miércoles, 25 de octubre de 2017

EN EL CENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN RUSA HAY QUE RECORDAR EL HEROISMO DEL PUEBLO RUSO Y EL DESTACADO ROL DE LENIN.






José Carlos Mariátegui publico muchos  ensayos sobre la revolución rusa y sus líderes. En el Centenario de la gesta bolchevique cobra suma importancia aquellos que destacan el rol de Lenin en la revolución rusa. Reproducimos uno en especial, poco conocido. Pese a que vio la luz hace 94 años. Parece como si José Carlos Mariátegui estuviera describiendo la actual crisis del capitalismo y del parlamento burgués.

A la letra dice: “esta resistencia al parlamento no es originalmente bolchevique. Desde hace varios años se constata la crisis de la democracia y la crisis del parlamento. Y se sugiere la creación de un tipo de parlamento profesional o sindical basado en la representación de los intereses más que en la representación de los electores.”

Invitamos a nuestros lectores a engancharse en la lectura de este importante ensayo del maestro Mariátegui.

Tacna, 25 de Octubre 2017

Edgar Bolaños Marín

LENIN

José Carlos Mariátegui
Publicado en Variedades, septiembre 1923
Reproducido en el Libro Defensa del Marxismo, La emoción de nuestro tiempo y otros temas, por Ediciones Nacionales y Extranjeras (ENE), en 1934 con un prólogo de Waldo Frank. Una rara joya bibliográfica  que no indica lugar de impresión.

La figura de Lenin está nimbada de leyenda, de mito y de fábula. Se mueve sobre un escenario lejano que, como todos los escenarios rusos, es un poco fantástico y un poco aladinesco. Posee las sugestiones y atributos misteriosos de los hombres y las cosas eslavas. Los otros personajes contemporáneos viven en roce cotidiano, en contacto inmediato con el público occidental. Lloyd George, Poincaré, Mussolini, nos son familiares. Su cara nos sonríe consuetudinariamente desde las carátulas de las revistas. Estamos abundantemente informados de su pensamiento, su horario, su menú, su palabra, su intimidad. Y se nos muestran siempre dentro de un marco europeo: un hotel, una villa, un automóvil, un pulman, un boulevard. Lenin, en cambio, está lejos del mundo occidental, en una ciudad mitad asiática y mitad europea. Su figura tiene como retablo el Kremlin, y como telón de fondo el Oriente. Nicolás Lenin no es siquiera un nombre, sino un seudónimo. El leader bolchevique se llama Vladimir Illich Ulianov, como podría llamarse un protagonista de Gorki, de Andrejew o de Korolenki. Hasta físicamente es un hombre un poco exótico: un tipo mongólico de siberiano o de tártaro. Y como la música de Balakirew o de Rimsky Korsakow, Lenin nos parece más oriental que occidental, más asiático que europeo. (Rusia irradia simultáneamente en el mundo su bolchevismo, su arte, su teatro y su literatura. Sincrónicamente se derraman, se difunden y se aclimatan en las ciudades europeas los dramas de Checow, las estatuas de Archipenko y las teorías de la Tercera Internacional. Agentes viajeros del alma rusa, Stravinsky seduce a París, Chaliapine conquista Berlín, Tchicherine agita a Lausanne).

Lenin ejerce una fascinación rara en los pueblos más lontanos y abstrusos. Moscú atrae peregrinos de Persia, de la China, de la India. Moscú es actualmente una feria de abigarrados trajes indígenas y de lenguas esotéricas. La celebridad de Oswald Spengler, de Charles Maurras o del general Primo de Rivera no es sino una celebridad occiden­tal. La celebridad de Lenin, en tanto, es una celebridad unánimemente mundial. El nombre de Lenin ha penetrado en tierra afgana, siria, árabe. Y ha adquirido timbres mito­lógicos.

Quienes han asistido a asambleas, mítines, comicios, en los cuales ha hablado Lenin, cuentan la religiosidad, el fervor, la pasión que suscita el leader ruso. Cuando Lenin se alza para hablar, se suceden ovaciones febriles, espasmódicas, frenéticas. Las gentes vitorean, gritan, sollozan.

Pero Lenin no es un tipo místico, un tipo sacerdotal, ni un tipo hierático. Es un hombre terso, sencillo, crista­lino, actual, moderno. W. T. Goode, en el “Manchester Guardian'”, lo ha retratado así: “Lenin es un hombre de estatura media, de cincuenta años en apariencia, bien pro­porcionado. A la primera mirada, los lineamientos recuer­dan un poco al tipo chino; y los cabellos y la barba en pun­ta tienen un tinte rojizo oscuro. La cabeza bien poblada de cabellos y la frente espaciosa y bien modelada. Los ojos y la expresión son netamente simpáticos. Habla con clari­dad y con voz bien modulada: en todo nuestro coloquio no ha tenido nunca un momento de agitación. La única neta impresión que me ha dejado es la de una inteligencia clara y fría. La de un hombre plenamente dueño de sí mismo y de su argumentación, que se expresa con una lucidez extra­ordinariamente sugestiva.” Arthur Ransome, también en el “Manchester Guardian”, ha dado estos datos físicos y psicológicos del caudillo bolchevique: “Lenin me pareció un hombre feliz. Volviendo del Kremlin a mi alojamiento, me preguntaba yo qué hombre de su calibre tiene un tem­peramento alegre como el suyo. No encontré ninguno. Aquel hombre calvo, arrugado, que voltea su silla de aquí allá, riendo ora de una cosa, ora  de otra, pronto en todo momento a dar un consejo serio a quien lo interrumpa para pedírselo —consejo bien razonado que resulta más imperioso que cualquier orden— respira alegría; cada arruga suya ha sido trazada por la risa, no por la preocupación.”

Este retrato de un periodista británico, circunspecto y anastigmático como un objetivo Zeiss, nos ofrece un Lenin sana y contagiosamente jocundo y plácido, muy disímil del Lenin hosco, feroz y ceñudo de tantas fotografías. Lenin es, pues, un individuo normal, equilibrado, expansivo. Es, además, un hombre bien abastecido de experiencia y saturado de modernidad. Su cultura es occidental; su inteligencia es europea. Lenin ha residido en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Alemania, en Suiza. Su orientación no es empírica ni uto­pista, sino materialista y científica. Lenin cree, que la cien­cia resolverá los problemas técnicos de la organización so­cialista. Proyecta la electrificación de Rusia. Bertrand Russell, que califica de ideológico este plan, juzga a Lenin un hombre genial.

La vida de Lenin ha sido la de un agitador. Lenin na­ció socialista. Nació revolucionario. Proveniente de una familia burguesa, Lenin se entregó, sin embargo, desde su juventud, al socialismo y a la revolución. Lenin es un antiguo leader, no sólo del socialismo ruso, sino del socialismo internacional. La Segunda Internacional, en el con­greso de Stuttgart de 1907, votó esta moción suya y de Rosa Luxemburgo: “En el caso de que estalle una guerra europea, los socialistas están obligados a trabajar por su rápido fin y a utilizar la crisis económica y política que la guerra provoque para sacudir al pueblo y acelerar la caída del régimen capitalista.” Esta declaración contenía el ger­men de la revolución rusa y de la Tercera Internacional. Fiel a ella, Lenin explotó las consecuencias de la guerra para conducir a Rusia, a la revolución. Timoneada por Le­nin, la revolución rusa arribará en noviembre a su sexto aniversario. La táctica diestra y cauta de Lenin ha evitado los arrecifes, las minas y los temporales de la travesía. Lenin es un revolucionario sin desconfianza, sin vacilaciones, sin grimas. Pero no es un político rígido ni inmóvil. Es, antes bien, un político ágil, flexible, dinámico, que revi­sa, corrige y rectifica sagaz y continuamente su obra. Que la adapta y la condiciona a la marcha de la historia. La necesidad de defender la revolución lo ha obligado a algu­nas transacciones, a algunos compromisos. Sobre él pesa la responsabilidad de un generalísimo de millones de solda­dos que, mediante retiradas, fintas y maniobras oportunas, debe preservar a su ejército de una acción imprudente. La historia rusa de estos seis años es un testimonio de su ca­pacidad de estratega y de conductor de muchedumbres y de pueblos. Lenin no es un ideólogo, sino un realizador. El ideólogo, el creador de una doctrina carece, generalmen­te de sagacidad, de perspicacia y de elasticidad para realizarla. Toda doctrina tiene, por eso, sus teóricos y sus políticos. Lenin es un político; no es un teórico. Su obra de pensador es una obra polémica. Lenin ha escrito muchos libros y, con frecuencia, interrumpe fugazmente su actividad de presidente del soviet de comisarios del pueblo, para reaparecer en su tribuna de periodista en “Pravda” o “Izvestia.” Pero el libro, el discurso, el artículo no son para él sino instrumentos de propaganda, de ofensiva, de lucha. Su temperamento polémico es característica y típicamente ruso. Lenin es agresivo, áspero, rudo, tundente, desprovisto de cortesía y de eufemismo. Su dialéctica es una dia­léctica de combate, sin elegancia, sin retórica, sin ornamento. No es la dialéctica universitaria de un catedrático, sino la dialéctica desnuda de un político revolucionario. Lenin ha sostenido un duelo resonante con los teóricos de la Segunda Internacional: Kautsky, Bauer, Turatti. La ar­gumentación de éstos ha sido más erudita, más literaria, más elocuente. Pero la disertación de Lenin ha sido más original, más guerrera, más penetrante.

Lenin es el caudillo de la Tercera Internacional. El socialismo, como se sabe, está dividido en dos grupos: Ter­cera Internacional y Segunda Internacional. Internacional bolchevique y revolucionaria e internacional menchevique y reformista. La doctrina de una y otra rama es el mar­xismo. Su divergencia, su disentimiento, no son, pues, de orden programático, sino de orden táctico. Algunos atribuyen al bolchevismo una idea mesiánica, milagrista, taumatúrgica de la revolución. Creen que el bolchevismo aspira una transformación instantánea, violenta, súbita del orden social. Pero bolchevismo y menchevismo son gradualistas. Sólo que el bolchevismo es gradualista revolucionariamente y el menchevismo es gradualista reformísticamente. El bolchevismo sostiene que no es posible utilizar la máquina actual del Estado para reformar la sociedad, sino que es indispensable sustituirla con una máquina ade­cuada; que el Estado     proletario, distinto del Estado burgués en sus funciones, tiene que ser también distinto en su arquitectura. El tipo de Estado proletario creado por los bolcheviques es el Estado sovietal. La República de los soviets es la federación de todos los soviets locales. El soviet local es la asociación de obreros, empleados y campesinos de una comuna. En el régimen de los soviets no hay dualidad de poderes. Los soviets son, al mismo tiempo, un cuerpo administrativo y legislativo. Y son el órgano de la dictadura del proletariado. Lenin, dice, defendien­do este régimen, que el soviet es el órgano de la democracia proletaria, tal como el parlamento es el órgano de la democracia burguesa. Así como la sociedad contemporánea y la sociedad medioeval han tenido sus formas peculiares, sus instrumentos típicos, sus instituciones características, la sociedad proletaria tiene que crear también las suyas.

         Y esta resistencia al parlamento no es originalmente bolchevique. Desde hace varios años se constata la crisis de la democracia y la crisis del parlamento. Y se sugiere la creación de un tipo de parlamento profesional o sindical basado en la representación de los intereses más que en la representación de los electores.         Joseph Caillaux sostiene que es necesario “mantener asambleas parlamentarias, pero no dejándoles sino derechos políticos, confiar a nuevos or­ganismos la dirección completa del Estado económico y hacer, en una palabra, la síntesis de la democracia occidental y del sovietismo ruso.” La aparición del Estado bolchevique coincide, pues, con una intensa predicación antiparla­mentaria y una creciente tendencia a dar al Estado una estructura más económica que política. El parlamento, en fin, es atacado, de una parte, por la revolución, y de otra parte, por la reacción. El fascismo es esencialmente anti­democrático y antiparlamentario. Mussolini conquistó el poder extraparlamentariamente. Primo de Rivera acaba de seguir la misma vía. Los organismos de la democracia, son declarados inaparentes para la revolución y para la reacción.

Lenin y Mussolini, el caudillo de la revolución y el caudillo de la reacción, oponen una dictadura de clase a otra dictadura de clase. El choque, el conflicto entre am­bas dictaduras inquieta a muchos pensadores contemporá­neos. Se presiente que este choque, que este conflicto de clases reducirá a escombros a la civilización y sumirá el mundo occidental en una oscura Edad Media. El Occiden­te se distrae de su drama con sus boxeadores, y se anestesia con sus alcaloides y su música negra. Y, en tanto, como escribía Luis Araquistain a don Ramón del Valle Inclán en julio de 1920, “por Oriente otra vez: el evangelio asoma, como hace veinte siglos el cristianismo.”

JCM


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