viernes, 21 de diciembre de 2018

A PROPÓSITO DEL BICENTENARIO



20/12/2018

En el tema del Bicentenario de la Independencia Nacional, han salido a luz dos concepciones en alguna medida contrapuestas. La primera –que podríamos denominar, la opción oficial-, llama a celebrar los acontecimientos por todo lo alto, asegurando que, a partir de 1821 se consolidó la Independencia Nacional y se fundó una República en la que un Estado Soberano y Democrático surgió en el contexto continental portando ideas renovadoras, que hoy mantienen plena vigencia. En ese cuadro, los peruanos somos libres; y nuestra Patria, pese a todos contratiempos, constituye un ejemplo de ponderación, desarrollo y progreso.

La otra versión busca interpretar el sentimiento de las poblaciones originarias y nativas. Para ella -dicen quienes sustente la idea- la Independencia no existe. El arribo de los españoles a nuestras tierras, no fue un descubrimiento, sino un proceso de conquista, en el marco del genocidio más aberrante que costó la vida a millones de pobladores. No vivimos entonces, a partir de 1821, libres después de 300 años de oprobio colonial; sino más bien, desde 1529 hasta hoy, sufrimos más de 500 años de una dominación blanca, criolla o extranjera, que saqueó al país, y lo continúa haciendo. Nada, entonces, tenemos que celebrar.

Bien vale la penar terciar en este debate, procurando poner coda cosa en su lugar. Pienso sinceramente, y sin plantear concesiones de ninguna índole, que hay base para las dos opciones.

La irrupción de los libertadores en los primeros veinte años del siglo XIX no fue un hecho casual. Tampoco se podría decir, que carece de importancia, o que no tuvo valor alguno. San Martín, Bolívar, y los hombres que los acompañaron no jugaron un rol de marionetas en el contexto del derrumbe del poder colonial en América. Fueron los protagonistas de un hecho político de innegable valor, que no podrá ser negado, desconocido, ni olvidado.

Las expediciones que llegaron al Perú desde el sur y desde el norte, fueron operaciones militares de extraordinaria importancia, que merecen ser recordadas y celebradas siempre por nuestros pueblos. Las victorias de Cancha Rayada, Maipú y Chacabuco, al igual que Boyacá, Cundinamarca, Carabobo y Pichincha primero y Junín y Ayacucho, más tarde; no pueden ser consideradas un fraude, ni un engaño. Ni pueden ser olvidadas. Forman parte de la historia, y simbolizan el coraje, el heroísmo, y la capacidad de combate de quienes apostaron por forjar un continente realmente libre.

Esas luchas, sin embargo, no fueron ajenas a episodios anteriores, ni dejaron representar los mismos ideales que impulsaron otras acciones quizá menos conocidas, pero igualmente heroicas.

La insurrección de Manco II en el Valle del Cusco fue el inicio de un periodo de lucha que se extendió durante 40 años y que culminó con la derrota de los Incas Rebeldes y con la muerte de Túpac Amaru I en 1570 Inmediatamente después se registraría la sublevación de “Los Marañones”, en la región amazónica, en 1580, Más tarde, entre 1742 y 1756, la rebelión de Juan Santos Atahualpa, que tuvo como escenario principal la sierra central del Perú, desde los valles del Cusco hasta los contrafuertes andinos entre los ríos Vilcanota y Apurímac. Y hubo otra, en Huarochirí, en las cercanías de la capital del Virreinato.

Después, en 1780 -nueve años antes de la Revolución Francesa- tendría lugar la insurrección de José Gabriel Túpac Amaru II, que puso en jaque a la Corona Español, y que fuera secundada vigorosamente por Túpac Katari en Bolivia, y amplios sectores de la población, particularmente quechua y aymara. Esa lucha, que bien pudo haber culminado con éxito, fue decisiva para la afirmación de la conciencia americana. Demostró que era posible levantar una bandera libertadora, y mantener en alto una lucha capaz de aglutinar a muchos segmentos de la sociedad de entonces, uniendo pueblos en torno a una tarea definida: acabar con el colonialismo en América.

Nunca deberá olvidarse el heroísmo inigualable de los hombres y mujeres que participaron en esa contienda, ni del sacrificio de sus vidas, que incluyó a niños. Tampoco, de la crueldad vesánica de las autoridades de entonces, que se ensañaron con pobladores y combatientes de la manera más salvaje y despiadada.

También en el siglo XIX arreció en nuestro suelo la acción emancipadora. 1805 marcó el sacrificio, en el Cusco, de dos valerosos patriotas, Aguilar y Ubalde, que se alzaron contra el poder español; y en 1809 y 1810 ocurrieron las acciones de Pardo, Anchorís y Saravia en las proximidades de Lima. El Perú, en condiciones muy difíciles, siguió el ejemplo de las Juntas de Quito y Chuquisaca, expresiones ambas de un pensamiento propio

En ese mismo periodo, la insurrección -en 1811- de Francisco de Zela, en Tacna, y la sublevación de Juan José Crespo y Castillo, en 1812 en Huánuco, marcaron episodios singulares en la confrontación de entonces, y abrieron cauce a una acción de mayor envergadura: la rebelión de Mateo Pumacahua y los Hermanos Angulo, en 1814, que remeciera gran parte del sur andino, y que pusiera en ascuas el dominio español, jaqueado ya luego de las Cortes de Cádiz, en 1812, que debilitaron el Absolutismo en la Península Ibérica.

Sólo después de cruentos enfrentamientos, los insurgentes fueron derrotados y diezmados. Crudo ejemplo de ello fue el fusilamiento de una de las figuras más descollantes de la lucha independentista en el Perú, el poeta Mariano Melgar, inmolado a los 25 años de edad en Humachiri, en marzo de 1815. Aún se recuerda que, cuando los oficiales realistas intimaron a este valeroso juglar arequipeño a fin que “pidiera clemencia al Monarca español para salvar su vida”; él, respondió enérgicamente: “serán ustedes, los que tendrán después que pedir clemencia, para salvar sus vidas”

Fue sin duda el genio militar de los libertadores, unido al valor de los soldados conscientes de su deber histórico, y a justa causa que enarbolaban los pendones patrióticos; lo que hizo que, finalmente, en las Pampa de la Quinua, culminara exitosamente la gesta libertaria.

Pocos días antes de la epopeya de Ayacucho, y desde su Cuartel General instalado en Magdalena Vieja, Bolívar suscribió un llamamiento dirigido a los gobiernos de Colombia, México, Río de la Plata, Chile y Guatemala, instándolos a reunirse en lo que se llamaría en la historia El Congreso Anfitriónico de Panamá; a fin de forjar allí una unidad “que sea el escudo de nuestro nuevo destino”. Así, la gesta tuvo un contenido netamente internacionalista.

Es bueno subrayar que el ciclo que se inició en esa etapa de la historia, está vigente, y se proyecta hacia cada uno de los países de América. Hoy, se afirma en las jornadas victoriosas que se libran contra el nuevo opresor: el Imperialismo Norteamericano. En cada rincón de América asoman retos cotidianos a los que es posible hacer frente a partir de la más amplia unidad de los pueblos. No hay que olvidar, entonces, lo que dijera Bolívar en 1812: “Nuestra división, y no las armas españolas; nos tornó a la esclavitud”.

Como en el viejo poema de los niños uruguayos de la escuela de Jesualdo, en esta tarea “cada cual con su fe”; pero todos, unidos en el mismo propósito: afirmar la independencia y la soberanía de nuestros Estados para construir sociedades compatibles con la dignidad y la justicia.

Pienso entonces que esa gesta, estas batallas empapadas en heroísmo, esos inenarrables momentos de la historia, esos actos de innegable valor; son los que le dan contenido al Bi Centenario. No celebramos entonces porque ya somos libres, ni porque nuestros países son hoy autónomos y soberanos, democráticos y representativos. Celebramos, porque evocamos las epopeyas del pasado y el heroísmo supremo de quienes cayeron; y que son las que nutren nuestro presente, y avivan la luz de nuestro porvenir.

Debemos, en ese espíritu, celebrar lo más dignamente posible el bicentenario de 1821 y 1824 y servirnos de él siempre, como aliento para nuevas batallas.



Gustavo Espinoza M.
Integrante del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera




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