viernes, 22 de febrero de 2019

STEFAN ZWEIG, EL TRIUNFO DE LA PERFECCIÓN SOBRE EL CAOS



Literatura 22 febrero, 2019 Lola Moreno
 
Hay autores que no conocen el terror a la página en blanco. Mary Shelley, por ejemplo, decía admitir humildemente que la invención no consiste en crear a partir de la nada, sino a partir del caos, en disponer los materiales y dar forma a sustancias oscuras e informes, en la capacidad de captar las posibilidades de un asunto y en el poder de moldear y adaptar ideas sugeridas en relación con él.

Cada autor determina los porcentajes exactos de autobiografía, lectura e imaginación que componen su obra. La propia experiencia vital es fundamental para el proceso creativo. Las lecturas cincelan la sensibilidad y, a través de la imaginación, la escritura confiere a lo relatado belleza, en cualquiera de sus interpretaciones, incluida la llamada estética de la fealdad o de la crueldad, dependiendo de la finalidad y del concepto ético que se maneje, o de la ausencia del mismo.

Multitud de aspectos pueden explicarse desde infinidad de perspectivas y ángulos relacionados con las humanidades. La interrelación de disciplinas artísticas, es decir, la existencia de dependencias mentales y de estilo entre la música y la pintura, o entre estas y la literatura, de unos principios y unos efectos psicológicos comunes a diferentes artes, la transmutación de sensaciones auditivas en sensaciones visuales o viceversa, es una cuestión naturalmente asimilada y abiertamente reconocida por los autores artísticos actualmente. Pero no siempre ha sido así.

Con la directriz de lo interdisciplinar se debe abordar el arte y la literatura de las primeras décadas del siglo XX, sobre todo las vanguardias, y se puede profundizar en las que tuvieron lugar en los años sesenta, momento de eclosión de la música y de la pintura. El análisis de todo lo referente a la interacción de códigos, sean pictóricos, literarios o musicales, la concepción multidisciplinar, se viene haciendo desde hace tiempo.

En la obra de ficción de Stefan Zweig (Viena, 28 de noviembre de 1881 – Petrópolis, 22 de febrero de 1942) hay verdad y belleza como supremo ejemplo del ideal platónico de la creación, elevación estilística contra el naturalismo, una exquisita sensibilidad, un profundo conocimiento del ser humano en general, y de la psique femenina en particular, minuciosas e insuperables descripciones de los estados de ánimo de sus personajes, de estados del alma, psicoanálisis y teoría de la interpretación de los sueños, como admirador y amigo de Freud que fue, influencias de, entre otros, Balzac, Dickens y Dostoievski, poesía… música, en el más amplio sentido de la palabra. A partir de la obra Epicoene, o la mujer silenciosa, del poeta y dramaturgo del Renacimiento inglés Ben Jonson, compuso el libreto de la ópera La mujer silenciosa (Die schweigsame Frau, 1934), de Richard Strauss. Coetáneo de varios de los más grandes compositores clásicos, proclamó que el valor más vivo de su presente fue la gloriosa herencia de la música, y que lo gloriosamente realizado en el espacio de una manifestación de arte siempre vale para todas las demás.

Y todo ello como maestro indiscutible de la novela breve, impulsado por su confesa naturaleza de lector impaciente que no soportaba que le hicieran perder el tiempo con páginas superfluas. En suma, el grueso de su obra completa rezuma intelectualidad y sapiencia con mayúsculas. Las de un premio Nobel.

El misterio de la creación artística 

Para Zweig, de todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación, el arcano más profundo de nuestro mundo, de naturaleza extraterrenal, a través del cual lo inmortal se hace visible a nuestro mundo transitorio. Habla entonces de un milagro llevado a cabo por un ser humano, pues «la máxima virtud del espíritu humano consiste en procurar hacerse comprensible a sí mismo lo que en un principio le parece incomprensible».

Nos define la creación artística como un proceso interior que tiene lugar en el espacio aislado e impenetrable del cerebro del artista. El esfuerzo supremo y más noble del que es capaz la humanidad. Un acto sobrenatural en una esfera espiritual que se sustrae a toda observación. Y considera que toda nuestra fantasía y toda nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra de arte, el misterio más luminoso de la humanidad. «No estamos en condiciones de participar del acto creador artístico; sólo podemos tratar de reconstruirlo, exactamente como nuestros hombres de ciencia tratan de reconstruir, al cabo de miles y miles de años, unos mundos desaparecidos y unos astros apagados.»

La génesis de la obra de arte y el proceso creativo

Stefan Zweig nos dice sobre su proceso creativo:

En realidad, escribir me resulta fácil y lo hago con fluidez; en la primera redacción de un libro dejo correr la pluma a su aire y fantaseo con todo lo que me dicta el corazón… en cuanto termino de poner en limpio el primer borrador de un libro, empieza para mí el trabajo propiamente dicho, que consiste en condensar y componer, un trabajo del que nunca quedo suficientemente satisfecho de una versión a otra… Este proceso de condensación y a la vez de dramatización se repite luego, una, dos o tres veces en las galeradas; finalmente se convierte en una especie de juego de cacería: descubrir una frase, incluso una palabra, cuya ausencia no discriminaría la precisión y a la vez aumentaría el ritmo. Entre mis quehaceres literarios, el de suprimir es en realidad el más divertido.

Así mismo considera sorprendente el hecho de que poseamos tan pocas confesiones sobre el origen de una obra artística, y para explicarlo se apoya en el ensayo The philosophy of composition, de Edgar Allan Poe, donde este afirma: «… yo mismo he pensado muchas veces cuán interesante habría de ser un artículo en que un autor —si fuera capaz de ello— nos describiera con todos los detalles cómo una de sus creaciones alcanzó paso a paso el estado definitivo de la perfección. Muy a pesar mío, no soy capaz de decir por qué jamás ha sido entregado al mundo semejante informe».


Stefan Zweig and Elisabeth Zweig

Y nos ofrece la respuesta a por qué el artista no nos describe su modo de crear, la experiencia más importante de su vida. Porque todo proceso creativo verdadero supone un estado apasionado, una situación de éxtasis (del gr. ekstasis, ‘estar fuera de sí mismo’), un estado de concentración absoluta que constituye un elemento ineludible, la verdadera médula del secreto: «El artista sólo puede crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real».

Como ejemplo de la intensidad que puede alcanzar ese olvido de sí mismo, esa existencia fuera del mundo verdadero, nos pone a Arquímedes. Y a Balzac de la intensidad que la concentración espiritual puede alcanzar en grandes hombres creadores. Escribió su biografía, Balzac, la novela de una vida (1920), y la incluyó en Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski).

Un día que Honoré de Balzac se encontraba escribiendo en su estudio, un amigo entró sin avisar. Al notar su presencia, se dio la vuelta y se puso en pie de un respingo. Muy exaltado, se le acercó. Lo agarró del brazo y, con lágrimas en los ojos, exclamó: «¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto». El amigo, que conocía bien la alta sociedad parisina, se quedó perplejo. Nunca había oído hablar de tal dama. Tras observarlo detenidamente, Balzac reparó desconcertado en su propia confusión. La duquesa no existía, era la protagonista de la novela en la que estaba trabajando y, justo en ese instante, él mismo acababa de darle muerte con su pluma sobre el papel.

Debido a ese ensimismamiento absoluto, semejante al del creyente durante la oración y al del soñador durante el sueño, el artista no sabe de qué modo ha procedido, incluso hay veces que ni siquiera sabe lo que ha producido. Como prueba nos señala a Goethe y a Corot, el gran pintor impresionista francés.

Además incide en que no hay que confundir la inspiración con la creación, de la cual resulta la obra artística. En que, puesto que sólo somos capaces de comprender lo que se ofrece visiblemente a nuestros sentidos, la inspiración de un artista tiene que tomar formas terrenales para resultarnos terrenalmente comprensible.

Y en que sólo podemos intentar descubrir algo del secreto del artista, acercarnos humildemente al profundo arcano de sus creaciones, a una parte de cómo se han ido formando las obras que conocemos y admiramos cual perfectas, mediante la observación de la transición de la idea a la realización artística en sus trabajos previos, las huellas que deja en el lugar de su acción al realizar su tarea, las únicas huellas visibles, «el hilo de Ariadna que nos permite encontrar nuestro camino de regreso en ese laberinto misterioso». De ahí la importancia de la conservación de manuscritos.

En este sentido, a Stefan Zweig le debemos brillantes, como todo lo suyo, descripciones de dos métodos enormemente diferentes de componer música, que a su vez precisan de dos estados de ánimo dispares durante el rapto creador, pero con similar resultado de genialidad y perfección. En uno, el artista parece asumir una actitud meramente pasiva durante la creación, de modo que el genio de la inspiración dicta y él no es más que el escribiente, el instrumento, el ejecutante de una orden superior: «No necesita trabajar, luchar, esforzarse por su trabajo, sino que le basta copiar obedientemente lo que se le acerca como en un sueño divino. No trabaja en absoluto; algo trabaja dentro de él y en su lugar».

Fue el caso de Mozart, en su opinión «el genio tal vez más grande de la música», de Händel al componer El Mesías, de Schubert en sus lieder, de Bach, Rossini y Haydn. En el lado opuesto sitúa a Beethoven, genio de igual rango a Mozart, y a Wagner, con un proceso de composición mucho más lento y dificultoso, menos divino y mucho más humano.

En sus ensayos, nos hace saber de Beethoven:

Corría horas enteras a campo traviesa, sin fijarse en nadie, cantando, murmurando, gritando salvajemente, ora marcando el ritmo con las manos, ora lanzando los brazos al aire en una especie de éxtasis; los campesinos que de lejos le veían, tomábanle por un loco y le esquivaban con cuidado. De vez en cuando se detenía y registraba con el lápiz unas cuantas de esas notas, apenas legibles, en su cuadernillo de apuntes.

En El amor de Erika Ewald (1904), una de sus primeras novelas, una joven profesora de piano se enamora de un violinista que, pese a su juventud, ha alcanzado una fama completamente fuera de lo común como virtuoso de su instrumento. La acción se desarrolla en Viena, entonces «la ciudad de más de un millón de habitantes». Y, justo antes de producirse el conflicto, los vemos caminando juntos «por una antigua y amplia avenida bordeada de acacias» que él le cuenta «había sido el camino favorito de Beethoven, paseando por el cual había inventado muchas de sus más hondas creaciones». El nombre del compositor les pone a «ambos de un tono serio y solemne», porque les hace pensar «en su música, que había hecho su vida más rica y profunda en tantas horas dichosas». De modo que todo les parece «más trascendente y grande porque comienzan a pensar en él».

Acto seguido asisten a una escena en una fonda donde unos músicos callejeros tocan las antiguas melodías populares vienesas y un viejo vals de Johann Strauss, ante el cual «Erika se volvió a sentir asombrada del poder que la música tenía sobre su alma, pues de repente se sintió ligera, como meciéndose, flotando».

Un poco más adelante ella se dará cuenta, ante el lento pero después irreprimible despertar de su sensualidad, de que frente a la vida «le faltaba el alegre paso de baile de un temperamento risueño, frívolo, que, olvidando con rapidez, salta por encima de los abismos del dolor, oscuros aunque llenos de secretos». Porque en su naturaleza «todos los grandes acontecimientos y todos los sucesos sobresalientes, además de provocar una conmoción general en el alma, pulsan también la cuerda grave y sorda de un secreto dolor y de una íntima melancolía, cuyo sonido llega a ser tan elevado y penetrante que todos los demás sentimientos se disuelven en él perdiendo su ser».

La música ejerce un inmenso poder sobre Erika. Siempre se busca a sí misma y a sus sueños en la música, sus débiles nervios son fácilmente excitables y sucumben al hechizo de una música sentimental. Sólo conoce las solitarias alegrías que con su inocente capacidad poética encuentra en libros, cuadros, paisajes y piezas musicales. «Un alma tierna y débil y tímida, que teme la vida sin más y su brutal fealdad.» A Erika la música la hechiza, enloquece y eleva en ensoñaciones por encima de todas las realidades, especialmente una canción popular de melancólica melodía, una canción de amor compuesta por él para ella, y que tendrá una importancia capital en el desenlace de la historia, una canción que la tiene subyugada y dominada sin que ella lo hubiese sospechado desde que él se la interpreta al comienzo de la relación.

Dos de los capítulos o de las catorce miniaturas históricas que conforman su libro Momentos estelares de la humanidad, «La resurrección de Georg Friedrich Händel, 21 de agosto de 1741» y «El genio de una noche, La marsellesa, 25 de abril de 1792», nos instruyen deleitándonos con su vibrante estilo en cómo El Mesías y el himno francés fueron creados en un brevísimo espacio de tiempo. En otro momento, nos cita el rápido proceso de composición de «La marsellesa», de Rouget de Lisle, contrario al de otro de los más famosos poemas de la literatura universal, «El cuervo», de Poe.

Zweig nos explica como pocos autores que en el arte no existe una medida común, que cada artista tiene su propio método y sus propias dificultades y, en consecuencia, se toma su propio tiempo: Lope de Vega y Balzac mucho menos que Goethe y Flaubert, como en pintura Van Gogh menos que Leonardo, y Goya y Frans Hals menos que Holbein y Durero.

La cuestión moral

Luego el proceso creativo parte de la condición previa de la concentración y de dos elementos contrarios, lo inconsciente o lo consciente, la inspiración divina o el trabajo humano, la alada inspiración pura o el trabajo consciente y penoso, aunque es cierto que suelen estar mezclados misteriosamente en el artista. Y, según Stefan Zweig, procedan las ideas, en un instante de iluminación, bien de las profundidades de la naturaleza humana, bien de la altura del cielo, la fórmula verdadera de la creación artística es inspiración, trabajo, trabajo, trabajo, paciencia, deleite y tormento. «Cada artista agrega al gran arcano de la creación uno nuevo: su misterio propio, personal. Las diferencias se hallan en la técnica, en el método, en el procedimiento de trabajo de los distintas artistas.»

En muchos artistas, lo creador es un estado permanente, otros son absolutamente incapaces de escribir siquiera una sola línea cuando no se sienten llamados interiormente. Para Zweig, la perfección lo es todo, y todo camino que conduce a ella es acertado. Cada artista debe ser creador y maestro de su propio arcano.

Aquí radica para él el compromiso ético o moral del artista. «De cada hombre sólo sabemos verdaderamente lo que es cuando le vemos y conocemos dedicado a su trabajo.»

Pero participar del secreto de su creación no puede ofrecer un deleite artístico perfecto mientras sólo sea pasivo. Esto es, que para comprender y aprender no basta con mirar o contemplar la obra ajena, sino que también hay que preguntarse y buscar, ya que «ninguna obra de arte se manifiesta a primera vista en toda su grandeza y profundidad». Es más, para Stefan Zweig «no tenemos ningún derecho moral a contemplar cómoda y tranquilamente la acción sacrosanta y más apasionada de otro hombre». Es nuestro deber dar lo mejor de nosotros mismos para comprenderle, esforzarnos por penetrar en su misterio personal y acercarnos así al arcano de su arte para poder admirarnos de su inconmensurabilidad. «No tengo yo noticias de deleite y satisfacción más grandes que reconocer que también le es dado al hombre crear valores imperecederos, y que eternamente quedamos unidos al Eterno mediante nuestro esfuerzo supremo en la tierra: mediante el arte.»

La elevación de lo informe y difuso a la perfección: la eterna lucha del arte

Entre otras personalidades, Stefan Zweig tuvo amistad con Arturo Toscanini (Parma, 25 de marzo de 1867 – Nueva York, 16 de enero de 1957), considerado por muchos el mejor director de orquesta no sólo de su época sino también del siglo XX, célebre por su incansable perfeccionismo. Contrario a los regímenes fascistas de Alemania e Italia, Toscanini emigró a EE. UU., donde dirigió la Orquesta Sinfónica de la NBC, fundada para él en 1937, en la Radio Nacional hasta 1954. Su actividad como director de actuaciones en directo lo convirtió en el primer director de orquesta estrella de los modernos medios de comunicación masivos.

Fruto de esa amistad y de la profunda admiración, prologó el libro de Paul Stefan dedicado a la figura del director (Toscanini, 1936). Ese prólogo constituye una magnífica loa del afán perfeccionista del artista y, por ende, un espléndido trabajo ensayístico con declaración de intenciones propias, pues no en balde comienza con la cita de la segunda parte de Fausto: «Amo al que pretende lo imposible». Para Zweig, si bien la perfección es atributo únicamente de Dios y no del hombre, sólo podemos aspirar a alcanzar una extrema aproximación a ella mediante una lucha paciente, tenaz, atroz y fanática por lo cabal de la cual no se debe desistir, ya que «toda voluntad que se observa continuamente en alcanzar lo inalcanzable y en hacer posible lo imposible logra en el arte y en la vida un irresistible poder». Stefan Zweig representa la veneración del arte en sus formas más elevadas como manifestación de lo moral y, si vio en Toscanini a un hombre único «castigado por el demonio de la perfección» en una época disuelta y quebradiza, a un hombre extraordinario ejemplo de fidelidad a la visión propia de la obra, que enseñó a una época confusa e incrédula el respeto por los valores más sagrados, él mismo se nos revela así a nosotros. Para él, alcanzar la suprema grada del arte supone hacer parecer natural lo difícil y normal lo perfecto. Y advierte ante posibles autocomplacencias: «Lo heroicamente conquistado carece de duración en su elemento creador, y es imposible de retener para siempre con los sentidos, con el alma. Cada perfección debe re-crearse y reconquistarse de obra en obra, de hora en hora. El arte es una lucha eterna, nunca es un fin, sino siempre un comienzo».

Que Toscanini se convirtiera en el primer director de orquesta estrella de los modernos medios de comunicación masivos le mereció la siguiente reflexión:

Tal severidad moral del concepto y del carácter es un acontecimiento dentro de nuestro arte y de nuestra existencia. Nada hay más peligroso para la dignidad y el ethos del arte que lo untado y cómodo de nuestra actividad artística ordinaria, que la ligereza con que, por obra del fonógrafo y de la radio, se pone lo más sublime al alcance aun del más despreocupado, a cada hora; pues esa comodidad hace olvidar a los más el esfuerzo de la creación y los induce a asimilar el arte sin tensión y sin respeto, como la cerveza y el pan. El arte es una labor sacra, una misión apostólica por lo inalcanzablemente divino de nuestro mundo, y no un regalo del azar, sino una merced justa, no un placer tibio, sino también una penosa creación.

Goethe, Hölderlin, Novalis, Nietzsche, Rilke y Hofmannsthal: contra el naturalismo

Stefan Zweig contemplaba su tiempo como una época dominada por «un genio o un demonio» que quería del arte sólo la realidad inmediata, el presente, lo perecedero, indiferente y hostil a las grandes figuras de símbolo, que había barrido de sus inclinaciones la poesía, y del teatro, la cohesión del discurso, que renegaba del pasado, de la consagración de leyes heredadas, de los eternos vínculos de las normas y las formas, de la tradición sagrada, de las obras eternas, clásicas. En su opinión, Nietzsche fue «la última voz alemana que creó una gran poesía y levantó ditirámbicamente el idioma a nuevas magnificencias». Y que, después de Nietzsche, sólo había habido dos grandes austríacos, Rainer Maria Rilke y Hugo von Hofmannsthal, que se mantuvieron en el terreno alemán de la tradición clásica como custodios del alto verbo. Valoró la muerte de ambos como el fin en las letras alemanas de la supremacía de la pura creación literaria indiferente a su época.

Nunca comprendió el naturalismo, el creer suficiente oír la lengua de paso en la calle, en una conversación casual, para crear lo más valioso. Contrapunto perfecto a esta concepción suya pueden considerarse las siguientes palabras de Henry Miller en el prólogo de Los subterráneos, de Jack Kerouac, fechado en 1959:

Suele decirse que el poeta, o el genio, se adelanta a su propia época. Es cierto, pero solamente debido a que es un ser profundamente de su época. «¡No os detengáis!», nos va diciendo. «Todo esto ya ha ocurrido antes millones de veces.» («Siempre adelante», decía Rimbaud.) Pero los que se resisten a cambiar no entienden esta clase de palabras. (Todavía están rezagados en relación con Isidore Ducasse.) ¿Qué hacen, pues? Le derriban de su alta percha, le matan de hambre, de una patada le hunden los dientes en la garganta. A veces son menos misericordiosos incluso: hacen como si el genio no existiera. […] El buen poeta, o en este caso «el prosista bop espontáneo», siempre está atento al son de su época: el swing, el beat, el ritmo metafórico disyuntivo que brota tan veloz, tan alocada, tan peleonamente, y de forma tan increíble y tan deliciosamente salvaje, que nadie llega a reconocerlo una vez transcrito en el libro. Mejor dicho, sólo lo reconocen los poetas. […] Cuando alguien pregunta: «¿De dónde saca todo eso?», la respuesta es: «De ti». No hay que olvidar que Kerouac se ha pasado toda la noche despierto, escuchando con los ojos y las orejas. Toda una noche de mil años. Lo oyó en el útero, lo oyó en la cuna, lo oyó en la escuela, lo oyó pegando la oreja a la pared de la bolsa de la vida, allí donde un sueño vale oro. Y, además, ya está casi harto de oírlo. Quiere dar un nuevo paso adelante. Quiere reventar.

En la oración conmemorativa para el funeral cívico de Hofmannstahl, celebrado en el Burgtheater de Viena en 1929, Zweig destacó el hecho de que aquel empezara a ser reconocido como «un poeta justamente en el momento en que se consideraba imposible y anticuada la creación poética de corte clásico», que supiera «encerrar un universo de sentimientos en la materia más frágil y delicada», que fuera uno de esos jóvenes poetas geniales y perfectos considerados en todos los tiempos y en todos los pueblos «como la única prueba valedera de que lo poético procede de los dioses, de que la suprema labor de las artes nunca puede ser conquista y elaboración, sino sólo gracia de las alturas […] nos dio tanto como una generación entera».

En su década lírica, lo consideró el mejor poeta moderno después de Goethe. Y el poeta lírico de mayor envergadura después de Novalis y Hölderlin. El mayor conocedor de las normas y los valores de la obra de arte. Autor de auténticas obras maestras en su género. Un amante heroico de lo eterno e inmaculado, nacido como él en Viena, «esta ciudad juguetona e inclinada solamente a la ligereza». Creador de «versos magníficamente grabados, como los de Lutero y Hans Sachs», que imprimió «a la forma casi superada de la ópera, una vez más, el sello real de lo poético». De El caballero de la rosa dijo que es «la más perfecta comedia austríaca», «la más permanente obra escénica de la época» en su comunión de poesía y música. De sus escritos en prosa, que poetizan y constituyen la cima de la literatura alemana acerca de temas de arte. Y de su prematura muerte, que supuso la caída de «la suprema instancia de la justicia normativa de nuestro mundo subvertido en sus valores», de la superioridad del espíritu sobre la materia, de la perfección sobre el caos, de lo duradero y eterno en «una época que descansa sólo en lo deleznable».

Porque, sobre todas las cosas, Stefan Zweig creía posible un arte elevado y noble que ha de servir a lo absoluto.

El alma del austríaco

Existe una fotografía en blanco y negro, perteneciente a una serie propiedad de Ullstein Bild/Getty, en la que aparece Stefan Zweig en Ossining (Nueva York), en 1941, a los siete años de su itinerante exilio huyendo del nazismo y apenas un año antes de su suicidio en Petrópolis (Río de Janeiro). Como era su costumbre, impecablemente vestido, camisa blanca, pajarita negra y, en esa ocasión, sin chaqueta, sentado en un pequeño sillón de mimbre con las piernas cruzadas, mirando de perfil derecho al horizonte, en el jardín de entrada de una casa cuyo porche principal, con seis peldaños y sostenido por dos columnas con sendos capiteles de estilo jónico, aparece de fondo. No resultaría extraño, al menos así me lo imagino yo, que en ese momento resonara en su cabeza una composición de alguno de los geniales compositores que vio nacer su amada Austria, algún libreto de ópera suyo o, simplemente, como había proclamado en el funeral cívico del gran poeta compatriota y amigo Hugo von Hofmannsthal, «una parte del alma del austríaco es siempre música».


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