miércoles, 23 de octubre de 2024

EL ESPÍRITU DE LA COMUNA DE PARÍS SIGUE VIVO

 

Kristin Ross

Traducción: Florencia Oroz

Pensadores como Karl Marx y Peter Kropotkin identificaron la comuna como el marco político para una sociedad transformada y radicalmente democrática. Hoy podemos encontrar ejemplos de ello en varias luchas sociales y ambientales alrededor del mundo.

El artículo que sigue es un fragmento de The Commune Form: The Transformation of Everyday Life, de Kristin Ross (Verso, 2024).


Cuando Karl Marx, desde su privilegiado punto de vista en Londres, leyó los informes de lo que estaba ocurriendo en las calles de París en la primavera de 1871, por primera vez en su vida empezó a vislumbrar cómo es la gente trabajadora cuando se comporta como dueña de su vida y no como esclava asalariada. En La guerra civil en Francia, Marx señala debidamente los logros legislativos de los comuneros.

Pero fue la forma que estaban tomando sus vidas, el arte y la gestión de la vida cotidiana, lo que atrajo su atención y lo que cambiaría el camino de su propia investigación y escritura en la última década de su vida.

Los temas que Marx abordó en los últimos años, los materiales que seleccionó y los paisajes intelectuales, políticos y geográficos más amplios que trazó para sí mismo sufrieron alteraciones sustanciales debido a su encuentro con la forma comunal. Los ideales comuneros de 1871, por elevados que fueran, no le preocupaban. Más bien, lo que contaba eran las prácticas comuneras, la propia «existencia real de trabajo» de la Comuna, como él decía.

La forma de la Comuna

La curiosidad y el asombro de Marx se reservaban para el descubrimiento y la puesta en práctica por la gente corriente, «por fin», de una forma: «La forma política bajo la cual llevar a cabo la emancipación económica del trabajo». La emancipación económica del trabajo, resulta, no era una meta a la que aspirar o una recompensa por buen comportamiento. La emancipación económica del trabajo no era un objetivo al que se aspirara o una recompensa por el buen comportamiento, sino la forma viva y palpitante de las personas que llevaban una vida sin guiones basada en la cooperación y la asociación, en su «colaboración apasionada» (la frase es de Charles Fourier).

Los trabajadores querían organizar su propia vida social según principios de asociación y cooperación. Dieron a este deseo el nombre de «comuna», haciéndose eco de la consigna que había empezado a resonar en las reuniones y clubes obreros de toda la ciudad a finales del Segundo Imperio. La Comuna de París fue una intervención pragmática en el aquí y ahora.

La forma comuna trata, ante todo, de que la gente viva de otra manera y cambie sus circunstancias trabajando dentro de las condiciones disponibles en el presente. En este sentido, la forma como forma era indistinguible de las personas concretas que estaban cambiando sus vidas, viviendo de forma diferente, en ese momento y en el espacio —los distritos— en el que lo estaban haciendo.

En otra de sus bien citadas formulaciones, Marx escribe que los comuneros «destrozaron el Estado». Sin embargo, en mi opinión, en las actividades cotidianas de los comuneros había menos destrucción que una especie de desmantelamiento paso a paso. El desmantelamiento de un gran número de jerarquías y funciones estatales estaba en marcha, y la más importante era la que hace de la política una actividad especializada y reservada a unos pocos que operan a puertas cerradas.

Descubrimiento y redescubrimiento

Donde Marx vio en la Comuna de París de 1871 el descubrimiento trascendental de una forma, Peter Kropotkin, al parecer, vio más bien el redescubrimiento de la forma. Así, una de las reflexiones más interesantes de Kropotkin sobre la forma comunal no aparece en sus escritos sobre la insurrección de 1871 sino, más bien, en el curso de su larga historia de otra insurrección francesa (la «gran» revolución, como la llamó en el título de su libro La Gran Revolución Francesa 1789-1793).

El alma de la Revolución Francesa de 1789, su impulso decisivo, escribe, consistió en los sesenta y tantos distritos surgidos directamente de los movimientos populares y que no se separaron del pueblo, los distritos que hicieron de la ciudad de París una vasta Comuna insurreccional: «Lo nuevo que introdujo [el pueblo francés] en la vida de Francia fue la Comuna popular. La centralización gubernamental vino después, pero la Revolución empezó creando la Comuna».

De igual importancia que los distritos de la capital, aclara Kropotkin, eran las comunas campesinas del campo. Las sucesivas insurrecciones campesinas desempeñaron un papel generalmente subestimado pero decisivo en la radicalización del proceso revolucionario entre 1789 y 1794. Fueron estas últimas fuerzas del campo las que exigieron la abolición de los derechos feudales y la devolución de las tierras que los señores y el clero habían arrebatado a los pueblos a partir del siglo XVII. Al fin y al cabo, como nos recuerda Kropotkin, el principal instrumento de explotación del trabajo humano en aquella época no era la fábrica, que apenas existía, sino la tierra.

Fue a la posesión de la tierra en común hacia donde se orientó el pensamiento revolucionario del siglo XVIII (lo mismo, añadiría, podría decirse de nuestra propia época). El levantamiento de las comunas aldeanas en el campo, escribe, «es la esencia misma, el fundamento de la gran Revolución». Al mismo tiempo, París «prefirió organizarse en una gran comuna insurgente, y esta comuna, como una comuna medieval, tomó todas las medidas necesarias de defensa contra el Rey».

Fue París como Comuna la que derrocó al rey, la que se convirtió en el arma de los sans-culottes contra la realeza y los conspiradores, y la que emprendió la nivelación de las fortunas. Los distritos parisinos iban a llevar la iniciativa revolucionaria durante casi dos años. Los distritos no solo fueron «el verdadero centro y el verdadero poder de la Revolución», sino que su muerte significó el fin de la propia revolución, al empezar a solidificarse un gobierno centralizado.

Democracia directa

Tanto para Marx como para Kropotkin, la revolución es indistinguible de la democracia directa de la forma comunal, y esa democracia es un levantamiento por encima de las formas políticas vigentes. Esto es lo que Marx quiso decir cuando se refirió a la Comuna de París como «una forma política completamente expansiva». La forma comuna, tanto para Marx como para Kropotkin, es a la vez el contexto y el contenido de la revolución, o, en palabras de este último, «el escenario necesario para la revolución y los medios para llevarla a cabo».

El nombre «Comuna», como tal, representa y engloba lo que Kropotkin (y la mayoría de los historiadores) entienden como la fuerza más radicalmente democrática de la Revolución Francesa. Pero Kropotkin dice algo más que eso. La revolución, en su opinión, no es más que el conflicto entre el Estado, por un lado, y las comunas, por otro. La contradicción no es entre el Estado y la anarquía, sino entre el Estado y otra organización de la vida política, un tipo alternativo de inteligencia política, un tipo diferente de comunidad. En la medida en que el Estado retrocede, florecen las comunas y su modo de vida.

Si el papel del Estado es, de hecho, gestionar todos los aspectos de las sociedades mientras las domina y las perpetúa, entonces quizá sería mejor que no viéramos la forma de Estado como algo final, algo logrado. Tal vez sea mejor que la veamos como una tendencia, una orientación. Lo mismo vale para la forma comuna.

Las observaciones hechas por Marx y Kropotkin sobre la forma comuna en la historia revolucionaria francesa pueden ayudarnos a aislar algunos hilos o componentes recurrentes y reconocibles de la forma política en cuestión. El espacio-tiempo de la forma comuna está anclado en el arte y la organización de la vida cotidiana y en una responsabilidad colectiva e individual asumida respecto a los medios de subsistencia.

Por lo tanto, implica necesariamente una intervención muy pragmática en el aquí y ahora y un compromiso de trabajar con los ingredientes del momento presente. Presupone un entorno local, vecinal o circunscrito. Las distintas dimensiones espaciales y la temporalidad de la forma comunal se desarrollan junto a —o en el contexto de— un Estado distante, desmantelado o en proceso de desmantelamiento, o un Estado cuyos servicios han sido dejados de prestar por un grupo de personas que han asumido por sí mismas la gestión de sus propios asuntos.

Definir las luchas

Mi objetivo en estas breves reflexiones no es ofrecer una definición de una forma que, por su contingencia, su falta de abstracción y su naturaleza continua e inacabada, difícilmente podría prestarse a tal tarea. La forma comuna, como forma, no se presta a una definición estática, inalterable en el tiempo; no se desarrolla de la misma manera en todas partes del mundo.

De hecho, es inseparable de sus diversas instancias históricas, de lo que Marx podría haber llamado sus diversas «existencias de trabajo», cada una de las cuales se compromete con las condiciones particulares del presente, en una situación particular. Y es a la historia a la que debemos mirar, a la historia de las luchas materiales reales, para encontrar esos momentos de creaciones alternativas y recrear, lo mejor que podamos, con iniciativas y experimentos relacionados en nuestro propio tiempo, no solo sus propias «existencias operativas» particulares, sino los complejos ecos que encierran.

Se trata de experimentos locales que se niegan a ser definidos por un chovinismo localista. Solo recreando situaciones pasadas —re-situando lo que de hecho son batallas específicas del lugar— podemos empezar a percibir su relación con otras experiencias en otros lugares del tiempo y de la geografía.

En los últimos años, dinámicas luchas territoriales como la ZAD (que significa «Zona a Defender») cerca del pueblo rural de Notre-Dame-des-Landes en el oeste de Francia, o las ocupaciones de oleoductos en Norteamérica, han revivido aspectos de la forma comunal y la han hecho suya. Movimientos como la defensa del bosque de Weelaunee en Atlanta (Stop Cop City) están creando poderosas intervenciones en la destrucción cada vez más acelerada del entorno vivido que se está produciendo en todas partes a nuestro alrededor.

La existencia de estos movimientos hoy en día, el mero hecho de que existan, también ha tenido un efecto secundario que, en mi opinión, no es menos dramático: alteran lo que es perceptible del pasado reciente, especialmente de los años sesenta y setenta. Las preocupaciones ecológicas de hoy despiertan nuevos ecos de ese pasado que, a su vez, alteran nuestra comprensión de lo que ahora importa.

Las luchas contemporáneas por la tierra nos ayudan a redefinir las principales líneas de conflicto de la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días. Cambian nuestra comprensión de lo que era central entonces y lo que importa (o resulta útil) ahora. Las largas batallas libradas en los años setenta por los agricultores y sus aliados en el sur de Francia y en las afueras de Tokio para impedir la confiscación de sus tierras para el desarrollo de infraestructuras o el ejército se hacen visibles como lo que ahora podemos ver que son: las luchas definitorias de la época.

A la luz de los movimientos contemporáneos, el panorama teórico reciente también se ve reconfigurado. El marxismo antiproductivista de la década de 1970 de un pensador como Henri Lefebvre, ampliamente ignorado en su momento en Francia (aunque no en América), adquiere una nueva resonancia, en gran parte debido a su preocupación por la cuestión de la forma comunal de la vida cotidiana: sus descontentos y sus alternativas. Sus textos y los de otros autores de la década de 1970 están ahora a nuestra disposición para que los utilicemos en nuestros esfuerzos por superar la lógica capitalista en el aquí y ahora mediante la reconquista del tiempo y el espacio vividos.

Fuente: https://jacobinlat.com/2024/10/el-espiritu-de-la-comuna-de-paris-sigue-vivo/

 

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