05/11/2016
| Daniel Tanuro
Según el Futurómetro, el 91 % de personas a
las que se les planteó la pregunta quieren "cambiar de sistema".
Leyendo las cuestiones planteadas, se ve que no desean reformas cosméticas sino
un cambio profundo.
Quienes "confían en el mundo de los
políticos para cambiar la sociedad profundamente" no representan mas
que el 10 % de las personas encuestadas. Ahora bien, un cambio social
profundo y rápido sólo tiene un nombre: revolución. Y ahí… las cosas no están
tan claras.
La revolución está desacreditada. La revolución
rusa se asimila a los procesos de Moscú: nunca de dice que los condenados
fueron los revolucionarios de 1917 que derrocaron a una autocracia feroz. La
revolución francesa se reduce al Terror: se olvida citar que abolió los
privilegios que el Antiguo Régimen defendía con uñas y dientes. La revolución
cubana se transfigura en un gulag tropical: nunca se dice que Batista convirtió
La Habana en el prostíbulo de los yanquis adinerados. A principios del siglo
XXI, las revueltas contra la miseria y las dictaduras en el mundo
árabe-musulmán otorgaron cierta legitimidad a la revolución, pero no por mucho
tiempo. Orientada por los media, la gran mayoría de la población de nuestros
países ve la yihad como fruto de la revolución aunque constituye más bien una
contrarrevolución. Hay quienes incluso echan de menos el tiempo en el que los
Ben Alí, Mubarak y Gadafi imponían "el orden y la seguridad"… como
Bachar el Assad lo hace en Siria.
Por la puerta o por la ventana
La revolución no adquiere actualidad si no está
presente en la cabeza y en los corazones de la mayoría social. Estamos lejos de
ello, pero la arrogancia, la obstinación y la brutalidad de los responsables de
la Unión Europea ponen de manifiesto que habrá que ir hacia la confrontación
para desembarazarse de ellos y de su política. ¿Qué es lo que ocurre en
realidad? Fundamentalmente dos cosas:
1) Por una parte, se negocian a espaldas de la
ciudadanía tratados que otorgan a las multinacionales el derecho de pasar por
encima de los parlamentos; y
2) Cuando se descubre el pastel y la movilización
popular hace que un parlamento diga democráticamente que "no", salen
en tromba los poderes políticos, mediáticos y económicos. Comienzan a hablar de
"vergüenza", ponen el grito de "escándalo" por el cielo,
culpabilizan, ridiculizan y amenazan. Pero sobre todo, hablan sin tapujos de
imponer su diktat: es decir, que Valonia de marcha atrás, que el Estado belga
haga caso omiso del acuerdo en Valonia, que Europa haga caso omiso del Estado
belga. (En el momento que escribimos estas líneas parece que un acuerdo
belgo-belga puede abrir la puerta a la aplicación del CETA mediante algunas
concesiones… provisionales).
Nada nuevo bajo el sol. Cuando los pueblos logran
despachar un proyecto europeo por la puerta, los eurócratas se las ingenian
para volverlo a introducir por la ventana. Esto nos trae a la memoria el
referéndum de 2005 cuando el 55 % del censo electoral francés rechazó el
proyecto de Tratado Constitucional: se retiró el texto, pero su contenido se
traspasó al Tratado de Lisboa. O el referéndum irlandés sobre el Tratado de
Lisboa: el 53 % se opuso al mismo, tras lo cual la UE les otorgó algunas
derogaciones para lograr que la población, bien condicionada por los media, revote
mayoritariamente a favor del "si". Y, sobre todo, nos trae a la
memoria la forma como la Unión Europea esquilmó al pueblo griego en beneficio
de los bancos alemanes, franceses y belgas, y después se sirvió del cambio de
posición de Tsipras para arrojar a la basura el "no" del 61 % al
nuevo plan de austeridad europeo. De ese modo actúa la democracia en la UE: se
puede decir no, pero hay que decir "si". Nos hace pensar en El
Padrino de Francis F Coppola: "Voy a haceros una propuesta que no
podréis rechazar".
¿Dictadura o democracia?
En la UE, la Comisión [Europea], no electa, solo
tiene capacidad de proponer textos, las decisiones las toma el Consejo, y la
ciudadanía vota para elegir una asamblea que de parlamento no tiene más que el
nombre. Se trata de una estructura dictatorial presentada en un embalaje
democrático. En cuanto a los "valores europeos" con los que nos
llenan los orejas, el único que conoce la UE es el contante y sonante. En
efecto, los tratados definen a la UE como "una economía de mercado abierta
en el que la competencia es libre". ¿Qué significa eso? En primer lugar,
que para esa gente la sociedad es un mercado y no se puede hacer frente a las
necesidades más que a través de los mecanismos del mercado: es decir, a través
de empresas que compiten por el beneficio; y, en segundo lugar, que el
proto-Estado supranacional llamado UE tiene una proto-constitución (los
tratados) que definen, por arriba y a priori, las políticas que deben seguir
los Estados miembro si no quieren ser sancionados.
Es cierto que los Estados miembro conservan el
principio fundamental según el cual "todos los poderes emanan de la
nación". Así pues, en principio es la ciudadanía la que determina la
política a seguir a través de la elección de sus representantes que se supone
deberían ponerla en práctica. Todo el mundo sabe que este principio no es más
que pura teoría. Ahora bien, hay que hacer hincapié en: 1) que se contrapone al
que da fundamento a la UE, en la que todos los poderes emanan en última
instancia del mundo empresarial; y 2) que los propietarios y sus lacayos
políticos en los Estados miembro se apoyan en la UE (que han creado y dirigen
ellos) para actuar de forma que el principio democrático se difumine. Por
tanto, la UE constituye un híbrido, un monstruo, una especie de Frankenstein
constitucional evolutivo. La UE es un cáncer antidemocrático generalizado que
avanza simultáneamente en la cabeza y en sus miembros. Por consiguiente, se
trata de realizar una elección básica. No entre un Estado nación y un Estado
supranacional, sino entre dos lógicas: ¿dictadura o democracia?
"Abandonad toda esperanza y remad, pobres
idiotas"
Al respecto, la respuesta de la UE es neta:
confrontada a su propia crisis, a un descontento multiforme y a una resistencia
creciente, opta por la dictadura. No olvidemos nunca que esa opción es la de
los gobiernos. Con la adopción del Tratado presupuestario europeo (TSGC) se dio
un paso cualitativo: a través de la UE, los Estados miembro se impusieron a
ellos mismos el equilibrio presupuestario y decidieron someter sus presupuestos
a la Comisión, en adelante el Cerbero de neoliberalismo. Ahora se prepara un
nuevo paso: para evitar que el escenario del "no valón" se repita en
relación al TTIP, el ex comisario de comercio, Peter Mandelson, quiere que los
tratados comerciales estén bajo la competencia exclusiva de la Unión: los
Estados miembro no tendrían nada que decir. Esa era ya la posición de
Jean-Claude Juncker al inicio de las negociaciones del CETA. Guy Verhofstadt
sube la apuesta: quiere que esta regla se aplique de inmediato para sortear
Valonia (puede que quizás no sea necesario). Se diría que asistimos a una
competición sobre quién tendrá la mayor desfachatez para pasarse por el arco
del triunfo la expresión democrática de un parlamento electo, mostrando sin
tapujos que la legalidad le importa un bledo.
En plena crisis greca, el presidente de la Comisión
osó declarar "no hay recurso democrático contra los tratados europeos
ratificados"… que ¡jamán fueron sometidos a refrendo popular! Ningún
Estado miembro, ningún jefe de Estado protestó ante esta declaración. Ahora
bien, es monstruosa. Traducida en lenguaje cotidiano viene a decir: "Se
acabó la democracia. Uds., a quienes sus gobernantes les embarcaron en este
barco, abandonen toda esperanza y remen, pobres idiotas." Puede que la
cuestión del CETA nos abra los ojos: se trata del discurso de los tiranos. No
cae del cielo, sino de las necesidades de las multinacionales. En la época de
los mercados globales, al gran capital ya no le sirve la democracia
parlamentaria de los Estados nacionales: busca, pero a nivel global, la vuelta
a las formas despóticas del Antiguo Régimen, en las que una grupo selecto de
tecnócratas no electos gestionará la sociedad en interés de los poderosos. A
eso se la llama "gobernanza" y actual la revolución digital está en
vías de otorgarle formidables medios para controlarnos. Sublevarse contra esta
tendencia es más que un derecho, es un deber.
Las palabras y las cosas
Por tanto tenemos que concordar las palabras con
las cosas. Una insurrección es el hecho de sublevarse. Una revolución es la
irrupción de la mayoría social en el ámbito en el que se decide su futuro. ¿Es
legítima la insurrección? Si, mil veces sí. ¿Es violenta la revolución? Es lo
que dicen los poderosos y su lacayos. Aúllan cuando se les sacude un poco y
gritan "al asesino" cuando se les quiere arrebatar un poco de lo
mucho que nos han robado, pero su sistema transpira por todos los lados una
violencia increíble (policial, social, económica, sexista, racista,
medioambiental…). La revolución solo es "violenta" en la medida que
se corresponde con una situación en la que la mayoría, para defender sus derechos
y sus condiciones de existencia, no tiene otra posibilidad que hacer pesar su
masividad para construir una relación de fuerzas mediante la acción directa.
El camino hacia el Estado fuerte en la UE y en sus
Estados miembro conlleva a esa situación. Termine como termine el asunto CETA,
la tendencia a la dictadura continuará mientras no logremos pararla. Exige que
nos situemos, por así decirlo, en un estado de insurrección democrática
permanente. Es preciso sensibilizar, protestar, organizar, construir el tejido
social, reapropiarse del espacio público, salir en masa a la calle… La lucha
será de largo aliento, pero merece la pena que nos comprometamos por ella: o
bien derribamos al Frankenstein capitalista europeo o él nos conducirá al siglo
XIX. No sólo se trata de imponer el respecto formal a nuestra expresión
democrática a través de los parlamentos electos y de reemplazar la UE por otra
Europa. Se trata de reinventar el propio contenido de la democracia
extendiéndolo radicalmente a todos los ámbitos de la vida social y económica.
Se trata de construir la alternativa anticapitalista, ecosocialista, feminista,
ciudadana e internacionalista del siglo XXI. Si queremos, lo podemos. Porque
como decía Shelley, el poeta: "Es hora de levantarse y de pensar que somos
muchos y ellos pocos"
27/10/2016
Daniel Tanuro, es militante ecosocialista belga y colaborador
habitual de VIENTO SUR
Traducción: VIENTO SUR
- See
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