sábado, 7 de junio de 2025

SOBRE LA INUTILIDAD (CÓMPLICE) DE LAS IZQUIERDAS DEL SISTEMA EN SU FASE DEGENERATIVA

 


Andrés Piqueras

Primera entrega de un análisis de la degeneración política consecuente con la decadencia sistémica del capitalismo, donde siempre prevalece la permanente obtención de plusvalor

 

Marx explicó que los hechos sociales se expresan dentro de específicos procesos económicos, de forma dialécticamente paradójica, ni irremediablemente subordinados a ellos ni explicables fuera de los mismos. En el actual modo de producción la mercancía asigna a todas las relaciones sociales una particular forma capitalista.

Por eso, la distinción marxiana entre trabajo abstracto y trabajo concreto deviene crucial para el análisis crítico de las relaciones capitalistas de (re)producción y de sus (auto)-representaciones invertidas. Significa esto último que una característica intrínseca a la sociedad capitalista es que las relaciones sociales existen a través de formas de aparición que a su vez velan su propio contenido.

El capital se hace sociedad como un ente económico, que es el valor. El valor es invisible, como un fantasma, pero se muestra en la forma de dinero, en su movimiento como más dinero. La mercancía, el dinero y el capital son diferentes en su forma pero idénticos en su sustancia. De manera que la forma refracta la unidad en diversidad, mientras que la sustancia expresa la unidad de la diversidad. Una y otra permiten comprender el capitalismo como una totalidad.

Entonces, si la realidad social existe en términos de una sustancia social y sus formas de aparición fenoménica, es a través del análisis de la forma-valor y su movimiento autonomizado como capital -más allá de las intenciones y deseos personales de los individuos, detentadores de mercancías-, que se obtiene el sustrato explicativo de la sociedad capitalista, la manera en la cual las opciones y posibilidades, las condiciones subjetivas y el comportamiento social de las personas es moldeado.

También, lógicamente, las posibles manifestaciones económicas y decantaciones políticas dentro del modo de producción capitalista vienen impresas en tales dinámicas que, al estar ocultas en lo profundo de la estructura, oscurecen tanto las razones como los antagonismos intrínsecos que las constituyen, dificultan su aprehensión. De manera que, por ejemplo, las propias crisis del capital son interpretadas (incluso por supuestos "expertos") como sus reversos.

Así, el estallido bursátil es visto como causa antes que como expresión de aquéllas; los impagos se contemplan como falta de dinero en vez de como un crecimiento exacerbado del dinero ocioso, y los activos financieros se apuntan como si añadieran valor a la producción, en lugar de considerarlos en su mayoría como una imposición a cargo de ella (en el capitalismo la ignorancia sobre lo que sucede en la economía no es un mero fallo de entendimiento, sino una producción suya, que alcanza su pico en las fases monetarias de las crisis y afecta incluso a los "expertos". Esto concuerda con que la ciencia, en cuanto forma de conciencia social objetivada, queda subsumida al capital, como resultante de su propio proceso de acumulación).

En consecuencia, si el principio rector del metabolismo capitalista es la reproducción ampliada de capital a través de la extracción de plusvalía (forma particular de explotación del trabajo ajeno), tal lógica determina cada una de las partes constitutivas del mismo, sean el Estado -sus múltiples formas corporativas y políticas-, sean las maneras en que se organiza la producción, la reproducción y el consumo, sean las distintas coagulaciones sociales institucionales.

A fin de cuentas, el entramado de instituciones que definen la política como "política institucional", no deja de ser sino una parte de la Política metabólica implicada en la forma mercancía y en el correspondiente movimiento del valor-capital. Es esta última la que marca las posibilidades de vida, los intereses y cursos de acción de los individuos, los colectivos y las sociedades, el suelo donde se construye legitimación o, por el contrario, alternatividad.

Todo lo que se desarrolla en nuestra sociedad -el comercio, el dinero, la propiedad de la tierra el trabajo asalariado forzado- puede ser reconstruido en cuanto que "formas derivativas" de la mercancía-valor. También el tipo de individuos y sus relaciones sociales.

Por eso es precisamente esa Política en grande la que se difumina tras el velo de ilusión democrática, para que permanezca intocada mientras se derivan los esfuerzos y los objetivos hacia la -subordinada- política institucional.

Como quiera, además, que ese movimiento del valor hecho capital deshace comunidad, la política institucional (en cuanto que esfera de mando del capital y de administración-control y gestión social, con su apéndice, la justicia) está concebida para llevarse a cabo sobre individuos desposeídos.

Una (des-)sociedad de individuos sin poder (dependientes de las personificaciones del capital -la clase capitalista en su conjunto- para vivir), está conformada para albergar formas pasivas de política (institucional), expresadas como representación-delegación; porque al ser el valor-capital el "sujeto" raigal de este orden social, los individuos sólo pueden llegar a ser sujetos contra él. Nada más así pueden arrancarle concesiones; sólo de esa manera pueden extraer al menos su versión "reformista".

Tengamos en cuenta que el movimiento del propio valor-capital también proporciona aperturas indeseadas, pues trastoca posiciones, identidades e intereses, modificando a la sociedad en función de las grietas, fracturas, des-identidades, marginaciones, etc. que ese movimiento va dejando (la dilución de "todo lo sólido"). Este es el terreno de la multiplicidad de luchas y movimientos.

No obstante, aunque unas y otros pueden desarrollarse en torno a una alta variedad de divisiones internas al todo, siempre tendrán que moverse dentro de sus márgenes, por lo que cualquier proyecto emancipador, precisamente para trascender esos márgenes, no puede centrarse en una sola de las fracturas o fallas del Sistema, sino que tiene por fuerza que apuntar a la totalidad capitalista. Esto es, tiene que afectar a la Política del capital, ejerciendo (contra)Política en todo su orden metabólico

Porque la "opción reformista" que puede conseguirse dentro del capitalismo tiene por límite la propia reproducción ampliada del capital, dado que las exigencias del valor hecho capital (esto es, la permanente obtención de plusvalor) prevalecen por encima de cualesquiera consideraciones sociales, políticas, morales, éticas, estéticas o religiosas (cuyas prédicas, por sí mismas, en nada afectan al decurso del valor).

Traduciendo: cualquier sociedad capitalista tiende a confinar la política (y la ética) dentro de las riberas del valor-capital. Su movimiento autonomizado hacia su propia reproducción ampliada marca las fronteras hasta las que el Sistema se deja reformar en favor de la sociedad sin revolucionarse a sí mismo, sin estallar y desembocar en otro orden social o en un modo de producción diferente.

No tener en cuenta esto lleva por lo general a las opciones que se dicen "de izquierdas" a hacer política vendiendo humo. El resultado casi siempre es una integración mansa en el orden del capital, para hacerse "izquierda del Sistema" e intentar arrancarle alguna concesión menor (que al tiempo permita legitimarse de alguna forma frente al resto de la sociedad).

Cualquier proyecto transformador, por contra, ha de tener en cuenta las siguientes consideraciones.

El apogeo del capitalismo industrial ha sido "la etapa social" del capitalismo en tanto que única expresión del mismo con capacidad de construir cierto tipo de sociedad (de individuos) en grados diversos, y desarrollar las fuerzas productivas como proceso simultáneo e indisociable.

Fase corta de la historia, que se ha ido deteriorando hasta la actualidad, cuando el capital lleva implícita una auto-reproducción destructiva, como veremos en el capítulo siguiente, la cual creciente y cada vez más extendidamente comienza a ser percibida -y padecida- por las sociedades (cambio climático, destrucción de hábitats, violencia generalizada, pérdida de los patrimonios colectivos, deterioro de los mercados laborales, inseguridad social, pandemias...). A pesar de todo, y como producto precisamente de la conformación ideológica colectiva heredada de la base "progresista" del capital industrial, la suma de todos esos procesos todavía se percibe más como "crisis" en cuanto que baches del Sistema, que como síntomas incontestables de su decadencia.

Mientras tanto, la obstrucción de la dinámica del valor que entraña esa decadencia, y en consecuencia el auge de un crecientemente financiarizado y parasitario "capitalismo", va corroyendo por dentro, incesantemente, a la propia sociedad. Lo que quiere decir también que la (podredumbre de la) "economía" limita y asfixia aún más el espacio de acción de la política, que va quedando más y más reducida a (intentar) gestionar el deterioro metabólico del capital (es a esto, supongo, a lo que en los últimos tiempos algunos autores han querido llamar "post-política").

Esa es la causa subyacente de la decadencia de la opción reformista del capitalismo, y con ella de la paulatina pérdida de lugar y de razón histórica de las distintas expresiones partidistas de la socialdemocracia en cuanto que izquierda del Sistema, que le pretendían, o hacían ver, capaz de mejorarse a sí mismo permanentemente (hasta el punto incluso de auto-superarse en el socialismo, según las versiones clásicas).

En su decadencia o morbidez este modo de producción ya no sólo no es susceptible de generar "avance social", sino que tiende a deshacer lo conseguido, a involucionar profundamente en todos los ámbitos. Es un sistema envejecido, cada vez más agotado por sus propias contradicciones, como las que se dan entre:

- el desarrollo de las fuerzas productivas y el valor;

- el valor y la riqueza social;

- la valorización del capital y la realización del beneficio;

- la sociosfera y la ecosfera (o entre crecimiento, recursos y sumideros); crecimiento (dinerario) y acumulación (de capital);

por citar algunas de las de más peso.

El amplio ramillete de contradicciones que azotan al capitalismo actual desata una peligrosa combinación de crisis (económicas, sociales, ecológicas, culturales, de reproducción, de legitimación...) que empiedran el camino de una crisis civilizacional o total.

Es por eso que la agencialidad del capital plasmada como clase social tiene que intervenir hoy de manera cada vez más perentoria y contundente para insuflar toda la vida "artificial" posible al "sujeto automático" del valor-capital. Eso significa que la política incardinada en el Estado se hace cada vez más rehén de la (obstruida) Política metabólica del capital, en cuanto que aquélla está más necesitada de volcarse en el mantenimiento de ésta, a expensas incluso de su papel de regulación social anejo al Estado como "capitalista colectivo".

Esto es, las intervenciones estatales para la integración de las clases subordinadas y para la prevención de conflictos (procesos de legitimación), pasan a ser relegadas en pro de los esfuerzos por mantener el beneficio de clase capitalista (aun por encima de una menguante acumulación de capital como movimiento ampliado del valor). Tal condición se traduce necesariamente en un conjunto de medidas (antisociales) tendentes a:

- reducir la anterior parcial redistribución de la riqueza (con el deterioro de las prestaciones y servicios sociales -empobrecimiento del salario indirecto y diferido-);

- elevar la tasa de ganancia a costa del incremento de la explotación y consecuente decadencia de las condiciones laborales, que conlleva también la pérdida de peso del salario directo para la reproducción de la fuerza de trabajo, con la consiguiente tendencia a la sobreexplotación, que se traduce en una mayor sobreexplotación, asimismo, del trabajo no-pago;

- apropiarse privadamente de la riqueza social acumulada (acentuación de la desposesión social), que pasa también por convertir en beneficio las actividades de reproducción social, de (creación y mantenimiento) de los bienes comunes para la vida. [Pueden incluirse aquí las exacciones fiscales y el otorgamiento de dinero público a la inversión o incluso al balance de cuentas empresariales, mediante todo un paquete de contra-reformas: a) reducción de aportes patronales a la seguridad social; b) tributación regresiva en general; c) incremento de las oportunidades de inversión de capital excedente u ocioso a través de privatizaciones masivas; d) legalización de trabajos precarizados; e) significativo descenso de los empleos y de los salarios públicos; e) crecientes subvenciones públicas a la Banca y empresas privadas (rescates, ayudas, condonación de deudas...), entre otras. Estas políticas vienen a complementar las propias medidas empresariales para intentar contrarrestar la caída de la tasa de ganancia: deslocalización, desplazamientos técnico-organizativos, desplazamiento hacia los circuitos que anteriormente eran secundarios en la acumulación de capital (el suelo, la vivienda, las hipotecas), con la consiguiente gestión estatal del territorio de cara a su valorización especulativa (haciendo del conjunto del hábitat una mercancía que lleva emparejada su depredación)].

Todos estos procesos no son casuales, propios de decisiones "perversas" o de malos gobernantes, ni resultantes de algún "fallo" del Sistema. Son, por contra, procesos sistémicamente vinculados a las leyes del valor-capital y su reproducción ampliada, que se manifiestan con mayor contundencia, cada vez más necesariamente, en su actual fase degenerativa.

No tener en absoluto esto presente lleva a quienes desde la "izquierda" se dedican a vender humo, a quedar cada vez más empequeñecidos/as, arrinconados/as y arrojados/as a la basura por el (movimiento degenerativo del) propio Sistema.

 

* Profesor de la universidad Jaume I, Valencia.

observatoriocrisis.com

 

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Texto completo en: https://www.lahaine.org/mundo.php/sobre-la-inutilidad-complice-de

viernes, 6 de junio de 2025

DOS COMENTARIOS SOBRE ERNESTO GUEVARA

  


(05 de junio de 2025)

El día 04 de junio, en el Facebook de Gustavo Pérez Hinojosa, se publicó un comentario de Néstor Kogan sobre Ernesto Guevara. Ese mismo día Miguel Aragón escribió un breve comentario sobre el mismo tema, en la página de GPH. A continuación, se reproducen ambos comentarios.

 

 

EL GUEVARISMO CONSTITUYE UNA ACTUALIZACIÓN Y ADAPTACIÓN DEL LENINISMO AJUSTÁNDOLO A LOS PAÍSES Y SOCIEDADES PERIFÉRICAS, COLONIALES, SEMICOLONIALES Y DEPENDIENTES

 

Por Néstor Kohan

 

"Creo que en el caso específico del Che una de las peores caricaturas fue la que elaboró un intelectual de “la crema” elitista francesa, Regis Debray, cuando pretendió reducir el guevarismo (y el fidelismo) a una vulgar “teoría del foco”. Según su singular reconstrucción, la revolución cubana sería sinónimo de cuatro jóvenes alocados y fuertes deseos de adrenalina, que no se afeitan la barba, buscan un lugar con muchos árboles, juntan algunas decenas de fusiles, 100 ó 200 balas y, fácilmente, hacen una revolución. Sin partido político, sin lucha sindical, sin lucha estudiantil, sin lucha campesina, sin movimientos sociales. ¡Final feliz y que suban los violines! Aplausos del público.

Una película de Hollywood. ¡Todo muy fácil! Barba, selva, tiros…. Y listo. (Dicho sea de paso, en esa caricatura… son todos barbudos, no participa ninguna mujer). Un cuento para la escuela primaria. Un disparate absoluto. Un relato propio de un turista que pretende “resumir” una experiencia muy compleja en una fórmula de pizarrón, como si la Sierra Maestra o la Cordillera de los Andes fueran equivalentes a una pizarra de la Escuela Normal Superior de París, en la calle Ulm.

A esa caricatura delirante se le denominó “foquismo” y a eso se pretendió reducir el guevarismo. Entonces, si en 2025 no se dan las condiciones y las relaciones de fuerza para la aparición y el accionar de fuerzas insurgentes, el guevarismo… murió. Colorín, colorado, este cuento ha terminado. Así de sencillo.

En la vida real todo es más complejo. Primero, antes de Fidel y el Che, existió una revolución cubana en la década de 1930. Debray, se le nota demasiado, pobrecito, aunque haya estudiado en París con Louis Althusser, ni se enteró. La revolución cubana (del Moncada en 1953 a la toma del poder en 1959) es la continuación y prolongación de esa primera revolución. Segundo, la revolución cubana supuso la existencia de varias organizaciones políticas. No se hizo exclusivamente a los tiros. Tercero, sin numerosos movimientos sociales jamás hubiera triunfado ni Fidel, ni el Che, ni Camilo Cienfuegos, ni Raúl Castro, ni Haydée Santamaría, ni Celia Sánchez, ni Vilma Espín, ni “el gallego” Manuel Piñeiro Losada.

Si todo esto es cierto, entonces el guevarismo constituye una actualización y adaptación del leninismo ajustándolo a los países y sociedades periféricas, coloniales, semicoloniales y dependientes. Ni Guevara es sinónimo de “foco” (barbas, pólvora, árboles) ni Lenin es homologable a una insurrección urbana que triunfa, encabezada por obreros blancos, ilustrados y exclusivamente varones, en cuestión de dos o tres meses (ni siquiera años)".

Néstor Kohan, fragmento de entrevista a "La Haine", Abril del 2025, Galizia, España.

 

 

UBICACIÓN DEL “PENSAMIENTO DE ERNESTO GUEVARA”

 

Por Miguel Aragón

(04 de junio de 2025)

 

El pensamiento de Ernesto Guevara, como síntesis del accionar revolucionario del proletariado de su generación (1945-1970), al igual que el pensamiento de José Carlos Mariátegui, representante de una generación anterior (1920-1945), fue parte de la continuación y el desarrollo de la Escuela o Camino Marx (más conocido popularmente como marxismo).

Así como la Gran Revolución Rusa no fue hecha o realizada por Lenin y Trotsky (o Trotsky y Lenin, como algunos prefieren), sino por el pueblo ruso, dirigido por una organización de vanguardia (el POSDR); de manera similar, podríamos afirmar que la Revolución Cubana no fue hecha por Fidel Castro y Ernesto Guevara, sino por el pueblo cubano, dirigido por una organización de vanguardia (el Movimiento 26 de Julio).

Para que triunfara la revolución en Rusia, el primer requisito fue que existiera SITUACIÓN REVOLUCIONARIA (condiciones objetivas), la cual fue transformada en CRISIS REVOLUCIONARIA por el desarrollo de las condiciones subjetivas, conciencia y organización.

De manera similar, en Cuba la revolución cubana pudo triunfar porque desde comienzos de la década de 1950 había situación revolucionaria en Cuba, y las masas estaban luchando intensamente, tanto en las ciudades, como en el campo, antes de que desembarcaran los revolucionarios que llegaron en el Granma.

La revolución cubana no comenzó con la acción directa de los guerrilleros dirigidos por Castro y Guevara. La revolución, como acción de masas ya había comenzado meses y años antes. El gran aporte del grupo revolucionario dirigido por Castro y Guevara fue sumarse a las luchas de masas, reorientar la lucha y asumir la dirección de la misma, hasta el triunfo de la revolución.

Sin existencia de la situación revolucionaria, y sin la lucha de las masas, la acción de Castro, Guevara, y de los otros guerrilleros heroicos, hubiera terminado derrotada, como concluyeron las luchas dirigidas por Luis de la Puente en Perú y por Ernesto Guevara en Bolivia, a mediados de la década de 1960.

La historia no la hacen los héroes, la historia la hacen las masas.

miércoles, 4 de junio de 2025

EL DESARROLLO DE LA INDIVIDUALIDAD

 

Publicado por Francisco Umpiérrez Sánchez 

miércoles, 28 de mayo de 2025

 

De forma simplista y equivocada se presenta a los liberales como los defensores de la individualidad y a los socialistas como los defensores de lo social o colectivo. Pero lo cierto es que cualquier persona tiene intereses sociales e intereses particulares o individuales. Y las diferencias entre la izquierda y la derecha se centran en cómo conciben las relaciones entre los intereses individuales y los intereses sociales. Pero hoy, más que de ese asunto, quisiera hablarles de aquellas personas que tienen un escaso desarrollo de sus intereses individuales o su individualidad tiene poco desarrollo. La causa de esta deficiencia se debe, en parte, a la herencia familiar, y, en parte, a las relaciones sociales que ha mantenido y mantiene con otras personas y agrupaciones.

La persona A puede admirar a la persona B, pero siempre debe hacerlo dentro de ciertos límites. La admiración no puede llegar al extremo de que la persona A anule o atrofie el desarrollo de su individualidad. La persona A puede adorar a la persona B, pero no hasta el extremo de diluir sus intereses propios. La persona A puede querer mucho a la persona B, pero no hasta el extremo de negarse. A todo hay que ponerle límites. La admiración, la adoración sin límites y el amor ciego, provocan un escaso desarrollo de la individualidad y una dependencia con los otros irrazonable, yo diría que hasta casi enfermiza. Las personas que no ponen límites a su admiración, adoración y amor por los otros, son personas que carecen de orgullo o del orgullo necesario. Su felicidad no depende de sí mismos, sino de servir a los otros y estar siempre pendientes de los otros y a la espera de las decisiones de los otros. Además, la persona que admira, adora y quiere al otro sin límites, encadena al otro, lo aprisiona, le resta la necesaria libertad personal para actuar sin pensar que debe dar ejemplo a los otros. Todos tenemos derecho a desparramarnos, a errar, y a decir tonterías. Eso también forma parte de la vida y fortalece el desarrollo de la individualidad.

Hay personas cuyos intereses propios tienen muy poco desarrollo. No centran la conquista de sus objetivos en sí mismos. Creen en las promesas de los otros y se forjan grandes ilusiones. Pero cuando la persona B que le ha prometido a la persona A que hará una determinada cosa y después no la hace, la persona A cae en la desilusión. Pero esto le pasa porque ha depositado la esperanza de hacer esa determinada cosa de acuerdo con la promesa de la persona B. ¿Dónde está el error? En no trazarse el objetivo por sí mismo. El error está en que la persona A tiene un escaso desarrollo de su individualidad y un escaso desarrollo de sus propios intereses. Y no sabe trazarse sus propias metas independientemente de los otros.

Tu destino está en tus manos, pero solo si en verdad está en tus manos. De continuo pones tu destino en manos de otras personas a las que te cuesta muchísimo convencer y persuadir de que hagan determinadas cosas. Hay que persuadir y convencer al otro que hacer determinada cosa genera un beneficio mutuo, pero también al persuadir y al convencer debes ponerles límites. No sé cómo no te hartas de que lo corriente se convierta en tu vida en algo extraordinario. Conoces a personas con las que puedes hacer cosas en común sin hacer ninguna clase de esfuerzos. Entonces por qué te empeñas en tratar de convencer y persuadir a una persona que haga una determinada cosa que no le apetece y casi le disgusta. ¿Por qué te empeñas en amargarte la vida? ¿Por qué no buscas vivir de manera fácil y no estar con personas donde todo lo que es común y corriente le cuesta horrores hacerlo? ¿Por qué gastas tantas energías en empresas inútiles? ¿Por qué alimentas tus frustraciones? ¿Por qué sigues viviendo de ilusiones cuando puedes vivir de realidades? No sé porque lo haces.

Les transcribo unas palabras de Marx sobre la concepción ateísta del mundo contenidas en La Sagrada Familia: “La crítica no arranca de las cadenas las flores imaginarias para que el ser humano soporte las sombrías y escuetas cadenas, sino para que se las sacuda y puedan brotar las flores vivas. La crítica de la religión desengaña al hombre para que piense, para que actúe y organice su realidad como un hombre desengañado y que ha entrado en razón, para que gire en torno a sí mismo y a su sol real. La religión es solamente el sol ilusorio que gira en torno al ser humano mientras éste no gira en torno a sí mismo”. Esto es lo que le digo a la persona A: Lleva toda su vida girando en torno a soles ilusorios y debe llegar ya al desengaño. Y en consecuencia debe actuar como una persona desengañada y que ha entrado en razón.  Debe ya dejar de girar en torno a todos los otros que representen soles ilusorios. Ya va siendo hora de que gire sobre sí mismo. Se aliviará. Se sentirá libre, satisfecho y feliz.   

https://fcoumpierrezblogspotcom.blogspot.com/2025/05/el-desarrollo-de-la-individualidad.html#more

 

DOBLE PODER: HACIA OTRO TIPO DE POLÍTICA

 


Peter D. Thomas

Traducción: Rolando Prats

Con su novedosa teoría del doble poder, en 1917 Lenin esboza una concepción alternativa del poder político, un tipo de política que representa una opción a las principales corrientes del pensamiento y la práctica políticos modernos.

Versión revisada y ampliada del texto «Lenin’s Aternative: A Politics of Another Type», de Peter D. Thomas, que su autor presentara en línea el 25 de mayo de 2024, en la sesión de clausura de la serie internacional de eventos Leninist Days / Jornadas leninistas (27 de enero -25 de mayo de 2024), organizadas en conmemoración del centenario de la muerte de Lenin. El texto original en inglés apareció el 28 de enero de 2025 en Communis y, posteriormente, en . Se publica ahora por primera vez en traducción al español simultáneamente en Communis y Jacobin América Latina.

La alternativa de Lenin

Hay muchos Lenin, como ha atestiguado fehacientemente la asombrosa colección de imágenes discordantes presentadas a lo largo de estas notables cuarenta y una «Jornadas leninistas». A no dudarlo, una de las señales indiscutibles de la consagración de Lenin como «clásico» es el hecho de que tan disímiles lectores hayan podido encontrar en su pensamiento y en su actividad formas tan diversas de aproximarse a cuestiones tanto históricas como contemporáneas y, sobre todo, de dilucidar el constante entrelazamiento de lo histórico y lo contemporáneo. Si podemos hablar de Lenin como de un «clásico», es precisamente en ese sentido, es decir, no de un monumento fijo extraído del pasado, sino de un prisma refractario mediante el cual el presente puede tratar de obtener nuevas perspectivas sobre su relación consigo mismo[1].

Así entendido en cuanto clásico, en ningún caso se trata de elegir entre uno u otro de esos Lenin: Lenin el organizador del partido y austero teórico de la disciplina de la organización frente a Lenin el táctico quasi anarquista de la especificidad temporal de la intervención política en las relaciones de fuerza existentes, por ejemplo, o Lenin el (¿dadaesco?) practicante poético del eslogan oportuno frente al pragmático promotor de la Nueva Política Económica y la Revolución Cultural[2]. Necesitamos a todos esos Lenin, todos esos diferentes ángulos desde los que volver la mirada sobre el pasado, el presente y el futuro de la política revolucionaria en su sentido auténtico como tradición viva. En la capacidad de heredarlos a todos en su conflictividad y creatividad durante los últimos veinte años, y a lo largo de esta serie genuinamente global de seminarios, cabe ver en ese sentido un índice de la maduración cada vez más patente de una nueva cultura socialista generacional[3].

En el presente texto me propongo centrarme sólo en uno de esos Lenin y, de hecho, en un momento muy breve, casi efímero y tal vez incluso marginal en la evolución general de Lenin, aunque su influencia y recuperación posteriores por corrientes marxistas en conflicto lo hayan hecho parecer mucho más central para el pensamiento y la práctica de Lenin en su conjunto de lo que fue histórica o textualmente el caso. Me refiero aquí al Lenin que, a mediados de 1917, teorizara la novedosa noción de «doble poder» o «poder dual». Mi tesis es que ese Lenin esboza una concepción alternativa del poder político y, más exactamente, la concepción de un tipo de política que representa una alternativa a las principales corrientes del pensamiento y la práctica políticos modernos.

¿Cuáles son los rasgos esenciales de esas principales corrientes del pensamiento político moderno y en qué sentido hay que distinguir de esas corrientes a Lenin? Para decirlo de forma necesariamente muy esquemática, cabe caracterizar a esas corrientes como una línea que va desde Bodin, Hobbes y Rousseau hasta Weber, Schmitt, Rawls y más allá, que piensa la política qua política de una forma u otra como producción de unidad mediante una relación de autoridad y mando. Para esa tradición (sin dudas internamente contradictoria y conflictiva), la política se constituye como instancia que, en sentido literal, «fuerza» a las formaciones sociales modernas, una instancia de regulación, de adopción de decisiones y, consecuentemente, de imposición de orden (del tipo que sea) sobre lo que se presume el desorden primordial de lo pre-político y lo no-político, ya sea que se conciban como lo social, lo económico, lo ético, lo moral o cualquier otra variante. De ese modo, la política se concibe esencialmente como mecanismo de afirmación de lo que esa tradición caracteriza como «soberanía», la instancia del poder político supremo que se afirma a sí misma y por encima o más allá de la cual no hay lugar para ninguna apelación efectiva, ni estructural ni temporalmente. En los términos fundacionales de Bodin, para ser verdaderamente soberana, la soberanía debe ser absoluta, perpetua y, lo que es crucial, también indivisible, en el sentido de un poder que no es susceptible de compartirse ni dividirse entre el soberano y sus súbditos. La soberanía, por tanto, hace necesaria una separación permanente y estructural entre las instancias gobernantes y las gobernadas, o, para decirlo, en otros términos, entre la fuerza organizativa y la práctica asociativa. Sobre esa base puede establecerse una relación circular entre medios (política) y fines (soberanía), en la que estos últimos actúan retroactivamente sobre los primeros, haciendo de la noción de política no soberana una contradicción en los términos.

Ese énfasis en la unidad política incontestable, indivisa y duradera culmina necesariamente en el principio y la práctica de la política como «representación» en un sentido muy preciso: la «representación» de aquello que (lógica y temporalmente) se hace ausente; ausentamiento al que se ha procedido precisamente para hacer posible la representación[6]. En ese plano específico, la representación debe entenderse no sólo en un sentido estrechamente institucional asociado con la tradición parlamentaria, como la valorización de la conciencia responsable y prudente del Representante contrapuesta al capricho del delegado. En el caso que nos ocupa, la representación se concibe más bien como una formalización de las prácticas más amplias del ausentamiento de las energías y las perspectivas de la inmensa mayoría de los actores de una formación social (a saber, las clases trabajadoras en sentido amplio, o, en términos gramscianos, los grupos sociales subalternos) y su sustitución —su representación— por élites de diversos tipos en procesos políticos definidos en términos estrecha y estrictamente institucionales[7].

No es sólo la figura gráficamente representativa del Leviatán de Hobbes —en cuanto cuerpo unificado que contiene y pone en orden multitudes antes caóticas— lo que debemos considerar en esta óptica ampliada. Incluso un crítico abierto del principio de representación en cuanto tal como lo fue Rousseau reproduce esa lógica del «ausentamiento representativo» en la médula de su noción de Voluntad General[8]. De hecho, en la rápida transición que Rousseau preconiza de la (díscola) «voluntad de todos» a la (unificada) «Voluntad General» podría verse una instancia de ese proceso de ausentamiento-representación más paradigmática incluso que la de su precursor hobbesiano, en la medida en que la voluntad general funciona como una instancia de imposición trascendental del orden, precisamente por medio de una lógica sustractiva. La voluntad general es lo que queda como instancia universal formal después de que todas las pretensiones particulares empíricamente existentes se hayan reclasificado como contingentes. Tal como plantea Rousseau en su célebre caracterización de la «considerable diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: la segunda no tiene en cuenta sino el interés común, la primera concierne al interés privado, y no es más que una suma de voluntades particulares; pero si, de esas mismas voluntades, se sacan los más y los menos que se anulan mutuamente, lo que queda como suma de las diferencias es la voluntad general»[9].

Históricamente hablando, el argumento de Rousseau desempeñó un papel central en el ascenso a la preeminencia de la noción de «soberanía popular», que a menudo y cada vez más se ha considerado una alternativa democráticamente más aceptable a las pretensiones (instrumentalmente) absolutistas en las que se suele, erróneamente, ver el fundamento de la teorización bodiniana de la soberanía. Así concebido, el adjetivo positivamente evaluado se utiliza no sólo para calificar o modificar al sustantivo (ahora sospechoso), sino incluso en cierto modo para negarlo. Sin embargo, podría decirse que el ímpetu que subyace a la teorización de Bodin —a saber, el intento de derivar un principio de poder político supremo de la naturaleza de la constitución de la comunidad política en cuanto jerarquía de gobernantes y gobernados— de hecho no alcanza su conclusión lógica sino, precisamente, en la noción de soberanía popular, es decir, una soberanía de «El Pueblo» en la que la abstracción de una singularidad-multiplicidad se afirma en cuanto fuente, en última instancia, de la decisión política sin nadie que la impugne desde el interior y sin divisiones (las sedicentes facciones de intereses privados de que habla Rousseau) o —factor determinante— sin un exterior (en cuanto unidad política completa y totalizadora, el pueblo es, estrictamente hablando, incontable y, precisamente en ese sentido, puede ocupar el lugar del soberano singular)[10]. En cuanto abstracción formada por medio de la representación, el pueblo llega de ese modo a funcionar a la vez como sujeto (detentador del poder soberano) y como su propio objeto (gobernado por «sí mismo»); el sueño de Bodin de la soberanía como fusión estable de las instancias gobernantes y las gobernadas en una comunidad política duradera sin exterior podría decirse que no termina de consumarse sino precisamente en tal declinación popular.

En ese sentido, la política burguesa y capitalista es constitutivamente representativa y soberana, momento clave de condensación de lo que en otro lugar he sostenido que son los procesos más generales de subalternización que han caracterizado a la modernidad política[11]. Obviamente, ese sustitucionismo no se limita en absoluto a las formas específicas de subalternización de la democracia representativa burguesa, sino que ha sido una dinámica presente incluso —y especialmente— en la historia de las fuerzas políticas de oposición. Un rasgo común a tales procesos históricamente variables de subalternización es la valorización de la organización por encima y en contra de la asociación, lo que conduce a una distancia (formal) insalvable entre el poder político y los saberes políticos (en su pluralidad). Hasta en los regímenes denominados «populares», el mantenimiento de una distinción entre la capacidad de decisión de un momento singular de organización y las prácticas de asociación, necesariamente múltiples y superpuestas, inevitablemente resulta en un abismo entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. A ese respecto, la soberanía necesariamente subalterniza, pues asigna estructuralmente una posición permanentemente subordinada a otras instancias no soberanas; en la práctica, la soberanía no puede prescindir de semejante subalternización, en la medida en que depende de esa sumisión generalizada, de ese reconocimiento de sí misma como tribunal supremo de apelación, para (lograr) hacer valer sus pretensiones a la soberanía.

¿En qué sentido, entonces, sostengo que hay que distinguir a Lenin de los teóricos de la política en cuanto soberanía y que, en particular, la noción de doble poder representa una alternativa teórica a la principal corriente representativa del partido del orden soberano burgués? Después de todo, la mayoría de las veces, esa noción se ha entendido como un caso ejemplar del análisis concreto por Lenin de una coyuntura concreta (para utilizar los términos de Althusser), es decir, como algo cuyo significado es primordialmente de carácter histórico o empírico, como una descripción de condiciones específicas y transitorias en la evolución de la Revolución Rusa de 1917, en lugar de representar una contribución teórica por derecho propio. Por tanto, para comprender el significado teórico de la noción de doble poder, primero tenemos que dejar de lado algunas de las formas más influyentes en que tradicionalmente se ha entendido.

En primer lugar, para Lenin ninguna situación de doble poder podía producirse como resultado de un acto de voluntad política (al menos no si esa «voluntad» se entiende en términos de orientación subjetiva, como Willkur más bien que como Wille, para utilizar la distinción kantiana). Tal como, en su origen, Lenin elaboró esa elusiva noción en el lapso transcurrido entre las dos revoluciones de 1917, el doble poder no fue cuestión de decidir: el acto más o menos subjetivo mediante el cual un actor político dado optara por una propuesta estratégica entre otras en un momento indeterminado. Fue, por el contrario, una situación objetivamente dada o, más exactamente, una relación de fuerza inscrita en la estructura de una particular coyuntura de crisis. Fue un momento de intensificación de una contradicción estructural subyacente, configurada y expresada de forma singular y, por tanto, irrepetible. En esa medida, la crisis coyuntural revolucionaria de 1917 no fue arbitraria, ni fue resultado de maquinaciones maquiavelianas por parte de Lenin en particular o de los bolcheviques en general, como supone cierta generalizada lectura «diabólica» de esa crisis[12]. Más bien, incluso y sobre todo en su singularidad, fue síntoma y expresión de la crisis estructural de la propia modernidad política.

En segundo lugar, precisamente por ser una relación de fuerza inscrita en la estructura de una particular coyuntura de crisis, la existencia de una situación de doble poder no era señal de una «sustracción», o de un «éxodo» subjetivamente determinado, respecto de la política existente[13]. Lenin no planteó ni la necesidad ni la posibilidad de que se produjera una situación de doble poder, es decir, de un simple rechazo de la participación en el aparato estatal existente en favor de un poder «más puro» ubicado en otra parte, ya fuese en la sociedad civil o en algún otro espacio presuntamente liberado. Lenin, en realidad, en todo momento sostuvo que la participación en el Estado existente, en particular en los mecanismos de la democracia parlamentaria, podía ser tácticamente útil para el movimiento revolucionario, en coyunturas particulares y bajo ciertas condiciones políticas precisas[14]. Parte de la novedad de la noción de doble poder estribó precisamente en el hecho de haber movilizado esa perspectiva realista en medio de una crisis revolucionaria. La situación de doble poder en Rusia en 1917 se daba, para Lenin, tanto «dentro como en contra» del Estado existente, para utilizar una fórmula casi agustiniana que más tarde adoptó con frecuencia Mario Tronti para caracterizar las fuentes de las rebeliones obreras.

En tercer lugar, en Lenin el doble poder es menos una teoría plenamente elaborada que un momento repentino de claridad e intensidad conceptuales. Con todo el debido respeto, cabe objetar la idea de Poulantzas según la cual todos los análisis y toda la práctica de Lenin tienen como línea principal el «doble poder»[15]. A decir verdad, el término «doble poder» o «poder dual» [dvoevlastie] no ocupa en absoluto un lugar prominente en los voluminosos escritos de Lenin antes y después de la Revolución rusa de 1917[16]. Si bien esa ausencia de rastros textuales puede parecer desconcertante a la luz de la influencia posterior de la noción de poder dual en la formación de tantas «imágenes de Lenin», existe de hecho una razón más bien simple para esa ausencia terminológica: la realidad para cuya descripción se elaboró el término no existía antes de 1917. La tesis de la existencia de una situación de doble poder emerge explícitamente en el vocabulario político de Lenin sólo en el momento muy específico del «interregno» entre las dos revoluciones de febrero y octubre de 1917. Por consiguiente, debemos pasar a considerar la singularidad de ese momento a fin de esclarecer la especificidad e incluso la peculiaridad de la propuesta conceptual de Lenin.

Si bien a partir de cierto enfoque de la historia de las ideas se podría sostener que el «concepto» (a diferencia del «término») de doble poder ya está presente «en estado práctico» en las Tesis de abril compuestas durante el viaje de Lenin a la estación de Finlandia, en realidad Lenin no lo formuló de manera explícita sino en un artículo publicado en Pravda el 9 de abril de 1917, antes de presentarlo, como es ampliamente sabido, en Las tareas del proletariado en nuestra revolución (escrito un día después, el 10 de abril, pero que permaneciera inédito hasta septiembre). Además, el propio «término» de «doble poder» en realidad no había sido acuñado por Lenin; numerosos autores de diversas perspectivas políticas ya venían hablando de una anómala situación de doble poder desde la negativa de los soviets, después de febrero. a asumir la plena responsabilidad del gobierno y el consiguiente surgimiento del ineficaz Gobierno Provisional[17]. En esos casos, la tesis del doble poder era un intento por comprender el totalmente inesperado «entrelazamiento de dos dictaduras», la de los soviets y la del Gobierno Provisional. En el artículo de Pravda, Lenin señala explícitamente que «Nadie había pensado antes, ni podía haber pensado, en un poder dual.»[18] El tipo de poder político encarnado en los soviets surgió al margen del aparato estatal existente y, al mismo tiempo, junto a él; aparato que se había visto gravemente debilitado tanto en su legitimidad como en su funcionamiento por una gran crisis social y política (y fue precisamente ese debilitamiento lo que representó una maquiaveliana occasione en la que los soviets emergieron como una institución política de cierta durabilidad). Sin embargo, en ese entonces Lenin no hizo una caracterización del doble poder en términos de un enfrentamiento maniqueo entre poderes puros e impuros. A sus ojos, el doble poder representaba más bien un tipo inestable de «gobierno mixto» de las reivindicaciones contrapuestas, para utilizar el término de Gramsci, de la «sociedad política» (o prácticas organizativas) y de la «sociedad civil» (instancias asociativas), en el momento de la desestabilización de sus jerarquías habituales.

No obstante, las bases sociales y las consecuencias políticas de esos dos «gobiernos» o «dictaduras» eran totalmente distintas. El Gobierno Provisional, por muy provisional y precario que en realidad fuera, tenía pretensiones de ser o de llegar a convertirse en un «Estado propiamente dicho» en su sentido formal, es decir, un aparato estatal fundado en la «ley» (administrada por las élites políticas) y, en última instancia, en los «derechos» de la propiedad privada. En virtud de su participación en los paradigmas de la soberanía y la representación, necesariamente era una forma de gobierno represiva y subalternizadora que se proponía afirmar y hacer perdurar lo que Bodin y, antes que él, Maquiavelo habían observado como el hecho «primordial» de la política (en el sentido de la situación empíricamente dada de la que inicialmente emana todo tipo de política); a saber, la observación de que realmente hay quienes dirigen y quienes son dirigidos, precisamente la configuración de fuerzas que había precipitado la crisis revolucionaria[20]. A ese respecto, el Gobierno Provisional no representaba ninguna resolución de la crisis, sino su continuación o incluso su repetición formalista.

Los soviets, por su parte, representaban un «tipo especial de Estado» que le recordaba a Lenin, los rasgos definitorios de la Comuna de París. Tanto la Comuna como los soviets se basaban en la iniciativa popular y funcionaban en cuanto tal iniciativa (en particular, la sustitución de la policía y el ejército mediante la entrega de las armas al propio pueblo, y el control popular directo del funcionariado y la burocracia mediante procesos de delegación y revocación). Para utilizar los términos del análisis de Marx sobre el significado político de la Comuna de París, esta había sido una forma de gobierno expansiva en que empezar a hacer realidad la emancipación del trabajo[21]. Esos dos gobiernos eran, en el sentido más estricto, poderes políticos mutuamente incompatibles, fundados en presuposiciones totalmente distintas sobre la naturaleza y el funcionamiento de las instituciones políticas y de la propia política. Su antagonismo tenía que acabar con la desaparición de uno u otro. Lenin insistió en el carácter excepcional y necesariamente temporal de esa coyuntura: «No cabe la menor duda de que tal “entrelazamiento” no puede durar mucho. En un mismo Estado —sostuvo— no pueden existir dos poderes […] El doble poder expresa simplemente una fase transitoria en el desarrollo de la revolución.»[22]

La noción de doble poder también representa una fase de transición en el pensamiento de Lenin durante la cual este intentó comprender las configuraciones sin precedentes que se habían producido en 1917. Se trata de una fase que atraviesa los altibajos del verano de 1917 y que alcanzó su conclusión programática en las renovadas reflexiones de Lenin en El Estado y la revolución sobre los escritos de Marx acerca de la Comuna de París. Sin duda, la emergencia de una situación de doble poder en 1917 impulsó a Lenin a retomar temas sobre los que había meditado durante mucho tiempo, del mismo modo que el estallido de la guerra en 1914 lo había llevado de vuelta a Hegel[23]. El Estado y la revolución es una obra que puede inscribirse legítimamente entre las grandes «obras inconclusas» de la tradición materialista, en la medida en que esa tradición nos permite entender lo inconcluso no en términos de carencia sino de su determinación por la coyuntura y en ella[24]. Iniciada su redacción durante la soledad casi maquiaveliana de la época en que Lenin era un proscrito en un pajar, fue una obra que Lenin «abandonó» felizmente (en el sentido de Valéry) cuando a principios de otoño se reanudó el auge revolucionario. Del mismo modo que el Tractatus politicus de Spinoza se interrumpe sintomáticamente en el preciso momento en que comienza a examinar la naturaleza de la democracia, el tratado de Lenin sobre la Revolución se «interrumpe» precisamente en ese momento en que se propone relatar la historia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917 desde una perspectiva comparativa. Tras la insurrección de octubre, observó con sarcasmo: «Es más agradable y útil pasar por la “experiencia de la revolución” que escribir sobre ella.»

La teorización del doble poder se vio interrumpida también por los acontecimientos de finales de 1917. El término desapareció mayormente de los escritos de Lenin una vez que el estado de excepción de 1917 se resolviera con la toma del Palacio de Invierno y el nuevo gobierno revolucionario se viera enfrentado a contextos políticos muy diferentes. Primero, la guerra civil y, después —aparentemente contenida la marea contrarrevolucionaria—, la vacilante construcción de un orden socialista bajo la NEP, vieron a los bolcheviques lidiar con los retos que suponía ocupar las «altas esferas» de la autoridad administrativa y finalmente salir derrotados ante la ausencia de un poderoso movimiento social desde abajo. La invocación, en los escritos de Lenin, de las potencialidades y los peligros del poder dual se convirtió así, en algunos sentidos, en una anomalía sin precedentes ni sucesores. El de poder dual fue, en ese sentido, menos un concepto acabado que una intuición genial aún marcada por ambigüedades potencialmente productivas. Y fue también una intuición en modo alguno plenamente elaborada en el momento de su aparición y que, por tanto, permaneció particularmente abierta a interminables revisiones y reinterpretaciones por las subsiguientes tradiciones marxistas[25].

Reconstruir y actualizar hoy semejante perspectiva, en un período de luchas que no cesan de proliferar y entrecruzarse, requiere que comprendamos el sentido preciso en que la noción leninista de poder dual esboza una alternativa radical a las principales corrientes de la teoría política moderna, o como la llama seductoramente Lenin, la noción de un «tipo de poder totalmente distinto». Una de las corrientes más innovadoras del pensamiento radical contemporáneo (y uno de los lectores más creativos de Lenin), sin embargo, ha tendido en cambio a leerlo en términos en última instancia compatibles, si bien antagónicos, con el paradigma de la soberanía. Antonio Negri entiende el significado teórico del poder dual como el momento en que vuelve a irrumpir un poder constituyente originario, que rompe con la forma constitucional constrictiva que la cruel historia le había impuesto a su fuerza fundida, titánica. Enfoque que Negri propuso en su magistral Insurgencias (1992), en pasajes que, sin embargo, se inspiraban directamente en su anterior e importante estudio sobre Lenin de 1977[26]. Las «lecciones» que sobre Lenin extrajo Negri en el hervidero de los anni di piombo en Italia fueron, de hecho, una etapa de transición decisiva en su evolución, desde sus anteriores estudios sobre las formas del poder burgués —por ejemplo, en Descartes político (1970) — hasta sus posteriores exploraciones de alternativas concretas a esas formas[27]. Así, retrospectivamente, podemos ver ahora que la propuesta formulada por Negri en la década los ochenta y más allá acerca de una distinción cualitativa entre potentia potestas en sus influyentes y controvertidas lecturas de Spinoza representa la continuación metafísica de temas originalmente explorados en un registro político en relación con Lenin[28].

Desde esa perspectiva, se considera que una situación de doble poder es la reafirmación de un tipo cualitativamente distinto de poder creativo que reside en la base de todo orden constitucional, un poder que puede reprimirse o distorsionarse pero que en ningún momento puede agotarse ni erradicarse. Según esa visión, el poder constituyente —en cuanto fuerza primordial de la innovación— actúa como una causa alguna vez presente pero hoy ausente y transfiere al nuevo orden constitucional la innovación por la que había abogado, como un «Dios evanescente» que desapareciera en su propia creación. Sin embargo, en la medida en que es ontológicamente primario, el poder constituyente subsiste no obstante dentro de la forma cuyo nacimiento había presidido, como la «permanencia de la innovación» o como amenaza latente de renovada vitalidad en el momento en que el orden constitucional tarde o temprano cae en la corrupción y la decadencia. Entendido de ese modo, el doble poder parece representar la fusión de una teoría marxista de la singularidad de la crisis revolucionaria (invariablemente una novedosa sobredeterminación de sobredeterminaciones) con el presupuesto fundamental de la tradición del derecho natural; a saber, el fundamento en última instancia genérico y ontológico de la acción y el poder políticos. Sólo sobre la base de ese presupuesto podría hablarse de una «historia natural» genuina del poder constituyente[30].

Aun cuando se pueda concebir una situación de poder dual en términos de un poder constituyente originario y, de ese modo, asegurar su primacía temporal y ontológica, también, sin embargo, se la condena a morir poco después del día de su nacimiento. Pues, como afirmaba Lenin, «tal “entrelazamiento”» de poderes «no puede durar mucho». Una situación de doble poder es, por definición, una excepción al funcionamiento «normal» de la soberanía, es decir, en términos de Bodin, a su pretensión de ser absoluta, indivisible y perpetua. Por muy tentadora que pueda resultar la noción de una situación prolongada de «poder dual permanente» —es decir, una situación en la que instituciones (relativamente) autónomas de organización política popular subsistan junto a formas establecidas de poder estatal durante un período más largo de crisis estructural prolongada, hostigándolo intermitentemente en escaramuzas de tipo guerrillero—, no resuelve una de las paradojas fundamentales que posiblemente se encuentre en la médula de la propia noción de poder constituyente[31]. Se trata de la paradoja de que el poder constituyente puede configurarse en cuanto tal —y, lo que es crucial, puede distinguirse en cuanto poder constituyente— sólo por referencia a sus diferencias temporales y formales respecto del poder constituido en cuyos orígenes presuntamente radicaría.

Si esas diferencias se conciben en términos temporales, el poder constituyente aparece como anterior e interno al Estado soberano moderno, en la medida en que representa el fundamento histórico y estructural que la consolidación del Estado debe incorporar (en el doble sentido hegeliano de anulación y preservación recíprocas y simultáneas). Si, por otra parte, el poder constituyente se entiende como una relación formal, en lugar de preceder al orden constitucional, se representa trascendentalmente como la condición de posibilidad postulada del orden constitucional existente y se determina así retrospectivamente en cuanto «causa ausente»[32]. En ambos casos, el poder constituyente viene a funcionar realmente como una alternativa al momento originario abstracto del contrato social, pero que en última instancia no es menos abstractamente mítico.

En una situación de poder dual permanente o duradero, el poder constituyente débilmente emergente seguiría siendo estructuralmente subalterno al orden establecido, reivindicando performativamente una autonomía que la misma performatividad niega, en la medida en que podría producirse sólo mediante el reconocimiento de la presencia continua de su antagonista. Cuanto más tiempo perdurara esa situación de «poder dual de baja intensidad», tantas más oportunidades existirían de que el poder constituido se reafirmara como única instancia política organizadora. El crecimiento y el declive de los movimientos radicales en los últimos treinta años han proporcionado amplias pruebas de esa trágica dialéctica, desde la contención y el lento agotamiento del levantamiento zapatista inicial hasta la disipación de los movimientos radicales en las plazas que habían alimentado la llamada Primavera Árabe y sus reverberaciones una vez (re)establecida la «normalidad», ya fuera autoritaria como en Egipto, o parlamentaria como en Turquía.

Sin embargo, lo que tal comprensión ontológica del poder dual también tiende a oscurecer no es sólo el énfasis de Lenin en la condición temporalmente excepcional del poder dual, en cuanto interregno. También descuida el sentido preciso en que los soviets sí representaban para Lenin un «poder» [vlast’] análogo a la autoridad soberana, pero un «un tipo de poder totalmente distinto». ¿En qué radicaba esa diferencia? El poder soviético era diferente no porque fuera inconmensurable con el poder reclamado por el Gobierno Provisional; la coyuntura ya había impuesto una medida común, ya que las dos formas diferentes de gobierno reclamaban para sí formas contrapuestas de supremacía en la misma formación social. Ni los soviets ni el Gobierno Provisional se presentaban simplemente como formas genéricas de poder (en términos weberianos, como Macht, o mera capacidad de actuar). Ambos más bien se disputaban el ejercicio de la autoridad suprema concreta en la muy particular coyuntura específica de 1917 —en weberiano, como la Herrschaft [dominación] que podía constreñir las acciones, u obligar a emprenderlas aunque fuera a regañadientes[33]. Si los decretos del Gobierno Provisional hubieran podido obtener al menos un consentimiento pasivo o tácito (en el sentido de no contar con la oposición activa de sectores de la población estratégicamente situados), las pretensiones de los soviets de representar un poder gubernamental alternativo no se habrían podido mantener durante mucho tiempo.

¿Significa, por tanto, ese énfasis en el hecho de que los soviets reivindicaran para sí la autoridad suprema que la noción de Lenin de poder dual es en última instancia compatible con la «concepción unívoca del poder» que se encuentra en sus contemporáneos cercanos Max Weber y Carl Schmitt, como ha sostenido Antonio Negri[34]? Es decir, ¿participa el poder dual involuntariamente del paradigma de la soberanía, si no en su variante hobbesiana más austera (como ha insinuado provocativamente Lars Lih), entonces al menos en términos de la variante de la «soberanía popular», que del siglo XIX en adelante (y cada vez más tras la guerra fría) se ha afirmado como la única base históricamente viable para todo régimen gubernamental (soberano) duradero[36]?

Es la afirmación de Lenin de que los soviets representaban «un tipo de poder totalmente distinto» lo que impide su recuperación dentro del modelo soberano de autoridad política, ya sea absolutista o popular. Los soviets fueron un tipo de poder totalmente distinto tanto por la forma en que se produjo ese poder, como por la forma en que ese poder funcionó no como autoridad soberana, sino, por el contrario, en el lugar de la autoridad soberana. La lógica ausente de la representación, que ocupa un lugar central en la estructuración del orden social por parte de la soberanía, se volvió contra sí misma; el control por parte de los soviets de instancias decisivas de la sociedad «re-presentó» la autoridad soberana que las iniciativas de las fuerzas populares habían hecho ausentarse.

Producción: Por un lado, las reivindicaciones del Gobierno Provisional se hicieron dentro del paradigma establecido de la producción de la soberanía moderna: legalidad garantizada por la forma constitucional, legitimidad producida por medio de la «representación» (por limitada que fuera), supremacía del mando, perdurabilidad temporal solidificada en la ley, etcétera. Por otra parte, los soviets heredaron una vieja tradición revolucionaria que insistía en el carácter siempre revocable de la delegación política. La revisión continua de la aplicación de las decisiones de los soviets —es decir, la articulación de los poderes ejecutivo, legislativo y administrativo en una relación orgánica de corrección mutua— constituía la base de una forma siempre revisable de orden político o, en otras palabras, de reordenación continua. Si nos remitimos una vez más a las reflexiones de Marx sobre la Comuna de París, se trataba de una forma política «expansiva» y no represiva[37].

Función: La frágil pretensión del Gobierno Provisional de representar a una autoridad soberana tenía como objetivo fundamental afirmar la primacía del mando y la regulación política sobre lo social, así como la permanencia del orden como meta del ejercicio del poder político. En otras palabras, el «vlast» del Gobierno Provisional se proponía mantener el orden existente y su fundamento en el «derecho» a la propiedad privada como principio estructurador del ámbito público. Los soviets, en cambio, según la argumentación de Lenin, se concebían no como una variante del «Estado» (representativo moderno) «en el sentido propio del término», sino como una ruptura incipiente con su lógica fundamental. Su afirmación del poder supremo de decisión en la sociedad surgió negativamente, como una negación especular de la reivindicación competidora de su oponente. En ese sentido, la dramática toma del Palacio de Invierno fue menos una ocupación del lugar de la soberanía que su asedio para impedir su captura por las fuerzas contrarias y su vaciamiento desde dentro. Fue una negativa a reconocer que pudiera existir algún poder superior que impidiera la institucionalización del reordenamiento que los soviets promulgaban continuamente en la propia naturaleza de su funcionamiento, incluido el poder de los propios soviets, que no se afirmaba a sí mismo sino simplemente era un medio para el fin político del empoderamiento popular.

La diferencia entre los tipos de poder representados por el Gobierno Provisional y los soviets no era, por tanto, ni un caso de inconmensurabilidad de dos poderes cualitativamente distintos, ni una simple oposición de un poder contra otro en una confrontación antagónica simétrica, que un mero exceso de fuerza pudiera decidir. La diferencia residía más bien en la naturaleza y la función mismas del tipo de poder que su ocupación del lugar de la soberanía expresaba y producía. Si se me permite introducir una variación en una formulación de René Zavaleta Mercado, propongo caracterizar esa diferencia como la «dualidad del poder dual»[38].

Zavaleta prefería utilizar la noción de «dualidad de poderes» [duality of powers], en lugar de «poder dual» o «doble poder», para de ese modo poner de relieve que la situación revolucionaria teorizada por Lenin (y, tras él, por Trotsky) no implicaba la bifurcación de un «solo poder, clásicamente único», sino la emergencia de «dos poderes, dos tipos de estado», que eran fundamentalmente incompatibles[39]. La teorización de Zavaleta se vio influida en particular por las experiencias y los debates sobre situaciones de doble poder a principios de la década de los setenta en la Asamblea Popular de Bolivia y la breve etapa de la Unidad Popular en Chile, reflejada trágicamente en el posfacio que Zavaleta adjuntó a la edición original tras los sucesos del «primer 11-S». Sin embargo, su teorización de una dualidad de poderes me parece que sigue siendo ambigua, atrapada entre una concepción de una diferencia cuantitativa de poderes (mayoritarios frente a minoritarios, populares frente a elitistas) y una distinción cualitativa entre poderes estructurados y que funcionan de formas diferentes («dos tipos de Estado»), pero que tratan de actuar sobre el mismo objeto (la sociedad como el «premio» común de esa lucha entre poderes diferentes).

Al redesplegar la noción de una «dualidad del poder dual», me propongo en cambio subrayar el desequilibrio entre los dos poderes que se disputaban la ocupación del lugar de la autoridad soberana. Un poder —el Gobierno Provisional— buscaba el poder soberano para mantenerlo; era, para utilizar la terminología de Poulantzas, un «poder unitario» que se proponía «condensar» en sí mismo, y con ello regular, todo el conflicto social. La soberanía, en ese caso, funcionaba como un fin en sí misma, y como una re-presentación de sí misma; en los términos hobbesianos invocados por Lih, buscaba de hecho «abrumar» y «amedrentar a todos» para asegurarse el orden y la obediencia (pasiva) de sus súbditos. En efecto, el poder encarnado en los soviets, por otra parte, buscaba ocupar el lugar «normal» de la soberanía en la toma del Palacio de Invierno; pero el objetivo de esa toma no era «tomar el poder» para mantener el sistema soberano existente. Se trató, por el contrario, de una toma emprendida para desactivar el normal funcionamiento no sólo del Gobierno Provisional sino de la autoridad soberana en cuanto tal, y permitir así que el poder ya en funcionamiento de los soviets se expandiera, disolviendo el «lugar» del poder soberano en el no-lugar de una relación política de continuo reordenamiento sociopolítico. Pace Lih, fue en ese preciso sentido que la consigna de Lenin «¡Todo el poder a los soviets!» tuvo un significado históricamente concreto y explosivo, no como la afirmación de un Leviatán comunista, sino como la sustitución de la permanencia de la soberanía como unidad jerárquica de instancias organizativas y asociativas por la permanencia del propio movimiento revolucionario[40].

Con su rostro de Jano, los soviets participaron y no participaron del paradigma de la soberanía moderna. Pero en ello radicaba la terrorífica táctica de los bolcheviques. Al insistir en que había llegado el momento de asumir la responsabilidad gubernamental con la insurrección de octubre y la disolución incluso de la formalidad del Gobierno Provisional, los bolcheviques estaban apostando a que la relacionalidad política y la inmediatez de la expresión popular en los soviets, en cuanto «gobierno obrero» del mismo tipo que el de la Comuna de París, sostuvieran la continuidad de la revolución en la disolución deconstructiva de la soberanía que supone la permanencia. A lo largo de los reveses y retrocesos que siguieron rápidamente a Octubre, de la guerra civil a la institución de la NEP y la política del Frente Unido como tentativa de «revolución cultural», el proceso revolucionario ruso estuvo marcado por intentos cada vez más frenéticos de recapturar esa frágil visión y experiencia utópicas, antes de verse definitivamente barrido por la restauración de la soberanía desnuda y absolutista de la contrarrevolución de Stalin.

Aislada en las «altas esferas» del poder del Estado soberano, la experiencia original de la dualidad del doble poder en la Revolución Rusa se mostró incapaz de impedir el retorno de un sistema de soberanía clásicamente austero; o, para utilizar una vez más la terminología de Gramsci, la reafirmación de la primacía de la organización sobre la asociación y la subalternización de todas las instancias sociales a la racionalidad de la sociedad política. Fue una experiencia que se repitió tan a menudo al final de todos los demás grandes levantamientos populares a lo largo de los siglos XX y XXI que hoy en día pocos se plantean la disolución de la sociedad política como algo que no sea utópico en un sentido deletéreo. ¿Sigue siendo posible resistirse al retorno aparentemente inevitable de la política del partido del orden? ¿Sigue siendo posible hoy una situación de doble poder como apertura objetiva —una oportunidad— para el surgimiento de otro tipo de política?

Sólo por y dentro de los movimientos reales de lucha en curso hoy en día pueden proponerse respuestas concretas a esa pregunta; movimientos que, como he sostenido en otro lugar, son posiblemente mucho más vibrantes y creativos de lo que a menudo se cree[41]. No es necesario insistir demasiado en la distancia que media entre las energías revolucionarias que cristalizaron en los soviets en 1917 y los movimientos de oposición de nuestros días; un muy bien ensayado relato de la derrota (a menudo imaginaria) de los últimos cincuenta años en todo momento nos ha recordado nuestro propio estado poslapsario […] No obstante, cabe destacar que los movimientos recientes se han caracterizado por el redescubrimiento de dinámicas comparables de participación y empoderamiento popular en acuerdos institucionales colectivos y deliberativos, por limitados y contradictorios que sean. La propuesta de Lenin de la posibilidad de «otro tipo de política» les sirve a esos movimientos de recordatorio de cuatro principios claves que deberían fundamentar y acompañar sus esfuerzos como piedras de toque críticas permanentes:

Primero: La política, tal como actualmente está constituida en sus formas oficiales soberanas y representativas, no es un antídoto contra la subalternización; en su habitual dependencia de una lógica de ausentamiento de demandas populares y subalternas y de su re-presentación en las jerarquías de mando condensadas en los campos político y jurídico establecidos, es uno de los mecanismos más potentes para generalizar y normalizar la experiencia de la subalternidad en todo el campo social. Ningún poder soberano nos salvará […]

Segundo: Para hacer política radical hoy en día hay que hacerlo con plena conciencia no sólo de los límites de la política institucional u oficial, sino también del hecho de que la política tal como la conocemos, incluso y a veces especialmente la política radical, sigue siendo una expresión de los problemas que nuestros movimientos pretenden resolver. Jerarquías de mando, reivindicaciones de predominio por parte de grupos restringidos o restrictivos, prácticas pacificadoras o bloqueos estructurales de las energías y las disposiciones: ninguna de esas experiencias es ajena a las culturas políticas de oposición, y menos aún a movimientos como los de hoy en día, constituidos en las intersecciones de orígenes, reivindicaciones y objetivos diversos. No es la toma del poder soberano sino su deconstrucción lo que sigue siendo el objetivo final de la política revolucionaria.

Tercero: La política por sí sola no basta. Un tipo de política que no refuerce la subordinación de la asociación a la organización sobre la que descansa la modernidad política sigue siendo un proyecto para el futuro, no un legado inmediatamente a nuestro alcance. Tampoco basta por sí solo proponernos simplemente ser «más políticos» dentro de los confines de la mayoría de las prácticas actuales de la política. Lo decisivo es el tipo de política en que se impliquen los movimientos emancipadores, tanto en relación con las estructuras políticas existentes como, lo que es más crucial todavía, en términos de su innovación de nuevas estructuras políticas dentro de esos mismos movimientos. La permanencia del movimiento revolucionario conlleva la necesidad de revoluciones dentro de la propia revolución.

En cuarto y último lugar: no hay politización sin desubalternización, en cuanto crítica concreta de la representación y la soberanía, como instituciones y aún más fundamentalmente como orientaciones que intentan continuamente reinstaurar el orden establecido en los momentos de su crisis. El reto fundamental que tienen ante sí los movimientos radicales de hoy en día no consiste en la politización de reivindicaciones presuntamente sociales sin más, ni en su representación a nivel político; nuestros movimientos sociopolíticos interseccionales han demostrado en la práctica hasta qué punto las relaciones de fuerza políticas atraviesan ya todas las instancias sociales. Es más bien la forma y la práctica de la politización dentro de los propios movimientos lo que determinará su capacidad de crecimiento. La crítica concreta de la soberanía y la representación en cuanto lógicas rectoras de la acción política mediante la experimentación de prácticas alternativas de delegación y empoderamiento popular es hoy el primer paso de nuestra generación hacia la creación de «otro tipo de política» desubalternizadora capaz de hacer suya la propuesta radical de Lenin.

 

Notas

[1] Sobre esa concepción dialógica y no anticuaria del clasicismo, véase Niccolò Machiavelli, «Letter to Francesco Vettori, December 10, 1513», en Machiavelli and his Friends. Their Personal Correspondence (trad. James Atkinson y David Sices), Northern Illinois University Press, DeKalb, 2004, p. 265.

[2] Sobre esos diferentes Lenin, véase Lars Lih, Lenin Rediscovered. What is to be Done in Context, Leiden, Brill, 2006; Alan Shandro, Lenin and the Logic of Hegemony. Political Practice and Theory in the Class Struggle Leiden, Brill, 2014; Jean-Jacques Lecercle, Lénine et l’arme du langage, París, La Fabrique, 2024; Moshe Lewin, Lenin’s Last Struggle, Londres, Pluto, 1994; Craig Brandist, The Dimensions of Hegemony. Language, Culture and Politics in Revolutionary Russia, Leiden, Brill, 2015; Paul Le Blanc, Lenin. Responding to Catastrophe, Forging Revolution, Londres, Pluto, 2023. La «capacidad negativa» de tener presentes todas esas y muy diversas dimensiones de la práctica de Lenin es uno de los numerosos factores que distinguen a estudios biográficos más recientes —como los de Lih, Le Blanc y Tamás Krausz en su sutil Reconstructing Lenin. An Intellectual Biography, Nueva York, Monthly Review Press, 2015— de la lectura reductiva, teleológica y definitivamente anticuada que se presenta en la influyente obra de Robert Service Lenin. A Biography, Londres, Macmillan, 2000.

[3] La notable explosión de nuevas lecturas del significado histórico y contemporáneo de Lenin en los últimos veinte años comenzó a partir de la importante conferencia de 2001 recogida en Sebastian Budgen, Stathis Kouvelakis y Slavoj Žižek (eds.), Lenin Reloaded. Towards a Politics of Truth, Durham, Duke University Press, 2007.

[4] En ese sentido, la distinción que un representante del neorrepublicanismo contemporáneo como Maurizio Viroli intenta trazar dentro de esa tradición entre Hobbes (en cuanto teórico del orden formal u orden sin reservas) y Rousseau (centrado en las condiciones específicas de un orden justo o de una «sociedad bien ordenada») oscurece el rasgo definitorio común a ambos: a saber, la presuposición de que la política consiste en el intento de imponer orden sobre un desorden preexistente (tanto en Hobbes como en Rousseau, el desorden, ya sea natural para el primero o artificial para el segundo, se presenta conscientemente como fundamento mítico de lo político). Véase Maurizio Viroli, Jean-Jacques Rousseau and the ‘Well-Ordered Society’, Cambridge, Cambridge University Press, 2011, pp. 46 y ss. La necesidad de un ordenamiento trascendental para producir la unidad interna de una comunidad política en la modernidad es teorizada de forma más consecuente por Schmitt, si bien, una vez más, sólo mediante el recurso a la forma mítica oscurecedora (en el caso de Schmitt, de la enemistad externa), que hace las veces de «cemento político» que funde en un todo formalista los elementos que sólo retrospectivamente pueden considerarse internamente conflictivos. Véase Carl Schmitt, The Concept of the Political, Chicago, University of Chicago Press, 1996, en particular pp. 23-29.

[5] Jean Bodin, Les six livres de la République (ed. Gérard Mairet), París, Librairie Générale Française, 1993. En particular, véase el libro I, capítulo 8 («De la souveraineté»), pp. 111 y ss, y capítulo 10 («Des vraies marques de la souveraineté»), pp. 151 y ss, en que Bodin deriva lógicamente la función estructural y necesaria del poder soberano de la naturaleza de la constitución de la comunidad política en cuanto tal, como unidad jerárquica de mando y obediencia (voluntaria o forzada). Posteriormente. Hobbes y Rousseau ampliarían y radicalizarían esa idea en diferentes direcciones, sin alterar en lo fundamental su topografía y su prioridad.

[6] Sobre la lógica ausente del orden soberano moderno, véase la obra clásica de Augusto Illuminati J.J. Rousseau e la fondazione dei valori borghesi, Milán, Il saggiatore, 1977.

[7] He explorado la novedad de la concepción gramsciana de lo subalterno en Peter D. Thomas, «Refiguring the Subaltern», Political Theory 46:6, 2018, pp. 861-884.

[8] Para una exposición que sigue siendo valiosa del ambiguo papel de la representación en el análisis institucional de Rousseau, véase Richard Fralin, Rousseau and Representation, Nueva York, Columbia University Press, 1978. Para una importante y reciente explicación de por qué la noción de «voluntad general» reintroduce subrepticiamente una lógica representativa a espaldas del famoso rechazo de Rousseau a la representación en nombre de la inmediatez y la capacidad autorrepresentativa de la voluntad general, véase Michael Hardt y Antonio Negri, Assembly, Nueva York, Oxford University Press, 2017, pp. 27 y ss.

[9] Jean-Jacques Rousseau, Of the Social Contract, in The Social Contract and Other Later Political Writings, Cambridge, Cambridge University Press, 1997, p. 60. (Véase en castellano Del Contrato social (trad. Mauro Armiño), Madrid, Alianza Editorial, 2012, La traducción es mía. [N. del T.])

[10] Como observó Derrida, «El Uno soberano es un Uno que ya no se cuenta; es más de uno [plus d’un] en el sentido de ser más que uno [plus qu’un], que lo lleva más allá del más de uno de la multiplicidad calculable.» Jacques Derrida, Rogues, Stanford, Stanford University Press, 2005, p. 168. (La traducción, hecha a partir del texto original en francés, es mía. Véase Jacques Derrida, Voyous, París, Galilée, 2003 [N. del T.])

[11] Véase Peter D. Thomas, Radical Politics. On the Causes of Contemporary Emancipation, Nueva York, Oxford University Press, 2023, en particular pp. 117 y ss.

[12] Robert Service no es más que una de las figuras influyentes más recientes que han promovido una lectura de ese tipo, de la que, sin embargo, se pueden encontrar rastros en muchas interpretaciones de adhesiones políticas muy diferentes.

[13] Me refiero a los términos propuestos por Badiou y Negri sobre la base de presupuestos teóricos muy diferentes, pero con consecuencias políticas posiblemente similares.

[14] Véase August H. Nimtz, Lenin’s Electoral Strategy from Marx and Engels Through the Revolution of 1905, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2014; y, del mismo autor, Lenin’s Electoral Strategy from 1907 to the October Revolution of 1917, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2014.

[15] Nicos Poulantzas, State, Power, Socialism, Londres, NLB, 1978, p. 252. (Véase en castellano Estado, poder y socialismo (trad. Fernando Claudín), Siglo XXI Editores, México, 1978, p. 308. [N. del T.])

[16] El amplio espectro de significados asociados con la noción de un poder (vlast) proletario en la experiencia revolucionaria rusa ha sido ampliamente explorado por Lars Lih a lo largo de muchos años. Los primeros trabajos de Lih hacían hincapié, en particular, en la dificultad de traducir al inglés el término vlast, aunque sus trabajos más recientes han tendido a proponer como posible equivalente general la noción de «autoridad soberana» (sugerencia con la que discrepo en el caso concreto del uso que hizo Lenin de dvoevlastie en 1917, por razones que pronto analizaré). Véase en particular «Vlast’ From the Past: Stories Told by Bolsheviks», Left History 6:2 (otoño de 1999), pp. 29-52 y «All Power to the Soviets: Marx meets Hobbes», Radical Philosophy 201 (febrero de 2018), pp. 64-78.

[17] Véase Tsuyoshi Hasegawa, The February Revolution, Petrograd, 1917, Leiden, Brill, 2018.

[18] Lenin, «On Dual Power», en Collected Works, Vol. 24, Moscú, Editorial Progreso, 1964, p. 38. (Véase en castellano «El doble poder», en Obras Completas, Tomo XXIV, Akal, Madrid, p. 453. Se ha modificado la traducción. [N. del T.])

[19] He explorado, de diferentes maneras, la relación dialéctica entre política y sociedad civil en Gramsci en Peter D. Thomas, The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism, Leiden, Brill, 2009; véanse en particular pp. 186 y ss, y Peter D. Thomas, Radical Politics. On the Causes of Contemporary Emancipation, Nueva York, Oxford University Press, 2023, en particular pp. 117 y ss.

[20] La esencia de la crítica que en El Estado y la revolución hiciera Lenin de la concepción kautskiana del Estado radica precisamente en el hecho de que Kautsky se niega a ver que el Estado moderno es necesaria e invariablemente una institución de poder de clase que perpetúa una separación entre dirigentes y seguidores, gobernantes y gobernados y, en la medida en que un Estado «propiamente dicho», es estructural y constitutivamente incapaz de hacer otra cosa. Sobre esa cuestión, véanse las contribuciones aún muy valiosas de Colletti y Magri en Dibattito su stato e rivoluzione, Roma, La nuova sinistra, 1970.

[21] Las notas y los extractos de Lenin sobre el marxismo y la cuestión del Estado», compilados en Zurich en enero y principios de febrero de 1917, fungieron en ese sentido como hipótesis exploratorias iniciales que sirvieron de base a sus observaciones sobre la novedosa situación del poder dual a partir de febrero, durante las cuales llegó a comprender lo que su compilación de citas de los clásicos marxistas podía significar concretamente en las acciones de los soviets: proceso de aprendizaje que culminó en la refundición de esas citas al redactar El Estado y la revolución durante el verano y principios del otoño.

[22] Lenin, «The Tasks of the Proletariat in our Revolution», en Collected Works, Vol. 24, Moscú, Editorial Progreso, 1964, p. 61. (Véase en castellano Obras Completas, ed. cit., pp. 478-479 [N. del T.]) En junio, Lenin reitera su certeza en la inestabilidad y el carácter transitorio del doble poder en «Has Dual Power Disappeared?» en Collected Works, Vol. 24, Moscú, Editorial Progreso, 1964, pp. 445-8.

[23] Sobre las estrategias de lectura «coyunturales» de Lenin, véase Stathis Kouvelakis, «Lenin as Reader of Hegel: Hypotheses for a Reading of Lenin’s Notebooks on Hegel’s The Science of Logic», en Lenin Reloaded, ed. cit., pp. 164-204.

[24] Sobre el tema de la «incompletez» dentro de la tradición materialista, véase Slavoj Žižek, The Indivisible Remainder: On Shelling and Related Matters, Londres, Verso, 1996, p. 6.

[25] En relación con recientes y muy diversas tentativas de pensar el significado de poder dual para la política contemporánea, véase George Ciccariello-Maher, We Created Chávez. A People’s History of the Venezuelan Revolution, Durham, Duke University Press, 2013, pp. 234-56; Fredric Jameson, An American Utopia. Dual Power and the Universal Army, Londres, Verso, 2016; y en una escala global durante la larga década de los setenta, Michael Hardt, The Subversive Seventies, Nueva York, Oxford University Press, 2023.

[26] Véase Antonio Negri, Insurgencies. Constituent Power and the Modern State (trad. Maurizia Boscagli), Minneapolis, University of Minnesota Press, 1999 [1992], pp. 286 y ss. Compárese con La fabbrica della strategia: 33 lezioni su Lenin, Padua, librirossi, 1977, reimpreso por Manifestolibri en 2004, aunque esa vez encabezado por el subtítulo original; véanse pp. 130 y ss.

[27] Véase Antonio Negri, Political Descartes. Reason, Ideology and the Bourgeois Project (trad. Matteo Mandarini y Alberto Toscano, Londres, Verso, 2007 [1970].

[28] Véase Antonio Negri, The Savage Anomaly. Power of Spinoza’s Metaphysics and Politics (trad. Michael Hardt), Minneapolis, University of Minnesota Press, 1991 [1981].

[29] En Insurgencies, Negri sostiene que en la construcción de lo político debe verse el producto de la «innovación permanente» del poder constituyente, tesis elaborada en diálogo crítico con la conocida y en apariencia muy diferente comprensión de la innovación por Pocock. Véase Negri, Insurgencies, p. 29. En la lectura que de El Príncipe hace Pocock, la innovación se considera una respuesta ordenadora secundaria al flujo primario de la fortuna (concebida como «contingencia pura, incontrolada y no legitimada»). J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment.Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, Princeton, Princeton University Press, 1975, pp. 156 y ss. En otras palabras, la innovación se considera, de maneras que resultan compatibles con la tradición soberanista, como el intento retrospectivo de imponer orden sobre el desorden. La inversión ontológica de las polaridades de Negri —la innovación del poder constituyente como invariablemente fundacional, aunque sea reprimido, respecto del orden constitucional que pretende domesticarla— escapa a los presupuestos fundamentales de esa proposición sólo aparentemente; pues en la medida en que deja en pie la oposición de los términos al tiempo que los valora de forma diferente, mantiene y podría decirse que refuerza su lógica soberanista hasta el punto de que la innovación sigue pensándose como una instancia de gobierno que funda la unidad política. Más que un rechazo del paradigma de la soberanía en cuanto tal, la concepción de la innovación de Negri podría, en ese sentido, caracterizarse mejor como «postsoberanista» o, en términos benjaminianos, como la búsqueda de una «verdadera» soberanía antes/por debajo/más allá de la soberanía.

[30] Para una problematización de esa noción, véase Antonio Negri, Insurgencies, p. 7.

[31] Esa tesis de una situación de «poder dual permanente» se ha explorado de formas novedosas en trabajos recientes de Panagiotis Sotiris. Véase «Rethinking Dual Power», ponencia presentada en la Conferencia de Londres de 2017 de Historical Materialism. Véase también Michael Bray, «States of Excess: Passive Revolution, Dual Power and New Strategic Impasses», ponencia presentada en la Conferencia de Londres de 2022 de Historical Materialism.

[32] Para explorar la naturaleza paradójica del poder constituyente desde una perspectiva constitucional, véase Martin Loughlin y Neil Walker (eds.), The Paradox of Constitutionalism. Constituent Power and Constitutional Form, Oxford, Oxford University Press, 2007.

[33] Max Weber, Gesamtausgabe, Band 23, Tubinga, Mohr und Siebeck, 2013, p. 210.

[34] Antonio Negri, Fabbrica di porcellana. Per una nuova grammatica política, Milán, Feltrinelli, 2008, p. 15.

[35] El artículo de Lih «All power to the soviets: Marx meets Hobbes», Radical Philosophy 201 (febrero de 2018), pp. 64-78 es una contribución fundamental al debate sobre el significado teórico de la consigna de Lenin y la realidad del poder soviético. Sin embargo, a mi juicio, Lih se apresura demasiado a identificar la autoridad operacional efectiva con la soberanía en cuanto tal. Pues el rasgo definitorio de la soberanía, desde Bodin hasta Hobbes, pasando por Rousseau y más allá, no es simplemente que represente una instancia de supremacía del mando, autoridad absoluta o —en los términos que Lih toma de Hobbes— la capacidad de «amendrentar» a todas las demás instancias sociales y asegurar así su obediencia a un poder establecido (pp. 65-66). Más bien, como subraya Bodin cuando distingue la soberanía de otros conceptos de poder supremo o decisorio (tiranía, dictadura, magistratura, el papel del Arconte en la antigua Atenas, entre otros), la novedad de la noción moderna de soberanía consiste en la forma en que deriva una concepción del poder ordenador fundacional de la naturaleza de la comunidad política como unidad jerárquica de momentos gobernantes y estructuralmente subalternos (la indivisibilidad de la soberanía) y fija esas relaciones como un rasgo permanente y necesario (la soberanía como perpetua) (véase en particular el método de definición sustractivo-comparativo que Bodin emplea en el Libro I, Capítulo 8: («De la souveraineté»). En lugar de considerar a los soviets como una instanciación de la soberanía, sugeriría por tanto que la formulación comparativa de Krausz de que en octubre de 1917 otras instancias sociales habían quedado (temporalmente, contingentemente) «bajo el control de los soviets» (en lugar de —es decir— bajo el control de otras instituciones, o las del Gobierno Provisional) describe con mayor precisión la naturaleza antagónica y coyuntural del poder soviético. Véase Tamás Krausz, Reconstructing Lenin. An Intellectual Biography, Nueva York, Monthly Review Press, 2015, p. 201.

[36] Para reconstrucciones de la historia de la soberanía popular, véanse los ensayos recogidos en Richard Bourke y Quentin Skinner, Popular Sovereignty in Historical Perspective, Cambridge, Cambridge University Press, 2016. Lamentablemente, en ese volumen no se incluyen estudios sobre la importancia para las nociones de soberanía popular ni de Lenin ni de la experiencia revolucionaria rusa en general.

[37] Sobre la noción de una forma política expansiva, véase Stathis Kouvelakis, «Marx’s Critique of the Political: From the 1848 Revolutions to the Paris Commune», Situations. Project of the Radical Imagination 2:2 (2007), pp. 81-93; y, más recientemente, Stathis Kouvelakis, «Événement et stratégie révolutionnaire», en Karl Marx y Friedrich Engels, Sur la Commune de Paris. Textes et controverses, París, Éditions sociales, 2021.

[38] René Zavaleta Mercado, El poder dual en América Latina, en Obra completa I: Ensayos 1957-1974 (ed. Mauricio Souza Crespo), La Paz, Plural editores, 2011 [1973]. Para un importante examen contemporáneo sobre el significado de ese texto, véase Susana Draper, «Hegemonía, poder dual, poshegemonía: las derivas del concepto», Poshegemonía. El final de un paradigma de la filosofía política en América Latina, en Rodrigo Rodrigo Castro Orellana (ed.), Madrid, Biblioteca Nueva, 2015.

[39] Zavaleta Mercado, El poder dual en América Latina, p. 378.

[40] He explorado algunas dimensiones de la historia de la noción de permanencia de la revolución en Peter D. Thomas, «Gramsci’s Revolutions: Passive and Permanent», Modern Intellectual History 17:1 (2020), pp. 117-146. Para los textos primarios que influyeron en la reimaginación creativa de esa noción por Gramsci, véase Frederick C. Corney (ed.), Trotsky’s Challenge. The ‘Literary Discussion’ of 1924 and the Flight for the Bolshevik Revolution, Leiden, Brill, 2016.

[41] Véase Peter D. Thomas, Radical Politics. On the Causes of Contemporary Emancipation, Nueva York, Oxford University Press, 2023