Alfredo Sorel
El significante "Generación Z”,
resulta superficial y profundamente mistificadora, nombrar las pugnas
económicas en términos generacionales equivale a encubrir la lucha de clases en
manifestaciones esencialistas. Las protestas representan la praxis de sujetos
políticos provistos con conciencia de clase. Lo decisivo aquí no es la edad
biológica de los manifestantes, sino el antagonismo social que atraviesa la
realidad peruana. El énfasis en “lo generacional” funciona como un dispositivo
ideológico que desplaza el eje del conflicto desde la estructura material hacia
un relato culturalista y neutralizado, donde el malestar aparece como una moda
juvenil. En otros términos, lo generacional funciona como un fetiche
ideológico: un significante que oculta la contradicción fundamental, aquella
por la cual el capitalismo produce en su propio seno las condiciones materiales
de su antagonismo.
La llamada “reforma del sistema de
pensiones” constituye una ofensiva del capital contra la clase trabajadora. No
se trata de un simple ajuste administrativo: lo que está en juego es el salario
diferido, esa parte de la vida del trabajador que el capital expropia y
convierte en mecanismo de valorización financiera. Bajo el disfraz de “ahorro”,
lo que en realidad circula es una fracción de la reproducción de la fuerza de
trabajo transformada en mercancía. Tocar esos fondos significa golpear la
reproducción misma de la vida obrera. Por eso, la respuesta no puede ser
interpretada como un gesto aislado, sino como una reacción inevitable frente al
despojo estructural. Aquí no hay reforma, hay saqueo; y frente al saqueo, lo
que se abre no es la resignación, sino la lucha: la persistencia.
La insistencia periodística en la
etiqueta “Generación Z” cumple aquí una función ideológica: desvía la atención
del problema económico, despolitizándolo de su sello de clase. Se estetiza la
manifestación para domesticarla, se reduce la política al mito generacional y
así se preserva la lógica de la acumulación del capital. Mariátegui lo expresó
en su ensayo: “El mito de la nueva generación". La juventud puede
entregarse a lo mesiánico o al romanticismo, creerse portadora de un “nuevo
espíritu”. Pero sin arraigo en la lucha concreta de las masas, esa energía se
evapora en modas y confesiones. Solo cuando se enlaza con la experiencia obrera
y la práctica organizada la fuerza juvenil adquiere verdadera densidad
política. De lo contrario, la “juventud” no es más que un placebo ideológico,
inútil frente a la estructura de la explotación, la juventud que no se integra
con la clase productora corre el riesgo de aislar su ímpetu en escenas
efímeras.
Lo que ocurre hoy corre el riesgo de
reducirse al mito generacional, pero puede canalizarse hacia un programa
político real. Las banderas de One Piece, los memes y las consignas digitales
son síntomas de un malestar cultural que, bien interpretados, pueden volverse
praxis política; su contenido refleja la visibilidad juvenil en la organización
clasista. Esta multiplicidad colectiva puede convertirse en base para una
conciencia de clase, siempre que lo subjetivo se conecte con la realidad
material.
Efectivamente, lo que estamos viendo
es la emergencia de lo Real político, aquello que desbarata la ficción liberal
de consenso democrático. Y este Real es la lucha de clases que, lejos de haber
desaparecido, retorna con violencia allí donde la ideología dominante
proclamaba su fin. El discurso mediático intenta domesticar este exceso,
canalizarlo en narrativas “generacionales” o “culturales”, porque admitir que
se trata un conflicto de clases, equivaldría a aceptar que la política está
atravesada por un antagonismo irreductible. El problema no es entonces cómo los
jóvenes se relacionan con la protesta, sino cómo la protesta revela el fracaso
estructural del capitalismo: un sistema que promete modernidad, pero cuya base
material es la opresión sistemática y la reproducción de sus fuerzas
productivas. En este escenario, la juventud aparece como el rostro visible de
un malestar colectivo que atraviesa a toda la masa proletaria genérica. El
sujeto político que emerge no es “la Generación Z”, sino los sujetos éticos que
antagonizan al capital, y el síntoma que desbordan se inscribe en la lucha de
clases.
Publicado por Alfredo Sorel en
Facebook el 27 setiembre 2025
https://www.facebook.com/alfredo.torresfernandez.7?locale=es_LA
EL MITO DE LA NUEVA GENERACIÓN
Un sentimiento mesiánico, romántico, más o menos difundido en la juventud intelectual de post‑guerra, que la inclina a una idea excesiva, a veces delirante, de su misión histórica, influye en la tendencia de esta juventud a encontrar a1 marxismo más o menos retrasado, respecto de las adquisiciones y exigencias de la "nueva sensibilidad". En política, como en literatura, hay muy poca sustancia bajo esta palabra. Pero esto no obsta para que de la "nueva sensibilidad", que en el orden social e ideológico prefiere llamarse "nuevo espíritu", se llegue a hacer un verdadero mito, cuya justa evaluación, cuyo estricto análisis es tiempo de emprender, sin oportunistas miramientos.
La "nueva generación" empieza a escribir su autobiografía. Está ya en la estación de las confesiones, o mejor del examen de conciencia. Esto podría ser una señal de que estos años de estabilización capitalista la encuentran más o menos desocupada. Drieu la Rochelle inauguró estas "confesiones". Casi simultáneamente André Chamson y Jean Prevost, en documentos de distinto mérito y diversa inspiración, nos cuentan ahora su experiencia del año 19. André Chamson, representa en Francia a una juventud bien distante de la que se entretiene mediocremente en la imitación de los sutiles juegos de Giraudoux y de las pequeñas farsas dé Cocteau. Su literatura, novela o ensayo, se caracteriza por una búsqueda generosa y seria.
La juventud francesa, cuyas jornadas de 1919 nos explican André Chamson en un ensayo crítico e interpretativo y Jean Prevost en una crónica novelada y autobiográfica, es la que no pudo por su edad marchar al frente y se impuso prematuramente madura y grave, a obligación de pronunciar a los dieciocho años un juicio sobre la historia. "Se vio entonces ‑escribe Chamson‑ toda una juventud revolucionaria, aceptando la revolución o viviendo en la espera de su triunfo". Chamson alcanza un tono fervoroso en la exégesis de esta emoción. Pero el contagio de su exaltación, no debe turbar la serenidad de nuestro análisis, precisamente porque en este proceso de la nueva generación, nosotros mismos nos sentimos en causa. La onda espiritual, que recorrió después de la guerra las universidades y los grupos literarios y artísticos de la América Latina, arranca de la misma crisis que agitaba a la juventud de 1919, coetánea de André Chamson y Jean Prevost, en la ansiedad de una palingenesia. Dentro de las diversas condiciones de lugar y hora, la revolución de 1919 no es un fenómeno extraño a nuestro continente.
Chamson se atiene, respecto al espíritu revolucionario de esa juventud, a pruebas en exceso subjetivas. Las propias palabras transcritas indican, sin embargo, que ese espíritu revolucionario, más que un fenómeno subjetivo, más que una propiedad exclusiva de la generación del 19, era un reflejo de la situación revolucionaria creada en Europa por la guerra y sus consecuencias, por la victoria del socialismo en Rusia y por la caída de las monarquías de la Europa central. Porque si la juventud del 19 "aceptaba" la revolución o vivía "en la espera" de su triunfo, era porque la revolución estaba en acto, anterior y superior a las voliciones de los adolescentes, testigos de los horrores y sacrificios de la guerra. "Nosotros esperábamos la revolución ‑agrega el joven ensayista francés‑ nosotros queríamos estar seguros de su triunfo. Pero, en la mayor parte, no habiendo arribado a ella por el camino de las doctrinas, éramos incapaces de fijarle un sentido político, ni siquiera un valor social bien preciso. Estos juegos de la mente; estas previsiones de los sistemas habrían sin duda engañado nuestra espera; pero nosotros queríamos más y, del primer golpe, nos habíamos colocado más allá de esta revolución social, en una especie de absoluto revolucionario. Lo que nosotros esperábamos era una purificación del Mundo, un nuevo nacimiento: la sola posibilidad de vivir fuera de la Guerra”.
Lo que nos interesa, ahora, en tiempos de crítica de la estabilización capitalista y de los factores que preparan una nueva ofensiva revolucionaria, no es tanto el psicoanálisis ni la idealización del ''pathos'' juvenil de 1919, como el esclarecimiento de los valores que ha creado y de la experiencia a que ha servido. La historia de ese episodio sentimental, que Chamson eleva a la categoría de una revolución, nos enseña que, poco a poco, después que las ametralladoras de Noske restablecieron en Alemania el poder de la burguesía, el mesianismo de la "nueva generación" empezó a calmarse, renunciando a las responsabilidades precoces que en los primeros años de post-guerra se había apasionadamente atribuido. La fuerza que mantuvo viva hasta 1923, con alguna intermitencia, la esperanza revolucionaria, no era, pues, la voluntad romántica de reconstrucción, la inquietud tumultuaria de la juventud en severa vigilia; era la desesperada lucha del proletariado, en las barricadas, en las huelgas, en los comicios, en las trincheras, la acción heroica, operada con desigual fortuna, de Lenin y su aguerrida facción en Rusia, de Liebnecht, Rosa de Luxemburgo y Eugenio Leviné en Alemania, de Bela Kun en Hungría, de los obreros de la Fiat en Italia hasta la ocupación de las fábricas y la escisión de las masas socialistas en Livorno*.
La esperanza de la juventud no se encontraba suficientemente ligada a su época. André Chamson lo reconoce cuando escribe lo siguiente: "En realidad, vivíamos un último episodio de la Revolución del 48. Por última vez, acaso, espíritus formados por la más profunda experiencia histórica (fuese intuitiva o razonada) demandaban su fuerza a la más extrema ingenuidad de esperanza. Lo que nosotros buscábamos era una prosecución proudhoniana, una filosofía del progreso en la cual pudiésemos creer. Por un tiempo, la demandamos a Marx. Obedeciendo a nuestros deseos, el marxismo nos aparecía como una exacta filosofía de la historia. La confianza que le acordábamos debía desaparecer pronto, en la abstracción triunfante de la Revolución del 19 y, más todavía, en las consecuencias que este mito debía tener sobre nuestras vidas y nuestros esfuerzos; pero en este momento poseía, por esto mismo, más fuerza. Vivimos, por ella, en la certidumbre de conocer el orden de los hechos que iban a desarrollarse, la marcha misma de los acontecimientos". El testimonio de Jean Prevost ilustra otros lados de la revolución del 19: el esnobismo universitario con que los estudiantes de su generación se entregaron a una lectura rabiosa de Marx; el aflojamiento súbito de su impulso al choque con el escandalizado ambiente doméstico y con los primeros bastonazos de la policía; la decepción, el escepticismo, más o menos disfrazados de retorno a la sagesse**. Los mejores espíritus, las mejores mentes de la nueva generación siguieron su trayectoria: los dadaístas pasaron del estridente tumulto de Dadá a las jornadas de la revolución suprarealista: Raymond Lefebre formuló su programa en estos términos intransigentes: "la revolución o la muerte”; el equipo de intelectuales del Ordine Nuovo*** de Turín, asumió la empresa de dar vida en Italia al partido comunista, iniciando el trabajo político que debía costar, bajo el fascismo, a Gramsci, Terracini, etc., la condena a veinte o veinticinco años de prisión; Ernst Toller, Johannes R. Becher, George Grosz, en Alemania reclamaron un puesto en la lucha proletaria. Pero, en esta nueva jornada, ninguno de estos revolucionarios había continuado pensando que la revolución era una empresa de la juventud que en 1919 se había plegado al socialismo. Todos dejaban, más bien, de invocar su calidad de jóvenes, para aceptar su responsabilidad y su misión de hombres. La palabra "juventud", políticamente, estaba ya bastante comprometida. No en balde las jornadas del fascismo se cumplían al ritornello de Giovinezza, giovinezza****.
El mito de la nueva generación, de la revolución del 19, ha perdido mucho de su fuerza. Sin duda, la guerra señaló una ruptura, una separación. La derrota del proletariado, en no pequeña parte, se debe al espíritu adiposamente parlamentario, positivista, demo burgués de sus cuadros, compuestos en el 90 por ciento por gente formada en el clima prebélico. En la juventud socialista, se reclutaron los primeros equipos de la Tercera Internacional. Los viejos líderes, los Ebert y los Kautsky en Alemania, los Turati y los Modigliani en Italia, los Bauer y los Renner en Austria, sabotearon.la revolución. Pero Lenin, Trotzky, Stalin, procedían de una generación madura, templada en una larga lucha. Y, hasta ahora, la "abstracción triunfante de la Revolución del 19" cuenta muy poco en la historia, al lado de la obra concreta, de la creación positiva de la U. R. S. S.
La conquista de la juventud no deja de ser,
por esto, una de las necesidades más evidentes, más actuales, de los partidos
revolucionarios. Pero, a condición de que los jóvenes sepan que mañana les
tocará cumplir su misión, sin los "álibis" de la juventud, con
responsabilidad y capacidad de hombres.
* Ciudad italiana donde se verificó un Congreso del
Partido Socialista, al cual asistió José Carlos Mariátegui, y en el que se
produjo la ruptura definitiva entre las tendencias socialistas-reformistas y
comunista.
** Prudencia.
*** Orden
Nuevo.
**** “Juventud, juventud”, Himno del Fascismo
italiano.
Autor:
José Carlos Mariátegui, capítulo XIV del libro LA DEFENSA DEL MARXISMO