jueves, 6 de febrero de 2020

MARXISMO, PSICOANÁLISIS, SOCIALISMO (Parte 2)



Opinión
05/02/2020


Juan: ¡Eso es la realidad!, diría Hegel. O Marx: una suma infinita de contradicciones, de conflictos, de problemas, en definitiva. La realidad es dialéctica, siempre en movimiento, siempre con contradicción.

Enrique: O Heráclito el Oscuro, allá en la Grecia clásica, con su metáfora del fuego.

Juan: Por supuesto. La guerra, pólemos en griego clásico, es el fundamento de todo. De pólemos deriva “polémica”, es decir: disputa, controversia. La guerra, el conflicto, el choque de contrarios. Eso es la esencia de todo. El fuego como representación del cosmos, siempre en movimiento, perpetuamente en movimiento, cambiando.

Enrique: Sí, es así. La paz es la paz de los cementerios. Lo humano es otra cosa. La paz es una aspiración, siempre lejana, siempre huidiza.

Juan: ¿Por eso habrá dicho Marx que “la violencia es la partera de la historia”?

Enrique: Seguramente. Y sabía lo que decía.

Juan: Pero volviendo a las cosas que deberíamos revisar, repensar, creo que hay algo fundamental que no hemos mencionado todavía, y me parece de una importancia decisiva en todo esto.

Enrique: Dejame decirlo por vos, a ver si coincidimos: es el tema de ver quién lidera esa lucha o, expresado de otra forma: ¿es necesaria una vanguardia?

Juan: ¡Cabal! Eso es. Por cierto: viejo problema en la izquierda, no resuelto, y probablemente que no admite “una” solución única.

Juan: Vanguardia no debe ser partido único. Sin lugar a dudas que el puro espontaneísmo tiene límites muy cercanos: es, en todo caso, pura reacción visceral, más propia de los procesos colectivos de muchedumbres desarticuladas (pensemos en un linchamiento, por ejemplo), que de acciones planificadas, con direccionalidad política, que buscan motorizar proyectos claros. Por supuesto que la reacción espontánea existe, y puede jugar un papel muy importante en la historia; pero la historia tiene líneas maestras que alguien traza, que no son casuales. La Revolución Francesa la hizo la burguesía ascendente, el “pueblo” como suele decirse, pero fueron necesarias fuerzas concretas que guiaran ese proceso. Ahí estaban los Iluministas -Rousseau, Montesquieu, Voltaire, entre otros- y un claro y definido proyecto político bien concebido. El espontaneísmo es necesario, pero tiene sus límites.

Enrique: Es más: hoy día existe toda una parafernalia de ciencias (¿éticamente las podremos seguir llamando así?, ¿no son meras técnicas al servicio de las grandes empresas?) que tienen como objetivo manejar, controlar, trazas escenarios a futuro y lograr que grandes masas de población actúen conforme a lo planificado. Por supuesto, están siempre al servicio de los poderes de turno, lo cual es bastante despreciable.

Juan: Entiendo por dónde vas. Desde la izquierda no planteamos, de ningún modo, “manejar” las masas, pero sí trazar líneas para que se den cambios en el sistema. Eso, en definitiva, es la política revolucionaria: tener proyectos a futuro en el que las grandes mayorías jueguen el papel protagónico para transformar el actual estado de explotación e injusticia.

Enrique: ¡Coincidimos, compañero! Coincido plenamente con vos en esto. Dejando librado todo al puro voluntarismo, al espontaneísmo popular, no se irá muy lejos: es preciso tener claro un proyecto. Esa claridad es la que debe aportar la vanguardia. Uno de los libros fundamentales de Lenin y que nos sirve para estudiar la Revolución Bolchevique, lleva por título, justamente, “¿Qué hacer?

Juan: Sin dudas esa claridad para la acción es imprescindible. Tener instrumentos teóricos que sirvan para entender el mundo es vital. “No hay nada más práctico que una buena teoría”, para citar de nuevo a Einstein.

Enrique: Llamémosle como sea: grupo que marca el camino, proyecto político, vanguardia. Ahora bien: es difícil establecer quién juega ese papel. Los partidos de izquierda tradicionales con su estructura vertical, militar en algunos casos, son cuestionables. El liderazgo de una sola persona, más allá de su carisma, puede dar como resultado el nada deseable culto a la personalidad que ya hemos conocido en más de una ocasión, quitándole real protagonismo a las clases explotadas.

Juan: En todo caso hay que pensar en vanguardias con dirección colegiada, siempre en diálogo permanente con las masas, con permanente actitud autocrítica.

Enrique: De acuerdo: pero eso abre preguntas. La vanguardia, o como la llamemos, ¿dirige la insurrección y la toma del poder, o dirige luego también la construcción del socialismo?

Juan: Yo diría que ambas cosas o, al menos, en todo momento debe estar presente y actuando con claridad. En principio, me parece, debe estar en el momento mismo de la insurrección. Esos momentos son particulares, únicos. Pasan muy pocas veces en la historia, y es ahí donde, justamente, se hacen necesarias.

Enrique: ¡Imprescindibles diría! Muchas veces o, mejor dicho, a veces ocurren estallidos espontáneos. La gente sale a la calle a protestar, se enardece, las cosas pueden salirse de control. Toda esa cólera acumulada -léase bronca, frustraciones, impotencia, dolor, resentimientos contra la clase opresora-, todo eso a veces sale a flote. Como decíamos hace un rato: “Los pueblos no son revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”; bueno, a veces pasa eso. Es mucho de lo que vimos recientemente. Pero, ¿qué presidente salió del poder en Colombia, Ecuador, Chile, Francia o donde se dieron estas puebladas?

Juan: En realidad, en ningún lado. El único que se fue, o lo fueron más exactamente, fue Evo Morales en Bolivia.

Enrique: Lamentablemente, es así. Sin conducción, la protesta muere. Aunque ahora se abrieron fermentos de autogestión en algunos países, herencia de esos alzamientos, que hay que tener en cuenta.

Juan: Sí, por supuesto. Es un fenómeno que debemos analizar en profundidad. Porque pienso en lo que hemos visto anteriormente, y sin una línea de acción, la protesta quedó trunca.

Enrique: Ahí está la Argentina en diciembre de 2001 con el famoso Corralito: la población, en forma espontánea, salió a protestar cacerolas en mano, y en un par de semanas pasaron cinco presidentes.

Juan: Pero fíjate cómo terminó el asunto: a la consigna “¡Que se vayan todos!”, muy emotiva en un sentido, muy sentida, le faltó perspectiva política con visión de futuro. Se fueron todos, es cierto… pero no cambió nada en lo sustancial. Apareció Néstor Kirchner y las cosas siguieron igual en sustancia: capitalismo con rostro humano.

Enrique: Se podría decir, quizá exagerando un poco las cosas, que se vivió un momento pre-revolucionario. Pero faltó algo fundamental: alguien que dirigiera ese descontento. Por eso la protesta, importantísima sin dudas, no dio para un cambio radical de las cosas.

Juan: Lo mismo puede decirse de lo sucedido en Ecuador en octubre de 2019. Un alzamiento popular espontáneo, de los pueblos indígenas básicamente, también creó una situación que podría llamarse pre-revolucionaria. Se logró algo importante, ¡importantísimo podríamos decir! Se le dobló el brazo al Fondo Monetario Internacional, y ese traidor de Lenín Moreno tuvo que dar marcha atrás con su paquete de ajustes.

Enrique: ¡Genial! ¡Buenísimo! Gloria al bravo pueblo ecuatoriano que, a pecho limpio, se enfrentó a la represión gubernamental. Sigamos ese ejemplo. ¡Levantemos ese ejemplo y multipliquémoslo! Pero una vez más: una situación que, tal vez, podría haber dado para una insurrección popular que llevara al socialismo, por falta de dirección, terminó en algo importante, sin dudas, pero que no pudo avanzar en un cambio de estructuras.

Juan: Y lo mismo puede decirse de las experiencias de Chile, o de Colombia. O los chalecos amarillos en Francia. No hay dudas que tenemos ahí un tema vital: la construcción de la dirección revolucionaria, de la vanguardia.

Enrique: Tema arduo, por supuesto, que da urticarias. Sucede que se está tan cerca del tema del poder que todo esto eriza un poco la piel.

Juan: ¡Así es, mi amigazo! Cuando nos topamos con el tema del poder, la cosa se pone tensa. ¿Quién manda? Y eso, yo diría que inevitablemente, dispara problemas.

Enrique: Justamente al hablar de vanguardias, de conducción del proceso revolucionario, de liderazgo o de como le queramos llamar, surgen estas contradicciones.

Juan: Pero estamos de acuerdo que es necesario alguien que conduzca el proceso, ¿verdad?

Enrique: ¡Sí, por supuesto! No podemos quedarnos solo con la explosión espontánea. Esas son reacciones que, en general, resultan inconducentes para una transformación de raíz.

Juan: Eso me hace pensar en algo bastante…, digamos: duro. Difícil de expresar.

Enrique: Dejame robarte la idea. ¿Estarás pensando en eso de la psicología de las multitudes, de las masas, de cómo reacciona el colectivo?

Juan: Exactamente.

Enrique: La masa no tiene conciencia de sus actos; quedan abolidas ciertas facultades y puede ser llevada a un grado extremo de exaltación. La multitud es extremadamente influenciable y crédula, y carece de sentido crítico”, decía el francés Gustave Le Bon, si no me equivoco en la cita, cuya lectura permitió a Freud llegar a su “Psicología de las masas y análisis del yo”. Si lo vemos con objetividad, con serena reflexión, parece que esto no es mentira.

Juan: Sí, así es. Por eso toda esa “ingeniería humana”, como la llaman los tecnócratas yanquis, puede dar resultado. Lo que decía Goebbels cuando era Ministro de Propaganda del régimen nazi, ha dado resultados. La gente, la masa, la gran multitud se mueve un poco así: visceralmente.

Enrique: Y años después, con otras palabras, dice lo mismo uno de los principales ideólogos del imperialismo yanqui: el polaco nacionalizado estadounidense Zbigniew Brzezinsky: “En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”.

Juan: ¡Tremendo! ¡Impresionante!! Lo dicen sin el menor descaro…, y lo peor es que ¡lo hacen!

Enrique: Bueno, hay que reconocerlo: las multitudes somos así. Somos manipulables, mi hermano. Por eso es tan fácil manipularlas, por eso estas técnicas de control social de raigambre conductista -la conducta humana es una sucesión de estímulos y respuestas, dirán- evidentemente dan resultado.

Juan: Pero nosotros, los comunistas, no podemos apelar a esos dispositivos.

Enrique: ¡En absoluto! Eso ni se discute. Pero justamente ahí estriba un gran problema: si la masa, si la población en general, si la clase trabajadora, si queremos decirlo con más precisión, o el pueblo, o el pobretariado, para utilizar la expresión de Frei Betto, se mueven al filo del espontaneísmo, de la reacción visceral bastante primaria, ¿cómo hace esa vanguardia para conducir la lucha? ¡Difícil!, ¿verdad? Pero creo que ahí está el arte de los comunistas: ¿cómo nos constituimos en esa conciencia crítica que ayuda a caminar?

Juan: Diste en el clavo. Ahí está la gran disyuntiva de cómo actuar. Y eso, creo, debe ser uno de los puntos -junto a lo que veníamos diciendo del socialismo en un solo país, de las luchas locales y globales, etc.-, uno de los puntos básicos a replantear en esa visión autocrítica.

Enrique: Me atrevo a decir que esa fuerza conductora (¿partido revolucionario de la clase trabajadora?) surge cuando se dan las condiciones. No hay gente esclarecida, intelectuales con gran visión teórica y política, que sepan cuándo y cómo se dan las condiciones propicias para un gran cambio. Eso depende de muchas circunstancias.

Juan: Efectivamente. Pero que tiene que haber conducción, está fuera de discusión.

Enrique: De lo que sí hay que cuidarse es de caer en mesianismos. Vez pasada escuché a unos jóvenes decir, casi endiosándolo, que fulano de tal -para el caso puede ser el Che, o Fidel, o Mao, o Ho Chi Ming, etc., etc.,- que determinada persona fue “el revolucionario más grande del mundo”. ¡De eso, justamente, nos tenemos que cuidar en esta posición crítica! ¡No hay “el revolucionario más grande del mundo”!!

Juan: Eso suena a lo que decíamos hace un rato: “la cosita más linda del mundo” para una madre. Si alguien se lo cree, está perdido. Es un psicótico. Un loco, para decirlo de una manera grosera.

Enrique: No hay ni “la cosita más linda del mundo” ni “el revolucionario más grande del mundo”.

Juan: Hay, en todo caso, seres humanos, iguales en su raíz, iguales como sujetos, con más o menos las mismas características en todos los casos. No existe “el más grande del mundo”. Aunque parece que necesitamos esa ilusión.

Enrique: Bien dicho, mi amigo Juancito. Los INRI se encuentran siempre listos para aparecer, porque es tranquilizador tener estas respuestas mágicas, estos seres celestiales que lo saben todo y lo resuelven todo.

Juan: Pero los comunistas no necesitamos dioses. Por el contrario, tenemos que destruirlos de una buena vez. Así como también lo hace el Psicoanálisis. Hay humanos y punto. Humanos que se tiran pedos, y que también pueden hacer cosas fabulosas. Pero que no son dioses.

Enrique: ¿Pero por qué seguimos endiosando siempre a alguien? El Che Guevara el “revolucionario más grande del mundo”. Vez pasada tuve ocasión de leer un comentario en una llamada red social, donde decía literalmente: “El Che es inmortal y va a resucitar en toda América del Sur”.

Juan: ¡Caramba! Pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, parece eso. ¿Cómo alguien alternativo, de izquierda, puede decir algo así?

Enrique: Entiendo que es una figura metafórica. Asumo que será como decir: su memoria, su legado, su proyecto revolucionario no está muerto, y renacerá.

Juan: Sí, claro. Esperemos que sea eso. Pero, bueno…, como veníamos diciendo: esa necesidad de tener íconos sagrados reafirma nuestra incompletud, nuestra ilusión de encontrar a alguien completo, que lo sabe todo, lo puede todo, es el más grande. Nos fascina mirarnos en ese espejo. “Con la mano de Dios”, pudo decir Maradona cuando hizo aquel gol histórico contra los ingleses, en México 1988…

Enrique: 86.

Juan: ¡Sí! 86. Perdón… me equivoqué. Es que… soy humano, compañero. Bueno, gol ilegal, por lo que hoy día el árbitro debería expulsarlo, cosa que no sucedió aquella vez, pero ilegalidad tolerada que quedó como ícono de los argentinos, que se identificaron con ese “dios”. Aunque sea tramposo, ilegal y transgresor… ¡qué lindo es sentirse un dios! Y Maradona llenaba las expectativas de muchos argentinos.

Enrique: Sabías que en Argentina se creó una religión maradoniana, ¿no?

Juan: Sí, sí… ¡Increíble, mi amigo, pero real! Lindo mirarse en ese espejo de un ser perfecto, omnipotente, a prueba de todo, absoluto.

Enrique: Maradona, el Che, Jehová, Zeus, Alá, el dios del trueno o Durga, la diosa hinduista de ocho brazos… no importa la forma de la deidad. Ser un poquito como ellos nos salva de la finitud. ¡Pero somos todos iguales! No le demos más vuelta al asunto. Somos finitos y nadie nos salva. Solo nosotros, pueblo, los de abajo, la masa, en el sentido más exacto del término, los que hacemos la historia. Para el caso, la masa trabajadora. La masa trabajadora puede cambiar la historia. No los “grandes” hombres.

Juan: Y la podemos cambiar, llegado el momento, como ya ha sucedido muchas veces.

Enrique: ¡Felizmente! Por supuesto que somos todos iguales. Somos masa. “Psicología de las masas”, escribió Freud. Hay que releerlo con atención. No existen los INRIs. Los comunistas tenemos que bregar por que no existan esas diferencias. Somos masa, o si preferimos decirlo de otro modo: somos comunidad. Somos colectivo.

Juan: ¡Definitivamente, camarada! Pero las diferencias salen a luz, y estorban. O mejor dicho: marcan la dinámica de la vida. Al menos en lo que hoy conocemos.

Enrique: Es cierto. No hay que engañarse con eso. Se ve que ser racista sale con mucha facilidad. Ser racista, discriminar al diferente, burlarse del distinto al que se considera inferior. Por eso la necesidad de entender críticamente esas cosas: no para justificar la explotación, la diferencia, el racismo, sino para ver por qué es tan difícil profundizar los cambios. O por qué perdura ese pensamiento religioso: “El Che es inmortal y va a resucitar”. ¿Cómo es posible que alguien con actitud crítica diga algo así?

Juan: Solo para ejemplificar esa dificultad: en alemán “Heimat” significa “patria”. Acordate del prefijo “heim”, que podría traducirse por “familiar”, “cercano”. Pero si se le antepone el prefijo negativo “un”, entonces Heimlich se transforma en “Unheimlich”, no-familiar que, en realidad, significa “siniestro”.

Enrique: Lo no-familiar, lo que no es como uno… es siniestro. Terrible, ¿no?

Juan: Sí, sin dudas. Pero esa es la realidad humana. Cono se dijo: nadie está obligado a amar al otro, pero sí a respetarlo.

Enrique: Bueno… hay que cambiar mucho, muchísimo. Cambios que, como dijimos, no serán fáciles… ¡pero cambios que hay que hacer! Y ahora que mencionás el racismo, algo absolutamente irracional, injustificable, patético, pero que existe, ¡y mucho!, recuerdo lo de un camarada italiano. Era de Milán, ciudad del norte de Italia, muy próspera, ejemplo de capitalismo desarrollado. Nuestro amigo era todo un cuadro comunista, totalmente convencido del ideario revolucionario, ejemplar en su ética, consecuente… pero un día la hija se puso de novia con un siciliano. “¡¿Con ese africano?!”, preguntó indignado, malhumorado, consternado cuando se enteró. Las “taras”, vamos a llamarle así, están en todos, también en los comunistas.

Juan: Sin dudas hay mucho, pero mucho, muchísimo que trabajar en todo esto de los cambios. Yo también tengo relatos de esa índole. Conocí vez pasada a un cuadro comunista español. Un tipo íntegro, con una moral revolucionaria de hierro…, absolutamente antifranquista, que había participado en la Guerra Civil…, pero era amante de la tauromaquia.

Enrique: ¿Avalaba la matanza perversa de toros en un ruedo?

Juan: Sí, y muy alegremente lo decía. Es más: iba a ver corridas de toros, y las disfrutaba. Me lo contó con total naturalidad.

Enrique: Parece mentira, pero es así: esas cosas sorprenden a veces, pero son parte de la dinámica humana que debemos revisar. Así llegamos a otro punto importantísimo para replantear: ¿quién es hoy el sujeto de la revolución?

Juan: Sí, por supuesto: eso es medular. ¿Quién hace la revolución hoy día? ¿Guerrilleros en la montaña? ¿Los hackers? ¿Los desesperados que migran a las islas de esplendor del capitalismo con una mano adelante y otra atrás? ¿Quién motoriza el cambio hoy? Pregunta vital, mi querido Enrique. Por allí leí, como una propuesta seria, que la gente precarizada, los que no tienen trabajo constituyan el motor del cambio. O los que, aun teniendo un título universitario, tienen una existencia precaria porque no trabajan en lo suyo y sobreviven como pueden. ¿Será ese el fermento de la revolución?

Enrique: Las nuevas modalidades del capitalismo globalizado presentan nuevos paisajes sociales; el proletariado industrial urbano, considerado como el núcleo revolucionario por excelencia para la revolución socialista, está hoy diezmado. O vendido por sindicatos corruptos cooptados por la clase dominante, o desmovilizado por contrataciones laborales en absoluta precariedad que lo dejan en situación de indefensión. Con esto de la deslocalización, ese eufemismo infame que ahora se puso de moda, buena parte del parque industrial de las potencias capitalistas se trasladó al Tercer Mundo, al Sur, donde los salarios son mucho más bajos, no hay controles medioambientales, hay una represión más abierta, más burda. ¡Mentira que la llegada de capitales a los países pobres trae desarrollo ahí! ¡Eso es una vil mentira! Se instalan allí porque explotan más, no pagan impuestos, prohíben a los trabajadores poder formar sindicatos.

Juan: Definitivamente. Nos han hecho retroceder décadas y décadas, perder conquistas históricas logradas en base a tremendas luchas, a mártires, a represiones sangrientas.

Enrique: Todo eso obedece a planes bien trazados, bien concebidos. Nada de esto es por casualidad, porque el campo popular sea tonto, o porque las ideas revolucionarias, de izquierda, las que levanta el comunismo se hayan demostrado impracticables.

Juan: ¡Por supuesto! El capitalismo sabe lo que hace. Aunque la derecha esté desunida, cuando se prenden las luces rojas de alarma sabe unirse y cerrar filas como clase. En la izquierda seguimos peleándonos entre nosotros para ver quién es “más revolucionario”.

Enrique: En otros términos, y aunque suene grosero: a ver “quién la tiene más larga”. ¡Qué estupidez!

Juan: ¿Estupidez? Yo diría, en todo caso, presencia de una cultura machista-patriarcal metida hasta los tuétanos. No es grosería: es la constatación de una absoluta verdad.

Enrique: Tenés razón. Es la puritita verdad, como dirían los mexicanos. La premisa fálica de la que habla el Psicoanálisis va por ese lado.

Juan: ¡Cabal! Porque -no debemos olvidarlo nunca- el falo no es equivalente al pene, al órgano físico. Es, en todo caso, una representación del poder.

Enrique: Representación universal, por lo que se ve, presente en todas las culturas.

Juan: Sí, efectivamente. Como se ha dicho tantas veces: el poder tiene aspecto masculino, viril. ¿Por qué sería, si no, que quien lo detenta porta siempre un símbolo fálico, una representación fálica, que remite a lo masculino? Por qué, si no, una mujer con mucho poder -la Dama de Hierro inglesa, por ejemplo, esa asesina de Margaret Tatcher- ¿por qué, si no, sería vista casi como “hombrecito”? ¡Tiene los pantalones bien puestos!

Enrique: Sí, sin dudas. Hasta ahora el poder se ha considerado un atributo varonil.

Juan: Por eso esa continua referencia al tamaño, ¿verdad?

Enrique: El bastón de mando, o vara de mando, o cetro, o báculo, o la makila de los vascos, el bastón que usa la jerarquía militar en todas partes del mundo, el báculo pastoral de los obispos, la férula papal del Sumo Pontífice, la espada en alto de la victoria de los vikingos, etcétera, etcétera, son siempre representaciones fálicas, y eso se repite en todas las culturas a través de la historia, en todos los continentes, en todos los pueblos, los chinos, las culturas pre-hispánicas de América, las culturas mediterráneas, en Asia, siempre.

Juan: Curioso, ¿verdad? Como dijo alguna vez Jacques Lacan: “la potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural, la esperanza de la resurrección y la potencia que puede producirla, el principio luminoso que no tolera sombras ni multiplicidad y mantiene la unidad que eternamente mana del ser”, refiriéndose al falo.

Enrique: De ahí que el poder se juega en ese ámbito de “quién la tiene más larga”. Recuerdo hace algún tiempo, cuando saltaban chispas entre Donald Trump, presidente de Estados Unidos, y Kim Jong Un, de Corea del Norte, hasta chistoso parecía, porque se desafiaban a ver -literalmente- quién tenía los misiles más grandes. ¿Quién la tenía más larga?

Juan: Pues sí: hasta ahora así se ha concebido el poder, como esa “virilidad trascendente, mágica, sobrenatural, la esperanza de la resurrección, el principio luminoso que no tolera sombras ni multiplicidad”. El poder es vertical, inapelable.

Enrique: ¿Se podrá concebir de otra manera?

Juan: Bueno… ese es el desafío. Si hablamos de poder popular, un poder horizontal, estamos hablando de una nueva concepción del ser humano.

Enrique: Sí, es cierto compañero. Por eso hay que replantear el tema del poder. Lo que conocemos de la historia -de la Prehistoria, como llamaba Marx- es este tipo de ordenamiento social, basado en clases sociales, en un pequeño grupo que manda y una gran mayoría que obedece.

Juan: Algunos podrán decir que eso es de orden natural. ¿Instinto biológico? Eso es indemostrable. Lo que vemos, sin dudas, es que las sociedades basadas en las diferencias de clases, con jerarquías, implican que siempre una gran mayoría sale mal, se perjudica. Las grandes mayorías -¿las inmensas masas populares podríamos decir?- se joden.

Enrique: Sin dudas, el sistema nos jode a diario. Si hay un 10 o 15% de población mundial que vive con comodidad, eso presupone que hay una inmensa mayoría que la pasa mal, que vive en la ignorancia, con miedo, sin saber si al día siguiente va a poder comer.

Juan: Los sistemas basados en la explotación presuponen eso: que siempre hay una mayoría que se perjudica.

Enrique: En el sistema capitalista actual, por ejemplo, tener trabajo es una joya preciosa, y hay que callarse la boca, agachar la cabeza y trabajar como esclavo sin protestar.

Juan: ¡Muy de acuerdo! Hoy día, como decíamos hace un rato, tener trabajo ya puede considerarse un lujo. ¡Bochornoso, mi hermano! ¡Bochornoso e indignante! El capitalismo no soluciona, no quiere, pero fundamentalmente ¡no puede! solucionar los problemas históricos de la humanidad. El que trabaja, el que crea la riqueza, siempre sale mal.

Enrique: Es que la clase obrera como tal, el proletariado industrial que movía la maquinaria productiva, esa clase que estudiaron Marx y Engels a mediados del siglo XIX en la Europa próspera y pujante con el capitalismo de los primeros tiempos, o más aún: la clase obrera de la entonces principal potencia capitalista: Inglaterra, esa clase obrera ha retrocedido en su papel histórico, acorralándosela y anestesiándola.

Juan: Sí, definitivamente es así. Para eso, además, están las nuevas tecnologías de control: medios de comunicación masivos que nos amansan, nuevas religiones fundamentalistas que desconectan de la realidad, deporte profesional que inunda la vida cotidiana y te obligan a seguirlo por televisión. El capitalismo sabe hacer las cosas, sabe defenderse, y si durante la primera mitad del siglo XX los planteos socialistas iban en aumento, con sindicatos luchadores y toda esa serie de avances sociales que mencionábamos hace un rato, con las propuestas neoliberales se detuvo ese crecimiento. Por supuesto la clase trabajadora… bueno, me refiero al proletariado industrial, aunque trabajadores somos todos, también la clase media empleada en los servicios, los profesionales, etc., pero la clase obrera, que sigue siendo la creadora de plusvalor a partir de su trabajo, ha sido anestesiada. Aunque hoy día la arquitectura global del sistema, sin cambiar en su sustancia, ha tenido modificaciones importantes. Sigue habiendo explotación, por supuesto, pero el mundo tomó formas inesperadas: en el Norte la clase trabajadora ha sido muy domesticada. Y en el Sur se da esta pauperización tremenda. ¿Dónde está ese proletariado? ¿La robotización le quita lugar?

Enrique: Numéricamente, incluso, esa clase obrera no está en crecimiento; la desocupación o subocupación -derivados naturales del capitalismo, más aún en esta fase de hiper robotización y automatización de los procesos productivos, de deslocalización y de supremacía del capital financiero-especulativo- han hecho del proletariado industrial una minoría entre la masa de explotados.

Juan: A mí me queda una duda, Enrique. La clase obrera crea plusvalor, agrega valor a las materias primas en el proceso productivo, tomo I del Capital, 1867. Pero, y los otros trabajadores, los productores de software, por ejemplo, ¿no crean plusvalor?

Enrique: Yo entiendo que no. Pero es un tema complejo que abre debates. Siendo rigurosos con el planteo marxista, la plusvalía viene del trabajo asalariado del trabajador industrial, que crea mercancías que luego realizan la plusvalía en el circuito de la comercialización, cuando esos productos entran en la esfera mercantil.

Juan: Y los ingenieros que diseñan las modernas máquinas hiper productivas, que diseñan los robots, los que organizan el proceso productivo actual, que ya no es taylorista o fordista, esos trabajadores bien pagados (profesionales con alta especialización), ¿no crean plusvalor?

Enrique: Buena pregunta: eso hay que estudiarlo más en detalle y debatirlo. Lo cierto es que, aunque tenemos un mundo cada vez más sofisticado técnicamente donde abundan los recursos, donde sobran alimentos, donde nadie debería pasar penurias, las penurias crecen y crecen.

Juan: Así es. Los explotados y excluidos del sistema, globalmente considerado el asunto, crecen: campesinos que pierden sus tierras y se convierten en un proletariado rural mal pagado que en muchos casos marcha a las ciudades a engrosar los cinturones de pobreza, las favelas; sub-ocupados y desocupados en cantidades crecientes; poblaciones originarias cada vez más marginadas o excluidas por un modelo de desarrollo que no las incluye; migrantes del Sur hacia el Norte, empobrecidos por la crisis estructural; jóvenes sin futuro, todo eso son los sectores más golpeados por el capitalismo. Gente que pareciera que sobra.

Juan: ¡Tremendo! mi camarada: es increíble que el sistema pueda llegar a considerar eso, que haya gente “sobrante”.

Enrique: Sí, es tremendo, pero es la dura realidad: el capital, que se maneja con la más absoluta frialdad de los números, considera que si alguien no le sirve: sobra. Y no solo sobra: puede constituirse en un problema, porque no consume los productos ofrecidos por el sistema, y encima come y usa agua dulce.

Juan: Aunque parezca mentira, es así. Quienes diseñan esas políticas y consideran que hay poblaciones “sobrantes”, también van a la iglesia y se golpean el pecho. ¡Qué descaro!, ¿no? El sistema es despiadado, cruel, infame.

Enrique: ¿Pulsión de muerte?

Juan: Bueno… por algo Freud llegó a esa conclusión. Parece que no se equivocaba mucho. ¿El capitalismo explica la pulsión de muerte, o la pulsión de muerte explica la forma en que se organizaron las sociedades humanas: despiadadas, crueles, sangrientas? ¿Por qué las clases dominantes son tan, pero tan recalcitrantemente violentas? Todas: el amo esclavista, el rey, el jeque, el señor feudal, el emperador, el Inca, el Sumo Sacerdote, el burgués, el empresario moderno, el terrateniente medieval, el mandarín, etcétera.

Enrique: Si Homero Simpson tiene el poder, ¿sería así?

Juan: Buena pregunta. Creo que hay que entrarle a ese tipo de discusiones, que no son meros psicologismos: son cuestiones definitorias para pensar en la revolución socialista, para tener claro qué esperar que sea un proceso revolucionario. Me podría permitir expresar esto diciéndolo así: no pedir peras al olmo. El tema de la conciencia, de una nueva conciencia, me parece más que fundamental.

Enrique: A mí me parece aterrador -no digo que efectivamente así sea, pero eso se comenta-, me resulta preocupantemente aterrador que, como ya lo denunciara la kenyana Wangari Maathai y lo ratificara no hace mucho un oficial de la inteligencia naval de Estados Unidos, un tal Milton Cooper, el VIH fue desarrollado como arma de esta potencia para “sacarse de encima a gente indeseable”. Básicamente, a la población negra del continente africano, dejando libre el camino a los grandes capitales para entrar sin problemas a “buscar” las riquezas de allí: petróleo, agua dulce, minerales estratégicos. ¡Aterrador saber que se hacen cosas así!

Juan: Se dice que sí, que el VIH lo desarrolló el Pentágono en 1972 en instalaciones biológicas militares de la base Fort Detrick como parte del Proyecto MK-NAOMI, por orden del Departamento de Estado.

Enrique: Infame, ¿verdad? Bueno… así se mueve el sistema. Las políticas neoliberales son eso: una estrategia destinada a dejar un mundo para pocos, con mayorías que sobrevivan como puedan. “Poblaciones sobrantes”… ¡Es terrible!, pero así está concebido el mundo actual. Concebido por los poderes que lo manejan, claro.

Juan: Lo aterrador es que somos seres humanos los que podemos hacer esas cosas; y así se dirigen las sociedades. No sé si quedarnos con la idea de “enfermos”, de “psicópatas desquiciados” los que hacen esas cosas, o eso es algo que anida en los humanos.

Enrique: Claro, por supuesto: abre preguntas fundamentales. La invención del VIH, si es que efectivamente se diseñó como arma de destrucción masiva, o lanzar bombas atómicas sobre población indefensa, o la tortura, o el bullyng, todo eso te muestra que somos bastante “salvajes”. O mejor dicho: despiadados. Y eso no es solo el producto de desequilibrados psíquicos: así somos estos bichos raros de los seres humanos.

Juan: Un presidente yanqui, por ejemplo, puede bombardear y matar gente en algún punto del planeta, solo para salvarse la cara, usando eso como cortina de humo. Lo hizo Bill Clinton cuando se sentía acorralado con caso de Mónica Lewinsky, y bombardeó Libia, lo hizo Trump matando al general iraní Soleimani.

Enrique: Lo puede hacer cualquiera que detenta una cuota de poder, justamente para conservar esa cuota. En otros términos, Juan: esas características humanas son las que asustan. No sé si me atrevo a decir que eso es solo para resguardar la propiedad privada. En Camboya, en nombre del comunismo Pol Pot mandó a matar a un millón de personas.

Juan: Y en la Unión Soviética tenemos el caso de las purgas de Stalin. ¿Cuántos mató?

Enrique: A eso me refiero exactamente. ¿Eso solo lo podemos explicar a partir de la lucha de clases? Salvando las distancias, y sin dejar de considerar que en Nicaragua el imperialismo yanqui buscó la caída del gobierno recientemente, y sin dudas infiltró las marchas y puso matones, pero ¿Daniel Ortega no mandó matar gente también?

Juan: Entiendo por dónde vas. El socialismo debería iniciar otro capítulo en la humanidad; nos debería sacer de la Prehistoria, como dijera Marx, para hacernos entrar en la Historia. Debería apuntar hacia ese paraíso -¿paraíso?- que sería el comunismo, pero vemos que hay mucho que trabajar en nosotros mismos, como seres humanos, para pensar en una sociedad distinta.

Enrique: Esto no invalida, en modo alguno, nuestro ideario comunista. Al contrario: nos muestra que tenemos por delante una tarea titánica. Porque no solo hay que revolucionar las relaciones sociales de producción en términos económicos, sino que tenemos un trabajo ideológico-cultural fabuloso que nos espera.

Juan: Sí, asusta un poco todo esto que mencionábamos. El tema de las relaciones de poder -no solo en el modo que Foucault lo planteó, importante sin dudas, pero algo corto si se quiere-, las relaciones del sujeto con el poder pueden ser definitorias. En nombre de la revolución socialista se puede hacer cualquier cosa también.

Enrique: Conocí comandantes guerrilleros que mandaron a matar a otros camaradas, que se consideraban tan revolucionarios como ellos, por una cuestión de protagonismos. Sin ir más lejos, lo que hizo Stalin con Trotsky.

Juan: No hay dudas que, si se trata de construir una nueva sociedad, no debemos olvidar nunca la materia prima con que contamos.

Enrique: Hay mucho que cambiar… ¡muchísimo que cambiar! Infinitamente mucho. No es solo una cuestión de transformar las relaciones sociales de producción. Hay que cambiar ese sujeto que somos, lleno de egoísmos y algo diabólico a veces. ¿Tremendo trabajo ideológico-educativo-cultural por delante?

Juan: ¡Sin dudas! ¡Definitivamente!! Por eso, compañero, los planteamientos de los clásicos deben revisarse hoy día a la luz de los cambios del mundo. Retomando lo que decíamos: ¿quién es hoy el sujeto de la revolución? ¿La clase obrera industrial o ese “pobretariado” que mencionábamos antes?

Enrique: Los obreros industriales, tanto en el llamado capitalismo central como en el periférico, en ese mar de desesperación que nos inunda, pueden considerarse afortunados, pues tienen salario fijo (eso, hoy día, ya se presenta como un lujo). Todo ello, por tanto, cambia el panorama social y político: hoy día el fermento revolucionario se nutre en muy buena medida de todo ese subproletariado de trabajadores precarizados e informales, de población “sobrante” en la lógica del sistema.

Juan: Exacto. Por eso debemos ver bien por dónde caminar. Y cómo hacerlo. Además de esa precarización que mencionábamos, que obliga a replantearnos seriamente la lucha, entran en escena con fuerza creciente otros actores (otros descontentos, diríamos) como las mujeres, históricamente marginadas y que ahora levantan reivindicaciones específicas, los pueblos originarios, las juventudes, que pasan a ser igualmente fermentos de cambio. Por todo ello, el motor de la revolución socialista hoy ya no es sólo el proletariado industrial: es la masa de trabajadores y golpeados por el sistema.

Enrique: Los grupos más beligerantes de estas últimas décadas han sido, justamente, grupos indígenas, campesinos desalojados de sus tierras por las industrias extractivistas, desocupados urbanos, “marginales” del sistema, en sentido amplio. Es preciso redefinir con precisión el actual sujeto revolucionario, pero sin dudas hay ahí otro desafío que debemos asumir con ética revolucionaria.

Juan: Tenía razón Fidel Castro en eso que citábamos antes: ¿quién es el fermento de la revolución hoy día? ¿Ese pobrerío generalizado?

Enrique: Es curioso, y debe llamar a reflexionar seriamente esto, que todas las revoluciones triunfantes se dieron en sociedades sin mayor desarrollo industrial, con clases obreras, en el sentido clásico, muy pequeñas. Fijate: países básicamente agrarios, casi semi-feudales. Rusia, China, Cuba… no eran precisamente los bastiones del desarrollo industrial al momento de sus revoluciones.

Juan: Exacto. Por el contrario, los países con proletariados industriales urbanos más desarrollados, con movimientos sindicales muy fuertes hacia fines del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, terminaron todos anestesiándose. Los mecanismos sutiles de manejo de las contradicciones de clase, y no solo la represión abierta, domesticaron la protesta.

Enrique: Hoy es mucho más concebible un proceso revolucionario en algún país pobre, digamos del África o de Latinoamérica, que en Estados Unidos o en Europa Occidental. Esos proletariados están mucho más cómodos, más acomodados, más confortables, si así puede decirse, que el pobrerío del Sur.

Juan: Eso me hace pensar en una frase que alguna vez leí por ahí: “en el Norte se discute sobre la calidad de vida; en el Sur, sobre su posibilidad”. Quiero decir: una sociedad que tiene medianamente satisfechas sus necesidades básicas, como pasa con el capitalismo desarrollado (Estados Unidos, Europa, Japón, Canadá), aunque en su seno sigue albergando contradicciones, está más al resguardo de explosiones, de cambios, de cataclismos sociales. Son, para decirlo de un modo quizá discutible, sociedades más conservadoras.

Enrique: Te entiendo. Y comparto. Esos “cataclismos”, como bien los llamás, suceden en sociedades más inequitativas, más desorganizadas, más asimétricas. Allí el pobrerío tiene mucho menos que perder.

Juan: En realidad, para citar una vez más a los clásicos, al Manifiesto Comunista de 1848 para el caso, en el Sur paupérrimo no tienen ¡nada! que perder, más que sus cadenas. En el Norte, en esos países más prósperos, su clase trabajadora está más satisfecha. Tiene más una conciencia de clase media, conservadora, amante de sus “logros”: la casita, el automóvil, cierto estándar de comodidad.

Enrique: Pensemos en Homero Simpson, por ejemplo, ícono representativo de un obrero yanqui. Tiene casa propia, vehículo, todo el confort hogareño que le puede ofrecer la tecnología de un país capitalista desarrollado, la refrigeradora siempre llena. Y su tiempo libre lo pasa mirando televisión, o yendo a ver juegos de béisbol. No le queda espacio para la revolución.

Juan: Realmente patético, ¿verdad? Sin dudas, el capitalismo supo llegar a este punto de sutileza: te explota, pero te hace sentir bien.

Enrique: Y para el Sur empobrecido queda el bálsamo de las religiones. “La religión como opio de los pueblos”, como dijera Marx. Por eso este estallido de cultos neo-evangélicos que vemos por toda Latinoamérica, o los fundamentalismos islámicos, también inducidos por la CIA finalmente. Todos mecanismos para anestesiar, para desviar la lucha revolucionara.

Juan: Es increíble, pero es la pura verdad. Sí, es cierto: las religiones ayudan para tranquilizar. Pero no olvidar, como dijo un mismo teólogo rebelde, el italiano Giordano Bruno, luego condenado a la pira de la Santa Inquisición por su osadía, que “tranquilizan” pero siendo también un perfecto mecanismo de control social: “Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”.

Enrique: Complicado, mi hermano. ¡Muy complicado! Las clases dominantes saben lo que hacen, saben lo que quieren. Y lo que quieren es no perder nada de sus privilegios. ¡Se saben defender muy bien!

Juan: Medios masivos de comunicación, religiones, ideología que te la meten por los poros, Hollywood… ¡Está difícil la lucha, camarada! Y cuando lo necesitan, cuando las cosas se le van de la mano: palo, sin miramientos: campos de concentración clandestinos, torturas, asesinatos selectivos, o masivos. Sangre y más sangre.

Enrique: Por eso debemos plantearnos también, con un carácter autocrítico, ¿cuáles deben ser en la actualidad las formas de lucha?

Juan: Para ser concretos, prácticos, para ir de una vez al grano: ¿formas de lucha? ¡Las que se puedan, camarada! Así de simple.

Enrique: Así es. No existen recetas infalibles. Hay que inventar. La “pureza” revolucionaria no existe, no está en ningún lado.

Juan: Estamos de acuerdo. Por eso mismo, insistamos mucho en esto: ¡no hay manual para hacer la revolución! La Comuna de París, allá por el lejano 1871, fue una fuente inspiradora, y de allí Marx y Engels tomaron importantísimas enseñanzas. Es a partir de esa experiencia que surge la idea de “dictadura del proletariado”, en tanto gobierno revolucionario de los trabajadores como constructores de un nuevo orden.

Enrique: Lo que queda claro es que nunca un cambio puede ser por vía pacífica. Y eso no significa que los comunistas seamos violentos, sanguinarios por puro placer enfermizo: los cambios reales, no el gatopardismo, los cambios de verdad, profundos, sostenibles, implican transformaciones radicales. Para eso, hay que forzar las circunstancias. La violencia se impone.

Juan: La historia humana es un perpetuo altar sacrificial, diría Hegel.

Enrique: Bueno, eso es la dialéctica, ¿no? El conflicto perpetuo, ¿verdad compañero? Por eso hacen reír -¡o espantan!- estas teorías modernas, estas pretendidas, supuestas teorías que han salido recientemente que hablan de “resolución pacífica de conflictos”.

Juan: De Marx, con x, a Marc’s: métodos alternativos de resolución de conflictos. ¡Por favor! ¿De dónde diablos se sacaron eso?

Enrique: Son los tiempos que corren. Ya no se habla de lucha de clases. Estos días encontré por ahí una publicación que decía, literalmente (espero no equivocarme en la cita): “El antagonismo ya no es entre capitalismo y socialismo, lo que ha servido para acusar y demeritar las propuestas diferentes, sino entre la Corporatocracia como núcleo internacional de poder mediático-comercial-militar-financiero y la Justicia Social, con lo cual los derechos de la Humanidad deberán ser respetados superando la dicotomía izquierda-derecha”.

Juan: Sí, te creo. Yo también veo continuamente ese tipo de planteamientos. Hasta incluso en gente que se dice de izquierda. ¿Se nos esfumaron los sueños acaso?

Enrique: Con la caída del Muro de Berlín, la derecha se siente triunfal. Por eso apareció este pseudo-intelectual de Francis Fukuyama con aquella estupidez del “fin de la historia”. Pero más allá de ese supuesto grito triunfal -supuesto, porque no hay ningún triunfo final aquí-, más allá de esa llegada a las “democracias de mercado” como meta final, tal como se les llama, el sistema sigue haciendo agua. Como lo dijimos: cada 7 segundos muere de hambre una persona en el mundo, mientras se desperdician toneladas de comida en alguna parte.

Juan: Es cierto: sistema injusto, hipócrita, asesino, etc., etc. Pero como dijimos hace un instante, solo no cae. Y ahí está la cuestión: ¿cómo lo hacemos caer? ¿Qué hay que hacer?

Enrique: La Comuna de París, en su momento, por supuesto que inspiró. Pero ¿cómo repetir esas circunstancias ahora?

Juan: Menuda pregunta, compañero. ¡Es la pregunta fundamental de todo aquél que piensa, como se dice ahora, en que “otro mundo posible”! La cuestión es ¿cómo construirlo?

Enrique: Después de los socialismos realmente existentes y de todas las luchas del pasado siglo se abren interrogantes para plantearnos esa noble y titánica tarea de hacer parir una nueva sociedad, ¿verdad mi amigo? Pero ¿cómo hacerlo en concreto? Pregunta válida no sólo para ver cómo empezar a construir esa sociedad nueva a partir del día en que se toma la casa de gobierno sino también para ver cómo llegar a ese momento, punto de arranque primario. El poder, está claro, no se “toma”; el Estado con el que nos encontramos es el Estado burgués. Por eso hay que construir un nuevo poder. Pero la cuestión es cómo llegar a ocupar esa casa de gobierno, entendiendo eso como metáfora. ¿Cómo destruir el Estado burgués que maneja la sociedad?

Juan: Hoy por hoy, quizá ese es el tema central. ¿Cómo hacerlo en este momento, con un mundo que parece manejado por suprapoderes monumentales que tienen la capacidad de dirigir todo, y con tecnologías militares que parecen de ciencia ficción? Ya hemos dicho que la tarea de construir la sociedad nueva es complejísima y necesita de la autocrítica como una herramienta toral. Ahora bien: la pregunta -quizá más pedestre, más limitada y puntual, pero primera en toda su extensión, fundamental, básica- es ¿qué hacer para estar en condiciones de comenzar esa construcción? ¿Cómo se construye ese nuevo poder obrero-campesino y popular, mi dilecto camarada?

Enrique: Dicho en otros términos, si te parece plantearlo así: ¿cómo se desaloja a la actual clase dominante y se toma su Estado (el Estado nunca es de todos, es el mecanismo de dominación de la clase dominante) para comenzar a construir algo nuevo? ¿Se puede repetir hoy -metafóricamente hablando- la toma del Palacio de Invierno de la Rusia de 1917? ¿O hay que pensar en una movilización popular con palos y machetes que, acompañando a su vanguardia armada, pueda desalojar al gobernante de turno como sucedió en la Nicaragua de 1979, cuando el sandinismo todavía era revolucionario y no estaba cooptado por el orteguismo con su proyecto empresarial?

Juan: Tema difícil, arduo que, hoy por hoy, no tiene una respuesta concreta. ¿Podría preguntarse, en ánimo de aportar respuestas a estos interrogantes, si constituyen los procesos democráticos -dentro de los límites infranqueables de las democracias burguesas- de Chile con Allende, o la actual Revolución Bolivariana en Venezuela, con Chávez a la cabeza o con el actual presidente Nicolás Maduro, modelos de transiciones al socialismo? ¿Cuáles son sus límites?

Enrique: Creo, mi amigo Juan, que hoy no hay respuestas muy claras, como parecía que sí las teníamos varias décadas atrás. ¿Se puede apostar hoy por movimientos armados, cuando vemos, por ejemplo, que prácticamente todas las guerrillas en Latinoamérica o ya han depuesto las armas, o están próximas a hacerlo?

Juan: ¿Se puede revolucionar la sociedad y construir el socialismo con el “mandar desobedeciendo”, como pretende el movimiento zapatista?

Enrique: ¡Uy! Eso está raro. Creo que no hay mucho camino por ahí. El zapatismo, más allá de ser algo hermoso en términos románticos, no crece, no parece ser un modelo repetible en otros contextos. Es una invención bastante… ¿cómo decir? ..., mediática.

Juan: Exacto. Esa sería la definición más acabada, me parece. No es una propuesta revolucionaria útil para colapsar al capitalismo mexicano. Todo indicaría que el gobierno central lo deja ahí, metidito en su selva lacandona, buscando que muera solo. No parece muy posible mandar desobedeciendo. Eso, más allá del juego de palabras, remite a una posición de rebeldía sin propuesta concreta. Se manda o se obedece, ¿no?

Enrique: Así parece. Y aunque seamos dialécticos en nuestra concepción, ese juego de palabras suena más a galimatías que a propuesta política real, posible, con efectos concretos y comprobables. Da la impresión que dejaron la zona del zapatismo como una isla algo perdida en la dinámica general del país, y eso no alcanza para construir una alternativa socialista con visos de realidad. ¿Será que no pasa de una rebeldía inconducente?

Juan: No me atrevo a plantearlo en esos términos, pero después de años de existencia, el zapatismo no salió de Chiapas, no revolucionó a todo México. El sistema lo transformó en algo digerible.

Enrique: Salvando las distancias, algo así como lo que hizo con el movimiento hippie en los años 60 del siglo pasado: lo cooptó, lo comercializó incluso, le quitó el sesgo de peligro que representaba, con su llamado al no consumo (sabiendo que ese llamado no es “la revolución”, pero puede darle al sistema donde más le duele: en el bolsillo, y eso puede contribuir a juntar fuerzas, juntar malestares).

Juan: Sí, ¿verdad? Ese no-consumo fue reemplazado por otro modo de consumo que el sistema supo ir imponiéndole a la comunidad hippie.

Enrique: Te referís a las drogas, ¿verdad?

Juan: Exacto. Al final ese llamado a salirse del sistema promoviendo el no-consumismo, fue modificado con otro tipo de nuevo consumo. Según algunos dicen, The Beatles -nombrados Sir por la Corona Británica- contribuyeron, quizá sin saberlo, a esa nueva modalidad de consumo.

Enrique: ¡Por algo les habrán dado ese título nobiliario!, ¿no? Lucy in the Sky with diamonds, traducido como “Lucy en el Cielo con Diamantes”, con las iniciales LSD, de acuerdo al idioma inglés, una de sus más conocidos temas, es un llamado al consumo del ácido lisérgico, LSD.

Juan: El sistema sabe lo que hace. Todo lo transforma en mercancía, y la mercancía se traga al ser humano. Fetiche de la mercancía, ¿no?

Enrique: En otros términos: una propuesta que parecía anti-sistémica terminó diluida, cooptada, digerida por el Gran Sistema Capitalista, volviéndose un producto de consumo más.

Juan: Bueno…, salvando las distancias, algo parecido podría haberle sucedido a esa iniciativa tan bonita que era el zapatismo. No porque se haya mercantilizado, sino porque se le aguó, se le quitó su poder transformador, rebelde, anti-sistema.

Enrique: Entonces la pregunta sigue siendo: ¿cómo construir una alternativa socialista válida al día de hoy? Por lo que vamos viendo, eso está muy complicado. Todos los caminos parecen cerrados.

Juan: ¿Habrá que participar en los marcos de la democracia representativa para ganar espacios desde allí?, me pregunto a veces. Es sabido que jugando desde dentro del sistema no se puede cambiar nada en profundidad, porque el mismo sistema termina chupándote, cooptándote. Pero quizá pueda ser una forma, una táctica diría, para juntar fuerzas, para desarrollar poderes locales, como por ejemplo las municipalidades. O, incluso, para generar propuestas de ley alternativas. No lo afirmo, pero podría ser un camino quizá. Provisional, pero que tal vez valga la pena transitar. De lo que se trata, en definitiva, es de combinar todas las formas de lucha de las masas. ¡Combinarlas!, no excluirlas. Sumar y no restar. Nadie tiene la verdad revelada. Una vez más, citando a Machado: “Caminante no hay camino…

Enrique: El problema con estas vías electorales es que no se puede cambiar nada en profundidad dentro de la misma lógica, de las mismas reglas de juego burguesas, capitalistas. Porque, como ya sabemos, si se gana una elección y el sistema te permite sentarte en la casa de gobierno, y desde ahí se intenta ir demasiado lejos con las transformaciones, te sacan a los balazos. Sobran ejemplos, ya lo dijimos: Guatemala en la década del 50, Allende en Chile, Jean-Bertrand Aristide en Haití, Maurice Bishop en Grenada, Meme Zelaya en Honduras, Evo Morales en Bolivia...

Juan: ¡Cabal! Los de Bolivia es aleccionador. El presidente aymará intentó manejar las cuantiosas reservas de litio (el petróleo del futuro, el oro blanco, como le dicen), y vino el golpe de Estado. Los capitales no perdonan osadías.

Enrique: Veamos lo de México ahora, con López Obrador: es un buen presidente, como lo fue Pepe Mujica en Uruguay hace unos años atrás. Pero con un buen presidente -honesto, trabajador, decente- no se cambian las cosas.

Juan: La izquierda debería tenerlo por lección aprendida ya todo eso. Insistir en la democracia burguesa es un imposible.

Enrique: Pero algo más preocupante, o igualmente preocupante, es que si, por ejemplo, una fuerza popular, de izquierda, toma el poder y logra mantenerse, ¿qué pasa con sus cambios, sus transformaciones político-sociales si luego tiene que dejar el poder por vía electoral?

Juan: Digamos lo que pasó en Nicaragua cuando el Frente Sandinista perdió las elecciones en 1990. O lo que podría pasar en Venezuela si desalojan por vía electoral a Nicolás Maduro.

Enrique: La historia lo demuestra. Veamos qué pasó en Nicaragua, por ejemplo, cuando se perdieron las elecciones ante doña Violeta Barrios de Chamorro -que era un títere, pobre señora, absolutamente manipulada por su yerno, Antonio Lacayo, y por la embajada gringa-. La derecha regresa y se toma revancha. Desarma toda la institucionalidad nueva que creó el proceso socializante. Como no hay con qué mantenerla, pues las fuerzas armadas y el pueblo movilizado ya no están insurrectos, como hay que respetar el orden constitucional, que no cambió sustancialmente, la revolución, o ese proceso de cambio que se inició, no se puede mantener.

Juan: Y si bien es otro proceso, con características distintas, veamos lo que está ocurriendo ahora en Bolivia. Allí Evo Morales, con el apoyo partidario del MAS -Movimiento al Socialismo- gobernó por más de una década. Pero no se transformó nada de raíz. Con el golpe de Estado que le dieron, al no tener la población ni organización real ni armas en su poder, cae todo lo avanzado.

Enrique: En otros términos: una revolución socialista profunda, una revolución que empiece a conducir alguna vez hacia la sociedad sin clases, no se puede hacer verdaderamente con la institucionalidad capitalista. Allí se pueden hacer algunos cambios, pero hasta ahí nomás.

Juan: Es cierto. Con las elecciones democrático-burguesas hay límites por todos lados. No sirven para la revolución socialista… porque eso no permite revolucionar nada. Las revoluciones, o son revoluciones de verdad, o fracasan.

Enrique: ¿Te acordás lo que decía Rosa Luxemburgo en 1918 evaluando la revolución bolchevique y viendo ciertas claudicaciones, ciertas debilidades?

Juan: Claro, ¡¿cómo no lo voy a recordar?! “No se puede mantener el “justo medio” en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo”.

Enrique: Sabias palabras las de Rosa: no se pueden hacer revoluciones a medias. O se va hasta el fondo, o no hay cambio de nada, en definitiva.

Juan: Es así. La burguesía francesa, en 1789, para desalojar a la aristocracia tuvo que cortar algunas cabezas. ¡O muchas! Es que una revolución es eso: un cambio radical, profundo. O la locomotora trepa hasta la cima con toda la fuerza…

Enrique: O se viene abajo.

Juan: El problema es que no hay receta, no hay manual. Cada revolución tiene su propio sello, depende de infinitas circunstancias.

Enrique: Dado que no hay manual para esto de la revolución, la respuesta correcta -que no existe en términos precisos- debería ser amplia tomando como posiblemente válidas todas esas alternativas. Estudiarlas, analizarlas muy concienzudamente. “Válidas” no significa ni infalibles ni seguras; son, en todo caso, pasos a seguir. Por ejemplo: ¿hoy es pertinente levantar la lucha armada?

Juan: Pertinente, quizá sí, como de hecho puede suceder en algunos puntos del planeta (el movimiento naxalita en la India, por ejemplo, o el Ejército de Liberación Nacional en Colombia, que es la última guerrilla de ese país que aún perdura), pero no está clara su real posibilidad de triunfo, dadas las tecnologías militares sofisticadas con que el sistema cuenta para defenderse. ¿Por qué la mayoría de movimientos armados deponen hoy sus armas? Pareciera que, por allí, al menos en la coyuntura actual, no se va muy lejos.

Enrique: En definitiva, golpeado como está hoy el campo popular, desarticulado y sin propuestas claras, muchos pueden ser los caminos para comenzar a construir alternativas. Por ejemplo, todas las reivindicaciones de los pueblos originarios de América, que no son simplemente “reclamos territoriales” sino articuladas propuestas políticas alternativas al sistema-mundo imperante (con mayor o menor grado de organización, entre las que puede contarse el zapatismo en Chiapas si se quiere, o el movimiento mapuche en Chile, por mencionar algunas). Todo ello pueden ser puertas a abrir, válidas, que quizá ayuden a conducir a la anhelada revolución social. Queda claro que no hay “una” vía; distintas formas pueden ser pertinentes. Después de las puebladas, por ejemplo, en Colombia y más aún en Chile se constituyeron asambleas populares territoriales. ¿Son ese el camino?

Juan: Quizá los movimientos populares amplios, los frentes, la unión de descontentos y la potenciación de rebeldías comunes pueden ser útiles en un momento. La presunta pureza doctrinaria de las vanguardias quizá hoy no nos sirva.

Enrique: Bueno…, en realidad, nunca sirvieron.

Juan: Por supuesto. Esas pretendidas “purezas” no pueden pasar del diletantismo de cafetín. Parodias de revolución, podríamos decir.

Enrique: Pero sí tiene que haber una vanguardia, o llamémosle como se quiera, alguien que marque camino, que organice y dirija la lucha.

Juan: Eso es cierto. El espontaneísmo, la reacción visceral inmediata -como los “chalecos amarillos” en Francia, por ejemplo, o las recientes revueltas latinoamericanas, o la Primavera Árabe-, no permite cambiar nada de raíz si no se profundiza con un programa concreto, bien definido.

Enrique: Cabal. Como dijo Marx alguna vez, creo que en 1850 en un mensaje que mandó a la Liga de los Comunistas: “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva

Juan: Estamos de acuerdo: para reformar, para maquillar algo y no tocar el fondo, ya tenemos la socialdemocracia, esos planteos de “centro-izquierda”, como se les dice, que son, en definitiva, una forma de “abuenar” el capitalismo, presentarlo con “rostro más humano”.

Enrique: Ejemplos de esos sobran. En Latinoamérica tenemos grandes ejemplos de gobiernos progresistas, de capitalismo con “preocupaciones” sociales. Pero si uno los ve con detenimiento, ¿qué cambian?

Juan: Ahí está el peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil. ¿Terminará siendo algo así el chavismo en Venezuela? Lamentablemente todas esas experiencias, más allá de buenas intenciones, no transforman de raíz nada. ¿Pueden terminar siendo un obstáculo incluso?

Enrique: Porque el capitalismo es siempre capitalismo, no importa si con rostro amable o mostrando los dientes. Eso está claro. La cuestión que nos sigue quitando el sueño es ¿cómo generar las alternativas anti-sistémicas?

Juan: Escucho decir muchas veces, no sin altanería, con una buena cuota de petulancia, que “la izquierda está perdida, está desorientada, no sabe qué hacer”. Lo curioso, o mejor dicho: ¡lo patético!, es que lo dice gente de izquierda… ¡pero como si estuviera hablando de una cosa a la que no perteneciera quien lo dice!

Enrique: Tenés razón, es así. Y da un poco de pena eso. Si lo dice la derecha, hasta se entiende en definitiva que lo diga con regocijo. La izquierda es su enemigo, y canta victoria si percibe que está perdida. Porque, hay que reconocerlo, hoy por hoy, en buena perdida, está perdida.

Juan: ¡Estamos!, habría que decir, para no repetir lo que ahora estamos criticando.

Enrique: ¡Exacto, compañero! Estamos algo perdidos. Hay que asumirlo, hay que partir de allí con honestidad. Digámoslo en primera persona. ¡Estamos desorientados!

Juan: De acuerdo, es el punto de partida. Perdimos esta batalla, llamémosle neoliberalismo a la aplanadora que nos vino a golpear, y ahora nos cuesta mucho reaccionar. Pero quedarse en esa posición casi magistral de ver que “la izquierda está perdida”, siendo de izquierda y sin aportar nada a la discusión, suena a fanfarronería.

Enrique: Sí, a falta de compromiso, a dejar de lado los ideales. Si es cierto que estamos perdidos, ¿por qué esa gente de izquierda no se arremanga los pantalones y viene a decirnos qué hacer?

Juan: Es que nadie sabe qué hacer exactamente. Los alzamientos populares espontáneos, las puebladas, como la que hubo vez pasada en Argentina con el emblemático “corralito” y la reacción popular de “¡Que se vayan todo!”, sirvió para sacar a cinco presidentes de dos semanas. Pero ¿qué pasó después? No hubo ningún cambio sustancial. Vino un mínimo mejoramiento con el “capitalismo serio” de los Kirchner, y de ahí no pasó.

Enrique: O lo de Ecuador vez pasada también, donde las puebladas sacaron a varios presidentes: Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez. Pero el sistema no se modificó, y las políticas neoliberales se siguieron aplicando. O en Chile. Piñera, un total neoliberal que sigue los pasos de Pinochet, pero con fachada democrática, no se ha ido. Y los muertos los puso una vez más el pueblo. Y los planes neoliberales se mantienen.

Juan: Es así. Seamos sinceros con nosotros mismos. Más allá que queramos ver que el neoliberalismo está haciendo agua, todas esas protestas populares espontáneas que se dieron hacia fines del 2019 (desde los “chalecos amarillos” hasta todas las movilizaciones de Latinoamérica, como Ecuador, Chile, Honduras, Haití, Colombia, o las concentraciones enormes que se dieron en el Líbano por el aumento de tarifas de las redes sociales, o en Egipto, o en Irak, o los catalanes pidiendo la independencia del católico reino borbónico de España), todas esas expresiones viscerales de descontento, importantísimas sin dudas, no cambiaron nada en el fondo.

Enrique: Algo así como la Primavera Árabe, que arrancó con mucha fuerza, pero luego se desinfló.

Juan: Sí, o lo que pasó en Guatemala en el 2015, donde las concentraciones populares mandaron a la cárcel (o ayudaron a mandar, porque parece que ahí hubo manipulación de Estados Unidos) al presidente Otto Pérez Molina y a la vicepresidenta Roxana Baldetti. Todo ese calor popular, ese descontento concentrado que anida en la población y que puede reventar un día, sin dirección se muere luego.

Enrique: Eso demuestra que si no hay plan concreto, no hay organización y un proyecto acabado con alguien que enarbola la lucha, no se llega a nada. En Guatemala, ¿qué pasó en ese histórico 2015? Se llamó a la gente a cantar el himno nacional y a tocar vuvuzelas en una fiesta sabatina, pero como no fue una reacción real de la gente que salió a protestar enardecida, como fue un montaje en muy buena medida inducido por la embajada de Estados Unidos, no pasó de un show sin consecuencias profundas.

Juan: Se dice que fue una prueba piloto para probar esto de la supuesta “lucha contra la corrupción” como una estrategia que prende en la gente, y que sirve, en definitiva, a la lógica imperial para deshacerse de gobiernos “molestos”.

Enrique: Molestos para la Casa Blanca, por supuesto. Lo de Guatemala fue una prueba, todo indicaría. Después usaron ese modelo en Brasil y en Argentina. Y, por cierto, les dio resultado.

Juan: Guatemala, tristemente, es siempre un laboratorio de pruebas para la geoestrategia yanqui. Décadas atrás, la utilizaron para hacer pruebas secretas sobre la sífilis, en plena Primavera Democrática en la década de los 50 del siglo pasado, en los 80 fue el campo experimental para la desaparición forzada de personas (ese país tiene casi el 50% de todos los desaparecidos de Latinoamérica durante las guerras sucias), en el 2015 se probaron estas “revoluciones de colores” centradas en la manipulación con el tema de la corrupción.

Enrique: Pobre Guatemala, ¿verdad? ¡Qué historia tan triste! Y pensar que en ese año, con esas movilizaciones populares, parecía que podía haber cambios reales en la situación política.

Juan: ¡Pero no fueron reacciones espontáneas! Luego se supo que había infinidad de perfiles falsos en las redes sociales desde donde se llamaba a esa parodia de movilización sabatina, más fiesta parrandera que protesta política auténtica.

Enrique: No hay duda que la movilización popular es el camino, pero si nos quedamos en el espontaneísmo, de ahí no se pasa. Por eso, como escuché muchas veces a gente de izquierda, casi con insolencia: “la izquierda está rebasada por las masas”. Es relativamente cierto, pero cómo se construye el cambio. Sigue siendo la pregunta en pie.

Juan: ¡La gran pregunta!, compañero. Lo mismo que se preguntaba Lenin en 1902 en la Rusia zarista: ¿Qué hacer? Esa es la cuestión básica para nosotros, los comunistas, en relación a cómo poner en práctica las ideas revolucionarias de Marx y Engels.

Enrique: Yo creo que tenemos tanta necesidad de levantar la puntería en relación a las luchas del campo popular, a la posibilidad real de llegar a la revolución, que queremos ver lo que no hay. Por ejemplo, hay muchos que ahora, con estas rebeliones populares, ya ven el cambio a la vuelta de la esquina. “Está cayendo el neoliberalismo y los pueblos ya despertaron”, se dice por ahí. Pareciera que ya huele a revolución socialista.

Juan: Bueno… es lo que uno querría, ¿no? Pero, seamos francos, estos estallidos, estas puebladas, si bien marcan el camino, no son la revolución. Creo que tenemos que ser más cautos en el análisis. Es como ver en Chávez y en el proceso bolivariano el gran cambio. Se abrieron esperanzas, pero si no se tocan en serio las relaciones de propiedad, no hay cambio real.

Enrique: Como dijo Gramsci, en relación al optimismo y las esperanzas: “Hay que actuar con el optimismo del corazón y con el pesimismo de la razón”.

Juan: Sabias palabras.

Enrique: Estamos algo perdidos, hay que reconocerlo. Y algunos, con un exitismo cuestionable, dicen que todo eso superó a los intelectuales. Y lo dicen con cierta sorna. ¿Y por qué, alguno de esos que saben tanto y se burlan de los partidos políticos de izquierda, o de los cuadros intelectuales de izquierda, mofándose porque “las masas los superaron”, si alguien sabe cómo seguir entonces, por qué no lo dice?

Juan: Porque nadie lo sabe, hermano. Nadie lo sabe con exactitud, y en todo caso, todos estamos en el ensayo y error ahora. ¿No hablábamos de respetarnos? Pues bien: todos podemos aportar algo, desde el campesino y su lucha espontánea hasta el cuadro intelectual, desde el ama de casa desesperada porque no sabe cómo alimentar a su familia hasta el joven precarizado. La cuestión es que, con toda honestidad, nadie tiene la fórmula mágica para la revolución.

Enrique: Eso es crudamente cierto, Juan. Nadie sabe qué hacer. Hay que ir probando. Como dijo Einstein: “No se pueden lograr resultados nuevos haciendo las mismas cosas de siempre”. Por tanto, habrá que hacer cosas nuevas.

Juan: Ahí está el desafío, Enrique. Pero… ¿por dónde empezar?

Enrique: Algo que me parece importantísimo, que a veces lo decimos de pasada, pero que no lo tomamos muy en cuenta, son dos elementos vitales, las únicas cosas que pueden asegurar tomar el poder y luego construir realmente el socialismo.

Juan: Me imagino a qué te referís: ¿fuerzas armadas e ideología?

Enrique: ¡Exactamente, mi amigo! Si no tenemos las armas, el monopolio de la fuerza, como dice la politología burguesa, nos ganan siempre.

Juan: Así es. ¿Por qué no prosperan estas insurrecciones populares que se han dado ahora? Porque no hay con qué profundizarlas, y las armas las sigue teniendo la clase dominante.

Enrique: Y también podemos verlo en el caso de Bolivia. El MAS con Evo Morales hizo un excelente gobierno a favor de las clases más explotadas, mejoró sustancialmente su situación, creció la economía. Pero cuando la derecha, la oligarquía local y el imperialismo vieron la oportunidad con esa historia inventada del fraude electoral, actuaron. ¿Y por qué no se pudo mantener Evo?

Juan: Porque las fuerzas armadas no las tenía. Así de sencillo.

Enrique: ¡O de patético!

Juan: Sí, mejor dicho: ¡de patético! Estamos claros: para hacer el socialismo se necesitan las armas (“El poder nace del fusil”, decía Mao) y la ideología. Sin ideología revolucionaria, sin conciencia crítica y ética socialista, no hay revolución.

Enrique: Así es. Seamos genuinamente críticos. ¿Por qué la Revolución Bolivariana en Venezuela anda como anda, casi cayéndose? Tiene las fuerzas armadas, pero falta el componente ideológico. Es un socialismo capitalista.

Juan: Lamentablemente es así. Todavía se ponderan las Miss Universo, el consumismo de la época de oro de los petrodólares. Recordemos eso de la funcionaria que pensaba en una misión popular para suministrar pechos de siliconas. ¿Cultura del consumo capitalista y de la belleza plástica? Si esa ideología, si esa cultura banal del capitalismo no cambia, no se puede avanzar al socialismo.

Enrique: ¿Por qué Cuba no cae pese al bloqueo y cuanta agresión haya sufrido? Porque tiene las dos cosas: armas para la revolución (fuerzas armadas y población armada) y poderosa ideología. Ahí, aunque diga la derecha que la gente “se escapa”, la población defiende a muerte el socialismo.

Juan: Ello incluye la permanente autocrítica. Aunque, hay que decirlo, los mecanismos de libre empresa que se están introduciendo ahora abren interrogantes. China, monumentalmente grande como es, pudo introducir esos cambios, y la experiencia muestra que no se le fue de las manos como pasó con la Perestroika soviética. ¿Podrá Cuba mantener el socialismo pese a ese nuevo fermento que se está dando?

Enrique: Tiene que haber una autocrítica permanente, estudiar muy a profundidad lo que se hace. Si mantenemos a capa y espada aquello de “crítica implacable de todo lo existente”, como pedía Marx, deberíamos empezar por nosotros mismos. Dicho de otro modo: ¿dónde está la izquierda en este momento? No hablemos de Cuba, hablemos de los países latinoamericanos. O la izquierda en el mundo.

Juan: Buena pregunta. ¿Dónde está? O… si se quiere: ¿dónde estamos? Mmmmm…, para ser francos… ¿en las ONG’s?

Enrique: Y sí. Lamentablemente, en muy buena medida, sí. Estas dichosas ONG’s son un buen invento… para neutralizar a la izquierda.

Juan: Es patético, ¡pero es así!

Enrique: Cuando decíamos que el sistema capitalista sabe lo que hace, aquí tenemos una magnífica evidencia de ello. Toda la energía y el ideario de la gente de izquierda, tanto en el Norte como en el Sur, la han sabido maniatar, cooptar, encapsulándola en ese engendro particular que son estas asociaciones.

Juan: Primado de lo “políticamente correcto”. Ahí, como se depende de un financiamiento que dan siempre, en todos los casos, las potencias, esas mismas potencias -capitalistas todas, obviamente- te ponen las condiciones. Te marcan la agenda, te condicionan.

Enrique: A lo sumo, se pueda “jugar” a hacer la revolución. Pero de ahí, de un juego casi infantil, no se pasa.

Juan: Es cierto. No te permiten ir más lejos de lo que los que pagan desean. “Quien paga los músicos pide la canción”, se suele decir. Y es así, mi hermano. De luchas de clases ya no se habla. Eso, pretendidamente, pasó a la historia.

Enrique: Cabal. Se pueden permitir ciertas válvulas de escape. Se puede llegar a hablar de temas definitivamente importantes, pero que no tocan el corazón mismo del sistema. Se impulsa, por ejemplo, trabajar el tema de equidad de género, o la no discriminación étnica, o de las minorías de diversidad sexual.

Juan: Todo lo cual está muy bien.

Enrique: ¡Por supuesto! Nadie lo niega. Pero con eso solo no se arregla el mundo. Lo que hay que cambiar, con lo que hay que terminar de una buena vez, es con la explotación. ¡Con todo tipo de explotación! Porque van de la mano todas: las de género y las étnicas se dan en articulación con las económicas. No puede haber emancipación real si no se trabaja por terminar con todas ellas en conjunto.

Juan: ¡Así es! Supongamos que las relaciones sociales de producción no cambian en su esencia, pero ahora la clase dominante, la propietaria de los medios de producción (la tierra, el dinero, las fábricas) pasa a ser, por ejemplo, la totalidad de las mujeres. O los negros. O los homosexuales. ¿Cambia la esencia de la explotación?

Enrique: Obviamente no. Aunque sea “políticamente correcto” darle voz a todos estos sectores históricamente marginados -y, por supuesto, eso debe ser así-, aunque se “empoderen” esos grupos, tal como está de moda decir ahora, la explotación se mantiene.

Juan: ¡Y ese es el meollo del asunto!

Enrique: Pero esta llamada cooperación internacional, con su parafernalia de ONG’s, parece haberse olvidado del tema. Como decíamos hace un rato: ahora todos son Marc’s, sin X: métodos alternativos de resolución de conflictos.

Juan: Pero el conflicto que dinamiza la historia humana, el conflicto dado por la lucha de clases, contradicción primera y principalísima, eso no se toca. Salvemos a los osos panda, o busquemos energías limpias, lo cual, por supuesto que es muy importante, pero de la explotación inmisericorde de propietarios sobre trabajadores, de eso no hablemos.

Enrique: Bueno, compañero: en esas lógicas fue cayendo la izquierda en estos últimos tiempos. Lo “políticamente correcto”, no violento, bien presentadito, fue el envoltorio con el que se cubrió buena parte de la izquierda. O la envolvieron.

Juan: O se dejó envolver.

Enrique: Bueno, sí… Es una situación compleja. Ante la falta de perspectivas, muchísima gente se asustó, se quebró, se acomodó. Además, hay que vivir, y estas organizaciones te permiten un ingreso. En fin… es un tema complicado.

Juan: De acuerdo, lo tenemos claro. Está más que sabido que ese no es un camino, en absoluto. Aunque, como hay que vivir, hay que sobrevivir de algo, esas ONG’s pasaron a ser una fuente de sustento.

Enrique: Terriblemente perverso, ¿no? Y muchos, muchísimos cuadros de la izquierda terminaron cooptados por esa dinámica. Pero ahí no hay salida. Tenés que vivir mendigando los financiamientos, bajándote los pantalones y haciendo lo que el financista quiere.

Juan: “Bajarse los pantalones”… ¿No suena muy “machista”, “sexista”, “patriarcal” esa expresión? Bueno… eso te podría decir una feminista quizá.

Enrique: Quizá. Pero ahí está la cuestión: se llega extremos casi ridículos, y se escamotea lo central.

Juan: Du sublime au ridicule il n’y a qu’un pas, dice un refrán francés.

Enrique: Muy oportuno: “de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”. Efectivamente: en nombre de un principismo extremista se pueden cometer las tonteras más grandes.

Juan: Definitivamente. Todos los extremismos, los fundamentalismos, todas esas búsquedas de un absoluto, pueden dar resultados catastróficos. Lenin lo decía en aquel libro famoso de “El izquierdismo: enfermedad infantil del comunismo”.

Enrique: Texto importantísimo, sin dudas, de 1920. Es una crítica a esos principismos extremistas. Por ejemplo: si uno toma Coca-Cola o come Mc Donald’s sería un “traidor a la causa”, pasaría a ser un “contrarrevolucionario”.

Juan: Y de ahí a agente de la CIA, un paso.

Enrique: Ese es el problema de los fundamentalismos: que ven el mundo en blanco y negro, perdiendo la infinita variedad de colores que realmente existe. Hay que cuidarse de esas posiciones tan ultras.

Juan: Alguien decía alguna vez, refiriéndose a todo esto, que como el mundo es redondo, si uno se ubica en la extrema, más extrema izquierda, puede terminar estando en la derecha.

Enrique: ¡Muy buena la figura! Y creo que eso vale para cualquier fundamentalismo: los religiosos, por supuesto. Pero también en el campo de lo que llamamos “progresismo”, en la izquierda, hay que estar precavido de estas exageraciones.

Juan: Vez pasada, por ejemplo, escuché que un grupo de mujeres feministas extremistas rompe los huevos de gallina porque, según dicen, eso es el fruto de la violación de un gallo, de un macho abusador.

Enrique: En fin… ¿Qué te puedo decir? Pero, cuidado: esta crítica no significa que el tema de género no sea importante.

Juan: ¡Por supuesto, mi camarada! Es un tema fundamental. Hay que luchar denodadamente contra el patriarcado. El trabajo hogareño, que en general hacen las mujeres, es vital para el sostenimiento del sistema. ¡Y no se paga! O sea que la clase explotadora explota al trabajador asalariado, en general varón, y también a su mujer, que trabaja sin paga. ¡Hay que luchar contra todas las lacras! El tema de género es importantísimo, sin dudas. Hay que combatir esa inequidad. El trabajo hogareño, en general hecho por mujeres, es indispensable para el sistema, porque es lo que permite seguir explotando día a día al trabajador, que se alimenta, se viste, descansa en su casa, donde todo eso alguien lo preparó, y gratis.

Enrique: Por eso, como recién decíamos, las injusticias van todas de la mano, articuladas. No se puedo combatir una de ellas por separado, porque se corre el riesgo de caer en fundamentalismos peligrosos, en dividir, en atomizar las problemáticas.

Juan: Exacto. Hay que cuidarse de esos excesos, porque así, para dar un ejemplo extremista, podemos terminar levantando la figura de Lorena Bobbit y pensar que la reivindicación de género es una mujer cortándole el pene a un varón. En otros términos: hay que combatir todas las injusticias articuladamente, en un mismo paquete.

Enrique: Así como también el racismo, o todo tipo de discriminación. Nunca olvidar que las luchas deben ser integrales: sin cambiar las relaciones sociales, donde está como asunto básico la forma en que se reparte la riqueza social, sin cambiar la explotación capitalista, es imposible cambiar de verdad todas las otras injusticias, las otras asimetrías.

Juan: Exacto. Porque si no, se queda en algo cosmético, superficial. El problema no es quién te explota, si es hombre o mujer, blanco o negro o indígena u oriental, si es heterosexual u homosexual. ¡El problema es que sigue habiendo explotación, asimetría, injusticia! Hay que cambiar todo junto.

Enrique: ¡Eso es la revolución socialista!

Juan: Bueno… ¿cuándo la hacemos?

Enrique: Por ahora no te doy la fecha. Pero, hablando en serio, tal como van las cosas, no se la ve muy cercana, ¿no?

Juan: La verdad que no. Parece que el sistema sabe protegerse, sabe blindarse. Ahora, en estas últimas décadas, con todos estos planes neoliberales, nos hicieron perder un terreno precioso. Nos mandaron de nuevo al siglo XIX.

Enrique: ¡Eso, eso! Me parece bien dicho así: nos retrotrajeron al siglo pasado, a más de 100 años atrás, cuando todavía no había habido experiencias socialistas. ¡Eso es este engendro mefistofélico que llaman neoliberalismo!

Juan: Pero tengámoslo claro, compañero: el enemigo no son estos planes en particular, a los que le dio forma concreta la Escuela de Chicago con Milton Friedman a la cabeza, probados por vez primera en Chile después del golpe militar de Pinochet.

Enrique: ¡Por supuesto, mi amigo! El enemigo sigue siendo el sistema capitalista, esa serpiente viperina que todo lo transforma en mercancía, y que basa la riqueza en la explotación de una clase por otra.

Juan: De acuerdo: parece que lo tenemos bien claro. Pero, ¿cómo recórcholis lo cambiamos?

Enrique: ¿Recórcholis? ¡Qué fino! ¡Qué elegante!

Juan: Bueno… seamos más populares: ¿cómo diablos lo cambiamos?

Enrique: Organizando, creando base popular, haciendo trabajito de hormiga, así como hacen los evangélicos, o los mormones, que van casa por casa convenciendo a la gente.

Juan: ¿Vamos casa por casa con El Capital bajo el brazo? ¿O mejor el Manifiesto Comunista?

Enrique: Bueno… más allá que parezca un chiste, el trabajo militante tiene que ser eso: el trabajo de hormiguita, hablando, convenciendo, mostrando otra realidad a la gente. Y ayudando a organizar. No hay otro camino más que organizar, tener preparadas las alternativas para cuando vengan otros estallidos, otras puebladas. Organizar por sectores, por ramas: trabajadores fabriles urbanos, trabajadores rurales, campesinos, amas de casa, estudiantes, jóvenes en general, vendedores ambulantes, etc., etc.

Juan: Para eso, obviamente, se necesitan muchos militantes. Militantes bien preparados, con una ética inquebrantable, convencidos, que manejen bien la teoría revolucionaria.

Enrique: Se podría decir, para expresarlo de otro modo, que se necesita un partido de cuadros.

Juan: Bueno, la experiencia muestra que, si nos quedamos con los cacerolazos solamente, eso no transforma nada. Hay que preparar a la gente, hay que tener cuadros por todos lados que puedan hacer ese trabajo.

Enrique: Sí, es cierto: a la propaganda ideológica de la derecha, cada vez más penetrante y bien hecha, hay que oponerle otra alternativa. La lucha tiene que darse en todos los frentes, y el ideológico es fundamental.

Juan: Cuestión difícil esa, complicada. La ideología es algo que no se ve, que uno ni sabe cómo la aprehende. Pero que ahí está, siempre. Es el telón de fondo que envuelve y marca nuestras vidas.

Enrique: Como dijo Marx: “La ideología dominante es siempre la ideología de la clase dominante”. Por eso un trabajador o una trabajadora, pobres, sin recursos, pueden tener un pensamiento de derecha.

Juan: Por eso puede apoyar a Donald Trump, por ejemplo.

Enrique: O a Hitler en su momento. O a un neonazi como Bolsonaro, en Brasil. La ideología, ese complejo cúmulo de ideas, valores, explicaciones, puntos de vista, etc., etc., nos determina. Por eso los comunistas debemos dar una batalla sin cuartel en el campo ideológico.

Juan: Así como lo da la derecha. Ellos saben muy bien lo que hacen, por eso en cada milímetro de territorio está la ideología capitalista inundando todo.

Enrique: Me permito una reflexión, a ver qué te parece. Esto de la ideología está tan metido, estamos tan penetrados, que la cosmovisión que en general tenemos, si no hay un proceso crítico que nos abra los ojos, la vemos como totalmente normal. Siempre fue así, pareciera decirnos la ideología. Las cosas son como son, y no pueden cambiar.

Juan: Ahá, así es.

Enrique: Por eso, luchar contra esa carga es luchar contra uno mismo, contra lo que pensamos, prácticamente contra nuestra identidad. De ahí que en los países donde triunfó la revolución socialista la lucha ideológica a veces puede tornarse pesada, muy intensa, exasperante si se quiere.

Juan: Creo que entiendo por dónde vas. ¿Querrías llegar a decir que en las sociedades socialistas se necesita, de algún modo, una ortodoxia ideológica marcada, que puede resultar algo agobiante?

Enrique: Sí, exacto. Me captaste. Es real, no hay que tener miedo de decirlo: en los procesos revolucionarios -y quizá no puede ser de otro modo- la misma necesidad intrínseca de construir algo nuevo, algo distinto al capitalismo, puede llevar a una exageración del discurso ideológico, ahora de nuevo signo. Es decir: hay que marcar y remarcar hasta el cansancio que ahora hay otra sociedad en juego, que ahora no hay clase explotadora, que ahora los trabajadores mandan.

Juan: Y eso puede desembocar en ortodoxia, ¿no?

Enrique: Bueno, la experiencia muestra que sí, que a veces, sin quererlo, se puede caer en exageraciones.

Juan: Lo que pasa es que cambiar todo un sistema de pensamiento milenario, asumido como secularmente normal, natural, requiere de un esfuerzo titánico. Hay que meter los nuevos valores casi que con trépano.

Enrique: Pero eso puede terminar siendo un problema.

Juan: Sí, es cierto. Pero… ¿qué otro camino habría?

Enrique: Bueno, como decíamos hace un momento: el conflicto humano va a estar siempre. En el capitalismo te hacen creer -insisto: ¡te hacen creer vilmente!- que sos libre, que podés elegir, que decidís si trabajás o te morís de hambre según un acto racional, voluntario, libre de presiones. El manejo ideológico es tremendo. Pero como es algo “natural”, “normal”, algo consuetudinario, no asombra, no se ve como imposición.

Juan: ¡Pero lo es! Una imposición mayúscula. Y es cierto: si desde la otra orilla, en el socialismo, queremos ir metiendo otra cosa, no hay más alternativa que meterlo un poco a la fuerza. La educación, seamos sinceros, te mete las cosas. Ningún niño pide ser educado. Desde que nace es sometido un bombardeo de datos, valores, información varia, ideología, que es la que hace que sea como luego va a ser de adulto. La educación, o dicho de otra manera: la construcción de un sujeto, implica esa “violencia” primaria. Nadie decide su vida, como decíamos hace un rato. Nos la deciden. Para ejemplo: el nombre propio.

Enrique: Por supuesto. No tengamos miedo a decirlo así: un sujeto infantil recibe cosas, se les mete, se lo forma. La ideología entra así: te la van metiendo desde el nacimiento, desde que tus padres te hablan, desde la familia, la escuela, las iglesias, los medios masivos de comunicación. Todo eso nos construye, y nunca te piden permiso para construirte.

Juan: Por eso el nuevo Estado revolucionario tiene que remar contra la corriente. Tiene que ayudar a desaprender lo aprendido en el modo de producción capitalista, tiene que generar una nueva cultura, nuevos patrones, una nueva ideología.

Enrique: Y eso se hace imponiendo. De ahí que, a ese período tan especial, cuando la clase trabajadora toma el poder y desbanca a la anterior clase dirigente, Marx lo llamó “dictadura del proletariado”.

Juan: Concepto complicado, por cierto. La derecha se toma de lo de “dictadura” para mostrar que las experiencias socialistas han sido todas dictaduras, cárceles, atentados contra la libertad.

Enrique: ¡Qué mentira! ¡Qué vil mentira! ¿Y la dictadura del mercado? ¿Y la dictadura de los medios masivos de comunicación que día a día te lavan la cabeza?

Juan: Claro, no hay dudas. Pero la ideología capitalista se llena la boca hablando de libertades, de democracia, de derechos humanos y taradeces por el estilo.

Enrique: Sí, exacto: ¡taradeces!, como bien lo decís. ¿Qué libertad: la de elegir cada algunos años al gerente que se pone de presidente?

Juan: Lo que sucede es que, en ese momento tan especial, en ese período álgido de sentar los cimientos de una nueva sociedad, todo está por hacerse. Y, la verdad, muchas veces, si no todas, se va un poco a tientas. Y hay que reconocer que, a veces, esa dictadura del proletariado terminó siendo más “dictadura” que “proletariado”.

Enrique: Lo comparto. Es así. No hay manual, no hay receta alguna que te diga cómo hay que hacer el cambio exactamente. Muchas veces se puede pecar de excesos, de autoritarismo. Pero eso, por supuesto, no invalida el socialismo, no invalida la intención de construir algo nuevo.

Juan: Como dijo Frei Betto: “El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana.

Enrique: Exacto. Muy bien dicho. Que haya habido gulags en la Unión Soviética, o que haya autoritarismo y burocracia en las primeras experiencias socialistas, en cualquier de ellas, no significa que no hay que seguir peleando denodadamente contra la explotación, contra todos los horrores del capitalismo, contra las injusticias, contra todo tipo de injusticias.

Juan: Es cierto. No hay que dejarse impresionar con ese discurso principista de los derechos humanos, de la supuesta falta de libertades. Es cierto que en Cuba, al inicio de la Revolución, se penalizaba la homosexualidad. Pero ¡cuidado!: en la culta y flemática Inglaterra, hasta el año 1967 también eso era considerado delito.

Enrique: Estás en lo cierto, mi amigo. Nos asustan diciendo que en los países socialistas faltan libertades, pero no se dice lo fundamental. Y me permito expresarlo con una cita literal de Fidel Castro: “Hay 200 millones de niños de la calle en el mundo. Ninguno de ellos vive en Cuba”.

Juan: ¡Más que exacto! Las experiencias socialistas tendrán mucho que mejorar todavía, sin dudas. Estamos claros que no hay paraísos. No existen ni podrán existir nunca. El único paraíso es el paraíso perdido, como habíamos dicho hace un rato. Pero definitivamente lo que ha logrado el socialismo, pese a todas sus dificultades, es inconmensurable.

Enrique: En los países socialistas, aquellos que han caminado por esa senda, se empezaron a solucionar los problemas históricos de la humanidad, aquellos que el modelo capitalista no quiere -¡ni puede!- solucionar: hambre, educación, salud para todos, vivienda. Es decir: las cosas básicas para la vida.

Juan: Y sin ningún lugar a dudas, también aquello que se podría ver como no indispensable, pero también fundamental en otro sentido, lo que no llena el estómago pero llena el, digámoslo así, espíritu: desarrollo de las ciencias, de las artes, cultura para todo el mundo.

Enrique: En Cuba, por ejemplo -y sin con esto querer hacer un panegírico panfletario de lo que allí se logró- hay índices socio-económicos, esos que mide obsesivamente Naciones Unidas, iguales o en algunos casos superiores a los de potencias capitalistas.

Juan: ¡Por supuesto! Pero de eso la prensa mundial, obviamente capitalista, no dice una palabra. Solo te muestra, tendenciosamente, que “muchos cubanos huyen de la dictadura”. ¡Qué descaro! “Huyen de la dictadura” …, afirman ampulosos, pero no mencionan el desastre monstruoso que significa el mundo actual donde miles y miles de personas diariamente salen despavoridas de sus países del Sur, de África, de Latinoamérica, para llegar como sea a los supuestos paraísos de prosperidad del Norte, a Estados Unidos o a Europa Occidental.

Enrique: Es más, es tanto el descaro -o la lucha ideológica entablada, para ser más precisos- que encima de todo se criminalizan esas migraciones.

Juan: Las migraciones masivas cada vez más frecuentes son, lisa y llanamente, un síntoma de que el sistema capitalista global no soluciona nada. No quiere ni puede hacerlo. Al contrario: esas masas enormes de población desesperada que llega a los países llamados centrales, son aprovechadas por la voracidad del capital.

Enrique: Ejército de trabajadores de reserva a nivel internacional, se podría decir.

Juan: Y una vez más, el doble rasero: el discurso oficial de las potencias capitalistas es que no se les quiere, que llegan a “robar puestos de trabajo”, que son la causa del actual empantanamiento del sistema, pero luego se les aprovecha en forme inmisericorde, como mano de obra super explotada.

Enrique: Así es. Haciendo los trabajos más insalubres, más incómodos, y los peor pagados.

Juan: De acuerdo: estamos más que claros que el capitalismo es un desastre para la gran mayoría de población mundial. Pero hay algo que nos debe inquietar: ¿por qué el socialismo no logra toda la riqueza que sí logra el sistema capitalista?

Enrique: Yo también me lo pregunto, camarada, y veo que hay allí mucha tela que cortar. Se podría decir, seguramente, porque la clase trabajadora ya no está bajo el yugo inmisericorde de una clase capitalista que la explota, la esquilma hasta la saciedad. Si la condición para llegar al socialismo es la abundancia, algo debe revisarse en eso. Porque es un hecho que la productividad de los países capitalistas -donde su clase trabajadora es explotada- es mayor que en el socialismo. Los países que pasaron al socialismo no eran, precisamente, los más desarrollados, aquellos donde sobraban los bienes producidos por una industria próspera. Y cuando se industrializaron, la tasa de explotación nunca fue similar a lo que pasaba en la empresa capitalista.

Juan: Es cierto. Las primeras experiencias socialistas se dieron siempre en países comparativamente atrasados, agrarios, semi-feudales podría decirse. Las grandes potencias capitalistas parecen las más inoculadas para detener la revolución.

Enrique: Menudo problema, ¿verdad? Y esto lleva a plantearnos algo que, como comunistas, debe inquietarnos: ¿cómo es eso de generar riqueza? Quiero decir: ¿debe el socialismo desarrollar una enorme, inconmensurable masa de bienes y servicios para repartir? ¿Así es que se logrará la equidad? Dicho de otro modo: ¿puede una sociedad escasamente desarrollada en términos industriales impulsar el socialismo como paso a la sociedad comunista?

Juan: Eso me hace recordar palabras del salvadoreño Roque Dalton: “En la construcción socialista planificamos el dolor de cabeza lo cual no lo hace escasear, sino todo lo contrario. El comunismo será, entre otras cosas, una aspirina del tamaño del sol”.

Enrique: Lo que me lleva a pensar algo que leí de un joven cubano, no muy apreciado por la estructura de gobierno de la isla, un tal Yassel Padrón, quien observando los socialismos reales surgidos como primeras experiencias de Estados revolucionarios durante el siglo XX, afirmaba -y cito de memoria, esperando no equivocarme-: “El principal error que se cometió en el socialismo real fue competir con la producción capitalista en su propio terreno”.

Juan: Conozco el planteamiento, y lo comparto. La consideración, válida por cierto, plantea interrogantes, y no hay que escaparle a los mismos: ¿qué se esperaba de una sociedad regida por la clase trabajadora, donde desaparecen los propietarios individuales de los medios de producción?

Enrique: Pues sí; los interrogantes abiertos son múltiples: acerca del carácter y naturaleza de esa nueva sociedad en formación, sobre la forma en que se podrá terminar definitivamente con las injusticias conocidas en el capitalismo y, quizá como cuestión clave, la posibilidad de construir el socialismo en un solo país. En relación a esto último, la experiencia de esos primeros pasos (Unión Soviética, China, Cuba) muestra que es posible a medias.

Juan: En realidad, sí. Sin renegar de lo que acabamos de decir, de los fenomenales logros del socialismo, construir y mantener un paraíso de igualdad en medio del ataque furioso del mundo capitalista es sumamente difícil. Países inconmensurablemente grandes y ricos en recursos, como Rusia o China, pudieron sostener, no sin dificultades, un proyecto socialista, afianzarse y crecer en todo sentido, garantizando equidad para su población. Pero la historia deja muchas preguntas: ¿por qué cayó la Unión Soviética?, ¿por qué la República Popular China se abrió a mecanismos de mercado?

Enrique: Pusiste el dedo en la llaga. ¿El socialismo fracasó entonces? Claro que no, si vemos los logros que antes mencionábamos, pero ¿por qué tanto la Perestroika soviética como las reformas introducidas por Deng Xiao Ping en China a la muerte de Mao buscaron elementos que podríamos llamar capitalistas?

Juan: En países mucho menos ricos, con menos recursos (como Cuba, Nicaragua, Norcorea o Vietnam), la cuestión se acrecienta: ¿por qué allí se buscan salidas de capitalismo controlado? ¿Acaso el socialismo no logra las cuotas de justicia que se esperaba? Todo indica que sí; pero queda una duda: ¿por qué las experiencias de socialismo no siguieron adelante con su esquema inicial sin tropiezos, y por qué en muchos casos involucionan hacia formas de libre mercado? ¿La población se cansó de la escasez? ¿Quizá la producción planificada lleva inevitablemente a ese aburrimiento?

Enrique: Tema espinoso, compañero: la respuesta, me parece, puede darse en dos vías: por un lado, porque parece imposible desarrollar plenamente una experiencia socialista, antesala del comunismo, de la sociedad sin clases, de “productores libres asociados” como dirá Marx, en el mar de países capitalistas que acechan. La caída de la Unión Soviética es, seguramente, el ejemplo más evidente. Por otro lado, la cultura del individualismo que lega el capitalismo está hondamente arraigada, y todo indica que se necesitarán muchas, decididamente muchas generaciones para poder cambiar eso, lo cual requiere harto tiempo y mucho pero mucho esfuerzo.

Juan: Es así. Los cambios ideológicos-culturales cuestan horrores. En Venezuela, por ejemplo, con su nunca bien definido Socialismo del Siglo XXI, la veleidad por la cultura consumista, por Miami, por las Miss Universo y los shopping centers no desapareció. Como ejemplo, patético si se quiere, pero hondamente demostrativo de todo esto, es lo que en un momento propuso esta gobernadora que mencionábamos, creo que de la isla de Margarita: una “Misión Belleza” -o algo así, no recuerdo exactamente su nombre- para facilitar implantes de silicona a las mujeres a precios populares.

Enrique: ¡Cómo cuestan los cambios profundos!, ¿no?

Juan: El socialismo produjo justicia, comenzó a borrar las asimetrías económico-sociales, pero, tal como lo apunta el amigo Yassel Padrón, “compitió en el propio terreno” del capitalismo. Es decir: se enfrentó especularmente, en una situación de puro espejo, haciendo lo que hacía su rival, pero tratando de darle un toque “revolucionario”, “socialista”.

Enrique: ¡Exacto! A cada misil estadounidense se le oponía un misil soviético; a cada avance tecnológico capitalista se buscaba uno similar con carácter “proletario y revolucionario”. Se competía en todos los campos, hasta en el deporte. La Guerra Fría se dio en todos los niveles -pero los muertos, lamentablemente, eran los pobres del Tercer Mundo-. Aunque si de producir riqueza se trata (entendiendo como tal la sumatoria de bienes y servicios donde lo que prima es, ante todo, el valor de cambio), el capitalismo definitivamente tiene la delantera.

Juan: ¡Por supuesto! La tiene, al menos con ese esquema, porque hace siglos que viene acumulando. Su riqueza es inconmensurable.

Enrique: Desde el siglo XIII, con la Liga de Hansen, viene acumulando. ¡Eso es mucho tiempo!

Juan: No olvidar nunca que la riqueza producida lo es a partir del trabajo alienado de la clase trabajadora. Es decir: el verdadero productor no es dueño de lo producido sino que, plusvalor mediante, los propietarios de los medios de producción embolsan esa riqueza. La acumulación alcanzada por los grandes capitales hoy día es fabulosa, sin parangón. ¿Hay que generar algo igual desde el socialismo para poder beneficiar a la totalidad de la población? Los planes quinquenales no consiguieron esa abundancia. ¿Por qué?

Enrique: Tema difícil, álgido: el socialismo real pudo repartir equidad (¡no hay niños de la calle!, eso es absolutamente cierto), pero no sobra la riqueza.

Juan: Al menos la riqueza entendida al modo capitalista, esa que mide Naciones Unidas, o el Banco Mundial.

Enrique: Sin dudas: hay un sesgo cuando se habla de “la riqueza”. Los saberes ancestrales, por ejemplo, no entran allí. Pero en un mundo mayoritariamente capitalista, donde los oropeles y espejos de colores siguen encegueciendo a las grandes mayorías -una funcionaria bolivariana pide pechos plásticos, por ejemplo, ¿símbolo de riqueza, de desarrollo?-, en un mundo medido por el acceso al poder de compra, esas carencias de bienes y servicios se pagaron caro. Eso fue, junto a otra suma de errores (la centralización burocrática, por ejemplo, la generación de una nueva clase dominante disfrazada), lo que catapultó la caída de la Unión Soviética.

Juan: Y lo que hizo que China (¿también Cuba, Vietnam y Norcorea?) buscara mecanismos capitalistas para apurar ese crecimiento económico. ¿Solo con capitalismo se puede crecer entonces? Debate abierto, camarada.

Enrique: Como alguna vez me decía un europeo del Este con motivo de la caída del Muro de Berlín en 1989. “¿Qué quería un trabajador de Alemania Oriental? Vivir tan bien como un trabajador de la otra Alemania, los del Oeste”. O sea: tener ese nivel de consumo, comprarse la videocasetera -en ese tiempo estaban de moda-.

Juan: ¡Qué pobreza humana!, podríamos decir consternados. Pero… ¡eso somos los seres humanos! Los oropeles y las lucecitas de colores nos encandilan. Todo lo cual debe hacernos repensar muchas cosas. No somos seres heroicos, revolucionarios que damos la vida por la causa, sino comunes seres de a pie que nos podemos dejar hipnotizar fácilmente por una videocasetera.

Enrique: Y ahora que mencionás a Alemania del Este, no hay que dejar de considerar algo sumamente importante, que merece un detenido y sopesado análisis: ¿dónde está hoy la mayor cantidad de grupos neonazis en Alemania?

Juan: En lo que fuera Alemania Oriental. Sí, así es mi amigo: hay que reflexionar muy hondamente sobre estas cuestiones.

Enrique: En modo alguno podría decirse que “fracasó el socialismo”. Eso es lo que la derecha nos quiere hacer creer: “los alemanes del Este derribaron el muro para acceder a las videocaseteras que no tenían”. Pero sí tenemos la imperiosa tarea de reflexionar sobre qué significa el socialismo, qué esperar de él: ¿llegar al paraíso?

Juan: Definitivamente no.

Enrique: ¿Solo mejoras económicas? ¿Se trata, como decía Rosa Luxemburgo, a quien podemos citar una vez más, solo de una cuestión de “tenedor y cuchillo”?

Juan: Por supuesto que no solo eso. El socialismo tiene que ser algo más que llenar las necesidades vitales. Pero por ahí comienza. Y lo “espiritual” -permítaseme darle ese nombre-, lo que va más allá del tenedor y el cuchillo, también es vital. Pero las primeras experiencias que conocimos en el siglo XX nos plantean importantes preguntas.

Enrique: ¿Por qué es tan fácil que aparezca una casta burocrática? Porque, por lo que vemos ahora, siempre apareció. ¿No se pasó del capitalismo de Estado?

Juan: ¿Por qué para elevar la productividad parecieran necesarios estos estímulos individualistas? El stajanovismo, las reformas en China con la introducción de empresas capitalistas y libre mercado.

Enrique: ¿Está suficientemente pensado, suficientemente bien encarado el tema del poder en el socialismo? Es decir: ¿solo con buena voluntad superaremos eso que llamamos “lacras”, o es más complicada la cuestión?

Juan: ¿Qué podemos esperar realmente del socialismo, sabiendo que la gente que lo hace, que toma el poder y empieza a edificar una sociedad nueva está más cerca (¿estamos deberíamos decir?, incluyéndonos todos en primera persona) de Homero Simpson que de Ernesto Guevara?

Enrique: Sin dudas, para repensar todo eso, es imprescindible un debate abierto, urgente, totalmente necesario. China está logrando ese crecimiento con sus reformas, eso es evidente. Con su difícilmente comprensible (para los occidentales) “socialismo de mercado”, en 30 años multiplicó por 17 su PIB por habitante, cosa que ningún país capitalista ha conseguido jamás. Ahora ahí hay riqueza, abunda, florece por todo el país. Los bancos más grandes, los millonarios más millonarios, la mayor venta de artículos de lujo empiezan a estar en la República Popular China. Lo cual abre inquietantes dudas: ¿no hay más alternativas que la super explotación de la clase trabajadora para alcanzar ese crecimiento, para generar altos niveles de riqueza?

Juan: Los países europeos explotaron dos continentes: América y África, para lograr su desarrollo industrial. Con el saqueo inmisericorde de uno -población y recursos naturales- y la mano de obra esclava del otro (tráfico de esclavos negros), lo que llamamos acumulación originaria, su industria creció y se comió el planeta más tarde.

Enrique: De alguna manera, China hizo lo mismo en unas pocas décadas, pero no salió a explotar a nadie fuera de su territorio, sino que lo hizo con su propia población: con una clase obrera semi-esclava, con salarios bajísimos, a partir de la incorporación de capitales y tecnología capitalista, logró esa acumulación originaria, y hoy es una super potencia económica.

Juan: Complicado, ¿verdad? ¿Solo con la explotación impiadosa de la gran masa trabajadora se puede lograr esa acumulación?

Enrique: Para llegar a la esperanzadora situación descrita por Marx en 1875, en la Crítica al Programa de Gotha, donde anuncia la famosa máxima “De cada quien según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades”, debe transitarse aún por el socialismo (“primera fase de la sociedad comunista”), donde la regla sería “De cada quien según sus capacidades, a cada quien según su trabajo”. Esto es: se consume de acuerdo a lo que se produce, a lo que se aporta; principio donde aún resuenan los aires capitalistas, donde prima el individualismo.

Juan: Definitivamente tema muy complejo, espinoso. ¿Acaso no hay otra forma de incentivar la producción que no sea a través del premio material, premio al propio esfuerzo? En la Unión Soviética, seguramente debés acordarte de esto, durante la era estalinista de entreguerras, hubo un movimiento que intentó fomentar el aumento de la productividad: el stajanovismo (impulsado por el minero Alekséi Stajánov), consistente en el pago de bonos extras por el aumento de la producción.

Enrique: Bajo el capitalismo, esto es una tortura, o un engaño”, dijo Lenin refiriéndose a los premios que otorgaba a sus trabajadores la industria estadounidense. Lo curioso es que en el primer Estado obrero y revolucionario del mundo igualmente se hizo eso. “Hay elementos de "tortura y engaño" en los récords soviéticos también”, dijo alguna vez León Sedov, el hijo mayor de Trotsky, analizando el stajanovismo.

Juan: El cual no es sino una fórmula capitalista de fomento del individualismo, del premio al voluntarismo personal.

Enrique: ¿Cuál es entonces, querido compañero, la clave para fomentar la productividad, si entendemos que la misma es el camino para el aumento de la riqueza? ¿Estaremos condenados a aquella máxima de “el ojo del amo engorda el ganado”?

Juan: La rígida planificación estatal con los planes quinquenales se mostró cuestionable, porque no logró los objetivos de hacer crecer la economía al ritmo que se esperaba. Los cambios propiciados por Mijaíl Gorbachov con su intento de reestructuración (Perestroika) intentaban introducir incentivos personales de tipo stajanovista. Los resultados ya son demasiado conocidos.

Enrique: Se dice que Gorbachov trabajaba para la CIA, que estaba financiado por el magnate estadounidense George Soros.

Juan: Teorías conspirativas… Puede ser, no tengo elementos para desmentirlo. Pero cuesta creer que una superpotencia como la Unión Soviética, super experimentada en mecanismos de inteligencia y seguridad del Estado, no haya podido ver un complot de tal tamaño. Es bastante dudoso.

Enrique: Lo mismo creo. Suena a teoría un tanto paranoica, algo -o bastante- rebuscada. Pero, así sea que haya sido un agente de Estados Unidos, eso no exime de la autocrítica que debemos darnos respecto a estos puntos ciegos del socialismo.

Juan: Coincido con vos, Enrique. Como dijimos en algún momento, la historia de la humanidad no puede explicarse por personajes particulares, Napoleón, Atila, Alejandro Magno, Gorbachov o quien sea. ¿Te acordás de ese poema de Bertolt Brecht sobre los personajes?

Enrique: Sí, ¡buenísimo! “César conquisto la Galia. ¿No tenía siguiera un cocinero consigo?” “Hatte er nicht wenigstens einen Koch bei sich?

Juan: Que algunos personajes son importantes y marcan rumbos, sin dudas. Pero, como diría Hegel, los personajes son instrumentos de la historia. ¿La Unión Soviética cayó por la traición de un doble agente?

Enrique: Exacto. Hay que abrir y profundizar más ese debate. Una teoría “conspiranoica” no puede explicar un fenómeno tan complejo como la caída del bloque socialista soviético. ¿Por qué se dieron esos procesos de apertura y transparencia en el primer Estado obrero del mundo? ¿Cómo entender ese fenómeno, la burocratización, la ralentización de su economía? No hay que olvidar que en China -que siempre siguió muy de cerca el experimento soviético, que estudió muy acuciosamente esa apertura-, si bien hoy existen mecanismos de mercado -y un mercado despiadado, con super explotación de la clase trabajadora- continúa habiendo una muy rígida planificación estatal. Allí el Partido Comunista sigue siendo el verdadero conductor del país, manejando el Estado chino los resortes fundamentales de la economía, y teniendo planes de largo aliento -ya los hay para el siglo XXII-, planes que se cumplen a cabalidad.

Juan: Fenómeno muy complicado, por supuesto. Difícil de entender desde una lógica de materialismo histórico llamémosle clásico. El actual “socialismo de mercado” chino logró un aumento impresionante de la riqueza nacional en unas pocas décadas. Todo pareciera indicar, entonces, que la competencia es fuente de desarrollo. ¿Qué decir ante todo esto?

Enrique: Si el socialismo, como diría la teoría, es posible a partir de una fenomenal riqueza generada por la industria moderna, ¿no queda más alternativa que establecer lógicas de mercado, (controladas por el Estado socialista en todo caso, como se supone que es China bajo el mando férreo del Partido Comunista), no hay más camino que el fomento de la explotación fenomenal de la clase trabajadora para acumular riquezas? Porque en la China actual, definitivamente, se explota al mejor modo capitalista. En el socialismo se “relaja” la productividad porque no está el látigo del amo. ¿Sólo bajo el látigo se produce más y más?

Juan: Debate impostergable, mi amigo. Por lo pronto, todo esto me genera algunas reflexiones, no me atrevería a decir conclusiones (o en todo caso conclusiones preliminares), para ampliar esta discusión pendiente, necesaria, urgente: por un lado, las únicas experiencias socialistas reales no vinieron de países industrializados, sino de territorios fundamentalmente agrarios. ¿Eso indica que la revolución socialista es posible hoy en cualquier país, aún en los más pobres y subdesarrollados?

Enrique: Es que tenemos muy internalizada la idea que riqueza es hiperconsumo, acumulación de bienes; quizá se trate de cambiar ese modelo (atentatorio de la dignidad humana y del planeta). ¿Por qué seguir midiendo la riqueza en cantidad de mercancías? Si las primeras experiencias revolucionarias se dieron en países pobres industrialmente, ¿se puede pensar en un socialismo si gran acumulación de riqueza?

Juan: Te dejo el honor de contestarlo. Pero esto lleva a pensar, quizá también como conclusión preliminar, ¿de qué depende entonces que se concrete un proceso de transformación revolucionaria? (que no es lo mismo que los progresismos en el marco de la institucionalidad capitalista que vimos estos últimos años en Latinoamérica). ¿Debe haber una vanguardia que lo incentive? Las explosiones espontáneas, las reacciones populares, las puebladas que se han visto recientemente, ¿son un fermento revolucionario?

Enrique: Lindo sería decir que sí, pero ¿realmente estamos cerca de una revolución socialista en algún punto del planeta ahora? No pareciera. Las políticas neoliberales (capitalismo salvaje sin anestesia) vigentes desde los 70 del siglo pasado contribuyeron a una tremenda desmovilización del campo popular. La caída de la experiencia soviética nos dejó sin propuesta a las izquierdas del mundo, que muy lentamente después de la caída del Muro de Berlín intentamos ir reconstituyéndonos. Y que, al día de hoy, no terminamos de reconstituirnos del todo. Para ser absolutamente francos y autocríticos: el ámbito de la izquierda está bastante desconcertado en estos momentos. Los que no estamos cooptados en ONG’s no sabemos bien cuáles son los caminos a seguir.

Juan: Sí, hay que asumirlo con seriedad. Estamos claros que el poder de respuesta (de bloqueo, mejor expresado aún, de contención) del sistema global ante cualquier avanzada anti-sistémica es fabuloso. El neoliberalismo en su conjunto, además de un plan económico absolutamente exitoso (para los grandes capitales, por supuesto, no para los pueblos, para la masa trabajadora), es un muy acabado programa de contención de las luchas populares.

Enrique: Así es, mi compa. Las sangrientas dictaduras militares de todo el siglo XX, más esos planes de ajuste estructural y la crisis de la izquierda (no tenemos mucha claridad de cómo proceder, siendo absolutamente sinceros) hacen que hoy se vea difícil un proceso revolucionario.

Juan: Por eso despertó tantas esperanzas y simpatías un proceso como el inaugurado por Hugo Chávez en Venezuela con su Revolución Bolivariana y el Socialismo del siglo XXI. Aunque se ve ahora que no había allí un profundo proceso socialista de transformación radical (expropiaciones a los propietarios de los grandes medios de producción, reforma agraria, nacionalización de la banca), la falta de esperanzas de fines del siglo pasado, la desintegración de la Unión Soviética, la entrada de los mecanismos de mercado en China, ante todo ese desconcierto quisimos encontrar en esa dinámica política del país caribeño una revolución con todas las de la ley. Y la apoyamos. Más aún: la izquierda, en todas partes del mundo, la festejó ilusionada.

Enrique: Siempre necesitamos ilusiones, ¿verdad? Como decíamos hace un momento cuando citábamos a este psicoanalista: “no podemos sobrevivir sin ilusiones, los hombres necesitan creer imperiosamente en un futuro venturoso, que los libere de las privaciones del presente”. Por eso pegan las religiones: son la esperanza, la ilusión de un mundo mejor. Y también en la izquierda necesitamos esa esperanza, por supuesto. Por eso a veces queremos ver lo que no existe.

Juan: Tristemente, es así.

Enrique: Bueno…, quizá no tristemente. Simplemente digamos que es así.

Juan: Sí, exacto. La castración es eso: no estar completos y necesitar algún bastón para caminar. Necesitamos creer en algo, ilusoriamente quizá, pero lo necesitamos. La ilusión no llena…, pero mantiene, se ha dicho por allí.

Enrique: ¿Llamémosle utopía tal vez? Un lugar que no está en ningún lugar. Una meta que está allá, lejana, que nos impulsa.

Juan: Puede ser. Pero eso es lo que nos hace caminar. Es como el horizonte, o como las estrellas: inalcanzables, pero nos hacen ir hacia algún lugar, nos hacen avanzar.

Enrique: Por eso también la izquierda miró ilusionada todos los progresismos que se daban en Latinoamérica a principios de este siglo, en buena medida inspirados en lo que sucedía en Venezuela, Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia. La experiencia mostró, una vez más, que esos procesos tienen un techo bastante fácilmente alcanzable, porque no cambiaron nada de raíz. Pero eran un poco de oxígeno ante tanta desgracia que nos tocó en décadas pasadas.

Juan: Es cierto. Los cambios por vía electoral dentro del marco capitalista no pueden pasar de determinados reacomodos, pero refrescan un poco ante tanta aflicción, tanta penuria que pasa el campo popular. Si esos procesos intentan ir más allá, corren la misma suerte de siempre: son decapitados sangrientamente (véase el caso de Evo Morales en Bolivia, por ejemplo, o cómo terminaron Lula y Dilma Rousseff).

Enrique: Ejemplos de esos sobran: cuando un gobierno surgido de las urnas toca lo que no debe tocar, se le da un golpe de Estado o se le asesina, y punto. Arbenz en Guatemala, Perón en Argentina, Joao Goulart en Brasil, Allende en Chile, Torrijos en Panamá, Aristide en Haití, Zelaya en Honduras, etcétera, etcétera. Ejemplos sobran.

Juan: Toda la razón, camarada. La clase dominante no perdona “irreverencias”.

Enrique: Como estamos bastante huérfanos de esperanzas -y de propuestas viables concretas-, todo atisbo de contestación levanta expectativas. Hace que nos ilusionemos.

Juan: ¡Cabal! Así comenzó a pasar ahora con esos movimientos espontáneos que recorren el mundo, siempre con un signo de rechazo a las políticas de capitalismo salvaje vigentes. Ahí están los casos de los chalecos amarillo en Francia, o las reacciones populares en El Líbano, en Honduras o en Haití, así como en Egipto o en Irak, en Ecuador y en Chile o en Haití o en Colombia. Sin dudas, levantan pasiones.

Enrique: Todos estos alzamientos espontáneos son reacciones a un estado calamitoso en que se encuentran los pueblos, hambreados, oprimidos, faltos de proyecto, diezmados y reprimidos brutalmente cuando alzan la voz. Pero sucede que algunos de estos levantamientos populares recientes en estos últimos meses, procesos que nunca dejó de haberlos: el Mayo Francés de 1968, el Caracazo en Venezuela en 1989, la reacción al “Corralito” en Argentina en 2001, la Primavera Árabe entre el 2010 y el 2013…

Juan: Hasta incluso el levantamiento popular en la industrial ciudad de Detroit, en Estados Unidos, en 1967 reprimido con 43 muertos y 1,189 heridos, se podría mencionar en esa lista.

Enrique: Sí, ¿por qué no? Bueno, todos esos alzamientos, esas puebladas espontáneas pudieron hacer pensar en la cercanía de un clima revolucionario que tumbaba de una vez los planteos neoliberales, o incluso capitalistas.

Juan: Más aún: para mucha gente de izquierda, con toda honestidad en sus análisis, algunos de esos procesos, en particular los de Chile y Colombia con sus formaciones populares asamblearias, pudieron ser interpretados en analogía al proceso zapatista en Chiapas, México. Poder popular desde abajo, pudo entendérselos. ¿Puentes hacia la revolución?

Enrique: Allí se dieron o están dando interesantes procesos de poder popular autoconvocado, asambleas espontáneas, grupos de autogestión. ¿Estamos allí ante un germen revolucionario que marca el camino hacia el socialismo?

Juan: Quienes seguimos pensando en la revolución como un estallido de la clase trabajadora (obreros, campesinos, trabajadores varios, población precarizada) y no en un proceso gradual de cesión de beneficios que haría la clase dominante (socialdemocracia romántica, en todo caso, ¿no te hace acordar al socialismo utópico Owen, de Saint-Simon, de Fourier allá por mediados del siglo XIX?), la cuestión sigue siendo cómo llegar a ese momento.

Enrique: Bueno, no hay receta exacta, lo sabemos. El trabajo organizativo popular, el trabajo político en cada frente posible: sindicato, barrio, comunidad, lugar de trabajo, centro de estudio, etc., haciendo conciencia y fomentando una ideología socialista es el camino. Como dijimos: trabajo de hormiga, de convencimiento, de organización, en competencia feroz con todos los medios ideológico-culturales de que dispone el sistema.

Juan: Podríamos decir que seguramente estos mecanismos de autogestión pueden marcar rumbo. ¿Son los futuros nuevos “soviets”?

Enrique: Es probable. Lo cierto es que todos estos embriones, estas revueltas populares espontáneas que van surgiendo, todavía no colapsan al sistema en su conjunto. Todo lo cual nos lleva a reconsiderar las formas reales y posibles de terminar con el capitalismo hoy.

Juan: Que esa tarea es difícil, está fuera de discusión. La pregunta es, pese a esa dificultad, cómo hacerlo. ¿Se necesita o no una vanguardia, alguien que conduzca y dé lineamiento a la lucha? ¿Cómo apropiarse del viejo Estado capitalista y transformarlo? ¿Es eso posible?

Enrique: ¿O debe dejarse todo en manos de las asambleas de base? El cambio es difícil, arduo, complejísimo…, pero sigamos pensando y apostando por lo que decían los murales del Mayo Francés: “Seamos realistas: pidamos lo imposible”.



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