jueves, 7 de noviembre de 2013

TRISTAN MAROF: EL ABRAZO A JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI

En la casa de Washington Izquierda en febrero de 1928. Sentados: Anna Chiappe, señora de Marof, José Carlos Mariátegui, Tristán Marof y Angela Ramos. De pie: Angela Medina, s/i, Noemi Mildstein, Miguel B. Adler, Ricardo Martínez de la Torre y Luis Ramos.

Tristán Marof 1
Marof dejó en dos revistas argentinas un testimonio vívido de su encuentro con Mariátegui. El texto que reproducimos aquí la revista que reunió en Córdoba a izquierdistas argentinos y bolivianos y que de algún modo sirvió como una suerte de plataforma a la fundación del POR en esa misma ciudad.
El vapor Esequivo llegó al puerto del Callao una mañana muy nublada. Yo deseaba desembarcar y visitar Lima con el solo objeto de conocer a Mariátegui. Éramos amigos y habíamos cambiado infinidad de cartas, esperando la oportunidad de estrecharnos las manos. Me interesaba mucho más Mariátegui que la hermosa ciudad de los virreyes. Mariátegui, cordial y afectuoso, enterado de que pasaba por el Callao, rumbo a La Habana, no se olvidó de enviar a bordo un grupo de compañeros, portadores de su saludo y un abrazo.
Apenas atracó el vapor al muelle estaban ya allí los simpáticos camaradas [Martín] Adán, [Ricardo] Martínez de la Torre y la periodista Ángela Ramos. Me reconocieron por la barba renegrida y se acercaron hasta donde estábamos mi compañera y yo. Descendimos del barco y tomarnos un camión en el Callao que se dirigía a Lima, vigilados muy de cerca por la policía. Cruzamos en el trayecto avenidas magníficas que el dictador en su delirio de grandeza las había hecho construir. Pasamos por debajo de arcos triunfales que parecían de cartón, con letreros jactanciosos y rimbombantes en homenaje al gran hombre que dirigía providencialmente el Perú, nos perdimos en una calleja, descendimos a pie en otra y nos detuvimos delante de una casita humilde y confiada. La casa de Mariátegui.1
Allí estaba José Carlos, esperándome, sentado en una silla de manos, los ojos inquietos y la diestra tendida y fraternal. Advertí que no tenía piernas: apenas se movía. Una enfermedad penosa le había reducido a la invalidez, pero él, a pesar de todas sus desgracias, se mantenía sonriente, dando cara a la vida y luchando desde ese sillón como un gladiador.
— Le esperaba desde hace tiempo —me dijo—, deseaba hablar con usted.
—Igualmente yo —respondíle—. Somos ya viejos amigos.
Apareció la compañera de Mariátegui, una valerosa mujer italiana de ojos dulces y amorosos. Saludó a mi compañera y la rodeó de atenciones. Habló conmigo dos minutos. Relaté por centésima vez lo qué había sucedido en Bolivia: mi prisión, el confinamiento, la fuga. Mariátegui tomó la palabra y habló de la situación social, de las persecuciones terribles que debíamos sufrir y de la miserable condición de las masas americanas. Luego me contó su vida. Se le perseguía como a un hechicero de la Edad Media porque publicaba ideas y se atrevía a pensar de acuerdo a su cultura y a sus estudios. No le sirvió de nada su invalidez física, pues el dictador, en silla de manos y en brazos de dos sicarios le había enviado a la prisión más de una vez. Su casa estaba siempre vigilada y vivía en la estrechez económica porque su pluma, después de su viaje por Europa, habíase rebelado para siempre contra el señor feudal y el caudillo político.
Mariátegui hablaba con absoluta calma y serenidad. Su perfil era de águila. Sus ojos enormes y negros tenían una dulce ingenuidad y ternura. Sus manos nerviosas y ágiles. Cada mano cuando hablaba describía una curva impresionante. Desde el fondo de su alma brotaban los sentimientos más puros y honrados. Era un hombre esclavo de su sinceridad y de sus ideas. En ese cuerpecito frágil como un lirio, magullado por la miseria de la vida, y torturado por mil dolores físicos y morales, manojo de nervios algunas veces, se alojaba un mundo nuevo. De esa cabeza erguida y magnífica, adornada de cabellos negros que se deshacían en mechones poéticos por su amplia frente, surgían los pensamientos más brillantes, los más audaces y los más lógicos, y no se detenían en el Perú sino que se esparcía por la vastedad de América. Mariátegui desde el año veinte hasta su muerte, fue sin disputa el escritor más consciente y honrado de América Latina. El mejor informado y el más valiente. Jamás rehusó él la responsabilidad de sus escritos ni le acobardaron las prisiones. Se declaró marxista convicto y confeso en una época de barbarie americana, cuando el marxismo no cabía en la ignorancia de la mayoría de los pretendidos intelectuales. Pero no se contentó con ser marxista literario ni diletante de la doctrina. Comprendió a Marx, estudió su sistema y supo sacar conclusiones acertadas sobre la realidad social de su país. Los demás intelectuales peruanos pensaban en la novedad literaria que venía de Francia: Proust, Cocteau, Valery Larbaud y Morand; o en la glosa de España: Unamuno, Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors y otros. Todavía estaba en pie la generación de Chocano y los tamboriles se oían en las antesalas para sus asuntos económicos y su fina comprensión y en los diarios. Los dos [García]Calderón seguían de todos los problemas. Discutía con palabra fácil bombardeando desde París, artículos relacionados y jactanciosos. El viento de la tradición soplaba en Lima.

A Mariátegui no pudo deleitarle solamente la curiosidad literaria. Estudió con pasión economía, se adentró en la matemática social, elevó la política a un plano superior y  dióle  toda  su  importancia  histórica.  Temperamento ardiente  y  lleno  de  entusiasmo,  volvió  su  alma  hacia la acción, puesto que el instante requería ser soldado y filósofo. Cerebro organizador, templado en la lucha, teórico perspicaz; ayudó al proletariado de su país con el  más  grande  desprendimiento,  marchando  siempre junto  a  él  y  confundiéndose  a  la  masa.  El  escritor  se despojó  de  todo:  prejuicios,  interés,  deseo  político  y abrazóse  a  la  cruz  del  trabajador  sin  pretensiones. Pudo ser un egoísta, un malandrín y un escritor servil a  tanto  la  cuartilla.  Pudo  vender  su  pluma,  mejor cotizada  que  cualquier  otra.  Pudo  disculparse  —él más que nadie, enfermo y mutilado—, y transar con la vida, aceptando los gajes de la dictadura que pagaba servicios de prensa a precio de oro. Sin embargo, este hombre  admirable,  baldado  de  las  dos  piernas  que apenas se podía mover en los brazos de amigos; este intelectual  pobre  y  que  se  moría de necesidad; este varón heroico, padre de tres criaturas que pedían pan y que sudaba de noche y día artículos  de  información  para poder vivir; este hombre de hierro no  reparó  en  nada  y  lo  sacrificó todo. Cuando murió se le enterró por suscripción de los compañeros, tal era su miseria. No había en su casa  un  centavo,  y  sin  embargo, la  prensa  de  la  dictadura,  varias veces  habíale  acusado  de  recibir ¡dinero del Soviet!...

Sus  dos  ojos  negros  y  tiernos debieron  cerrarse  pausada  y severamente,  viendo  por  última vez el mundo al cual había servido desinteresadamente. Me acuerdo todavía  de  sus  confidencias,  de sus  cartas,  de  sus  artículos  y  de sus  palabras.  Su  espontaneidad para los camaradas, su sencillez y su enorme modestia. Su desprecio para  sus  asuntos  económicos  y  su  fina  comprensión de  todos  los  problemas.  Discutía  con  palabra  fácil e  ironizaba  con  sutilidad  extraordinaria.  Se  burlaba algunas  veces  de  los  intelectuales  de  América  y les  encontraba  dos  cualidades  que  le  permitirían subsistir  en  la  sociedad  humana:  su  enorme  apetito y  su  olfato  para  orientarse  donde  se  servían  los banquetes. Además, ellos, llevaban sobre las espaldas, permanentemente, un arpa que tañían a indicación de los poderosos.

Todo ese día que me detuve en Lima no me separé de Mariátegui.  Nuestras  charlas  se  referían  a  problemas inmediatos  de  América,  a  programas  de  acción  y trabajos que debíamos coordinarlos. Le ofrecí escribir frecuentemente  en  su  importante  revista  Amauta, la única en el continente, que como un faro solitario alumbraba por entonces a la juventud inquieta. Hicimos hincapié en ciertas tendencias literarias del instante y revisamos todos los valores, criticando y elogiando las producciones  conocidas  y  sus  autores.  Esa  mañana Mariátegui  se  sentía  feliz  y  entusiasta.  Habló  por teléfono a varios amigos suyos, entre ellos al coronel Higuera,  hombre  simpático  y  amigo  de  las  letras,  al cual volví a encontrar en México y siguióme tratando con la misma cordialidad: tomamos a Mariátegui en los brazos y lo pusimos en un coche, dirigiéndonos todos a un restaurant. La comida sencilla y amable tenía el sabor de esas reuniones antiguas donde el pan, el vino y la sinceridad, se distribuían fraternalmente, sin pensar en “lo tuyo ni en lo mío”. Mariátegui, no solamente era teórico, sino también un excelente camarada.

Al  atardecer  de  ese  día,  debíamos  partir  y  continuar nuestra ruta a La Habana. Mariátegui deseaba que yo me quedase en Lima y diése algunas conferencias, él mismo  quería  iniciar  los  trabajos,  pero  era  imposible dada  la  situación  política  impuesta  por  la  dictadura. En  Lima  había  que  hablar  de  la  situación  social  sin contemplaciones, los temas literarios estaban demás, y esa actitud nos habría creado violencias innecesarias. Por otra parte, la policía hízome saber ese mismo día que debía abandonar Lima.

Nos dirigirnos de nuevo al Callao, y Mariátegui cordial y  afectivo  como  siempre,  insistió,  a  pesar  de  sus dolencias físicas, en acompañarme hasta el vapor. Allí cerca  al  muelle  nos  dimos  el  último  abrazo:  abracé también  a  los  demás  compañeros  y  partí.  Me  sentía conmovido  y  triste.  Mas  después  escribióme  una carta  a  México  djuntándome  un  artículo  suyo  que apareció  en  la  revista Variedades de  Lima,  en  el  cual me  analizaba  e  interpretaba  como  sabía hacerlo  el escritor.  Desde  entonces  nuestra  correspondencia jamás se interrumpió  y  no  dejé  de  colaborar  en  su revista Amauta sin  la menor  restricción  ni  traba.  Los artículos más violentos sobre el “thermidor mexicano” salieron en esta tribuna, pues el deseo de Mariátegui no  era  el  de  disculpar  los  errores,  sino  de  criticarlos con vehemencia, con la pasión del que lucha y el fuego del  militante.  Hoy  no  es  posible  escribir  en  ningún diario. No existe en toda América una revista, pero ni siquiera un periódico que le alcance los tobillos a esa publicación, que en un comienzo fue ecléctica y que a diario fue midiendo su responsabilidad teórica.

Dos  años  más  tarde,  mi  compañera  de  regreso  de México  y  pasando  por  Lima  mientras  yo  fui  a  dar  a los Estados Unidos, pudo ver a Mariátegui por última vez en el Hospital. Escribióme una carta a Nueva York, muy triste y conmovida, en la que me hacía saber que nuestro  querido  José  Carlos  se  encontraba  enfermo de gravedad, tal vez viviendo sus postreros días. Una vieja enfermedad le había minado el alma y los huesos. Aquella cabeza hermosa reposaba con la tranquilidad del hombre bueno en las almohadas blancas, pero su memoria  ardiente  recorría  las  distancias  y  el  tiempo. Mariátegui abriendo sus dos ojos enormes y negros le pidió a mi compañera noticias mías con insistencia: le habló con tristeza de la pobre revolución mexicana que tocaba a su fin traicionada por los políticos y generales de la pequeña burguesía. Pero él quería saber mayores detalles  de  mi  prisión  en  México,  lamentaba  mi  vida errante, inexorable y sin rumbo, perseguido por todos los gobiernos, y finalmente le expresó un proyecto que sofocaba desde hacía tiempo y que debía comunicarme mi compañera en seguida.

—Cuando yo me sane —con esa fe que tenía de sanar siempre, le dijo—, me iré a Buenos Aires y allí editaré Amauta.  Dígale  a  Tristán  que  vuelva  a  esta  América para trabajar juntos.

En efecto, Mariátegui tenía cifradas sus esperanzas en algunos ofrecimientos que venían de Buenos Aires. No podía vivir más en el Perú y su miseria era total. Pero los ofrecimientos nunca se concretaron y no pasaron de  cartas  amables,  elogios  y  promesas.  En  Buenos Aires, es seguro que si Mariátegui se trasladara, habría sufrido las mismas calamidades que en su país o tal vez peores.

Dos semanas después que mi compañera le vio en Lima, el  cable anunció  la  muerte  de  Mariátegui.  Su  cuerpo de  soldado  viejo, adolorido  y  exhausto,  consumióse definitivamente. Aquella cabeza erguida sobre el Perú como una tea se reclinó sobre la almohada buscando el  refugio  dulce  de  la  muerte.  Aquellos  ojos  negros, vivaces  y  serenos,  se  cerraron  sin  ver  la  revolución. Murió como el Cristo, como Rafael, como Barret, como José Antonio Mella, a los treinta y tantos años. Murió cuando el proletariado de América le consideraba uno de sus jefes más seguros y honrados.








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