jueves, 16 de noviembre de 2017

JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI, AMÉRICA LATINA Y LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE




16-11-2017

La Revolución Socialista de Octubre -no es desdeñable recordarlo- fue el acontecimiento más trascendente del siglo XX. Bien puede decirse que cambió el rostro de la humanidad en el periodo, y dejó una huella que perdura en todos los confines del planeta. 

Si quisiéramos resumir su singular importancia, diríamos que ella se afirmó en cuatro pilares sustantivos: demostró que era posible derribar un régimen de explotación y cambiarlo por un gobierno de otro signo, más humano y más justo, basado en la fuerza de obreros, campesinos y soldados; que se podía transformar un país atrasado y periférico -como era Rusia antes de 1917- en la segunda Gran Potencia del Mundo, como se le consideró a la Unión Soviética en los años 70 del siglo pasado; que podía cambiarse la faz del mundo acabando con el colonialismo y abriendo paso a un sólido proceso nacional liberador; y que se podía poner toda la capacidad de creación humana al servicio del hombre, derrotando a las fuerzas más reaccionarias, aplastando al fascismo y creando las bases para forjar un sociedad de ciencia, cultura, paz y felicidad. 

La experiencia de octubre, no fue la primera insurgencia de los oprimidos en la vida humana. Pero fue hasta hoy, la que duró más tiempo y generó las condiciones para que las nuevas se afirmen definitivamente superando dificultades y apremios. 

La lucha por la justicia y por la libertad es tan antigua como la vida misma. Bien podríamos situar en la rebelión de Espartaco contra la vieja Roma, la primera expresión de una batalla que aun mantiene enhiesta su bandera. Pero la Revolución Industrial de 1630 y la Revolución Francesa de 1789, fueron hitos altos en la gran batalla que libran los hombres por coronar sus objetivos. Esta última, con sus banderas de Libertad, Igualdad y Fraternidad, fue derrotada en pocos años. Apenas en 1795 ya había caído bajo el peso concertado de todos sus enemigos; pero sus grandes ideales, perduran en nuestro tiempo. 

Entre 1830 y 1848 la burguesía emergente batalló por afirmar su poder como fuerza en ascenso, desplazando a la aristocracia feudal. La idea era sepultar las Monarquías y afirmar las Repúblicas; pero eso, sólo se logró de modo limitado. Y fue en 1871, con la Comuna de Paris, que asomó el signo de una verdadera Revolución Proletaria. Esta, como se sabe, tuvo también una vida corta, pero alcanzó a diseñar el perfil de una verdadera y profunda transformación social. Aun se recuerda que Carlos Marx, aludiendo a ella, dijo el 17 de abril de 187: “Con la Comuna de París, la lucha de la clase obrera contra la clase capitalista y su Estado, ha entrado en una nueva fase. Cualesquiera sean los resultados inmediatos, se ha conquistado un nuevo punto de partida de importancia histórica universal”. (1) 

Apenas dos meses duró la Comuna, pero sirvió para asustar a la burguesía que, desesperada, recurrió a la crueldad más extrema no sólo para acabar con ese movimiento sino, sobre todo, para escarmentar a los trabajadores de todos los países, con la vana ilusión de que, de ese modo, nunca más se repita una experiencia similar. Fracasó, en ese intento la Clase Dominante, por cierto. En 1905 en enero y en diciembre la lucha volvió. Esta vez, las calles de Petrogrado y de Moscú, fueron testigo de duras confrontaciones y heroicas barricadas. La sangre obrera de Babushkin y sus compañeros, asomó como aliento para nuevas batallas. 

LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE 

Fue en el marco de la I Gran Guerra Inter imperialista de 1914 que se produjo el extremo de la crisis del sistema de dominación vigente. Sólo cuatro años después, cuando los Estados beligerantes suscribieron el Tratado de Versalles, pudieron sonreír disimulando su aprensión. Se había salvado la cadena opresora, no obstante que ella ya estaba rota por el eslabón más débil: la vieja Rusia de los Zares. 

Hoy puede discutirse mucho acerca de lo que fue en su momento la Jornada del Gran Octubre. Pero en la memoria de los pueblos no habrá de perecer el significado de los hechos que, como en imágenes sucesivas, asomaron uno tras otro: los cañonazos del Crucero Aurora, la toma de la fortaleza de Pedro y Pablo, la agitación obrera en la fábrica Putilov, Lenin en el Smolny y el asalto al Palacio de Invierno; fueron todas expresión de un mismo proceso: el desmoronamiento de un imperio caduco y corroído, y el nacimiento de un orden social nuevo, más humano y más justo. 

Quizá si la importancia histórica del movimiento ese, fue que no sólo sacudió a Rusia. Remeció al mundo. En todos los confines del planeta se supo que los Bolcheviques se habían hecho del Poder, acabando con un gobierno precario -el de Kerenski- que no fue capaz de atender las necesidades básicas de la población, resumidas genialmente por Lenin: Pan Paz, Tierra y Libertad, los cuatro puntos del programa de la Revolución de Octubre. 

Para muchos, aun resuena la palabra del Conductor de Octubre, recogida en un texto del Comité Militar Revolucionario de Petrogrado: “El Gobierno Provisional, ha sido depuesto. El Poder de estado ha pasado a manos del Comité Militar Revolucionario, que es un órgano del Soviet de diputados de Obreros y Soldados de Petrogrado y se encuentra al frente del proletariado y de la guarnición de la capital…” (2). 

Inmediatamente después se desplegaría en el mundo, lo que se dio en llamar “La Ola Revolucionaria de los años 20”, un conjunto de insurrecciones y luchas en numerosos países en los que los pueblos quisieron hacer lo mismo que en Moscú y Petrogrado; es decir, tomar por asalto el Poder y acabar de un solo tajo con la clase dominante de entonces, una burguesía envilecida y en derrota. 

Fue el conjunto de hechos, sumado a la imaginación de los pueblos, lo que convirtió a Lenin en el máximo líder de la Revolución Mundial. Él, y su octubre Rojo, asomaron en la víspera de todas las acciones en continentes y países. 

AMERICA HABLÓ POR SU VOZ 

Los pueblos de América habían librado una dura lucha contra el yugo colonial, tanto en el norte del continente, como en el sur. Buscaban afirmar la Independencia y la Soberanía de sus Estados nacientes, acabando con el dominio británico y español. 

En nuestra región, y luego de la Independencia de los Estados Unidos, proclamada en 1776, los ejércitos libertadores, y las epónimas figuras de San Martín y Bolívar, recorrieron caminos, con la espada desenvainada y victoriosa. En 1824, en Junín y Ayacucho -el corazón del Perú- concluyó el proceso iniciado en 1810 en Venezuela y luego en la Argentina de Belgrano. 

En estas tierras, al decir de Bolívar, nuestros países afirmaron su voluntad libertaria en busca de un porvenir mejor para sus hijos. Las nuevas Repúblicas, sin embargo, no marcharon por la ruta deseada. Desde un inicio, las oligarquías criollas se dieron maña para doblar la mano de los pueblos y apoderarse de control de las naciones. 

En el Perú se dijo que, en aquellos años, hubo quienes se acostaron una noche aplaudiendo al rey, y se despertaron al día siguiente loando a la República. Carecían de la voluntad libertaria, pero estaban poseídos por una irrefrenable vocación de Poder. Por eso, el siglo XIX transcurrió mansamente y sin alteraciones fundamentales. 

El nuevo siglo, sin embargo, trajo cambios. Y ellos asomaron en las tierras de México en las que la Revolución de 1910 abrió un camino nuevo. 

La Revolución Mexicana fue un hito en la historia continental. Agraria, desde un inicio, se hizo carne en millones de hombres bajo el liderazgo de grandes: Francisco Villa y Emiliano Zapata, que jugaron sus vidas exigiendo la tierra, y avanzaron con ella en demanda de dignidad y de justicia. También allí la burguesía dominante se dio el lujo de entregar tierras, sin ceder el Poder. La presencia de los Estados Unidos -el vecino del norte que había arrebatado a la Patria de Hidalgo y Morelos inmensos territorios en una oprobiosa guerra de conquista- inclinó la balanza a favor de los sectores tradicionales y cerró el paso a transformaciones más profundas. Pero la experiencia alborotó el escenario latinoamericano y en cada uno de nuestros países comenzó a aludirse a los acontecimientos ocurridos en la tierra azteca, que fue mirada con interés y simpatía. 

En nuestra patria, José Carlos Mariátegui aseguró en su apretada síntesis de “25 años de sucesos extranjeros” publicada en 1929 que “En la América Latina o Ibera, el fenómeno dominante por su trascendencia social y política, es la Revolución Mexicana” (3). Y lo fue en la medida que inmediatamente después, ella generó otros apasionantes fenómenos. 

América Latina, que había sido una suerte de “despensa” o almacén en el que se guardaban protegidas las riquezas de los países para ser usadas, a menester, por los Estados Unidos de Norteamérica; comenzaba a perfilarse ya desde esos tiempos como una suerte de campo de batalla en el que se batían los pueblos, por un lado; y el Imperio, por otro. 

La caída del viejo Imperio de los Zares y la Revolución Socialista de Octubre en la antigua Rusia, asomaron en el cielo americano como un rayo de luz para los pueblos, y crearon las condiciones para que la incipiente lucha de los trabajadores, adquiriera vigor, y nuevos propósitos 

EL BURO PANAMERICANO DE LA IC 

La formación de la III Internacional, en marzo de 1919, sirvió no solamente para aglutinar a los segmentos revolucionarios de los pueblos, sino también alentar, en todos los terrenos, la batalla por el Socialismo. Por eso, a escaso tiempo de su formación, sus líderes juzgaron de vital importancia crear organismos descentralizados que impulsaran las tareas revolucionarias de su tiempo. 

Surgió así el Buró de la Internacional Comunista para Europa Occidental, que fuera puesto bajo la conducción del revolucionario búlgaro Jorge Dimitrov; el Buró para los Pueblos del Oriente, y el Buró Panamericano de la IC, que luego se desdobló dando nacimiento al Buró Sudamericano que en nuestra región generó debates y deslindes. 

En mi libro de reciente publicación –“El Optimismo histórico. José Carlos Mariátegui y nuestro tiempo”- (4) reseño algunos elementos que juzgo indispensable subrayar aquí. 

Recuerdo, en efecto, que el rápido desarrollo del capitalismo en los Estados Unidos no tuvo similar en las regiones situadas desde el sur de ese país hasta la Patagonia. No obstante, los primeros indicios de la organización obrera en América Latina se mostraron a partir de 1830. Desde ese año y en las dos décadas posteriores ocurrieron las primeras grandes huelgas en Chile, México y Brasil; y poco más tarde, en Argentina. Fueron estos movimientos vastos contra la voracidad del Gran Capital, en primer lugar inglés, y luego norteamericano; empeñados ambos en apoderarse de las riquezas naturales de los países de centro y sur América. A partir de 1850 se tiene noticias ya de la existencia de las primeras organizaciones sindicales como expresión del incipiente desarrollo del proletariado. 

El surgimiento de la Asociación Internacional de Trabajadores -Paris, 1864- bajo la orientación de Carlos Marx y Federico Engels; la Guerra Franco Prusiana de 1870, expresión de la lucha por el dominio entre las burguesías de ambos países y la Comuna de París en 1871; fueron episodios que incidieron definidamente en el proceso social de América Latina por cuanto mostraron la desenfrenada voracidad de la clase dominante y los pérfidos métodos a los que recurría cuando veía en peligro su hegemonía. 

Probablemente al calor de esas experiencias, entre 1880 y 1910 aparecieron en el subcontinente los primeros Partidos Social Demócratas y Socialistas que se sumaron a las tareas de la II Internacional manteniendo correspondencia fluida con el Buró Socialista en el que se hallaban representadas las posiciones más progresistas. 

El desarrollo del capitalismo en América y la subsistencia de estructuras económicas de la dominación feudal, generaron en nuestros países el surgimiento de una clase expoliadora, y formas despiadadas de opresión que tensaron las contradicciones sociales y dieron lugar a profundas convulsiones en diversos países. Lenin tuvo clara noción de ello, como puede advertirse en “El Imperialismo, fase superior del capitalismo”. 

En nuestro suelo, José Carlos Mariátegui -el más valioso intelectual peruano- asumió la bandera de Lenin, a quien admiró siempre. Se hizo Bolchevique desde 1917, y afirmó una concepción que desarrolló consecuentemente en la revista Amauta y que luego llevó como aporte esencial al Partido que fundó y a la lucha por los objetivos del socialismo. 

José Allen, obrero mexicano, Luis Frayna del movimiento socialista de los Estados Unidos, Enrique Flores Magón, el ruso Boyotín residente en el país del norte, el revolucionario nipón Sen Ketayama radicado en USA y el periodista norteamericano John Reed estuvieron entre los fundadores del Buró Panamericano de la Internacional Comunista creado por iniciativa de Lenin en 1920. Este Buró, funcionó alternativamente en Estados Unidos y en México y contribuyó decisivamente a la formación de Partidos Comunistas en diversos países, incluso en Centroamérica donde surgieron las secciones de Guatemala, Honduras y El Salvador; y en Cuba, donde en 1925 se fundó el primer Partido Comunista. También contribuyó a la formación del Partido Comunista de Panamá y más tarde a la formación del Buró del Caribe de la IC.
Es bueno recordar que el Buró Panamericano influyó decisivamente en la formación de destacados luchadores revolucionarios como los hermanos Gustavo y Eduardo Machado, de Venezuela; y Carlos Baliño y Julio Antonio Mella, de Cuba; y abordó por iniciativa de la IC un muy rico debate en torno al carácter de la lucha contra el imperialismo norteamericano en la región. 

Su disolución, en 1921, generó el surgimiento de dos organismos directamente relacionados al Comité Ejecutivo de la IC: El Buró del Caribe, que tenía a su cargo México, Chicago y La Habana; y el Buró Sudamericano que, en sus inicios, abarcó solamente el trabajo en Buenos Aires, Montevideo y Santiago de Chile, donde se hallaban los núcleos más avanzados de la época. 

Fue a partir del cumplimiento de esas responsabilidades que cobró significado el trabajo del Buró Sudamericano de la IC con sede en la capital argentina. Una de sus primeras tareas fue ayudar al proceso de formación de los Partidos Comunistas en algunos países. Lo hizo cuando ya habían surgido diversas expresiones revolucionarias de neto corte socialista. El Partido Social Demócrata de Chile, fundado en junio de 1912 por iniciativa de Luis Emilio Recabarren, pasó a llamarse Partido Comunista en 1921. En Argentina, los socialistas de izquierda, que se habían retirado en 1918 del Partido oficial y que se llamaron transitoriamente “Partido Socialista Internacionalista”, se denominaron luego Partido Comunista Argentino. 

El Comité Ejecutivo de la IC, en un pleno ampliado, celebrado en 1925, analizó estos temas y registró también la presencia de destacados revolucionarios latinoamericanos, entre los que c abe citar a Vittorio Codovilla, Rodolfo Ghioldi, el mexicano Manuel Díaz Ramírez, Mella y José Carlos Mariátegui. En ellos puso interés. 

EL TRABAJO DEL BURÓ SUDAMERICANO 

En nuestro tiempo, y con un sentido histórico no siempre bien entendido, uno de los temas abordados polémicamente por los revolucionarios latinoamericanos, se refiere al papel y a las tareas que cumpliera este Buró. En varios países, y también en el nuestro, algunos críticos pusieron énfasis en subrayar verdaderas o aparentes deficiencias de este organismo como un modo de enfrentar nuestra experiencia revolucionaria con el papel y las tareas de la IC. El tema de este análisis alude a la Conferencia de Partidos Comunistas, que se celebrara en 1929 en Buenos Aires y suele ser una manera recurrente de sustraer el filo revolucionario del accionar de Mariátegui, presentándolo como una suerte de “libre pensador” de su tiempo, “incomprendido” y “criticado” por sus contemporáneos. Y eso no fue así. 

Es lícito reconocer, por cierto, que en América Latina en aquellos años trabajaron varios funcionarios de la IC que actuaron con una mentalidad más bien burocrática. Pensaban que bastaba reclutar a un grupo de comunistas en un determinado país para declarar constituido el Partido y hacerlo reconocer por la IC con toda la carga que ello implicaba. Esos “partidos”, en realidad eran simples grupos que se desintegraban pronto porque no estaban vinculados con la clase obrera de su país, ni con la tradición del pensamiento teórico y la cultura de ese país. No participaban tampoco en las luchas concretas que desarrollaban las poblaciones, sobre todo obreras y campesinas, 

Objetivamente contrariaban la concepción leninista que se afirmaba en la idea de que “cada país debe parir su movimiento”. Cada Partido debe ser producto de un determinado desarrollo histórico y ser injertado en un tronco que dé frutos, y no un producto silvestre. Mariátegui, que estudió el proceso de formación de Partidos Comunistas en Europa y observó atentamente el desarrollo del movimiento en Asia, comprendió esto: la necesidad de alentar el desarrollo y la conciencia del movimiento obrero, así como el valor de las ideas en la lucha revolucionaria. En la base de su trabajo, apareció la revista Amauta, su papel en el desarrollo social y su innegable contribución a la afirmación de una verdadera ideología de clase. En esa misma línea se anotan por cierto la formación de la Central Sindical creada en mayo de 1929, la formación del Partido y todos sus escritos. 

Mariátegui le dio a Amauta la tarea de introducir en el Perú las ideas del socialismo, comprendiendo que ése, era un proceso que carecía de desarrollo lineal y uniforme. Por lo demás, se vio interrumpido por la clausura temporal de la revista y la agudización de las tensiones sociales que generaron una dinámica no prevista por su fundador. No obstante ello, las pautas básicas de Mariátegui, se cumplieron porque eran acertados y correspondían el grado de maduración de nuestro movimiento. 

Es en ese marco que debe situarse el debate respecto a la ya aludida Conferencia de Buenos Aires. En ella, se discutió, entre diversos temas, la formación del Partido en el Perú. En un momento en el que los socialistas más revolucionarios buscaban diferenciarse de los reformistas asumiendo su condición de comunistas, no se comprendió, a primera vista, por qué Mariátegui había optado por el nombre de Socialista que había entregado a su Partido. Hubo quienes pretenden aún buscar allí elementos inexistentes, y hasta una supuesta deslegitimación del Amauta por parte de la IC. ¿Hubo discrepancias en ese evento? Claro que las hubo. No podría haber sido de otro modo. Nadie tomaba el Marxismo como una Biblia, y ninguno de los asistentes allí, era infalible. Cada quien tenía ideas propias, y las exponía a su manera. 

Hay que considerar que la cita de 1929, fue un evento escrupulosamente organizado, que reunió a 38 representantes de Partidos la mayoría de los cuales actuaba en la ilegalidad, que casi todos eran muy jóvenes: Mariátegui, no estuvo entre los presentes, pero era uno de los cuadros más maduros y tenía la misma edad de Codovilla. Muchos de ellos no se conocían personalmente y nunca habían estado juntos, afrontaban temas nuevos y problemas que no habían abordado antes. Estaban apenas cimentando las bases de un proceso continental en extremo complejo, y vivían sometidos a presiones bárbaras, producto de la miseria, pero también de la despiadada represión política de la que eran víctimas, y que el mismo Mariátegui sufrió en carne propia. 

Temas como el de las razas en América Latina, el desarrollo capitalista en la región, la penetración de los capitales ingleses y norteamericanos, la consolidación de brutales dictaduras en diversos países, el surgimiento de las primeras acciones armadas de lucha libradas en distintos escenarios de nuestro continente y hasta el tema del conflicto fronterizo entre Perú y Chile y el Plebiscito de Tacna y Arica; eran materias ciertamente confusas para muchos de los asistentes a un evento que se realizaba por primera vez en la región y que estaba llamado a abrir un debate más amplio con miras al encuentro similar de Montevideo en torno a la unidad y a la lucha del movimiento sindical latinoamericano. 

Juzgar entonces la labor de Buró Sudamericano a partir del hecho que algunos de sus integrantes discreparan de ciertas apreciaciones de Mariátegui expuestas por sus representantes; es limitante, cuando no mezquino. En todo caso, eso no involucra el conjunto de la actividad desarrollada por la IC directamente, o a través del Buró Sudamericano. 

Para ser justos, y sin desconocer tampoco que allí se anidaban contradicciones que venían desde el interior del Partido Comunista Bolchevique de la URSS y que enfrentaran violentamente luego a diversos dirigentes del original núcleo leninista; hay que subrayar el papel orientador que dio por un largo periodo “La Correspondencia Sudamericana”, editada en Buenos Aires y que acogió los escritos y las denuncias de Mariátegui en forma regular y consistente. Hay que sumar además el trabajo constitutivo de la Confederación Latinoamericana de Trabajadores fundada en Montevideo, y su publicación de “El Trabajador Latinoamericano”, la asistencia permanente de delegados de la IC en cada país -en el Perú tuvimos a los argentinos Miguel Contreras y Carlos Duvojne, además de Paulino González Alberdi, el uruguayo Camilo, y otros que se jugaron la vida al lado de muchos compañeros nuestros-, las experiencias comunes y el estudio de fenómenos tan importantes como las luchas en cada país y el surgimiento de organismos como la Alianza Nacional Libertadora en Brasil, o el Frente Popular en Chile. 

Un gran acierto en este periodo fue, por ejemplo, el apoyo que se brindara a la lucha de Sandino en Nicaragua, a la insurrección campesina liderada por Farabundo Martì en El Salvador, a la formación, a las acciones armadas de “El tenientismo” y la larga marcha de la Columna Prestes a través de las selvas del Mattogroso entre 1924 y 1927, en Brasil; o la difusión de las luchas mineras en el Perú. Adicionalmente hay que considerar en el activo, el respaldo firme al accionar de la Liga Antiimperialista de las Américas que se entroncó con el trabajo de la Liga Mundial Antiimperialista y sus congresos celebrados en Bruselas y Frankfurt donde Mariátegui fue incorporado a la Presidencia de esa entidad sin haber siquiera concurrido al evento. 

LAS IDEAS DE MARIATEGUI Y LA REVOLUCION DE OCTUBRE 

Varias fueron los pensadores sudamericanos que se empeñaron en introducir en la región el mensaje del socialismo. La virtud específica de Mariátegui fue que, además de pensar, actuó. Es decir, que no tuvo solamente una actividad intelectual, sino que a ella le añadió, de manera concreta, un accionar político. Fue, además, entonces, un realizador; y no solamente un ideólogo. 

Pero, además, fue un hombre original. No memorizó consignas, ni citas. Tampoco repitió expresiones recogidas en uno u otro debate. Pensó muchas cosas, las proceso y la creó a su manera, dándoles un sentido diferente al usual. Perfiló sus ideas de manera muy didáctica y clara, y mostró una sencillez apabullante cuando tuvo que presentar sus obras. Una de sus expresiones más conocidas y más usadas hoy por los estudiosos de su obra, dice: “No queremos ciertamente que el socialismo en América sea calco y copia. Debe ser creación heroica” (5). 

Esta expresión fue vertida por Mariátegui en el marco de su polémica con Haya de la Torre y forma parte del editorial del numero 17 de la revista “Amauta”. Y alude al hecho que sus adversarios -los amigos de Haya, en ese entonces- pretendían descalificarlo adjudicándole una visión “europeísta” de los problemas y un afán -falso, por cierto- de “importar” un “modelo soviético“ para el proceso peruano. 

Dos constantes, hubo en el accionar cotidiano de Mariátegui: La Revolución Rusa como expresión válida de su objetivo estratégico, y la realidad nacional como insumo para el efecto de su práctica política desde una óptica de clase. No obstante, en su debate con el pensamiento reformista, Mariátegui subrayaría siempre la importancia del Gran octubre como expresión emblemática de una nueva historia. “La Revolución rusa constituye, acéptenlo o no los reformistas, el acontecimiento dominante del socialismo contemporáneo. Es en ese acontecimiento, cuyo alcance histórico no se puede aún medir, donde hay que ir a buscar la nueva etapa marxista”, (6) diría en el fragor de la polémica de entonces. 

Nunca Mariátegui abrigó dudas acerca de la personalidad del líder bolchevique. Ella, fue decisiva para que Mariátegui asumiera una actitud definida ante la Revolución Rusa. Como suele ocurrir con los grandes acontecimientos de la historia y las figuras señeras de la misma; se produjo aquí una suerte de simbiosis metafórica entre el suceso y el hombre. Nadie podría, en efecto, distinguir a la Revolución Rusa sin Lenin; y nadie tampoco podía entender al líder de los bolcheviques sin comprender el profundo proceso social que conmovía Rusia. 

La figura de Lenin –diría Mariátegui en la revista Variedades en septiembre de 1923 “está nimbada de leyenda, de mito y de fábula. Se mueve sobre un escenario lejano que, como todos los escenarios rusos, es un poco fantástico y un poco aladinesco. Posee las sugestiones y atributos misteriosos de los hombres y las cosas eslavas” (7). “El nombre de Lenin, añadiría en la misma circunstancia “había adquirido timbres mitológicos”. Pero Mariátegui presenta a Lenin de una manera fluida y directa. “Lenin –dice- no es un tipo místico, un tipo sacerdotal, ni un tipo hierático. Es un hombre terso, sencillo, cristalino, actual, moderno” (8). 

Lenin -insistiría luego- “es un revolucionario sin desconfianzas, sin vacilaciones, sin grimas. Pero no es un político rígido ni inmóvil. Es, antes bien, un político ágil, flexible, dinámico, que revisa, corrige y rectifica sagaz y continuamente su obra. Que la adapta y la condiciona a la marcha de la historia”.(9) 

En su debate con Henry De Man, el social demócrata Belga autor de “Más allá del Marxismo” Mariátegui revalora el papel del líder ruso: “Lenin aparece, incontestablemente, en nuestra época como el restaurador más enérgico y fecundo del pensamiento marxista” (10) asegura en su réplica. Posteriormente, con motivo de la muerte de Lenin, el 26 de enero de 1924, Mariátegui publica una sentida nota en la revista “Variedades” y ese mismo día diserta sobre la personalidad del fundador del Estado Soviético y su obra en el local de los Motoristas y Conductores de Lima como parte de sus lecciones en las Universidades Populares González Prada. Finalmente, en marzo de 1925, en la revista “Claridad” recoge nuevamente sus ideas básicas en torno al líder bolchevique y asegura: 

“El proletariado revolucionario ha perdido al más grande de sus conductores y de sus líderes. Al que con mayor eficacia, con mayor acierto y con mayor capacidad ha servido la causa de los trabajadores, de los explotados, de los oprimidos. Ninguna vida ha sido tan fecunda para el proletariado revolucionario como la vida de Lenin. El líder ruso poseía una extraordinaria inteligencia, una extensa cultura, una voluntad poderosa y un espíritu abnegado y austero. A estas cualidades se unía una facultad asombrosa para percibir hondamente el curso de la historia y para adaptar a él la actividad revolucionaria. Esta facultad genial, esta aptitud singular, no abandonó nunca a Lenin”.(11) 

Mariátegui fue consciente que el socialismo no era el resultado de un acto, ni la consecuencia de un gesto revolucionario. Era la culminación de un proceso largo y difícil en el que se ponían a prueba las fuerzas más apreciables de una clase -el proletariado- en procura de forjar un nuevo porvenir. La lucha por el socialismo, insistía el Amauta ·”eleva a los obreros que con extrema energía y absoluta convicción toman parte en ella, a un ascetismo, al cual es totalmente ridículo echar en cara su credo materialista en el nombre de una moral de teorizantes y filósofos”. (12) 

Para el proletariado en lucha resulta decisiva -en efecto- la formación de una nueva moral -moral de productores, por cierto- radicalmente distinta y distante de la moral burguesa sustentada en la opresión social y el trabajo asalariado. Esa moral no habrá de surgir espontáneamente, sino formarse en la lucha de clases. “Para que el proletariado cumpla, en el progreso moral, con su misión histórica, es necesario que adquiera conciencia previa de su interés de clase” (13), sostiene con firmeza. Por eso, añade, “el trabajador indiferente a la lucha de clases, contento con su tenor de vida, satisfecho de su bienestar material, podrá llegar a una mediocre moral burguesa, pero no alcanzara jamás a elevarse a una ética socialista”. (14) 

Y esa ética, resulta esencial para que la clase obrera se halle en condiciones de impulsar un profundo proceso de cambios en la estructura de producción. Sobre todo en una sociedad en crisis profunda como la nuestra, cuando se han perdido las ideas y desaparecido del escenario político valores esenciales. 

Para Mariátegui, una enorme importancia tuvo la aplicación de los planes y programas de la Rusia Soviética en cada una de las áreas de la actividad humana. Era consciente que en allí se jugaba la suerte del proceso mundial y el destino mismo de los trabajadores, y sabía con certeza que la empresa de organizar el primer Gran Estado Socialista constituía un reto descomunal, que no podría lograrse “con el acuerdo de la unanimidad más uno, sin debates ni conflictos violentos” (15). 

Ellos resultaban inevitables en el marco concreto de la aguda confrontación entre dos sistemas sociales que chocaban a partir de concepciones opuestas en las más singulares materias . 

Por eso tiene una gran importancia reparar hoy en una de las más profundas reflexiones de Mariátegui en torno a la materia. El 23 de febrero de 1929, analizando el tema de Trotski y sus entonces ya rotas relaciones con el Partido Comunista Soviético, dijo lo siguiente: 

“La revolución rusa, como toda gran revolución histórica, avanza por una trocha difícil, que se va abriendo ella misma con su impulso, no conoce hasta ahora días fáciles ni ociosos. Es la obra de hombres heroicos y excepcionales, y, por este mismo hecho, no ha sido posible sino con una máxima y tremenda tensión creadora. El partido bolchevique, por tanto, no es ni puede ser una apacible y unánime academia. Lenin le impuso hasta poco antes de su muerte, su dirección genial; pero ni aún bajo la inmensa y única autoridad de este jefe extraordinario escasearon dentro del partido los debates violentos. Lenin ganó su autoridad con sus propias fuerzas; la mantuvo luego con la superioridad y clarividencia de su pensamiento. Sus puntos de vista prevalecían siempre por ser los que mejor correspondían a la realidad. Tenían, sin embargo, muchas veces que vencer la resistencia de sus propios tenientes de la vieja guardia bolchevique”. (16) 

Los contrastes sufridos por el naciente Estado Soviético en los primeros años de la Revolución, no amilanaron a Mariátegui, que nunca bajo la bandera de su admiración por la experiencia rusa. El Amauta no dudó del socialismo cuando los primeros grandes retos: la constitución del primer gobierno revolucionario ruso, las negociaciones de paz por separado con Alemania que dieran como resultado el Tratado de Brest, la liquidación de las fórmulas económicas del llamado “comunismo de guerra” y su cambio por la NEP, las desdichadas secuelas de la Guerra Civil y el ataque de 14 naciones contra el socialismo naciente, la concentración del Poder en las manos exclusivas de los bolcheviques, el surgimiento de contradicciones en el interior del estado Mayor de la política rusa. 

En todas esas circunstancias, en las que más de un intelectual vaciló, Mariátegui se mantuvo enhiesto. Allí donde otros tomaron distancia, asustados por la profundidad de los cambios o la radicalidad de las medidas adoptadas por los revolucionarios, o porque no quisieron malquistarse con sus burguesías locales con las que preferían convivir en paz; Mariátegui reafirmó siempre su concepción revolucionaria y su práctica internacionalista, puestas a prueba en cada circunstancia. Y es que era consciente de que “no se trataba, por el momento, de establecer el socialismo en el mundo, sino de realizarlo en una nación que, aunque es una nación de ciento treinta millones de habitantes que se desbordaban sobre dos continentes, no deja de constituir por eso, geográfica e históricamente, una unidad” (17). 

De ahí su identificación plena con el socialismo, sin reservas cobardes, su lucha inquebrantable en defensa de la URSS y de su política de paz, su interés definido por preservar la unidad de los revolucionarios en torno a los principios que encarnaba, con todas sus consecuencias, la Revolución de Octubre. No es casual, entonces, que hasta el fin de sus días Mariátegui haya tenido presente en su memoria y en su recuerdo, esa experiencia que no pudo conocer personalmente. Entre sus últimos escritos estuvieron, en efecto, dos notas de gran valor. La primera, publicada en “Mundial” el 1 de marzo de 1930, titulada Movilización antisoviética”, alude al recrudecimiento de la ofensiva reaccionaria de prensa contra la URSS bajo la batuta del Imperialismo: y la segunda, comentando críticamente tres libros de Panait Istrati contra la Unión Soviética, escritos bajo el influjo de gentes no identificadas, publicado en “Variedades” el 12 de marzo de 1930. 

Hay que recordar, en efecto, que Mariátegui cayo definitivamente enfermo ocho días más tarde, el 20 de marzo de ese año, y no volvió a levantarse, falleciendo el 16 de abril de ese año. 

AMERICA LATINA EN EL CENTENARIO DE OCTUBRE 

La prueba más evidente de la trascendencia histórica de la Revolución Socialista de Octubre, se tiene hoy en las luchas de los pueblos de América Latina. Si antes, el subcontinente era el depósito en el que se guardaban riquezas en provecho del Imperio; hoy es un claro campo de batalla en el que las fuerzas progresistas asestan golpes constantes al dominio del Gran Capital. 

La correlación de fuerzas en esta parte del mundo, comenzó a cambiar con la Revolución Cubana y con los entrañables lazos de amistad que unieron a Cuba con la Unión Soviética por largos años. Hoy, superando inenarrables dificultades, Cuba Socialista es el faro que alumbra el derrotero de los pueblos de América. Y su ejemplo se proyecta hacia toda la región, lo que asusta al Imperio y a sus acólitos. 

Procesos de innegable trascendencia, como la Revolución Bolivariana de Venezuela; la gesta Sandinista, en Nicaragua; los avances del Estado Plurinacional de Bolivia; las conquistas de la Revolución Ciudadana en Ecuador; el triunfo del Farabundo Martí en las últimas elecciones en El Salvador; y las victorias de pueblos valerosos como Uruguay y Chile derrotando al fascismo; son algunas de las expresiones más definidas del tiempo que vivimos. 

La reacción no puede presentar batalla abierta. Carece de legitimidad, y de una base social consistente que le permita actuar a rostro descubierto. Por eso se vale de procedimientos perversos para proteger los intereses del Imperio. Derrocó por la fuerza, y mediante un Golpe de Estado, al gobierno progresista de Honduras. Y derribo con procedimientos similares a las administraciones de Lugo, en Paraguay, y Dilma Rousseff, en Brasil. Ganó elecciones en Argentina solo porque pudo dividir a los sectores avanzados de la sociedad; y logro mantener posiciones en el Perú, no obstante haber sufrido significativas derrota en diversas consultas electorales. Y no pudo impedir que finalmente, coaliciones progresistas ganaran comicios en Uruguay y en Chile. En otras palabras, ya no es la Casa Blanca, ni el capital financiero, el que impone sus reglas de juego a los pueblos de América Latina. 

Y los avances de estos, han generado movimientos sociales de gran envergadura En el marco de ellos -y para otorgarles una cierta coherencia ideológica- se ha comenzado a hablar aquí del Socialismo del Siglo XXI. ¿Cómo será ese socialismo? Aun resulta prematuro caracterizarlo en toda su amplitud. Pero es claro que él se sustentará a partir de los dos pilares esenciales inherentes al socialismo: La propiedad social sobre los principales medios de producción; y un cambio de clases en la conducción del Estado. Los otros rasgos, sin duda, los subsidiarios, tendrán que ver con elementos de otro nivel: Las especificidades nacionales, la herencia histórica, el nivel cultural, el sentido de la lucha de clases y, sobre todo, la correlación de fuerzas que exista en cada uno de los procesos nacionales. 

Por lo pronto, hay que asegurar que cambie el escenario mundial. Que se acabe con el mundo “unipolar”, con el que soñaba Francis Fukuyama SI la división de las fuerzas avanzadas, ocurrida por la política china de los años 60 debilitó a los pueblos hasta hacerlos presa fácil de la voracidad imperial; hoy hay que sumar fuerzas para equilibrar el mundo asegurando que no caiga en manos de los perversos exponentes del Gran Capital. Rusia, China, La India, Irán, y los países de América Latina; tienen planteada allí una gran tarea.

Notas:
1) Carlos Marx. Carta a Kugelmann. 17 de abril de 1871. Carlos Marx y Federico Engels. Página 257. Edit. Cartago
2) A los ciudadanos de Rusia”. Obras Escogidas de Vladimir Ilich, Lenin Tomo II . Página 480
3) José Carlos Mariátegui. “25 años de sucesos extranjeros”. Historia de la crisis mundial. Tomo 8. Obras Completas. Edit. Minerva.
4) “El Optimismo histórico. José Carlos Mariategui y nuestro tiempo. Gustavo Espinoza M.
5) Revista Amauta. N. 17. Aniversario y Balance, Ideología y Política. Pag. 249. Tomo 13. Obras completas. José Carlos Mariátegui
7) José Carlos Mariátegui. Variedades. 22 de septiembre de 1923
8) José Carlos Mariàtegui. “Lenin”. Variedades. 22 de septiembre de 1923
9) José Carlos Mariàtegui. “Lenin”. Variedades. 22 de septiembre de 1923
10) José Carlos Mariátegui. “Lenin”. Variedades. 22 de septiembre de 1923
11) José Carlos Mariátegui. “Lenin”. Revista Claridad “. N. 5. Marzo 1924
12) José Carlos Mariátegui. “Defensa del Marxismo “. Pag. 60. Obras Completas. Tomo 5.
13) José Carlos Mariátegui. “Defensa del Marxismo” Pag, 60. Obras Completas. Tomo 5
14) José Carlos Mariátegui. “Defensa del Marxismo”. Pag 60. Obras completas. Tomo 5
15) José Carlos Mariátegui. “Trotsky y la Oposición Comunista”. 25 de febrero de 1928. Revistas “Variedades”
16) José Carlos Mariátegui. “Trotsky y la Oposición Comunista”. 25 de febrero de 1928. Revista “Variedades”
17) José Carlos Mariátegui. “Trotsky y la Oposición Comunista”. Revista “Variedades”. 25 de febrero de 1928


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