Peter
D. Thomas
Traducción: Rolando Prats
Con su novedosa teoría del doble poder, en 1917 Lenin esboza una
concepción alternativa del poder político, un tipo de política que representa
una opción a las principales corrientes del pensamiento y la práctica políticos
modernos.
Versión revisada y ampliada del texto
«Lenin’s Aternative: A Politics of Another Type», de Peter D. Thomas, que su
autor presentara en línea el 25 de mayo de 2024, en la sesión de clausura de la
serie internacional de eventos Leninist Days / Jornadas
leninistas (27 de enero -25 de mayo de 2024), organizadas
en conmemoración del centenario de la muerte de Lenin. El texto original en
inglés apareció el 28 de enero de 2025 en Communis y,
posteriormente, en . Se publica ahora por primera vez en traducción al español
simultáneamente en Communis y Jacobin América Latina.
La alternativa
de Lenin
Hay
muchos Lenin, como ha atestiguado fehacientemente la asombrosa colección de
imágenes discordantes presentadas a lo largo de estas notables cuarenta y una «Jornadas leninistas». A no dudarlo, una de las
señales indiscutibles de la consagración de Lenin como «clásico» es el hecho de
que tan disímiles lectores hayan podido encontrar en su pensamiento y en su
actividad formas tan diversas de aproximarse a cuestiones tanto históricas como
contemporáneas y, sobre todo, de dilucidar el constante entrelazamiento de lo
histórico y lo contemporáneo. Si podemos hablar de Lenin como de un «clásico»,
es precisamente en ese sentido, es decir, no de un monumento fijo extraído del
pasado, sino de un prisma refractario mediante el cual el presente puede tratar
de obtener nuevas perspectivas sobre su relación consigo mismo[1].
Así
entendido en cuanto clásico, en ningún caso se trata de elegir entre uno u otro
de esos Lenin: Lenin el organizador del partido y austero teórico de la
disciplina de la organización frente a Lenin el táctico quasi anarquista
de la especificidad temporal de la intervención política en las relaciones de
fuerza existentes, por ejemplo, o Lenin el (¿dadaesco?) practicante poético del
eslogan oportuno frente al pragmático promotor de la Nueva Política Económica y
la Revolución Cultural[2].
Necesitamos a todos esos Lenin, todos esos diferentes ángulos desde los que
volver la mirada sobre el pasado, el presente y el futuro de la política
revolucionaria en su sentido auténtico como tradición viva. En la capacidad de
heredarlos a todos en su conflictividad y creatividad durante los últimos
veinte años, y a lo largo de esta serie genuinamente global de seminarios, cabe
ver en ese sentido un índice de la maduración cada vez más patente de una nueva
cultura socialista generacional[3].
En
el presente texto me propongo centrarme sólo en uno de esos Lenin y, de hecho,
en un momento muy breve, casi efímero y tal vez incluso marginal en la
evolución general de Lenin, aunque su influencia y recuperación posteriores por
corrientes marxistas en conflicto lo hayan hecho parecer mucho más central para
el pensamiento y la práctica de Lenin en su conjunto de lo que fue histórica o
textualmente el caso. Me refiero aquí al Lenin que, a mediados de 1917,
teorizara la novedosa noción de «doble poder» o «poder dual». Mi tesis es que
ese Lenin esboza una concepción alternativa del poder político y, más
exactamente, la concepción de un tipo de política que representa una
alternativa a las principales corrientes del pensamiento y la práctica
políticos modernos.
¿Cuáles
son los rasgos esenciales de esas principales corrientes del pensamiento
político moderno y en qué sentido hay que distinguir de esas corrientes a
Lenin? Para decirlo de forma necesariamente muy esquemática, cabe caracterizar
a esas corrientes como una línea que va desde Bodin, Hobbes y Rousseau hasta
Weber, Schmitt, Rawls y más allá, que piensa la política qua política
de una forma u otra como producción de unidad mediante una relación de
autoridad y mando. Para esa tradición (sin dudas internamente contradictoria y
conflictiva), la política se constituye como instancia que, en sentido literal,
«fuerza» a las formaciones sociales modernas, una instancia de regulación, de
adopción de decisiones y, consecuentemente, de imposición de orden (del tipo que
sea) sobre lo que se presume el desorden primordial de lo pre-político y lo
no-político, ya sea que se conciban como lo social, lo económico, lo ético, lo
moral o cualquier otra variante. De ese modo, la política se concibe
esencialmente como mecanismo de afirmación de lo que esa tradición caracteriza
como «soberanía», la instancia del poder político supremo que se afirma a sí
misma y por encima o más allá de la cual no hay lugar para ninguna apelación
efectiva, ni estructural ni temporalmente. En los términos fundacionales de
Bodin, para ser verdaderamente soberana, la soberanía debe ser absoluta,
perpetua y, lo que es crucial, también indivisible, en el sentido de un poder
que no es susceptible de compartirse ni dividirse entre el soberano y sus
súbditos.
La soberanía, por tanto, hace necesaria una separación permanente y estructural
entre las instancias gobernantes y las gobernadas, o, para decirlo, en otros
términos, entre la fuerza organizativa y la práctica asociativa. Sobre esa base
puede establecerse una relación circular entre medios (política) y fines (soberanía),
en la que estos últimos actúan retroactivamente sobre los primeros, haciendo de
la noción de política no soberana una contradicción en los términos.
Ese
énfasis en la unidad política incontestable, indivisa y duradera culmina
necesariamente en el principio y la práctica de la política como
«representación» en un sentido muy preciso: la «representación» de aquello que
(lógica y temporalmente) se hace ausente; ausentamiento al que se ha
procedido precisamente para hacer posible la representación[6].
En ese plano específico, la representación debe entenderse no sólo en un
sentido estrechamente institucional asociado con la tradición parlamentaria, como
la valorización de la conciencia responsable y prudente del Representante
contrapuesta al capricho del delegado. En el caso que nos ocupa, la
representación se concibe más bien como una formalización de las prácticas más
amplias del ausentamiento de las energías y las perspectivas de la inmensa
mayoría de los actores de una formación social (a saber, las clases
trabajadoras en sentido amplio, o, en términos gramscianos, los grupos sociales
subalternos) y su sustitución —su representación— por élites de diversos tipos
en procesos políticos definidos en términos estrecha y estrictamente
institucionales[7].
No
es sólo la figura gráficamente representativa del Leviatán de Hobbes —en cuanto
cuerpo unificado que contiene y pone en orden multitudes antes caóticas— lo que
debemos considerar en esta óptica ampliada. Incluso un crítico abierto del
principio de representación en cuanto tal como lo fue Rousseau reproduce esa
lógica del «ausentamiento representativo» en la médula de su noción de Voluntad
General[8].
De hecho, en la rápida transición que Rousseau preconiza de la (díscola)
«voluntad de todos» a la (unificada) «Voluntad General» podría verse una
instancia de ese proceso de ausentamiento-representación más paradigmática
incluso que la de su precursor hobbesiano, en la medida en que la voluntad
general funciona como una instancia de imposición trascendental del orden,
precisamente por medio de una lógica sustractiva. La voluntad general es lo que
queda como instancia universal formal después de que todas las pretensiones
particulares empíricamente existentes se hayan reclasificado como contingentes.
Tal como plantea Rousseau en su célebre caracterización de la «considerable
diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: la segunda no
tiene en cuenta sino el interés común, la primera concierne al interés privado,
y no es más que una suma de voluntades particulares; pero si, de esas mismas
voluntades, se sacan los más y los menos que se anulan mutuamente, lo que queda
como suma de las diferencias es la voluntad general»[9].
Históricamente
hablando, el argumento de Rousseau desempeñó un papel central en el ascenso a
la preeminencia de la noción de «soberanía popular», que a menudo y cada vez
más se ha considerado una alternativa democráticamente más aceptable a las
pretensiones (instrumentalmente) absolutistas en las que se suele,
erróneamente, ver el fundamento de la teorización bodiniana de la soberanía.
Así concebido, el adjetivo positivamente evaluado se utiliza no sólo para
calificar o modificar al sustantivo (ahora sospechoso), sino incluso en cierto
modo para negarlo. Sin embargo, podría decirse que el ímpetu que subyace a la
teorización de Bodin —a saber, el intento de derivar un principio de poder político
supremo de la naturaleza de la constitución de la comunidad política en cuanto
jerarquía de gobernantes y gobernados— de hecho no alcanza su conclusión lógica
sino, precisamente, en la noción de soberanía popular, es decir, una soberanía
de «El Pueblo» en la que la abstracción de una singularidad-multiplicidad se
afirma en cuanto fuente, en última instancia, de la decisión política sin nadie
que la impugne desde el interior y sin divisiones (las sedicentes facciones de
intereses privados de que habla Rousseau) o —factor determinante— sin un
exterior (en cuanto unidad política completa y totalizadora, el pueblo es,
estrictamente hablando, incontable y, precisamente en ese sentido, puede ocupar
el lugar del soberano singular)[10].
En cuanto abstracción formada por medio de la representación, el pueblo llega
de ese modo a funcionar a la vez como sujeto (detentador del poder soberano) y
como su propio objeto (gobernado por «sí mismo»); el sueño de Bodin de la
soberanía como fusión estable de las instancias gobernantes y las gobernadas en
una comunidad política duradera sin exterior podría decirse que no termina de
consumarse sino precisamente en tal declinación popular.
En
ese sentido, la política burguesa y capitalista es constitutivamente
representativa y soberana, momento clave de condensación de lo que en otro
lugar he sostenido que son los procesos más generales de subalternización que
han caracterizado a la modernidad política[11].
Obviamente, ese sustitucionismo no se limita en absoluto a las formas
específicas de subalternización de la democracia representativa burguesa, sino
que ha sido una dinámica presente incluso —y especialmente— en la historia de
las fuerzas políticas de oposición. Un rasgo común a tales procesos
históricamente variables de subalternización es la valorización de la
organización por encima y en contra de la asociación, lo que conduce a una
distancia (formal) insalvable entre el poder político y los saberes políticos
(en su pluralidad). Hasta en los regímenes denominados «populares», el
mantenimiento de una distinción entre la capacidad de decisión de un momento
singular de organización y las prácticas de asociación, necesariamente
múltiples y superpuestas, inevitablemente resulta en un abismo entre quienes
gobiernan y quienes son gobernados. A ese respecto, la soberanía necesariamente
subalterniza, pues asigna estructuralmente una posición permanentemente
subordinada a otras instancias no soberanas; en la práctica, la soberanía no
puede prescindir de semejante subalternización, en la medida en que depende de
esa sumisión generalizada, de ese reconocimiento de sí misma como tribunal
supremo de apelación, para (lograr) hacer valer sus pretensiones a la
soberanía.
¿En
qué sentido, entonces, sostengo que hay que distinguir a Lenin de los teóricos
de la política en cuanto soberanía y que, en particular, la noción de doble
poder representa una alternativa teórica a la principal corriente
representativa del partido del orden soberano burgués? Después de todo, la
mayoría de las veces, esa noción se ha entendido como un caso ejemplar del
análisis concreto por Lenin de una coyuntura concreta (para utilizar los
términos de Althusser), es decir, como algo cuyo significado es primordialmente
de carácter histórico o empírico, como una descripción de condiciones
específicas y transitorias en la evolución de la Revolución Rusa de 1917, en
lugar de representar una contribución teórica por derecho propio. Por tanto,
para comprender el significado teórico de la noción de doble poder, primero
tenemos que dejar de lado algunas de las formas más influyentes en que tradicionalmente
se ha entendido.
En
primer lugar, para Lenin ninguna situación de doble poder podía producirse como
resultado de un acto de voluntad política (al menos no si esa «voluntad» se
entiende en términos de orientación subjetiva, como Willkur más bien que como Wille,
para utilizar la distinción kantiana). Tal como, en su origen, Lenin elaboró
esa elusiva noción en el lapso transcurrido entre las dos revoluciones de 1917,
el doble poder no fue cuestión de decidir: el acto más o menos subjetivo mediante
el cual un actor político dado optara por una propuesta estratégica entre otras
en un momento indeterminado. Fue, por el contrario, una situación objetivamente
dada o, más exactamente, una relación de fuerza inscrita en la estructura de
una particular coyuntura de crisis. Fue un momento de intensificación de una
contradicción estructural subyacente, configurada y expresada de forma singular
y, por tanto, irrepetible. En esa medida, la crisis coyuntural revolucionaria
de 1917 no fue arbitraria, ni fue resultado de maquinaciones maquiavelianas por
parte de Lenin en particular o de los bolcheviques en general, como supone
cierta generalizada lectura «diabólica» de esa crisis[12].
Más bien, incluso y sobre todo en su singularidad, fue síntoma y expresión de
la crisis estructural de la propia modernidad política.
En
segundo lugar, precisamente por ser una relación de fuerza inscrita en la
estructura de una particular coyuntura de crisis, la existencia de una
situación de doble poder no era señal de una «sustracción», o de un «éxodo»
subjetivamente determinado, respecto de la política existente[13].
Lenin no planteó ni la necesidad ni la posibilidad de que se produjera una
situación de doble poder, es decir, de un simple rechazo de la participación en
el aparato estatal existente en favor de un poder «más puro» ubicado en otra
parte, ya fuese en la sociedad civil o en algún otro espacio presuntamente
liberado. Lenin, en realidad, en todo momento sostuvo que la participación en
el Estado existente, en particular en los mecanismos de la democracia
parlamentaria, podía ser tácticamente útil para el movimiento revolucionario,
en coyunturas particulares y bajo ciertas condiciones políticas precisas[14].
Parte de la novedad de la noción de doble poder estribó precisamente en el
hecho de haber movilizado esa perspectiva realista en medio de una crisis
revolucionaria. La situación de doble poder en Rusia en 1917 se daba, para
Lenin, tanto «dentro como en contra» del Estado existente, para utilizar una
fórmula casi agustiniana que más tarde adoptó con frecuencia Mario Tronti para
caracterizar las fuentes de las rebeliones obreras.
En
tercer lugar, en Lenin el doble poder es menos una teoría plenamente elaborada
que un momento repentino de claridad e intensidad conceptuales. Con todo el
debido respeto, cabe objetar la idea de Poulantzas según la cual todos los
análisis y toda la práctica de Lenin tienen como línea principal el «doble
poder»[15].
A decir verdad, el término «doble poder» o «poder dual» [dvoevlastie]
no ocupa en absoluto un lugar prominente en los voluminosos escritos de Lenin
antes y después de la Revolución rusa de 1917[16].
Si bien esa ausencia de rastros textuales puede parecer desconcertante a la luz
de la influencia posterior de la noción de poder dual en la formación de tantas
«imágenes de Lenin», existe de hecho una razón más bien simple para esa
ausencia terminológica: la realidad para cuya descripción se elaboró el término
no existía antes de 1917. La tesis de la existencia de una situación de doble
poder emerge explícitamente en el vocabulario político de Lenin sólo en el
momento muy específico del «interregno» entre las dos revoluciones de febrero y
octubre de 1917. Por consiguiente, debemos pasar a considerar la singularidad
de ese momento a fin de esclarecer la especificidad e incluso la peculiaridad
de la propuesta conceptual de Lenin.
Si
bien a partir de cierto enfoque de la historia de las ideas se podría sostener
que el «concepto» (a diferencia del «término») de doble poder ya está presente
«en estado práctico» en las Tesis de abril compuestas
durante el viaje de Lenin a la estación de Finlandia, en realidad Lenin no lo
formuló de manera explícita sino en un artículo publicado en Pravda el
9 de abril de 1917, antes de presentarlo, como es ampliamente sabido, en Las
tareas del proletariado en nuestra revolución (escrito un día
después, el 10 de abril, pero que permaneciera inédito hasta septiembre).
Además, el propio «término» de «doble poder» en realidad no había sido acuñado
por Lenin; numerosos autores de diversas perspectivas políticas ya venían
hablando de una anómala situación de doble poder desde la negativa de los
soviets, después de febrero. a asumir la plena responsabilidad del gobierno y
el consiguiente surgimiento del ineficaz Gobierno Provisional[17].
En esos casos, la tesis del doble poder era un intento por comprender el
totalmente inesperado «entrelazamiento de dos dictaduras»,
la de los soviets y la del Gobierno Provisional. En el artículo de Pravda,
Lenin señala explícitamente que «Nadie había pensado antes,
ni podía haber pensado, en un poder dual.»[18] El
tipo de poder político encarnado en los soviets surgió al margen del aparato
estatal existente y, al mismo tiempo, junto a él; aparato que se había visto
gravemente debilitado tanto en su legitimidad como en su funcionamiento por una
gran crisis social y política (y fue precisamente ese debilitamiento lo que
representó una maquiaveliana occasione en la que los
soviets emergieron como una institución política de cierta durabilidad). Sin
embargo, en ese entonces Lenin no hizo una caracterización del doble poder en
términos de un enfrentamiento maniqueo entre poderes puros e impuros. A sus
ojos, el doble poder representaba más bien un tipo inestable de «gobierno
mixto» de las reivindicaciones contrapuestas, para utilizar el término de
Gramsci, de la «sociedad política» (o prácticas organizativas) y de la
«sociedad civil» (instancias asociativas), en el momento de la
desestabilización de sus jerarquías habituales.
No
obstante, las bases sociales y las consecuencias políticas de esos dos
«gobiernos» o «dictaduras» eran totalmente distintas. El Gobierno Provisional,
por muy provisional y precario que en realidad fuera, tenía pretensiones de ser
o de llegar a convertirse en un «Estado propiamente dicho» en su sentido
formal, es decir, un aparato estatal fundado en la «ley» (administrada por las
élites políticas) y, en última instancia, en los «derechos» de la propiedad
privada. En virtud de su participación en los paradigmas de la soberanía y la
representación, necesariamente era una forma de gobierno represiva y
subalternizadora que se proponía afirmar y hacer perdurar lo que Bodin y, antes
que él, Maquiavelo habían observado como el hecho «primordial» de la política
(en el sentido de la situación empíricamente dada de la que inicialmente emana
todo tipo de política); a saber, la observación de que realmente hay quienes
dirigen y quienes son dirigidos, precisamente la configuración de fuerzas que
había precipitado la crisis revolucionaria[20].
A ese respecto, el Gobierno Provisional no representaba ninguna resolución de
la crisis, sino su continuación o incluso su repetición formalista.
Los
soviets, por su parte, representaban un «tipo especial de Estado»
que le recordaba a Lenin, los rasgos definitorios de la Comuna de París. Tanto
la Comuna como los soviets se basaban en la iniciativa popular y funcionaban en
cuanto tal iniciativa (en particular, la sustitución de la policía y el
ejército mediante la entrega de las armas al propio pueblo, y el control
popular directo del funcionariado y la burocracia mediante procesos de
delegación y revocación). Para utilizar los términos del análisis de Marx sobre
el significado político de la Comuna de París, esta había sido una forma de
gobierno expansiva en que empezar a hacer realidad la emancipación del trabajo[21].
Esos dos gobiernos eran, en el sentido más estricto, poderes políticos
mutuamente incompatibles, fundados en presuposiciones totalmente distintas
sobre la naturaleza y el funcionamiento de las instituciones políticas y de la
propia política. Su antagonismo tenía que acabar con la desaparición de uno u
otro. Lenin insistió en el carácter excepcional y necesariamente temporal de
esa coyuntura: «No cabe la menor duda de que tal “entrelazamiento” no
puede durar mucho. En un mismo Estado —sostuvo— no
pueden existir dos poderes […] El doble poder expresa simplemente
una fase transitoria en
el desarrollo de la revolución.»[22]
La
noción de doble poder también representa una fase de transición en el
pensamiento de Lenin durante la cual este intentó comprender las
configuraciones sin precedentes que se habían producido en 1917. Se trata de
una fase que atraviesa los altibajos del verano de 1917 y que alcanzó su
conclusión programática en las renovadas reflexiones de Lenin en El
Estado y la revolución sobre los escritos de Marx acerca de la
Comuna de París. Sin duda, la emergencia de una situación de doble poder en
1917 impulsó a Lenin a retomar temas sobre los que había meditado durante mucho
tiempo, del mismo modo que el estallido de la guerra en 1914 lo había llevado
de vuelta a Hegel[23]. El
Estado y la revolución es una obra que puede inscribirse
legítimamente entre las grandes «obras inconclusas» de la tradición
materialista, en la medida en que esa tradición nos permite entender lo
inconcluso no en términos de carencia sino de su determinación por la coyuntura
y en ella[24].
Iniciada su redacción durante la soledad casi maquiaveliana de la época en que
Lenin era un proscrito en un pajar, fue una obra que Lenin «abandonó»
felizmente (en el sentido de Valéry) cuando a principios de otoño se reanudó el
auge revolucionario. Del mismo modo que el Tractatus politicus de
Spinoza se interrumpe sintomáticamente en el preciso momento en que comienza a
examinar la naturaleza de la democracia, el tratado de Lenin sobre la
Revolución se «interrumpe» precisamente en ese momento en que se propone
relatar la historia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917 desde una perspectiva
comparativa. Tras la insurrección de octubre, observó con sarcasmo: «Es más
agradable y útil pasar por la “experiencia de la revolución” que escribir sobre
ella.»
La
teorización del doble poder se vio interrumpida también por los acontecimientos
de finales de 1917. El término desapareció mayormente de los escritos de Lenin
una vez que el estado de excepción de 1917 se resolviera con la toma del
Palacio de Invierno y el nuevo gobierno revolucionario se viera enfrentado a
contextos políticos muy diferentes. Primero, la guerra civil y, después
—aparentemente contenida la marea contrarrevolucionaria—, la vacilante
construcción de un orden socialista bajo la NEP, vieron a los bolcheviques
lidiar con los retos que suponía ocupar las «altas esferas» de la autoridad
administrativa y finalmente salir derrotados ante la ausencia de un poderoso
movimiento social desde abajo. La invocación, en los escritos de Lenin, de las
potencialidades y los peligros del poder dual se convirtió así, en algunos
sentidos, en una anomalía sin precedentes ni sucesores. El de poder dual fue,
en ese sentido, menos un concepto acabado que una intuición genial aún marcada
por ambigüedades potencialmente productivas. Y fue también una intuición en
modo alguno plenamente elaborada en el momento de su aparición y que, por
tanto, permaneció particularmente abierta a interminables revisiones y
reinterpretaciones por las subsiguientes tradiciones marxistas[25].
Reconstruir
y actualizar hoy semejante perspectiva, en un período de luchas que no cesan de
proliferar y entrecruzarse, requiere que comprendamos el sentido preciso en que
la noción leninista de poder dual esboza una alternativa radical a las
principales corrientes de la teoría política moderna, o como la llama
seductoramente Lenin, la noción de un «tipo de poder totalmente distinto». Una
de las corrientes más innovadoras del pensamiento radical contemporáneo (y uno
de los lectores más creativos de Lenin), sin embargo, ha tendido en cambio a
leerlo en términos en última instancia compatibles, si bien antagónicos, con el
paradigma de la soberanía. Antonio Negri entiende el significado teórico del
poder dual como el momento en que vuelve a irrumpir un poder constituyente
originario, que rompe con la forma constitucional constrictiva que la cruel
historia le había impuesto a su fuerza fundida, titánica. Enfoque que Negri
propuso en su magistral Insurgencias (1992), en pasajes que, sin embargo, se
inspiraban directamente en su anterior e importante estudio sobre Lenin de 1977[26].
Las «lecciones» que sobre Lenin extrajo Negri en el hervidero de los anni
di piombo en Italia fueron, de hecho, una etapa de transición
decisiva en su evolución, desde sus anteriores estudios sobre las formas del
poder burgués —por ejemplo, en Descartes político (1970) — hasta sus posteriores
exploraciones de alternativas concretas a esas formas[27].
Así, retrospectivamente, podemos ver ahora que la propuesta formulada por Negri
en la década los ochenta y más allá acerca de una distinción cualitativa entre potentia y potestas en
sus influyentes y controvertidas lecturas de Spinoza representa la continuación
metafísica de temas originalmente explorados en un registro político en
relación con Lenin[28].
Desde
esa perspectiva, se considera que una situación de doble poder es la
reafirmación de un tipo cualitativamente distinto de poder creativo que reside
en la base de todo orden constitucional, un poder que puede reprimirse o
distorsionarse pero que en ningún momento puede agotarse ni erradicarse. Según
esa visión, el poder constituyente —en cuanto fuerza primordial de la innovación—
actúa como una causa alguna vez presente pero hoy ausente y transfiere al nuevo
orden constitucional la innovación por la que había abogado, como un «Dios
evanescente» que desapareciera en su propia creación. Sin embargo, en la medida
en que es ontológicamente primario, el poder constituyente subsiste no obstante
dentro de la forma cuyo nacimiento había presidido, como la «permanencia de la
innovación» o como amenaza latente de renovada vitalidad en el momento en que
el orden constitucional tarde o temprano cae en la corrupción y la decadencia.
Entendido de ese modo, el doble poder parece representar la fusión de una
teoría marxista de la singularidad de la crisis revolucionaria (invariablemente
una novedosa sobredeterminación de sobredeterminaciones) con el presupuesto
fundamental de la tradición del derecho natural; a saber, el fundamento en
última instancia genérico y ontológico de la acción y el poder políticos. Sólo
sobre la base de ese presupuesto podría hablarse de una «historia natural»
genuina del poder constituyente[30].
Aun
cuando se pueda concebir una situación de poder dual en términos de un poder
constituyente originario y, de ese modo, asegurar su primacía temporal y
ontológica, también, sin embargo, se la condena a morir poco después del día de
su nacimiento. Pues, como afirmaba Lenin, «tal “entrelazamiento”» de poderes
«no puede durar mucho». Una situación de doble poder es, por definición, una
excepción al funcionamiento «normal» de la soberanía, es decir, en términos de
Bodin, a su pretensión de ser absoluta, indivisible y perpetua. Por muy
tentadora que pueda resultar la noción de una situación prolongada de «poder
dual permanente» —es decir, una situación en la que instituciones
(relativamente) autónomas de organización política popular subsistan junto a
formas establecidas de poder estatal durante un período más largo de crisis
estructural prolongada, hostigándolo intermitentemente en escaramuzas de tipo
guerrillero—, no resuelve una de las paradojas fundamentales que posiblemente
se encuentre en la médula de la propia noción de poder constituyente[31].
Se trata de la paradoja de que el poder constituyente puede configurarse en
cuanto tal —y, lo que es crucial, puede distinguirse en cuanto poder
constituyente— sólo por referencia a sus diferencias temporales y formales
respecto del poder constituido en cuyos orígenes presuntamente radicaría.
Si
esas diferencias se conciben en términos temporales, el poder constituyente
aparece como anterior e interno al Estado soberano moderno, en la medida en que
representa el fundamento histórico y estructural que la consolidación del
Estado debe incorporar (en el doble sentido hegeliano de anulación y
preservación recíprocas y simultáneas). Si, por otra parte, el poder
constituyente se entiende como una relación formal, en lugar de preceder al
orden constitucional, se representa trascendentalmente como la condición de
posibilidad postulada del orden constitucional existente y se determina así
retrospectivamente en cuanto «causa ausente»[32].
En ambos casos, el poder constituyente viene a funcionar realmente como una
alternativa al momento originario abstracto del contrato social, pero que en
última instancia no es menos abstractamente mítico.
En
una situación de poder dual permanente o duradero, el poder constituyente
débilmente emergente seguiría siendo estructuralmente subalterno al orden
establecido, reivindicando performativamente una autonomía que la misma
performatividad niega, en la medida en que podría producirse sólo mediante el
reconocimiento de la presencia continua de su antagonista. Cuanto más tiempo
perdurara esa situación de «poder dual de baja intensidad», tantas más
oportunidades existirían de que el poder constituido se reafirmara como única
instancia política organizadora. El crecimiento y el declive de los movimientos
radicales en los últimos treinta años han proporcionado amplias pruebas de esa
trágica dialéctica, desde la contención y el lento agotamiento del
levantamiento zapatista inicial hasta la disipación de los movimientos
radicales en las plazas que habían alimentado la llamada Primavera Árabe y sus
reverberaciones una vez (re)establecida la «normalidad», ya fuera autoritaria
como en Egipto, o parlamentaria como en Turquía.
Sin
embargo, lo que tal comprensión ontológica del poder dual también tiende a
oscurecer no es sólo el énfasis de Lenin en la condición temporalmente
excepcional del poder dual, en cuanto interregno. También descuida el sentido
preciso en que los soviets sí representaban para Lenin un «poder» [vlast’]
análogo a la autoridad soberana, pero un «un tipo de poder totalmente
distinto». ¿En qué radicaba esa diferencia? El poder soviético era diferente no
porque fuera inconmensurable con el poder reclamado por el Gobierno
Provisional; la coyuntura ya había impuesto una medida común, ya que las dos
formas diferentes de gobierno reclamaban para sí formas contrapuestas de supremacía
en la misma formación social. Ni los soviets ni el Gobierno Provisional se
presentaban simplemente como formas genéricas de poder (en términos weberianos,
como Macht,
o mera capacidad de actuar). Ambos más bien se disputaban el ejercicio de la
autoridad suprema concreta en la muy particular coyuntura específica de 1917
—en weberiano, como la Herrschaft [dominación]
que podía constreñir las acciones, u obligar a emprenderlas aunque fuera a
regañadientes[33].
Si los decretos del Gobierno Provisional hubieran podido obtener al menos un
consentimiento pasivo o tácito (en el sentido de no contar con la oposición
activa de sectores de la población estratégicamente situados), las pretensiones
de los soviets de representar un poder gubernamental alternativo no se habrían
podido mantener durante mucho tiempo.
¿Significa,
por tanto, ese énfasis en el hecho de que los soviets reivindicaran para sí la
autoridad suprema que la noción de Lenin de poder dual es en última instancia
compatible con la «concepción unívoca del poder» que se encuentra en sus
contemporáneos cercanos Max Weber y Carl Schmitt, como ha sostenido Antonio
Negri[34]?
Es decir, ¿participa el poder dual involuntariamente del paradigma de la
soberanía, si no en su variante hobbesiana más austera (como ha insinuado
provocativamente Lars Lih), entonces al menos en términos de la variante de
la «soberanía popular», que del siglo XIX en adelante (y cada vez más tras la
guerra fría) se ha afirmado como la única base históricamente viable para todo
régimen gubernamental (soberano) duradero[36]?
Es
la afirmación de Lenin de que los soviets representaban «un tipo de poder
totalmente distinto» lo que impide su recuperación dentro del modelo soberano
de autoridad política, ya sea absolutista o popular. Los soviets fueron un tipo
de poder totalmente distinto tanto por la forma en que se produjo ese poder,
como por la forma en que ese poder funcionó no como autoridad soberana,
sino, por el contrario, en el lugar de la autoridad
soberana. La lógica ausente de la representación, que ocupa un lugar central en
la estructuración del orden social por parte de la soberanía, se volvió contra
sí misma; el control por parte de los soviets de instancias decisivas de la
sociedad «re-presentó» la autoridad soberana que las iniciativas de las fuerzas
populares habían hecho ausentarse.
Producción: Por un lado,
las reivindicaciones del Gobierno Provisional se hicieron dentro del paradigma
establecido de la producción de la soberanía moderna: legalidad garantizada por
la forma constitucional, legitimidad producida por medio de la «representación»
(por limitada que fuera), supremacía del mando, perdurabilidad temporal
solidificada en la ley, etcétera. Por otra parte, los soviets heredaron una
vieja tradición revolucionaria que insistía en el carácter siempre revocable de
la delegación política. La revisión continua de la aplicación de las decisiones
de los soviets —es decir, la articulación de los poderes ejecutivo, legislativo
y administrativo en una relación orgánica de corrección mutua— constituía la
base de una forma siempre revisable de orden político o, en otras palabras, de
reordenación continua. Si nos remitimos una vez más a las reflexiones de Marx
sobre la Comuna de París, se trataba de una forma política «expansiva» y no
represiva[37].
Función: La frágil
pretensión del Gobierno Provisional de representar a una autoridad soberana
tenía como objetivo fundamental afirmar la primacía del mando y la regulación
política sobre lo social, así como la permanencia del orden como meta del
ejercicio del poder político. En otras palabras, el «vlast» del Gobierno
Provisional se proponía mantener el orden existente y su fundamento en el
«derecho» a la propiedad privada como principio estructurador del ámbito
público. Los soviets, en cambio, según la argumentación de Lenin, se concebían
no como una variante del «Estado» (representativo moderno) «en el sentido
propio del término», sino como una ruptura incipiente con su lógica
fundamental. Su afirmación del poder supremo de decisión en la sociedad surgió negativamente,
como una negación especular de la reivindicación competidora de su oponente. En
ese sentido, la dramática toma del Palacio de Invierno fue menos una ocupación
del lugar de la soberanía que su asedio para impedir su captura por las fuerzas
contrarias y su vaciamiento desde dentro. Fue una negativa a reconocer que
pudiera existir algún poder superior que impidiera la institucionalización del
reordenamiento que los soviets promulgaban continuamente en la propia
naturaleza de su funcionamiento, incluido el poder de los propios soviets, que
no se afirmaba a sí mismo sino simplemente era un medio para el fin político
del empoderamiento popular.
La
diferencia entre los tipos de poder representados por el Gobierno Provisional y
los soviets no era, por tanto, ni un caso de inconmensurabilidad de dos poderes
cualitativamente distintos, ni una simple oposición de un poder contra otro en
una confrontación antagónica simétrica, que un mero exceso de fuerza pudiera
decidir. La diferencia residía más bien en la naturaleza y la función mismas
del tipo de poder que su ocupación del lugar de la soberanía expresaba y
producía. Si se me permite introducir una variación en una formulación de René
Zavaleta Mercado, propongo caracterizar esa diferencia como la «dualidad del
poder dual»[38].
Zavaleta
prefería utilizar la noción de «dualidad de poderes» [duality
of powers], en lugar de «poder dual» o «doble poder», para de ese modo poner de
relieve que la situación revolucionaria teorizada por Lenin (y, tras él, por
Trotsky) no implicaba la bifurcación de un «solo poder, clásicamente único»,
sino la emergencia de «dos poderes, dos tipos de estado», que eran
fundamentalmente incompatibles[39].
La teorización de Zavaleta se vio influida en particular por las experiencias y
los debates sobre situaciones de doble poder a principios de la década de los
setenta en la Asamblea Popular de Bolivia y la breve etapa de la Unidad Popular
en Chile, reflejada trágicamente en el posfacio que Zavaleta adjuntó a la
edición original tras los sucesos del «primer 11-S». Sin embargo, su
teorización de una dualidad de poderes me parece que sigue siendo ambigua,
atrapada entre una concepción de una diferencia cuantitativa de poderes
(mayoritarios frente a minoritarios, populares frente a elitistas) y una
distinción cualitativa entre poderes estructurados y que funcionan de formas
diferentes («dos tipos de Estado»), pero que tratan de actuar sobre el mismo
objeto (la sociedad como el «premio» común de esa lucha entre poderes diferentes).
Al
redesplegar la noción de una «dualidad del poder dual», me propongo en cambio
subrayar el desequilibrio entre los dos poderes que se disputaban la ocupación
del lugar de la autoridad soberana. Un poder —el Gobierno Provisional— buscaba
el poder soberano para mantenerlo; era, para utilizar la terminología de
Poulantzas, un «poder unitario» que se proponía «condensar» en sí mismo, y con
ello regular, todo el conflicto social. La soberanía, en ese caso, funcionaba
como un fin en sí misma, y como una re-presentación de sí misma; en los
términos hobbesianos invocados por Lih, buscaba de hecho «abrumar» y
«amedrentar a todos» para asegurarse el orden y la obediencia (pasiva) de sus
súbditos. En efecto, el poder encarnado en los soviets, por otra parte, buscaba
ocupar el lugar «normal» de la soberanía en la toma del Palacio de Invierno;
pero el objetivo de esa toma no era «tomar el poder» para mantener el sistema
soberano existente. Se trató, por el contrario, de una toma emprendida para
desactivar el normal funcionamiento no sólo del Gobierno Provisional sino de la
autoridad soberana en cuanto tal, y permitir así que el poder ya en
funcionamiento de los soviets se expandiera, disolviendo el «lugar» del poder
soberano en el no-lugar de una relación política de continuo reordenamiento
sociopolítico. Pace Lih, fue en ese preciso sentido que la
consigna de Lenin «¡Todo el poder a los soviets!» tuvo un significado
históricamente concreto y explosivo, no como la afirmación de un Leviatán
comunista, sino como la sustitución de la permanencia de la soberanía como
unidad jerárquica de instancias organizativas y asociativas por la permanencia
del propio movimiento revolucionario[40].
Con
su rostro de Jano, los soviets participaron y no participaron del paradigma de
la soberanía moderna. Pero en ello radicaba la terrorífica táctica de los
bolcheviques. Al insistir en que había llegado el momento de asumir la
responsabilidad gubernamental con la insurrección de octubre y la disolución
incluso de la formalidad del Gobierno Provisional, los bolcheviques estaban
apostando a que la relacionalidad política y la inmediatez de la expresión
popular en los soviets, en cuanto «gobierno obrero» del mismo tipo que el de la
Comuna de París, sostuvieran la continuidad de la revolución en la disolución
deconstructiva de la soberanía que supone la permanencia. A lo largo de los
reveses y retrocesos que siguieron rápidamente a Octubre, de la guerra civil a
la institución de la NEP y la política del Frente Unido como tentativa de
«revolución cultural», el proceso revolucionario ruso estuvo marcado por
intentos cada vez más frenéticos de recapturar esa frágil visión y experiencia
utópicas, antes de verse definitivamente barrido por la restauración de la
soberanía desnuda y absolutista de la contrarrevolución de Stalin.
Aislada
en las «altas esferas» del poder del Estado soberano, la experiencia original
de la dualidad del doble poder en la Revolución Rusa se mostró incapaz de
impedir el retorno de un sistema de soberanía clásicamente austero; o, para
utilizar una vez más la terminología de Gramsci, la reafirmación de la primacía
de la organización sobre la asociación y la subalternización de todas las
instancias sociales a la racionalidad de la sociedad política. Fue una
experiencia que se repitió tan a menudo al final de todos los demás grandes
levantamientos populares a lo largo de los siglos XX y XXI que hoy en día pocos
se plantean la disolución de la sociedad política como algo que no sea utópico
en un sentido deletéreo. ¿Sigue siendo posible resistirse al retorno
aparentemente inevitable de la política del partido del orden? ¿Sigue siendo
posible hoy una situación de doble poder como apertura objetiva —una oportunidad—
para el surgimiento de otro tipo de política?
Sólo
por y dentro de los movimientos reales de lucha en curso hoy en día pueden
proponerse respuestas concretas a esa pregunta; movimientos que, como he
sostenido en otro lugar, son posiblemente mucho más vibrantes y creativos de lo
que a menudo se cree[41].
No es necesario insistir demasiado en la distancia que media entre las energías
revolucionarias que cristalizaron en los soviets en 1917 y los movimientos de
oposición de nuestros días; un muy bien ensayado relato de la derrota (a menudo
imaginaria) de los últimos cincuenta años en todo momento nos ha recordado
nuestro propio estado poslapsario […] No obstante, cabe destacar que los
movimientos recientes se han caracterizado por el redescubrimiento de dinámicas
comparables de participación y empoderamiento popular en acuerdos
institucionales colectivos y deliberativos, por limitados y contradictorios que
sean. La propuesta de Lenin de la posibilidad de «otro tipo de política» les
sirve a esos movimientos de recordatorio de cuatro principios claves que
deberían fundamentar y acompañar sus esfuerzos como piedras de toque críticas
permanentes:
Primero:
La política, tal como actualmente está constituida en sus formas oficiales
soberanas y representativas, no es un antídoto contra la subalternización; en
su habitual dependencia de una lógica de ausentamiento de demandas populares y
subalternas y de su re-presentación en las jerarquías de mando condensadas en
los campos político y jurídico establecidos, es uno de los mecanismos más
potentes para generalizar y normalizar la experiencia de la subalternidad en
todo el campo social. Ningún poder soberano nos salvará […]
Segundo:
Para hacer política radical hoy en día hay que hacerlo con plena conciencia no
sólo de los límites de la política institucional u oficial, sino también del
hecho de que la política tal como la conocemos, incluso y a veces especialmente
la política radical, sigue siendo una expresión de los problemas que nuestros
movimientos pretenden resolver. Jerarquías de mando, reivindicaciones de
predominio por parte de grupos restringidos o restrictivos, prácticas
pacificadoras o bloqueos estructurales de las energías y las disposiciones:
ninguna de esas experiencias es ajena a las culturas políticas de oposición, y
menos aún a movimientos como los de hoy en día, constituidos en las
intersecciones de orígenes, reivindicaciones y objetivos diversos. No es la
toma del poder soberano sino su deconstrucción lo que sigue siendo el objetivo
final de la política revolucionaria.
Tercero:
La política por sí sola no basta. Un tipo de política que no refuerce la
subordinación de la asociación a la organización sobre la que descansa la
modernidad política sigue siendo un proyecto para el futuro, no un legado
inmediatamente a nuestro alcance. Tampoco basta por sí solo proponernos
simplemente ser «más políticos» dentro de los confines de la mayoría de las
prácticas actuales de la política. Lo decisivo es el tipo de política en que se
impliquen los movimientos emancipadores, tanto en relación con las estructuras
políticas existentes como, lo que es más crucial todavía, en términos de su
innovación de nuevas estructuras políticas dentro de esos mismos movimientos.
La permanencia del movimiento revolucionario conlleva la necesidad de
revoluciones dentro de la propia revolución.
En
cuarto y último lugar: no hay politización sin desubalternización, en cuanto
crítica concreta de la representación y la soberanía, como instituciones y aún
más fundamentalmente como orientaciones que intentan continuamente reinstaurar
el orden establecido en los momentos de su crisis. El reto fundamental que
tienen ante sí los movimientos radicales de hoy en día no consiste en la
politización de reivindicaciones presuntamente sociales sin más, ni en su
representación a nivel político; nuestros movimientos sociopolíticos
interseccionales han demostrado en la práctica hasta qué punto las relaciones de
fuerza políticas atraviesan ya todas las instancias sociales. Es más bien la
forma y la práctica de la politización dentro de los propios movimientos lo que
determinará su capacidad de crecimiento. La crítica concreta de la soberanía y
la representación en cuanto lógicas rectoras de la acción política mediante la
experimentación de prácticas alternativas de delegación y empoderamiento
popular es hoy el primer paso de nuestra generación hacia la creación de «otro
tipo de política» desubalternizadora capaz de hacer suya la propuesta radical
de Lenin.
Notas
[1] Sobre esa concepción dialógica y no
anticuaria del clasicismo, véase Niccolò Machiavelli, «Letter to Francesco
Vettori, December 10, 1513», en Machiavelli and his Friends. Their
Personal Correspondence (trad. James Atkinson y David Sices),
Northern Illinois University Press, DeKalb, 2004, p. 265.
[2] Sobre esos diferentes Lenin, véase Lars Lih,
Lenin
Rediscovered. What is to be Done in Context, Leiden,
Brill, 2006; Alan Shandro, Lenin and the Logic of Hegemony. Political
Practice and Theory in the Class Struggle Leiden, Brill, 2014;
Jean-Jacques Lecercle, Lénine et l’arme du langage, París,
La Fabrique, 2024; Moshe Lewin, Lenin’s Last Struggle, Londres,
Pluto, 1994; Craig Brandist, The Dimensions of Hegemony. Language,
Culture and Politics in Revolutionary Russia, Leiden, Brill,
2015; Paul Le Blanc, Lenin. Responding to Catastrophe,
Forging Revolution, Londres, Pluto, 2023. La «capacidad
negativa» de tener presentes todas esas y muy diversas dimensiones de la
práctica de Lenin es uno de los numerosos factores que distinguen a estudios
biográficos más recientes —como los de Lih, Le Blanc y Tamás Krausz en su sutil Reconstructing
Lenin. An Intellectual Biography, Nueva York, Monthly Review
Press, 2015— de la lectura reductiva, teleológica y definitivamente anticuada
que se presenta en la influyente obra de Robert Service Lenin.
A Biography, Londres, Macmillan, 2000.
[3] La notable explosión de nuevas lecturas del
significado histórico y contemporáneo de Lenin en los últimos veinte años
comenzó a partir de la importante conferencia de 2001 recogida en Sebastian
Budgen, Stathis Kouvelakis y Slavoj Žižek (eds.), Lenin Reloaded. Towards a Politics of
Truth, Durham, Duke University Press, 2007.
[4] En ese sentido, la distinción que un
representante del neorrepublicanismo contemporáneo como Maurizio Viroli intenta
trazar dentro de esa tradición entre Hobbes (en cuanto teórico del orden formal
u orden sin reservas) y Rousseau (centrado en las condiciones específicas de un
orden justo o de una «sociedad bien ordenada») oscurece el rasgo definitorio
común a ambos: a saber, la presuposición de que la política consiste en el
intento de imponer orden sobre un desorden preexistente (tanto en Hobbes como
en Rousseau, el desorden, ya sea natural para el primero o artificial para el
segundo, se presenta conscientemente como fundamento mítico de lo político).
Véase Maurizio Viroli, Jean-Jacques Rousseau and the ‘Well-Ordered
Society’, Cambridge, Cambridge University Press, 2011, pp. 46
y ss. La necesidad de un ordenamiento trascendental para producir la unidad
interna de una comunidad política en la modernidad es teorizada de forma más
consecuente por Schmitt, si bien, una vez más, sólo mediante el recurso a la
forma mítica oscurecedora (en el caso de Schmitt, de la enemistad externa), que
hace las veces de «cemento político» que funde en un todo formalista los
elementos que sólo retrospectivamente pueden considerarse internamente
conflictivos. Véase Carl Schmitt, The Concept of the Political, Chicago,
University of Chicago Press, 1996, en particular pp. 23-29.
[5] Jean Bodin, Les six livres de la République (ed.
Gérard Mairet), París, Librairie Générale Française, 1993. En particular, véase
el libro I, capítulo 8 («De la souveraineté»), pp. 111 y ss, y capítulo 10
(«Des vraies marques de la souveraineté»), pp. 151 y ss, en que Bodin deriva
lógicamente la función estructural y necesaria del poder soberano de la
naturaleza de la constitución de la comunidad política en cuanto tal, como
unidad jerárquica de mando y obediencia (voluntaria o forzada). Posteriormente.
Hobbes y Rousseau ampliarían y radicalizarían esa idea en diferentes
direcciones, sin alterar en lo fundamental su topografía y su prioridad.
[6] Sobre la lógica ausente del orden soberano
moderno, véase la obra clásica de Augusto Illuminati J.J. Rousseau e la fondazione dei valori
borghesi, Milán, Il saggiatore, 1977.
[7] He explorado la novedad de la concepción
gramsciana de lo subalterno en Peter D. Thomas, «Refiguring the Subaltern», Political
Theory 46:6, 2018, pp. 861-884.
[8] Para una exposición que sigue siendo valiosa
del ambiguo papel de la representación en el análisis institucional de
Rousseau, véase Richard Fralin, Rousseau and Representation, Nueva
York, Columbia University Press, 1978. Para una importante y reciente
explicación de por qué la noción de «voluntad general» reintroduce
subrepticiamente una lógica representativa a espaldas del famoso rechazo de
Rousseau a la representación en nombre de la inmediatez y la capacidad
autorrepresentativa de la voluntad general, véase Michael Hardt y Antonio
Negri, Assembly, Nueva
York, Oxford University Press, 2017, pp. 27 y ss.
[9] Jean-Jacques Rousseau, Of the
Social Contract, in The Social Contract and Other Later
Political Writings, Cambridge, Cambridge University Press,
1997, p. 60. (Véase en castellano Del Contrato social (trad.
Mauro Armiño), Madrid, Alianza Editorial, 2012, La traducción es mía. [N. del
T.])
[10] Como observó Derrida, «El Uno soberano es un
Uno que ya no se cuenta; es más de uno [plus
d’un] en el sentido de ser más que uno [plus
qu’un], que lo lleva más allá del más de uno de la multiplicidad
calculable.» Jacques Derrida, Rogues, Stanford, Stanford
University Press, 2005, p. 168. (La traducción, hecha a partir del texto
original en francés, es mía. Véase Jacques Derrida, Voyous, París, Galilée, 2003
[N. del T.])
[11] Véase Peter D. Thomas, Radical
Politics. On the Causes of Contemporary Emancipation, Nueva
York, Oxford University Press, 2023, en particular pp. 117 y ss.
[12] Robert Service no es más que una de las
figuras influyentes más recientes que han promovido una lectura de ese tipo, de
la que, sin embargo, se pueden encontrar rastros en muchas interpretaciones de
adhesiones políticas muy diferentes.
[13] Me refiero a los términos propuestos por
Badiou y Negri sobre la base de presupuestos teóricos muy diferentes, pero con
consecuencias políticas posiblemente similares.
[14] Véase August H. Nimtz, Lenin’s
Electoral Strategy from Marx and Engels Through the Revolution of 1905, Nueva
York, Palgrave Macmillan, 2014; y, del mismo autor, Lenin’s Electoral Strategy from 1907 to the
October Revolution of 1917, Nueva York, Palgrave Macmillan,
2014.
[15] Nicos Poulantzas, State, Power, Socialism, Londres,
NLB, 1978, p. 252. (Véase en castellano Estado, poder y socialismo (trad.
Fernando Claudín), Siglo XXI Editores, México, 1978, p. 308. [N. del T.])
[16] El amplio espectro de significados asociados
con la noción de un poder (vlast) proletario en la
experiencia revolucionaria rusa ha sido ampliamente explorado por Lars Lih a lo
largo de muchos años. Los primeros trabajos de Lih hacían hincapié, en
particular, en la dificultad de traducir al inglés el término vlast,
aunque sus trabajos más recientes han tendido a proponer como posible
equivalente general la noción de «autoridad soberana» (sugerencia con la que
discrepo en el caso concreto del uso que hizo Lenin de dvoevlastie en
1917, por razones que pronto analizaré). Véase en particular «Vlast’ From the
Past: Stories Told by Bolsheviks», Left History 6:2 (otoño de
1999), pp. 29-52 y «All Power to the Soviets: Marx meets Hobbes», Radical
Philosophy 201 (febrero de 2018), pp. 64-78.
[17] Véase Tsuyoshi Hasegawa, The
February Revolution, Petrograd, 1917, Leiden, Brill, 2018.
[18] Lenin, «On Dual Power», en Collected
Works, Vol. 24, Moscú, Editorial Progreso, 1964, p. 38. (Véase
en castellano «El doble poder», en Obras Completas, Tomo XXIV,
Akal, Madrid, p. 453. Se ha modificado la traducción. [N. del T.])
[19] He explorado, de diferentes maneras, la
relación dialéctica entre política y sociedad civil en Gramsci en Peter D.
Thomas, The
Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism, Leiden,
Brill, 2009; véanse en particular pp. 186 y ss, y Peter D. Thomas, Radical
Politics. On the Causes of Contemporary Emancipation, Nueva
York, Oxford University Press, 2023, en particular pp. 117 y ss.
[20] La esencia de la crítica que en El
Estado y la revolución hiciera Lenin de la concepción
kautskiana del Estado radica precisamente en el hecho de que Kautsky se niega a
ver que el Estado moderno es necesaria e invariablemente una institución de
poder de clase que perpetúa una separación entre dirigentes y seguidores,
gobernantes y gobernados y, en la medida en que un Estado «propiamente dicho»,
es estructural y constitutivamente incapaz de hacer otra cosa. Sobre esa
cuestión, véanse las contribuciones aún muy valiosas de Colletti y Magri en Dibattito
su stato e rivoluzione, Roma, La nuova sinistra, 1970.
[21] Las notas y los extractos de Lenin sobre el
marxismo y la cuestión del Estado», compilados en Zurich en enero y principios
de febrero de 1917, fungieron en ese sentido como hipótesis exploratorias
iniciales que sirvieron de base a sus observaciones sobre la novedosa situación
del poder dual a partir de febrero, durante las cuales llegó a comprender lo
que su compilación de citas de los clásicos marxistas podía significar
concretamente en las acciones de los soviets: proceso de aprendizaje que
culminó en la refundición de esas citas al redactar El Estado y la revolución durante
el verano y principios del otoño.
[22] Lenin, «The Tasks of the Proletariat in our
Revolution», en Collected Works, Vol. 24, Moscú, Editorial
Progreso, 1964, p. 61. (Véase en castellano Obras Completas, ed. cit., pp.
478-479 [N. del T.]) En junio, Lenin reitera su certeza en la inestabilidad y
el carácter transitorio del doble poder en «Has Dual Power Disappeared?» en Collected
Works, Vol. 24, Moscú, Editorial Progreso, 1964, pp. 445-8.
[23] Sobre las estrategias de lectura
«coyunturales» de Lenin, véase Stathis Kouvelakis, «Lenin as Reader of Hegel:
Hypotheses for a Reading of Lenin’s Notebooks on Hegel’s The
Science of Logic», en Lenin Reloaded, ed. cit., pp.
164-204.
[24] Sobre el tema de la «incompletez» dentro de
la tradición materialista, véase Slavoj Žižek, The Indivisible Remainder: On Shelling and
Related Matters, Londres, Verso, 1996, p. 6.
[25] En relación con recientes y muy diversas
tentativas de pensar el significado de poder dual para la política contemporánea,
véase George Ciccariello-Maher, We Created Chávez. A People’s History
of the Venezuelan Revolution, Durham, Duke University Press,
2013, pp. 234-56; Fredric Jameson, An American Utopia. Dual Power and the
Universal Army, Londres, Verso, 2016; y en una escala global
durante la larga década de los setenta, Michael Hardt, The
Subversive Seventies, Nueva York, Oxford University Press,
2023.
[26] Véase Antonio Negri, Insurgencies.
Constituent Power and the Modern State (trad. Maurizia
Boscagli), Minneapolis, University of Minnesota Press, 1999 [1992], pp. 286 y
ss. Compárese con La fabbrica della strategia: 33 lezioni su
Lenin, Padua, librirossi, 1977, reimpreso por Manifestolibri
en 2004, aunque esa vez encabezado por el subtítulo original; véanse pp. 130 y
ss.
[27] Véase Antonio Negri, Political
Descartes. Reason, Ideology and the Bourgeois Project (trad.
Matteo Mandarini y Alberto Toscano, Londres, Verso, 2007 [1970].
[28] Véase Antonio Negri, The
Savage Anomaly. Power of Spinoza’s Metaphysics and Politics (trad.
Michael Hardt), Minneapolis, University of Minnesota Press, 1991 [1981].
[29] En Insurgencies, Negri
sostiene que en la construcción de lo político debe verse el producto de la
«innovación permanente» del poder constituyente, tesis elaborada en diálogo
crítico con la conocida y en apariencia muy diferente comprensión de la
innovación por Pocock. Véase Negri, Insurgencies, p. 29. En la
lectura que de El Príncipe hace Pocock, la innovación se
considera una respuesta ordenadora secundaria al flujo primario de la
fortuna (concebida como «contingencia pura, incontrolada y no
legitimada»). J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment.Florentine
Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, Princeton,
Princeton University Press, 1975, pp. 156 y ss. En otras palabras, la
innovación se considera, de maneras que resultan compatibles con la tradición soberanista,
como el intento retrospectivo de imponer orden sobre el desorden. La inversión
ontológica de las polaridades de Negri —la innovación del poder constituyente
como invariablemente fundacional, aunque sea reprimido, respecto del orden
constitucional que pretende domesticarla— escapa a los presupuestos
fundamentales de esa proposición sólo aparentemente; pues en la medida en que
deja en pie la oposición de los términos al tiempo que los valora de forma
diferente, mantiene y podría decirse que refuerza su lógica soberanista hasta
el punto de que la innovación sigue pensándose como una instancia de gobierno
que funda la unidad política. Más que un rechazo del paradigma de la soberanía
en cuanto tal, la concepción de la innovación de Negri podría, en ese sentido,
caracterizarse mejor como «postsoberanista» o, en términos benjaminianos, como
la búsqueda de una «verdadera» soberanía antes/por debajo/más allá de la
soberanía.
[30] Para una problematización de esa noción,
véase Antonio Negri, Insurgencies, p. 7.
[31] Esa tesis de una situación de «poder dual
permanente» se ha explorado de formas novedosas en trabajos recientes de
Panagiotis Sotiris. Véase «Rethinking
Dual Power», ponencia presentada en la Conferencia de Londres de
2017 de Historical Materialism. Véase también Michael Bray, «States
of Excess: Passive Revolution, Dual Power and New Strategic Impasses»,
ponencia presentada en la Conferencia de Londres de 2022 de Historical
Materialism.
[32] Para explorar la naturaleza paradójica del
poder constituyente desde una perspectiva constitucional, véase Martin Loughlin
y Neil Walker (eds.), The Paradox of Constitutionalism. Constituent
Power and Constitutional Form, Oxford, Oxford University
Press, 2007.
[33] Max Weber, Gesamtausgabe, Band 23, Tubinga,
Mohr und Siebeck, 2013, p. 210.
[34] Antonio Negri, Fabbrica di porcellana. Per una nuova
grammatica política, Milán, Feltrinelli, 2008, p. 15.
[35] El artículo de Lih «All power to the
soviets: Marx meets Hobbes», Radical Philosophy 201
(febrero de 2018), pp. 64-78 es una contribución fundamental al debate sobre el
significado teórico de la consigna de Lenin y la realidad del poder soviético.
Sin embargo, a mi juicio, Lih se apresura demasiado a identificar la autoridad
operacional efectiva con la soberanía en cuanto tal. Pues el rasgo definitorio
de la soberanía, desde Bodin hasta Hobbes, pasando por Rousseau y más allá, no
es simplemente que represente una instancia de supremacía del mando, autoridad
absoluta o —en los términos que Lih toma de Hobbes— la capacidad de
«amendrentar» a todas las demás instancias sociales y asegurar así su
obediencia a un poder establecido (pp. 65-66). Más bien, como subraya Bodin
cuando distingue la soberanía de otros conceptos de poder supremo o decisorio
(tiranía, dictadura, magistratura, el papel del Arconte en la antigua Atenas,
entre otros), la novedad de la noción moderna de soberanía consiste en la forma
en que deriva una concepción del poder ordenador fundacional de la naturaleza
de la comunidad política como unidad jerárquica de momentos gobernantes y
estructuralmente subalternos (la indivisibilidad de la soberanía) y fija esas
relaciones como un rasgo permanente y necesario (la soberanía como perpetua)
(véase en particular el método de definición sustractivo-comparativo que Bodin
emplea en el Libro I, Capítulo 8: («De la souveraineté»). En lugar de
considerar a los soviets como una instanciación de la soberanía, sugeriría por
tanto que la formulación comparativa de Krausz de que en octubre de 1917 otras
instancias sociales habían quedado (temporalmente, contingentemente) «bajo el
control de los soviets» (en lugar de —es decir— bajo el control de otras
instituciones, o las del Gobierno Provisional) describe con mayor precisión la
naturaleza antagónica y coyuntural del poder soviético. Véase Tamás Krausz, Reconstructing
Lenin. An Intellectual Biography, Nueva York, Monthly Review
Press, 2015, p. 201.
[36] Para reconstrucciones de la historia de la
soberanía popular, véanse los ensayos recogidos en Richard Bourke y Quentin
Skinner, Popular
Sovereignty in Historical Perspective, Cambridge, Cambridge
University Press, 2016. Lamentablemente, en ese volumen no se incluyen estudios
sobre la importancia para las nociones de soberanía popular ni de Lenin ni de la
experiencia revolucionaria rusa en general.
[37] Sobre la noción de una forma política
expansiva, véase Stathis Kouvelakis, «Marx’s Critique of the Political: From
the 1848 Revolutions to the Paris Commune», Situations. Project of the Radical
Imagination 2:2 (2007), pp. 81-93; y, más recientemente,
Stathis Kouvelakis, «Événement et stratégie révolutionnaire», en Karl Marx y
Friedrich Engels, Sur la Commune de Paris. Textes et
controverses, París, Éditions sociales, 2021.
[38] René Zavaleta Mercado, El
poder dual en América Latina, en Obra completa I: Ensayos 1957-1974 (ed.
Mauricio Souza Crespo), La Paz, Plural editores, 2011 [1973]. Para un
importante examen contemporáneo sobre el significado de ese texto, véase Susana
Draper, «Hegemonía, poder dual, poshegemonía: las derivas del concepto», Poshegemonía.
El final de un paradigma de la filosofía política en América Latina,
en Rodrigo Rodrigo Castro Orellana (ed.), Madrid, Biblioteca Nueva, 2015.
[39] Zavaleta Mercado, El poder dual en América Latina,
p. 378.
[40] He explorado algunas dimensiones de la
historia de la noción de permanencia de la revolución en Peter D. Thomas,
«Gramsci’s Revolutions: Passive and Permanent», Modern Intellectual History 17:1
(2020), pp. 117-146. Para los textos primarios que influyeron en la
reimaginación creativa de esa noción por Gramsci, véase Frederick C. Corney
(ed.), Trotsky’s
Challenge. The ‘Literary Discussion’ of 1924 and the Flight for the
Bolshevik Revolution, Leiden, Brill, 2016.
[41] Véase Peter D. Thomas, Radical
Politics. On the Causes of Contemporary Emancipation, Nueva
York, Oxford University Press, 2023