones humanas es todavía una aspiración. ¿Cuál es la vacuna contra el afán de poder?

Quizá lo que podemos plantear es la necesidad de la participación popular como un camino importante, tal vez el más importante, para la construcción  de  un  mundo  distinto.  Que  el  poder  se  desconcentre,  que se reparta entre todos y todas: ahí hay una vía vital para algo realmente superador. Que nadie pueda "mirar desde arriba" a nadie.

 Que  "otro  mundo  es  posible"  está  fuera  de  discusión;  posible  e imperiosamente  necesario.  Sobre  lo  que  debemos  seguir  profundizando es  en  el  cómo  lograrlo.  Participación  popular,  poder  popular,  son  conceptos que van más allá de la concurrencia a las urnas cada tanto tiempo,  o  la  participación  en  un  acto  público  el  1º  de  mayo,  o  una  marcha populosa. Y vas muchísimo más allá, también, de la organización territorial  puntual:  el  comité  de  barrio  que  se  encarga  del  alumbrado  público de  la  pavimentación de  un  sector  de  la  ciudad  o  la  instalación  del agua potable en una aldea rural, que gestiona alguna respuesta a una necesidad  puntual.  El  poder  popular  debe  apuntar  a  algo  infinitamente  más amplio que eso. La experiencia de los intentos socialistas habidos nos va demostrando  que  la  construcción  del  partido  revolucionario  presenta significativas  contradicciones.  La  supuesta  pluralidad  partidaria  de  las democracias  burguesas  no  tiene  absolutamente  nada  que  ver  ni  con  la participación ni mucho menos con el poder popular.  Autogobierno local, autogestión  obrera  de  la  producción,  movimientos  cooperativos  –y  en esa  línea  también:  comuna  de  París  y  mayo  del  68–  son  hitos  que  ya existen  y  deben  potenciarse.  He  ahí  donde  debemos  nutrirnos  para  ver por dónde caminar.

Debemos estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente  exaltable.  La  idea  de  "hombre  nuevo"  es  casi  la  antípoda  del hombre-masa. En algún sentido todos somos masa, y la organización de una  sociedad  tiene  mucho  que  ver  con  ese  fenómeno.  De  todos  modos el  capitalismo  desarrollado  llevó  esa  formación  a  niveles  jamás  vistos anteriormente en la historia; no puede haber sistema capitalista eficiente  si  no  hay  masa  –como  productora  y  como  consumidora–.  La  masa, preciso es reconocerlo, difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el inmediatismo.

Pero ahí está el reto: ¿cómo lograr que ese conjunto incoordinado y  manipulable  como  es  la  masa  pueda  ejercer  el  poder?  ¿Cómo  puede gobernarse a sí misma? ¿Es posible perpetuar ese espíritu revolucionario de la masa que a veces le nace espontáneamente? ¿Es posible construir una sociedad a partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en realidad la  imaginación  tome,  conserve y  ejerza  productivamente  el  poder?  Resolver esto es el desafío que se nos abre.

 La dictadura del proletariado, es decir: un gobierno revolucionario de  iguales  dispuesto  a  cambiar  el  curso  de  la  historia,  fue  lo  que  hizo pensar a Marx más de un siglo atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego  de  entusiasmarse  con  los  hechos  de  París  de  1871.  Las  contadas ocasiones en la historia del siglo XX o inicios del XXI en que esas masas dejaron  de  acatar  las  reglas  establecidas  y  derrocaron  regímenes  que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, o que en Venezuela  rescataron  al  presidente  Chávez  durante  la  intentona  golpista  del 2002),  se  pusieron  en  marcha  procesos  que  significaron  mejoras.  Claro que siempre esos movimientos tienen una figura fuerte (masculina) que terminó  poniéndose  al  frente.  ¿Pueden  las  masas  caminar  sin  un  líder? ¿Será parte de la condición humana tener siempre una cabeza que dirige?

 Hecho  el  balance  de  lo  que  significaron  tales  experiencias,  está claro  que  hubo  grandes  avances  populares:  se  redujo o  extinguió  el hambre crónica, creció el bienestar cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas, aumentó la producción y la investigación  científica.  Aunque  se  pueda  criticar  la  burocracia  y  la  falta  de derechos  individuales  en  China,  por  ejemplo,  ¿quién podría  negar  que las grandes masas tuvieron con la llegada de la revolución un mejor nivel  de  vida  que  con  los  mandarines?  Aunque  no  falten  cubanos  que abandonan la isla hastiados de la crónica escasez material –mucho más que de la publicitada monocromía del partido único– buscando el "paraíso adorado" de Miami, ¿quién podría negar que la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy infinitamente más digna que  la  de  cualquier  país  latinoamericano,  y  que  sus logros  sociales  ni siquiera en muchos países del Norte pueden encontrarse?

Pensando  en  el  poder  popular  quizá  debemos  poner  un  especial énfasis en la pequeña célula de autogestión, en el pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y no tanto en la idea de gran proyecto universal  que  cambia  el mundo  y abre  las  puertas  del  nuevo paraíso.  Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese sentido. Por último si hay necesidad de líderes como garantía de los procesos revolucionarios, eso no es cuestionable  en  sí  mismo.  La  cuestión  se  plantea  en torno  al  sentido último de la revolución. ¿Cómo y cuándo empieza el cambio en las mentalidades?  ¿Hasta  dónde  llegan  esos  cambios?  Porque,  sin  dudas,  como decía Gramsci: "no hay revolución sin revolución cultural".

 Ante  esos  primeros  experimentos  –quizá  no  podríamos  llamarlos fracasos,  pero  sí  tanteos  a  revisar– está  claro  que hay  que  presentar nuevas alternativas superadoras. Lo que podemos extraer como conclusiones es que si de cambios se trata, la masa debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos sociopolíticos, ser un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX, en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y políticamente, lejos de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones de ser el garante de un proceso  autogestionario  genuino;  por  eso,  más  allá  de  los  soviets,  pudo aparecer un Stalin. En esa dimensión podría preguntarse entonces: ¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa, altamente desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de organización  sindical,  no  proponen  entonces  el  control  de  la  producción  en  sus países en la actualidad? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus Estados y organizan una sociedad nueva? Pero, ¿quién dice que esas clases sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez cada trabajador individual querría, ante todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su ingreso, incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo, el ideal es poder consumir más todavía y la solidaridad es una exótica  pieza  de  museo.  El  actual  neoliberalismo  se ha encargado de elevar esa tendencia a su máxima expresión haciendo del individualismo una religión obligada.

 Tanto en el Norte hiper desarrollado como en el Sur famélico, hoy por  hoy,  caídos  los  modelos  del  socialismo  clásico  y  entronizado  el "sálvese  quien  pueda"  de  un  capitalismo  salvaje  y  voraz,  replantearse los  términos  del  poder  es  de  vital  importancia.  En  el  ánimo  de  aportar alternativas en este debate, la cuestión básica estriba en pensar en procesos  micro,  locales,  en  pequeños  poderes  realmente horizontales  y democráticos:  la  comunidad  barrial,  la  unidad  sindical,  la  cooperativa puntual,  el grupo de  consumidores, los colectivos  particularizados,  para de ahí  llegar  al  colectivo  nacional.  Experiencias  de  autogestión  hay  numerosísimas a lo largo y ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia  revolucionaria.  Lo  que  se  está  viviendo  en  el proceso  venezolano con su construcción de democracia participativa no  hay dudas que abre grandes esperanzas.

 En  un  mundo  globalizado  con  poderes  descomunales  de  impacto planetario, buscar alternativas especulares a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto, terminó asfixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes –uno más que el otro, evidentemente– a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir como  contrapeso al capitalismo; por tanto, volver a oponer misil nuclear contra misil nuclear en tanto método de lucha no parece lo más fructífero.

No  podemos  ser  ingenuos  y  pensar  que  una  comunidad rural  organizada en alguna provincia de Mozambique, o un colectivo de madres solteras  en  Rawalpindi  o  una  cooperativa  de  pescadores  en  el  Caribe hondureño, puedan ser inquietantes para los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas armadas de Estados Unidos o  de la OTAN.  Seguramente  no.  Pero  dado  que  estábamos  hablando de cómo darle forma a la utopía, he ahí el germen del que debemos nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si no, no vale la pena siquiera considerarlas).

Luego del derrumbe de la Unión Soviética, a partir del mundo unipolar vivido estos últimos años y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista –coronado con la invasión a Irak por parte  de los Estados Unidos pasando por sobre la Organización de Naciones Unidas– todos, y la izquierda en especial, hemos quedado golpeados,  sin referentes, profundamente asustados. El fantasma de la desocupación existe de  verdad, y los cerca de 200 millones de desempleados en el mundo ayudan a mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de retroceso social (hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por tiempo  limitado,  sin  prestaciones  ni  derecho sindical). Si "la historia ha terminado" –según se nos informó pomposamente– ¿para qué pensar en utopías?

Pero no es utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro, o al menos lo parecía –pero no por ello más sencillo–, fijar el norte: la clase obrera industrial debía ser el motor de cambio universal tomando el poder y construyendo una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de los países más industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la historia global por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación indígena en América –que  en  1871  también  ocurrían–  no  hubiera  permitido sacar  la  misma conclusión).

 Hoy,  seguramente  el  panorama  no  permite  aquella  misma  claridad.  ¿Contra quién lucha el campo popular en la actualidad? Si bien sigue  siendo  claro  que  contra  un  sistema  injusto,  como  mínimo  hay  que formular  algunos  matices:  en  el  capitalismo  desarrollado  un  trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí, quizá, el mayor enemigo podría parecer  hoy  el  mismo  consumismo.  En  el  Sur,  por  el  contrario,  dada  la complejidad  e  interdependencia  planetaria  a  que  se  fue  llegando,  se hace casi imposible pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas  (¿cuánto  podría  resistir  hoy  una  revolución  socialista  en  un  estado  africano,  por  ejemplo?,  o  ¿hasta  dónde  podrá  llegar  la  Revolución Bolivariana  en  Venezuela  si  continúa  radicalizándose  y  amenazando  las reservas  petroleras  que  Washington  considera  propias?);  en  el  Tercer Mundo, tal vez lo más revolucionario hoy es no pagar la deuda externa y buscar  la  constitución  de  grandes  bloques  regionales  para  resistir  los embates de un capitalismo del Norte cada vez más voraz.

Ante todo esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías?

 ¡De ningún modo! El solo hecho de escribir estas líneas, de intentar contribuir al debate sobre otro mundo posible, está mostrando que la utopía nos sigue  convocando.  Pero  ahora  bien:  para  darle  forma  a  esa utopía,  para  hacer  posible  la  aspiración  a  un  mundo de  mayor  justicia, debe  replantearse  el  tema  del  poder  en  su  justo  medio,  con  valentía  y autocrítica.  Si  no,  es  muy  probable  que  sigamos  repitiendo  errores  en vez de enmendarlos.

FIN





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