I
POR QUÉ LA IZQUIERDA PIERDE LAS ELECCIONES…
Y ES RECHAZADA POR LAS CLASES POPULARES
Por Nicolas Maxime
Nicolas Maxime Facebook 28/10/25
Javier Milei ha sido
reelegido en las elecciones legislativas de mitad de mandato, una nueva señal
de que el giro hacia la derecha populista continúa en todo el mundo,
mientras que la izquierda sigue desmoronándose, incapaz de comprender lo que le
está sucediendo. La izquierda pierde unas elecciones tras otras y seguirá
perdiéndolas en todo el mundo, mientras la extrema derecha continúa su avance,
incluso con un programa económico contrario a los intereses materiales de las
clases populares. ¿Por qué? Porque la extrema derecha ha comprendido
perfectamente la lógica girardiana del chivo expiatorio, señalando a los
«asistidos», los desempleados, los migrantes e incluso los funcionarios y los
jubilados como responsables de la crisis. Mientras que la izquierda, que se ha
vuelto insignificante (incluso en sus formas llamadas «radicales»), ya no
entiende nada del pueblo, hasta el punto de que, por inversión mimética, ha
convertido al proletario blanco en su chivo expiatorio, ya que lo percibe como
un pueblerino, palurdo o un «paleto» reaccionario y racista.
Esta desconexión con la
realidad se plasma perfectamente en el desprecio de clase de un Édouard Louis,
que llega a soñar —como él mismo expresa sin tapujos— con un régimen en el que
las ciudades y el campo tuvieran gobiernos separados, ya que considera irreconciliables
al pueblo urbano «progresista» y al campo, considerado reaccionario. Es
el símbolo perfecto de una izquierda cultural, moralista y metropolitana, que
ya no soporta al pueblo real, al que no habla como ella, no vive como ella y,
sobre todo, ya no vota por ella.
A los ojos de las clases
populares, motivadas por un instinto de supervivencia y de preservación de su
modo de vida, la izquierda actual no es más que una «izquierda moral»,
una izquierda que encarna precisamente todo lo que odian.
Esta «izquierda moral» ya
no tiene mucho que ofrecer, salvo algunas reformas sociales, una ecología
quinua-vegana basada en prohibiciones y culpabilización y la imposición de
impuestos a los ricos como último horizonte moral. En resumen, se ha convertido
en la izquierda del Capital, la de los medios de comunicación, las grandes
instituciones culturales, las universidades y las metrópolis. Y por
eso ahora es considerada por las clases populares como aún más peligrosa que la
extrema derecha, porque ha traicionado al bando que pretendía defender y ahora
inspira el rechazo de una mayoría silenciosa que, a falta de una
alternativa creíble, se vuelve hacia la extrema derecha o se refugia en la
abstención, percibida como el mal menor.
Como decía Jean-Claude
Michéa, esta izquierda rompió definitivamente con el pueblo cuando dejó
de definirse por la crítica al capitalismo para fundirse en la lógica del
progresismo liberal. Desde la década 1980 ha abandonado la
lucha de clases, la socialización de los medios de producción y la defensa del
mundo laboral, la clase trabajadora, para convertirse en la «izquierda moral»
de los derechos individuales, la redistribución de la riqueza y la buena
conciencia tranquila. Ya no se dirige a los obreros y empleados, sino a la
burguesía cultural, a quienes poseen el capital simbólico, y ya no a quienes
solo tienen su fuerza de trabajo para subsistir.
Como resume Michéa, ya no
lucha contra el sistema, sino que lo acompaña y se pliega a él en
nombre del «progreso». Y es precisamente porque ha dejado de ser
popular por lo que se ha convertido, a los ojos de las clases populares, en
la izquierda radical, la izquierda de los que dan lecciones y los conversos al
nuevo orden moral liberal.
En sus investigaciones
sobre las campiñas francesas, Coquard muestra que los territorios periféricos y
rurales, lejos de ser bastiones reaccionarios, son ante todo espacios de
sociabilidad, solidaridad y ayuda mutua, pero en los que predomina un profundo
sentimiento de abandono. Coquard describe un mundo popular apegado al
reconocimiento, al trabajo bien hecho y que ya no ve en la izquierda titulada y
urbana a una aliada, sino a una élite moralizante que no los comprende
y los desprecia.
Mientras la izquierda
sermonea y culpabiliza, la extrema derecha capta los afectos, las iras, los
miedos… en definitiva, todo lo que la izquierda ha despreciado en
nombre de su «superioridad moral». Y así es como se instala de forma
duradera como el único refugio político para aquellos que, desesperadamente,
aún quieren creer que existen.
Por supuesto, la extrema
derecha o la derecha populista serán un callejón sin salida, y las clases
populares lo descubrirán (por desgracia) por las malas. Porque no son los
inmigrantes, las minorías o las élites culturales los que amenazan sus modos de
vida y sus tradiciones: es el mismo capitalismo, en su fase terminal, el que
ahora se inclina hacia una forma autoritaria y libertaria, en la que ya no
habrá ningún compromiso con los trabajadores.
La verdadera pregunta es,
pues: ¿cómo hacerlo comprender sin caer en los mismos errores que la izquierda
moralista?
II
CUANDO LA IZQUIERDA DEJÓ DE ENTENDER EL MUNDO
Por Massimiliano Civino
Llega un momento en
la historia de las ideas en que la política deja de interpretar la realidad y
comienza simplemente a perseguirla. Ahí es donde empieza su desdicha
Massimiliano Civino
La Fionda oct 29, 25
Antonio Gramsci, en sus
Cuadernos de la cárcel, escribió: “En el debate científico, el más
'avanzado' es aquel que considera que el oponente puede estar expresando una
necesidad que debe incorporarse a la propia construcción.”
Para Gramsci, ser «avanzado» no
significa ser más puro ni más extremo, sino más bien tener mayor capacidad de
comprensión, de incluir en la propia visión incluso lo que expresa el adversario,
quizá de forma distorsionada o regresiva. Se trata de una perspectiva radical,
en el sentido etimológico de radix (raíz), que profundiza en los procesos
históricos en lugar de quedarse en la superficie de los acontecimientos. Ser
radical, por tanto, no significa ser extremista, sino llegar a la raíz de las
cosas, y esta capacidad para una perspectiva radical es precisamente lo que la
izquierda ha ido perdiendo progresivamente.
Quienes se oponen a la derecha
populista ya no interpretan la sociedad: se someten
a ella. Reaccionan en lugar de analizar, denuncian en
lugar de comprender. Hablan de derechos e igualdad, pero con un lenguaje vacío,
incapaz de conectar con la realidad de quienes se sienten abandonados. Esto
explica por qué tantos trabajadores eligen a quienes prometen «orden», o por
qué las minorías discriminadas apoyan a líderes que las desprecian. No es
ignorancia: es desconexión. Es la consecuencia de una política que ha dejado de
lidiar con la complejidad de la realidad.
Franco Cassano, en La humildad del mal, nos
recordó que «el bien debe aprender del mal a ser humilde»: no a replegarse en
su propia superioridad moral, sino a aprender a escuchar. La política que no
escucha al mal no lo comprende y, por lo tanto, no puede combatirlo. Pero comprender
el mal no significa justificarlo: significa reconocer que el sufrimiento y el
miedo son también formas de conocimiento.
Karl Marx, en La ideología
alemana, escribió que «no
es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la
conciencia». Las ideas no pueden cambiar el mundo si no pueden
interpretar sus estructuras materiales, las relaciones que generan subyugación
y consenso. Es una lección olvidada: la política habla de emancipación como si
la voluntad bastara, sin comprender que las relaciones
de poder existen dentro de los propios sujetos.
Porque, y aquí reside la clave,
los súbditos no existen simplemente porque exista un monarca: el monarca existe
porque los súbditos continúan reconociéndolo como tal. La dependencia no es una
cadena puramente externa, sino
un vínculo recíproco, una forma de complicidad simbólica. Como
en la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, el poder no existe sin el
reconocimiento de quienes se someten a él. Y así, incluso cuando la libertad es
posible, requiere un acto de conciencia: la
decisión de dejar de reconocer como «natural» lo que es meramente habitual.
Para que la política recupere su
sentido, debe volver a enfrentarse a esta complejidad: la interrelación entre
miedo y consenso, deseo y subyugación, libertad y obediencia que impregna la
vida contemporánea. No basta con oponerse al poder: debemos comprender sus
mecanismos invisibles, aquellos que lo hacen creíble incluso para sus víctimas.
Slavoj Žižek observó que el
populismo no es un retorno a la realidad, sino una huida de ella: una forma de
identidad construida sobre un vacío. La
derecha ha logrado ocupar este vacío, transformando la frustración en
pertenencia. Byung-Chul Han, en La sociedad
del cansancio, habla del hombre que se explota a sí mismo en nombre
de la libertad, convencido de ser su propio amo cuando en realidad es esclavo
de su propia eficiencia. Esta paradoja crea una nueva forma de servidumbre
voluntaria.
Pero la izquierda parece no
darse cuenta. Sigue hablando de «mérito», «competencia», «oportunidad»:
palabras tomadas del lenguaje del poder. Ya no se
trata solo de una derrota electoral, sino de una rendición cultural. Hegel
dijo que «la lechuza de Minerva inicia su vuelo al anochecer»: el pensamiento
siempre llega tarde. Hoy, la política no solo llega tarde, sino que parece
haber perdido el cielo mismo en el que volar.
La derecha gana porque presenta
un mundo sencillo a quienes viven en la complejidad. La izquierda pierde porque
confunde la complejidad con la confusión. Sin embargo, la realidad es
contradictoria por definición: la libertad coexiste con el miedo, la rebeldía
con la dependencia. Quienes no pueden aceptar esta ambigüedad terminan hablando
una lengua muerta.
Marx nos recordó que «las ideas
de la clase dominante son, en cada época, las ideas dominantes». En efecto, incluso quienes desean cambiar el mundo siguen
pensando en él a través del lenguaje del poder. Redescubrir
un punto de vista «avanzado», en el sentido gramsciano y radical, no implica
extremismo, sino profundidad: saber
pensar dentro de las contradicciones, no por encima de ellas.
Tal vez la izquierda recupere su
comprensión del mundo cuando deje de intentar simplificarlo. Cuando acepte que
los súbditos se liberan no solo del soberano, sino también de sus propios hábitos de sumisión.
Cuando retome la que fue su tarea suprema: no gobernar, sino transformar la
realidad, comprendiéndola a fondo, hasta sus raíces.
Bibliografía
y referencias
Gramsci, Cuadernos de prisión
(Einaudi, 1975)
Cassano, La humildad del mal
(Laterza, 2011)
Marx, La ideología alemana
(1846)
Hegel, Fenomenología del
espíritu (1807) y Bosquejos de la filosofía del derecho (1821)
Žižek, Bienvenido al desierto de
la realidad (Meltemi, 2020)
Byung-Chul Han, La sociedad del
cansancio (Nottetempo, 2012).
https://www.lafionda.org/2025/10/29/quando-la-sinistra-ha-smesso-di-capire-il-mondo/
Fuente: https://infoposta.com.ar/notas/14452/cuando-la-izquierda-dej%C3%83%C2%B3-de-entender-el-mundo/
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