NAHUEL
Comentario al libro 'El alma
matinal y otras estaciones del hombre de hoy' del revolucionario pensador
marxista peruano José Carlos Mariátegui
Presentación
José Carlos Mariátegui no es un
autor del pasado. Es un revolucionario del porvenir. En El alma matinal y otras
estaciones del hombre de hoy, el pensador peruano escapa a la clausura de los
manuales y de biografías comunistas (excesivamente elogiosas) para hablarnos,
con una claridad intempestiva, desde los escombros de la civilización burguesa.
En un tiempo donde la democracia liberal se pudre entre tecnocracias vacías,
fascismos en ascenso y una izquierda domesticada al cálculo electoral, volver a
José Carlos Mariátegui no es un ejercicio de memoria: es un acto de
insubordinación intelectual. Este comentario propone una lectura radical y
actualizada de El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, no como
documento histórico, sino como arsenal teórico para los combates del presente.
Aquí se examinan las intuiciones
del pensador peruano sobre la farsa del parlamentarismo burgués, el fascismo
como forma orgánica de contrarrevolución, el mito como fuerza motriz de la
política revolucionaria y el internacionalismo como única salida frente a la
barbarie del capital global. Lejos de la museificación académica, se plantea a
un Mariátegui como un pensador vivo, urgente, dispuesto a incendiar nuestras
certezas con una sola pregunta: ¿estamos dispuestos a crear, como él exigía, un
"socialismo" con alma?
Este texto está dirigido a
militantes, estudiantes, teóricxs y soñadorxs que no se resignan a administrar
el desastre, y que aún creen --como Mariátegui-- que la revolución no es una
fórmula, sino una creación heroica.
1. La democracia burguesa como
mascarada del capital
Mariátegui parte de una intuición
decisiva: el liberalismo político no representa la culminación del ideal
democrático, sino su distorsión grotesca, su fosilización en formas huecas. La
democracia, en su acepción burguesa, ha sido despojada de su contenido popular
y convertida en una escenografía ritual donde se encubren las verdaderas
relaciones de poder. No es la plaza pública, el foro (ágora) donde el pueblo
delibera su destino, sino el teatro donde se consagra, una y otra vez, la
soberanía del capital.
En esta crítica, el régimen
parlamentario no aparece como un campo de juego abierto ni como un espacio
neutral de deliberación ciudadana. Muy por el contrario, Mariátegui nos muestra
que el parlamentarismo burgués es una superestructura funcional al dominio de
clase, una máquina institucional diseñada para garantizar la reproducción del
orden económico capitalista bajo el disfraz de representación. En este sentido,
la «democracia-forma», como él la denomina, es la farsa que sustituye a la
"democracia-idea": una pantomima regulada por el dinero, donde la
libertad es propiedad, la igualdad es mercancía y la participación se reduce al
voto cada cuatro años bajo tutela mediática y coerción estructural.
«La
democracia de los demócratas contemporáneos es la democracia capitalista. Es la
democracia-forma y no la democracia-idea».
Este desdoblamiento entre forma e
idea, entre apariencia e impulso histórico, es el núcleo del análisis
mariateguiano. Mientras la democracia como idea se nutre de una voluntad
colectiva de autogobierno, de justicia social y de dignidad humana, la
democracia capitalista no busca otra cosa que asegurar la continuidad del
dominio plutocrático bajo el barniz de la legalidad constitucional. No es,
pues, un modelo agotado por el uso, sino una forma deliberada de simulación
política: la máscara tras la cual se esconde la dictadura del dinero.
Pero esta ficción no es eterna.
Mariátegui, lector dialéctico de las contradicciones sociales, entiende que
cuando la lucha de clases se intensifica, cuando las masas ya no consienten en
su subordinación y los aparatos de hegemonía comienzan a hacer agua, la
burguesía abandona incluso esta fachada democrática. El Estado burgués, que
había intentado legitimarse mediante el consentimiento, muestra entonces su
rostro descarnado y recurre al terror organizado como forma de restauración del
orden.
En este tránsito, el fascismo no
surge como un accidente ni como un error del sistema. No es el "otro"
de la democracia, sino su reverso funcional en tiempos de crisis. Es la
continuidad del dominio burgués por otros medios. La forma liberal y la forma
autoritaria del Estado capitalista son, para Mariátegui, parte de una misma
arquitectura de poder, articuladas por la necesidad de asegurar la reproducción
del capital ante cualquier amenaza de emancipación.
El gesto es revelador: allí donde
el orden económico se tambalea, donde la conciencia proletaria se organiza, la
clase dominante no vacila en destruir su propio aparato representativo, en
suprimir libertades públicas y en movilizar a las fuerzas del odio y del
nacionalismo para defender sus privilegios. Lo que parecía civilización se
revela entonces como barbarie latente, lista para ser convocada por la desesperación
del capital. El parlamento se convierte en cuartel; el voto, en bayoneta; y la
ciudadanía, en sospecha.
Mariátegui anticipa, con
precisión casi profética, lo que Antonio Gramsci denominará más tarde
"cesarismo reaccionario": el momento en que la hegemonía burguesa, en
crisis, ya no puede sostenerse en el consenso y debe recurrir abiertamente a la
coerción. Pero el peruano va más allá. No se limita a señalar una estrategia de
dominación; advierte que esta deriva autoritaria no es una anomalía del
liberalismo, sino su resultado lógico en la medida en que el capital ya no
puede gobernar democráticamente sin poner en riesgo su existencia.
La conclusión es tan radical como
ineludible: la democracia burguesa no es el terreno desde el cual profundizar
la emancipación social, sino el cerrojo institucional que la impide. Su crisis
no es el colapso de un ideal común, sino la apertura de una posibilidad
histórica: la de reinventar la política desde abajo, desde los explotados,
desde una nueva forma de soberanía que no se subordine a la lógica del capital.
Mariátegui, desde esta trinchera
teórica, nos entrega una enseñanza vital para el presente: si la izquierda se
limita a disputar espacios dentro de la maquinaria liberal sin cuestionar su
fundamento económico-social, no hace más que prolongar la agonía de un mundo
moribundo. La verdadera tarea revolucionaria no es restaurar la democracia
burguesa, sino superarla; no es reparar el edificio en ruinas, sino encender la
llama que lo consuma.
2. Fascismo: modernidad
reaccionaria y gestión del miedo
Para José Carlos Mariátegui, el
fascismo no es una aberración del curso histórico ni un desvío accidental de la
racionalidad política. Tampoco es, como pretende el liberalismo, una simple
patología de la democracia. Muy por el contrario: es la respuesta lógica,
coherente y brutal del capital cuando la estabilidad de su dominio se ve
amenazada. El fascismo no nace de la nada, ni de la locura colectiva, ni de la
mala voluntad de algunos caudillos exaltados. Nace del miedo de la burguesía.
Nace de su pánico de clase ante la irrupción de los explotados en la escena de
la historia.
«La
burguesía, asustada por la violencia bolchevique, apeló a la violencia
fascista».
Con esta frase demoledora,
Mariátegui despoja al fascismo de sus ropajes nacionalistas, de su estética
imperial, de sus símbolos arcaicos y su retórica teatral. Lo muestra tal cual
es: una contrarrevolución organizada, financiada y legitimada por la clase
dominante cuando ya no puede sostener su hegemonía mediante el pacto
republicano. La violencia fascista no es una desviación de la democracia
capitalista, sino su continuidad bajo otras formas. Es la dictadura abierta de
la burguesía, su reacción instintiva cuando percibe que el terreno se inclina
en favor de la revolución.
A diferencia de las explicaciones
liberales, que interpretan el fascismo como una explosión irracional o como una
regresión primitiva, Mariátegui nos invita a leerlo como un fenómeno
modernísimo. No se trata de un retorno al pasado, sino de un proyecto político
deliberado que busca reconfigurar el orden capitalista bajo nuevas coordenadas
autoritarias. En este sentido, el fascismo no es un simple intento de
restauración tradicionalista; es una modernidad reaccionaria, una
racionalización totalitaria del poder económico, estatal y cultural, al
servicio de la perpetuación del capital.
Esta modernidad autoritaria se
expresa en su aparato simbólico, en su fetichismo por la técnica y la
disciplina, en su exaltación de la producción industrial subordinada al Estado
corporativo. Pero también --y fundamentalmente-- en su capacidad de absorber
los elementos de crisis y canalizarlos hacia un proyecto de reorganización
social basado en el miedo, la obediencia y el nacionalismo agresivo. El
fascismo no inventa las frustraciones del pueblo: las manipula, las redirige,
las subvierte. El odio de clase se desvía hacia el odio étnico; la miseria
estructural se oculta tras el enemigo externo; la solidaridad se reemplaza por
la lealtad vertical.
Mariátegui detecta con agudeza la
dimensión cultural de este proyecto. El fascismo italiano no solo reprime a los
sindicatos, encarcela a los comunistas y militariza a la juventud: también teje
una alianza estratégica con la Iglesia y con el imaginario nacionalista.
Restituye una mística imperial --romana y católica a la vez-- que busca dotar
de sentido trascendente a una sociedad desgarrada por el desarraigo moderno:
«El
fascismo se declara filo-católico. Mussolini mira en la Iglesia una fuerza de
difusión de la italianidad en el mundo».
En esta simbiosis entre el Estado
autoritario, la gran propiedad privada y la institución religiosa, Mariátegui
reconoce el rostro más siniestro de la contrarrevolución: su vocación
totalizante. El fascismo no busca únicamente suprimir derechos políticos; busca
colonizar la subjetividad, imponer una cultura de la obediencia, aniquilar la
imaginación emancipadora. Por eso apela a la tradición, al mito nacional, al
cuerpo del líder, a la familia, a la tierra y a Dios. Porque necesita
reconstruir el tejido simbólico que el capital ha roto, pero que ya no puede
suturar mediante la democracia liberal.
En este punto, la crítica
mariateguiana anticipa con claridad los mecanismos actuales de las nuevas
derechas autoritarias. La invocación a la patria, la criminalización del
disenso, la alianza con iglesias fundamentalistas, la glorificación del orden,
el odio al feminismo, la xenofobia y la exaltación del trabajo como
sacrificio... todo ello pertenece al mismo guion. El fascismo, en sus versiones
del siglo XXI, ha mutado en formas más sofisticadas, pero conserva su función
esencial: ser la barrera de contención ante el avance de las luchas sociales,
la alternativa represiva al agotamiento del modelo neoliberal.
Frente a este escenario,
Mariátegui no se limita a denunciar. Nos llama a comprender el carácter
estructural de la amenaza. Si el fascismo es el recurso extremo del capital en
crisis, entonces su derrota no será obra del republicanismo liberal ni de la
nostalgia por las viejas instituciones. Será el resultado de una confrontación
frontal entre dos proyectos históricos: el del capital autoritario y el de la
revolución socialista. En esa disputa, la lucha no es solo por las formas del
poder, sino por el sentido de la vida en común.
Porque, como él mismo intuye, el
fascismo triunfa cuando la esperanza revolucionaria se disuelve en la gestión
tecnocrática de la miseria. Y se derrota, no con discursos morales, sino con
organización popular, con mito combativo, con imaginación política y con fuerza
colectiva. El fascismo es la reacción del sistema cuando la revolución asoma. La
única respuesta es que esa revolución llegue y venza.
3. El mito revolucionario como
fuerza material
Hay en Mariátegui una herejía
luminosa que escandaliza a los dogmáticos de su tiempo y desconcierta a los
marxistas de manual: su reivindicación del mito revolucionario. En un siglo
atravesado por la fe ciega en la razón, por el cientificismo como religión del
capital y por la burocratización de las esperanzas populares, Mariátegui se
atreve a decir que la revolución no será obra de estadísticas ni de economías
planificadas, sino de pasiones colectivas, de símbolos ardientes, de creencias
insurgentes que hagan temblar los cimientos del orden burgués.
«La
emoción revolucionaria es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han
desplazado del cielo a la tierra».
Esta afirmación, lejos de ser un
desliz espiritualista, es una intuición materialista profunda: los pueblos no
se movilizan por fórmulas abstractas, sino por horizontes encarnados en
imágenes, relatos y convicciones. Cuando Mariátegui habla de mito no se refiere
a la fábula irracional, sino al impulso vital que anima la acción
transformadora; al relato común que permite a los oprimidos reconocerse como
protagonistas de la historia. Frente al racionalismo cínico de la burguesía
decadente, que todo lo mide y todo lo relativiza, el mito revolucionario
aparece como la afirmación de un sentido radical: la certeza de que otro mundo
no solo es necesario, sino posible.
El mito no es el opio de los
pueblos, sino su lenguaje insurreccional. En el pensamiento mariateguiano, herencia
de Sorel (1) y eco del romanticismo revolucionario, el mito no reemplaza a la
teoría, sino que la alimenta. No niega la lucha de clases, la organización ni
el análisis, pero sabe que sin un horizonte simbólico común, sin una épica de
liberación, la revolución se vuelve cálculo frío o mera administración.
Mariátegui denuncia así el vacío espiritual de la civilización burguesa, su
escepticismo impotente, su lógica del desencanto. Lo dice con lucidez
premonitoria:
«El
racionalismo no ha servido sino para desacreditar a la razón».
No se trata de volver a la
superstición, sino de restituir a la política su dimensión poética. El
socialismo no puede construirse solo con estructuras técnicas; necesita de un
alma, de una mística, de una emoción que lo arranque de la inercia. Porque la
clase trabajadora no es únicamente fuerza productiva: es también deseo,
imaginación, afecto colectivo. El mito revolucionario es ese fuego que
transforma la frustración en coraje, la derrota en esperanza, el presente
miserable en futuro palpable. No es una consigna, sino una forma de vivir y
morir por algo que aún no existe.
Por eso Mariátegui no quiere un
socialismo "calco y copia", sino creación heroica. La revolución no
será una traslación mecánica de modelos extranjeros, sino una expresión
particular, histórica y cultural de los pueblos en lucha. Y en ese proceso, el
mito cumple un papel esencial: tejer un relato común que ancle la lucha en lo
más profundo de la memoria y de la proyección, que una el pasado indígena, el
presente obrero y el porvenir comunista en una misma narrativa de redención. La
huelga, el pan, la tierra, la dignidad: todo eso necesita inscribirse en un
relato fundacional que le devuelva al pueblo no solo sus derechos, sino su
historia y su destino.
Frente a la crisis espiritual del
orden burgués --esa mezcla de cinismo, individualismo y vacío existencial-- el
mito revolucionario se erige como afirmación de sentido colectivo. En una época
donde la razón instrumental ha conducido a la humanidad al borde del colapso
ecológico y moral, Mariátegui nos recuerda que sin creencias combativas, sin
una estética de la insurrección, sin una ética del sacrificio y del amor, no
habrá revolución posible. El comunismo no será un algoritmo: será una pasión
compartida.
Así entendido, el mito no es
antítesis de la ciencia, sino su complemento histórico. La teoría puede
iluminar, pero solo el mito puede incendiar. Y solo un pueblo incendiado de
sentido puede romper las cadenas de un mundo que lo condena a la repetición
infinita de la miseria.
4. Internacionalismo o barbarie:
contra las patrias del capital
En Mariátegui, el
internacionalismo no es una consigna exterior al pensamiento revolucionario: es
su eje vertebral. En un continente fragmentado por fronteras impuestas, por repúblicas
oligárquicas nacidas del pacto entre la espada criolla y el capital extranjero,
el marxista peruano se atreve a pensar América Latina como totalidad histórica
y política. Pero no como un bloque geográfico, ni como un folclore continental,
sino como una unidad en la lucha contra el imperialismo, la explotación y la
miseria estructural. Su internacionalismo no es una utopía abstracta, sino una
estrategia concreta de liberación.
En un contexto de ascenso del
fascismo europeo y de consolidación del capitalismo transnacional, Mariátegui
desenmascara el nacionalismo burgués como una máscara más de la reacción. A
diferencia del nacionalismo insurgente de los pueblos colonizados, el
nacionalismo burgués opera como ideología de la defensa del capital en crisis,
como culto a una soberanía ficticia que sirve para preservar las relaciones
sociales de dominación. No defiende la patria como espacio de vida popular,
sino como propiedad de clase:
«La
reacción se llama, sucesiva o simultáneamente, chovinismo, fascismo,
imperialismo».
Estos tres aspectos mencionados
en la cita, aparentemente contradictorios, condensan la forma en que el capital
se protege cuando se siente amenazado: se envuelve en la bandera, en la cruz y
en la "luma". El nacionalismo, en su forma burguesa, no emancipa;
encadena. No construye pueblo; fabrica enemigos. No combate al imperialismo; lo
administra desde el sur. Y lo hace apelando a un discurso de unidad nacional
que silencia la lucha de clases y convierte a los trabajadores en carne de
cañón de proyectos autoritarios.
Mariátegui lo vio con claridad al
analizar el fascismo italiano, pero su intuición atraviesa los Andes y se
asienta en nuestra historia continental. ¿Acaso no es el mismo nacionalismo
conservador el que moviliza a las Fuerzas Armadas contra los pueblos mapuche en
Chile? ¿No es el que encarcela líderes campesinos en el Perú, criminaliza
piqueteros en Argentina, militariza favelas en Brasil y levanta muros en la
frontera con Centroamérica? Este nacionalismo no es el grito de los oprimidos:
es la retórica del patrón.
Por eso Mariátegui no plantea un
internacionalismo de cumbres diplomáticas, sino un internacionalismo obrero,
indígena y anticolonial. Un internacionalismo que se construye desde abajo, en
la solidaridad entre explotados, en la conciencia de que la patria verdadera
está en la clase, en los cuerpos que producen, en las comunidades que resisten,
en los pueblos que luchan. Un internacionalismo insurgente que no diluye las
identidades históricas, sino que las pone en común como fuerzas vivas de
transformación.
Este internacionalismo no excluye
lo particular; lo potencia. Frente al cosmopolitismo burgués --donde la
circulación del capital ignora toda frontera mientras las personas son cercadas
por muros y tratados--, Mariátegui propone una unidad de los pueblos que no se
subordine al mercado global ni al imperialismo cultural. Una unidad desde la
lucha, no desde la sumisión. Una América Latina forjada no en los despachos de
Washington ni en los ministerios de Exteriores, sino en las huelgas, en las
comunas, en los territorios recuperados, en las universidades en toma, en los
sindicatos insurgentes.
Esta visión prefigura las
discusiones contemporáneas sobre el carácter internacional del capitalismo
financiero, sobre el extractivismo como neocolonialismo del siglo XXI, y sobre
la necesidad de una articulación global de las luchas. Mientras la burguesía
globaliza la miseria, los pueblos deben globalizar la rebeldía. Y esa es la
apuesta de Mariátegui: construir un socialismo que no sea nacionalismo de
Estado, ni comunismo de salón, sino un internacionalismo encarnado en la
solidaridad activa, en la praxis común, en el combate compartido contra la
barbarie.
Porque si algo enseña la historia
del siglo XX --y también del XXI-- es que el capital, cuando ya no puede
gobernar con legitimidad, convoca al fascismo. Y que la única muralla contra
esa ofensiva no vendrá desde las instituciones capturadas, ni desde las
izquierdas domesticadas, sino desde la convergencia radical de las luchas en
todas partes. Esa es la alternativa que Mariátegui nos deja escrita con fuego:
Socialismo o barbarie.
Internacionalismo o muerte lenta. Rebelión o domesticación.
Conclusión: Mariátegui, o la
herejía necesaria
En tiempos de derrota, de gestión
progresista de la catástrofe, de socialismos de mercado y de izquierdas sedadas
por el parlamentarismo, la voz de José Carlos Mariátegui resuena como una
herejía necesaria. No porque esté anclado en el pasado, sino porque señala un
futuro que todavía no ha comenzado. Su pensamiento, como pocas veces en la
historia del marxismo latinoamericano, no es un dogma sino un incendio: no
cierra preguntas, las abre; no entrega fórmulas, ofrece herramientas; no llama
a administrar lo posible, sino a conquistar lo imposible.
El alma matinal y otras
estaciones del hombre de hoy no es un libro más. Es una cartografía de la
crisis del orden burgués escrita desde las ruinas de la razón liberal y con la
tinta roja de una esperanza insurrecta. En sus páginas se despliega una crítica
orgánica al Estado capitalista, no desde la nostalgia por el contrato social
perdido, sino desde la convicción de que su estructura es, desde el origen, una
máquina de dominación. Frente al agotamiento histórico del liberalismo,
Mariátegui no clama por su reforma: proclama su entierro.
Su lectura del fascismo, en tanto
respuesta coherente del capital en crisis, desenmascara las formas
contemporáneas de autoritarismo que se expanden hoy con nuevos rostros: el del
fundamentalismo financiero, el del nacionalismo extractivista, el de las
derechas piadosas que predican con la cruz y gobiernan con metralla. Contra
ellas, el llamado mariateguiano no es a resistir pasivamente, sino a encender
el mito revolucionario, esa chispa de sentido colectivo que puede convertir la
desesperación en organización, el sufrimiento en horizonte, la clase en sujeto
histórico.
Mariátegui no fue un espectador
de su tiempo. Fue un combatiente, un creador de pensamiento desde el sur del
sur, que comprendió que el socialismo no podía ser importado como mercancía
teórica, sino fundado como creación heroica. Que no bastaba con aprender de
Europa: había que superarla. Que no bastaba con citar a Marx: había que pensar
desde las venas abiertas de América Latina, desde sus pueblos originarios, sus
trabajadores explotados, sus mujeres sublevadas, sus juventudes rebeldes.
En un presente donde la crisis ya
no es coyuntura, sino condición estructural del capitalismo, el desafío no es preservar
la democracia liberal, sino destruir el mundo que produce su decadencia: un
mundo de cuerpos descartables, de naturaleza saqueada, de vidas endeudadas y de
futuros privatizados. Mariátegui lo supo entonces. Hoy, nos toca a nosotros
levantar esa bandera sin nostalgia ni folclorismo, sino con la conciencia de
que no hay futuro posible sin ruptura radical.
Su pensamiento nos invita a ser
intransigentes con la miseria, irreconciliables con la injusticia, impacientes
con la resignación. Nos exige abandonar el cinismo y recuperar la fe --no en el
sentido religioso tradicional, sino en la creencia activa y militante en que
otro mundo es posible y necesario. No como esperanza pasiva, sino como tarea
urgente.
Porque en esta encrucijada
civilizatoria, donde los heraldos del orden nos prometen paz a cambio de
obediencia, futuro a cambio de olvido, y seguridad a cambio de cadenas,
Mariátegui nos recuerda que la historia no está escrita. Que su curso puede
romperse. Y que la revolución no es una metáfora, sino una realidad latente.
Hoy más que nunca, frente al
retorno de las viejas pesadillas con nuevos disfraces, el alma matinal que
Mariátegui anunciaba no es un fenómeno literario, sino una necesidad política.
Una nueva aurora que solo nacerá del choque, de la creación, de la lucha. Y en
esa aurora por venir, su palabra será semilla, será trinchera, será relámpago.
José Carlos Mariátegui no es
pasado. Es urgencia. Es porvenir. Es combate.
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Nota: (1) George Sorel:
influyente teórico social y político francés del siglo XX, conocido por sus
ideas sobre el sindicalismo revolucionario y la violencia como motor del cambio
social. Creía en el poder movilizador del mito y la violencia en la
transformación social.
www.escuelapopularpermanente.cl
Fuente: https://www.lahaine.org/mundo.php/el-alma-y-la-trinchera
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