Publicado el 20 de noviembre de 2024 / Por Pepe Gutiérrez-Álvarez
Hubo un tiempo en el que el judaísmo aportó más que ningún otro grupo social de las izquierdas, bastaría citar el caso Dreyfus que, por cierto, tuvo también una lectura española. Y ello se debió sobre todo a unas circunstancias vitales que los alejaban del general conformismo y estimulaban un escepticismo y un espíritu abierto y crítico que está siempre en la base de la ciencia, del descubrimiento y del saber. Basta citar nombres de todos los campos de la actividad cultural y social, desde la literatura y las artes hasta la ciencia o la política, que todavía hoy nos sorprenden por su carácter visionario o iconoclasta. No hay más que registrar nombres como los de Karl Marx, Lev Trotsky, Rosa Luxemburgo, Frank Kafka, Sigmund Freud, Adorno, Walter Benjamin, Émile Durkheim, Arnold Schönberg sin olvidar a Albert Einstein y un largo etcétera.
Ahora
aquella modernidad se ha agotado en su trayectoria ulterior a la II Guerra
Mundial, a la crisis general del estalinismo. Todos aquellos intelectuales que
asociabamos con el pensamiento crítico, la disidencia, la subversión política o
artística, han dejado lugar a otros que identificamos ya con el pensamiento
conservador o el poder: de personajes como Raymond Aron, Leo Strauss y sobre
todo Henry Kissinger, quizás el mayor monstruo humano de toda la historia.
Aunque quedan todavía pensadores que siguen aquella honrosa trayectoria como el
lingüista y analista político libertario Noam Chomsky, pero son una minoría
frente a los intelectuales del poder: todos los de la escuela de Leo Strauss
como Norman Podhoretz, Richard Perle, Paul Wolfowitz y otros que han ocupado
puestos importantes en el Gobierno de Estados Unidos. Las luminarias de la
izquierda insumisa como Manuel Sacristán o Daniel Bensaïd o la gran escuela
marxista británica, acabaron minorizadas.
Tal como
señala Enzo Traverso en su esclarecedora obra El final de la modernidad judía:
historia de un giro conservador (Publicacions de la Universitat de València),
el intelectual judío ya no es tampoco el paria que describió Hannah Arendt en
los años cuarenta, sino que está bien situado en los ´think tanks´ ligados al
poder: es un intelectual orgánico de la clase dominante, incluyendo la más
adyecta como la de filiación sionista.
El derrumbe
de los imperios multinacionales en 1918 y la propia transformación de las
poblaciones tras el fin de la Segunda Guerra Mundial hizo que el cosmopolitismo
judío sufriese una metamorfosis que llevó a muchos huérfanos de la llamada
Mitteleuropa a buscar un sustituyo en el nuevo imperialismo atlántico, algo que
resulta extensible a parte de la izquierda que en los años 30 sufrió la
persecución del estalinismo, por cierto, bastante antisemita. El “Shoah” del
pueblo judío bajo el nazismo ha hecho que una minoría que estuvo durante siglos
estigmatizada ocupe hoy una posición única en la memoria del mundo occidental y
sus sufrimientos sean objeto de una preocupación especial, pero también
instrumentalizada, de una repetición infame que ha caído sobre todo sobre el
pueblo palestino.
Por lo
tanto, hoy no puede hablarse de antisemitismo como antes de esa gran tragedia y
en la propia Alemania, la menor alusión antisemita podría poner en peligro la
carrera de un político, explica el inexcusable Enzo Traverso. Tal es la
sensibilidad en este tema en un tiempo que, por lo demás, buena parte de la
vieja izquierda ha cambiado de bando. Basta por otro lado comparar por ejemplo
el tratamiento ignominioso dado en su día al capitán Alfred Dreyfus,
injustamente acusado de alta traición, que motivó el deslumbrante panfleto
J´accuse, de Émile Zola, con el de Dominique Strauss-Kahn, el ex director
general del Fondo Monetario de Desarrollo y candidato llamado socialista
frustrado a la presidencia de Francia, y un ejemplo de ignominia machista. En
otros tiempos, el escándalo sexual que protagonizó ese poderoso político,
casado a su vez con una famosa y también rica periodista judía, habría dado
lugar sin duda a una sucia campaña antisemita, algo que esta vez
afortunadamente no sucedió.
Todo ello se
debe a la profunda conciencia del daño irreparable infligido al pueblo judío,
pero también a la propia existencia del moderno Estado de Israel, en el que el
historiador Dan Diner ve un proyecto «teológico-político» que se ha apropiado
de la ideología y el lenguaje de los nacionalismos europeos y «ha secularizado
una historia milenaria que tiene como postulado la identidad entre un pueblo y
una religión». Actualmente el racismo y el antisemitismo van hoy dirigidos
sobre todo contra los árabes. No olvidemos que éstos son como los hebreos hijos
del bíblico Sem. Y mientras que no sería ya tolerable un manual antisemita como
La Francia Judía, de Édouard Drumont, su equivalente islamófobo como La rabia y
el orgullo, de la periodista Oriana Fallaci, que en su día se convirtió en un
best-seller mundial.
Anotemos con
Enzo Traverso, algunos destacados intelectuales judíos como el francés Alain
Finkielkraut, están inmersos en una batalla contra lo que ven como un
nuevo tipo de racismo, el ´racismo antiblanco´, contra los efectos negativos
del ´multiculturalismo´ y el ´oscurantismo musulmán, todo ello con una considerable
campaña mediática desde una prensa domesticada en la que antiguos plumas
incomformista se erigió en sumo sacerdote literario de un capitalismo sin
oposición.
Desde
finales del siglo pasado innumerables tránsfugas de la izquierda de origen
judío y radical se han convertido en encarnizados defensores del
neo-conservadurismo mientras que la nueva extrema derecha se dedica sobre todo
a estigmatizar al Islam.
Y estas
nuevas formas de racismo no se combaten con la misma energía y eficacia que la
intolerable judeofobia, fenómeno hoy, con todo, más bien secundario y que lo
sería todavía más si se pusiese el mismo empeño en resolver el conflicto
israelo-palestino a la manera ya establecida por Henry Kissinger en Vietnam,
Laos y Camboya.
Fuente: https://kaosenlared.net/de-trotsky-a-kissinger-y-demas-monstruos/
No hay comentarios:
Publicar un comentario