miércoles, 16 de diciembre de 2015

SALUD MENTAL EN JÓVENES EMBARAZADAS COMO PRODUCTO DE VIOLACIONES: UN PROBLEMA NACIONAL




16-12-2015

Situando el problema

Así como la salud no es sólo la ausencia de enfermedad, de la misma manera la vida no es sólo la ausencia de la muerte. Esto, que pudiera parecer un juego de palabras, intenta mostrar que la calidad de vida es mucho más que permanecer vivo en términos biológicos. Si tomamos al pie de la letra la ya clásica definición de la salud como estado de bienestar en las esferas física, psicológica y social, vemos que la calidad de vida se liga con fuerza determinante a los factores psicosociales, que son los que, en definitiva, ayudan/permiten el mantenimiento de la vida como hecho físico-químico. 

Si pese al monumental desarrollo científico-técnico actual el hambre sigue siendo uno de los principales flagelos de la Humanidad, no caben dudas que los factores no-biológicos tienen una importancia decisiva en todo esto, en la calidad de vida, en el bienestar. Si por instinto comemos, y si hay un 40% más de comida disponible en el mundo, no hay nada natural que explique el flagelo del hambre, a no ser cuestiones netamente socio-políticas. La salud, por tanto, no puede reducirse a un hecho meramente biológico: también es política. 

De la misma manera, reproducir la especie no es sólo procrear hijos. Eso último es un hecho eminentemente biológico-natural, de orden “animal” podría decirse. El cómo hacerlo (planificando, teniendo perspectiva de futuro, decidiendo en forma conjunta varón y mujer, por medio de inseminación artificial, haciéndose cargo de la crianza de los nuevos seres la pareja parental en forma responsable, las modalidades culturales en que se enmarca todo ello, etc.) es también una cuestión eminentemente psicosocial. Se presentifican ahí las ideologías dominantes, los prejuicios, los juegos de poder, los valores éticos de una sociedad, las variables personales de cada sujeto.  

Todo ello lleva a mostrar que la institución donde se da la procreación de la especie es justamente eso: una institución, algo instituido, establecido, codificado. No responde a un instinto primario. Por tanto, como código que es, cambia, varía con el paso del tiempo, puede hacer crisis. Lo demuestra la proliferación de formas matrimoniales: pareja monogámica, harem, matrimonio homosexual, hijos extramatrimoniales, familia monoparental (madre o padre soltero), patriarcado, matriarcado, etc. La reproducción como hecho biológico es una cosa; el mundo simbólico que la entreteje es algo muy distinto. 

¿Por qué, por ejemplo, hay prohibición del incesto? Entre los animales no sucede eso. Esto significa que todo lo humano está atravesado, transido, determinado por hechos simbólicos. El puro instinto no alcanza para entender –ni para actuar– sobre nuestra compleja y errática realidad. 

Los patrones patriarcales autoritarios siguen siendo la matriz que marca las relaciones entre los géneros en distintas partes del mundo, y por cierto, de modo muy acentuado en Guatemala. Las conductas sexuales están regidas en muy amplia medida por esos esquemas. El machismo, con toda su cohorte de violencia y ejercicio de poder asimétrico a favor del género masculino, es una cruda realidad que signa nuestra cotidianeidad. El embarazo no deseado del que finalmente tiene que hacerse cargo la mujer en condiciones de soledad y, en muchos casos, precariedad, la violación, el incesto como algo frecuente, la maternidad en soltería, los riesgos mortales que se siguen de prácticas abortivas en situación de clandestinidad, los mitos y prejuicios descalificadores que acompañan todo esto, están hondamente enraizados en nuestra sociedad. 

¿Por qué ser “puto”, en ambientes masculinos –e incluso hasta femeninos– puede ser encomiable, y ser “puta” es sinónimo de desprecio? Acaba de ser promulgada la ley que fija el matrimonio en los 18 años como mínimo; sin dudas un avance en términos sociales. Pero eso mismo muestra que hay aún un largo camino por recorrer en el marco de todos estos prejuicios y tabúes ancestrales.

Cualquier cosa que le sucede a un ser humano contra su voluntad tiene un valor traumático. Las consecuencias de ese hecho dependen de varios factores: de la intensidad del trauma, de las condiciones subjetivas de quien lo vive, de las circunstancias en que el mismo tiene lugar. Lo cierto es que nunca pasa sin dejar marcas.
Históricamente, varones y mujeres, ni bien estaban en condiciones de procrear, lo hacían. Desde hace unos pocos siglos la complejización de la vida hace que para ser un adulto normal integrado a la esfera productiva se necesita cada vez más preparación (en ciertos círculos, muy limitados aún, ya se exigen post-grados universitarios); de ahí que en la pubertad, cuando ya se está en edad reproductiva, aún no se ingresó al mercado laboral. Para ello faltan aún varios años; de ahí que hoy, en nuestro mundo marcado por la revolución científico-tecnológica, la reproducción se va demorando cada vez más. En ese sentido, hoy por hoy tener hijos en la adolescencia es un desatino. La sociedad ha creado esto, y como somos esclavos de nuestro tiempo, es imposible alejarse de esos determinantes. 

Un embarazo sufrido en la adolescencia sin haber sido deseado, sin planificarlo, y más aún en situación de agresión en tanto producto de una violación, lo que menos puede tener es placer, satisfacción. Es, en todo caso, un problema. La Organización Mundial de la Salud –OMS– indica que el embarazo en la juventud es “aquella gestación que ocurre durante los dos primeros años de edad ginecológica (edad ginecológica = edad de la menarquía) y/o cuando la adolescente mantiene la total dependencia social y económica de la familia parental” (Romero,S/F). 

Embarazo como problema  

Estamos, por tanto, ante un problema con una triple dimensión. Problema, por un lado, a) para la mujer joven que lo experimenta, por los riesgos a que puede verse sometida, tanto físicos como psicológicos. Por otro lado, b) para el hijo que podrá nacer de esa relación sexual (ser humano no deseado que llega al mundo en un contexto en modo alguno amistoso, siendo producto de un hecho agresivo). Por último, c) un problema para el todo social, en tanto reafirma la cultura machista y patriarcal que coloca a las mujeres en situación de objeto, repitiendo así patrones sociales de menosprecio y exclusión del género femenino a manos de un poder masculino hegemónico, refrendado desde la institucionalidad del Estado e incluso desde la autoridad moral de las iglesias.

El nacimiento de un niño no deseado en una joven madre, de por sí tiene una serie de problemas conexos. Pero si esa gestación es producto de una relación abusiva o violatoria, estamos ante una verdadera catástrofe social. Dicho sea de paso: las catástrofes nunca son naturales. Son sociales, en el más amplio sentido de la palabra, pues los eventos de la naturaleza afectan según el desarrollo social de quien los experimenta. ¿Por qué un embarazo, que debiera ser algo tan bello y sublime, puede transformarse en una tragedia? No hay fuerza instintiva que lo explique.  

En Guatemala, lamentablemente, por una sumatoria de causas, muchas mujeres jóvenes de todos los estratos sociales (insistamos particularmente en esto: de todos los estratos sociales) quedan embarazadas como producto de una violación. Para complejizar y amplificar más aún el trauma en juego, esas violaciones se dan en un alto grado de casos (alrededor de un 80%) en el seno familiar, siendo un varón cercano –familiar o amigo de la familia– quien la lleva a cabo. 

Ello constituye un círculo vicioso, porque esos embarazos tienen un peso psicosocial y cultural no fácil de sobrellevar: se viven con culpa, como problema, siendo que los padres biológicos en la gran mayoría de los casos constituyen parte del entorno directo de la futura joven madre, lo cual se le aparece como un serio obstáculo a la hora de denunciar o actual legalmente, por los sentimientos culpógenos que vienen asociados. 

¿Por qué ocurren estos embarazos forzados? Ello se debe a una sumatoria de factores donde lo primero que destaca, sin duda, es la cultura patriarcal dominante, que permite esa práctica, a lo que se suma la carencia o debilidad de legislación en el asunto, más una notoria falta de información, mitos y prejuicios, y el machismo como patrón “normalizado”. Recordemos: ser “puto” (mujeriego) no es mal visto. Hacer hijos a diestra y siniestra se ve como símbolo de hombría, de virilidad. A lo que habría que sumar también, un factor subjetivo personal, psicopatológico incluso (¿todo varón machista viola, o eso sólo lo realizan ciertos sujetos más “enfermos”?) 

Que en un país muchas de sus niñas y jóvenes salgan embarazadas como producto de prácticas de violencia de género y por una tradicional cultura que lo tolera, no deja de ser un grave problema de salud pública, un problema socio-epidemiológico. Es imperioso que las autoridades del caso, que el Estado en tanto rector de la política en salud, comiencen a remediar esto. Obviamente modificar ese estado de cosas no es fácil; pero hay que dar algunos primeros pasos firmes para lograrlo. Pocos y pequeños si se quiere, pero imprescindibles mirando el futuro. 

Documentar los efectos nocivos de todo este proceso de los embarazos no deseados en niñas y jóvenes tendría que ser una más de tantas prioridades para las autoridades en salud, lo cual debería poder aportar datos suficientes para generar cambios en las políticas públicas y las legislaciones, tendientes a ir revirtiendo la situación actual. Por lo pronto resalta como imprescindible no ocultar el problema e iniciar fuertes campañas de educación sexual y una nueva visión de la salud reproductiva. Definitivamente, en este campo hay mucho por hacer, partiendo por empezar a despejar prejuicios. 

Durante la guerra en Bosnia el Papa Juan Pablo II mandó una carta abierta a las mujeres que habían quedado embarazadas después de ser violadas pidiéndoles explícitamente que no se practicaran un aborto y que cambiaran la violación en “un acto de amor” haciendo a ese niño “carne de su carne”. Seguramente no es eso lo que se necesita para abordar el problema en términos de ciencia epidemiológica, en términos de política pública de salud. 

Hacia una visión alternativa del asunto 

Guatemala, por desgracia, presenta datos preocupantes en este campo. Según informes del Ministerio de Salud y Asistencia Social, supera los 50,000 embarazos no deseados en niñas y adolescentes cada año; de todos ellos, atendiendo a los perfiles culturales dominantes, puede estimarse que un buen porcentaje se debe a prácticas violatorias. El ser un tema tabú impide contar con datos fidedignos en la materia. De ahí la importancia de realizar un pormenorizado estudio de la situación, para tener elementos valederos con los que tomar medidas correctivas. 

Todo esto va de la mano de temas necesariamente ligados, pero siempre silenciados, como el incesto y el aborto, problemáticas que se sabe que tienen lugar, pero de las que prácticamente no hay datos, mucho menos políticas públicas eficientes y racionales que los aborden, más allá de inspiraciones moralistas que guían los mitos en torno a este complejo y prejuiciado ámbito. 

Los daños que ocasiona un embarazo no deseado producto de una violación en niñas y jóvenes son numerosos y muy profundos. Amén de los daños físicos, la salud psicológica de las niñas/jóvenes madres se afecta grandemente. De hecho, además de la violación propiamente dicha, el embarazo también funciona en ese sentido como un trauma, y cualquier trauma es, siempre y en cualquier contexto, un elemento negativo, perturbador, que en la gran mayoría de los casos deja secuelas, muchas veces crónicas. 

Afecta la propia imagen, puede producir una gama variada de sintomatología psicológica derivada: ansiedad, trastornos psicosomáticos, sentimientos de culpa, eventualmente puede disparar reacciones psicóticas, y en casos extremos puede llevar al suicidio. Sin contar, por supuesto, con todas las enfermedades y trastornos de orden biomédico que el mismo pueda traer aparejado, entre los que no se puede evitar mencionar las enfermedades de transmisión sexual, en cuenta el VIH, la más grave. 

“Niñas criando a otros niños” podría resumirse la figura a que da lugar este tipo de embarazos. La magia maravillosa de la maternidad, de la reproducción de la vida, el milagro perenne y siempre asombroso de la continuación de la especie que se juega en cada alumbramiento, todo eso aquí no cuenta. En todo caso, estamos ante un serio problema que afecta la salud mental de la joven madre, y por consecuencia, trae efectos sobre el nuevo ser, e indirectamente, sobre la sociedad toda. En tal sentido: es un problema social. 

En tanto no se lo vea como serio problema de salud de toda la comunidad, se podrá seguir repitiendo, y con ello alimentando, la cultura machista y autoritaria. De ahí que actuar sobre todo ello tiene un valor socio-político enorme: es un granito de arena que se puede aportar para la construcción de una sociedad más equilibrada y justa. Pero para ello se necesita conocimiento científico de valía, lo cual se consigue solamente investigando a profundidad. Y es lo que, por diversos motivos, no se hace. 

La Academia rehúye en cierta forma al tema, y los prejuicios nos siguen envolviendo. Con motivo de la iniciativa de la posible legalización de la marihuana a inicios de la administración de Otto Pérez Molina, la Revista ContraPoder realizó una encuesta con 141 de los 158 diputados al Congreso de la República (nunca hay quórum completo) preguntando por ese aspecto en particular, agregando dos interrogantes más: el punto de vista de cada legislador sobre la legalización del matrimonio homosexual y sobre la legalización del aborto no-terapéutico. La respuesta a esta última pregunta fue negativa en casi un cien por ciento. Pero según estudios consistentes (Barillas:2013), Guatemala presenta uno de los índices de abortos ilegales más altos en Latinoamérica. Evidentemente hay mucho que trabajar en esta materia, partiendo por tener datos confiables, apuntando a destruir prejuicios y dobles discursos. 

En los países en vías de desarrollo como el nuestro en que niñez y adolescencia tienen impresa la huella de la desnutrición expresada por tallas corporales que no alcanzan los estándares establecidos internacionalmente y, aunado a ello, viven hacinadas en paisajes de asentamientos carentes de los servicios sanitarios básicos, su salud biológica y social están comprometidas para su ideario de proyectos de vida a largo plazo, y por tanto su expectativa (anhelos, proyectos) de vida está reducida. La salud social de esta niñez y adolescencia no solo está comprometida en forma personal por la ubicación geopolítica de su localidad; se ve agravada también por la situación económica de las personas de las que depende, a la vez que complican la salud integral de estos hijos al enmarcarlos en una religiosidad y política que les exigirá valores que no podrán cumplir. El incesto en ciertos sectores marginalizados, por ejemplo, es una práctica mucho más común de lo que el discurso oficial admite (Zepeda e.a.:2005). De todos modos, de eso no se habla. 

Una niña-púber que apenas alcanzó el lindero de lo que más tarde sería una mujer adulta, se ve violada y forzada a desarrollar un embarazo por el marco religioso, político y socio-familiar impuesto. Hay en todo esto una normalización cultural que no ve un especial problema en el asunto. El 34.32% de denuncias de guatemaltecos abusados sexualmente en el primer semestre del año 2014 está dado por menores de 13 años, y los victimarios en su mayoría son familiares, según declaraciones de la Procuradora Adjunta de Derechos Humanos al medio de prensa La República, Hilda Morales (PDH:2014). En el primer semestre de ese año se presentaron 4,205 denuncias de violaciones sexuales, de las cuales 1,216 corresponden a niñas y 227 a niños menores de 13 años. Por otro lado, siempre según los datos de la P rocuradora Adjunta , 33.7% de víctimas está en el rango de 14 y 18 años, lo que revela que el 68.02% de personas abusadas son menores de edad (partiendo de la base que no se denuncian todos los casos). 

Por su parte, el Observatorio de Salud Reproductiva (OSAR:2014) indica que de enero a noviembre de 2014 se reportó un total de 71,000 embarazos en niñas y jóvenes entre 10 y 19 años; de este porcentaje 5,119 corresponde a menores de 14 años. Uno de los problemas visibles, según los datos, es la cantidad de menores de edad que anualmente se convierten en madres. Las cifras detallaron que ese año 43 niñas de 10 años resultaron embarazadas, así como otras 72 de 11 años; 213, de 12 años de edad; 1,104 de 13 y 3,687 de 14 años. 

El bienestar en tanto conjunto amalgamado de salud biológica, psicológica y social, no existe en esta población en crecimiento a la etapa adulta. En la salud psicológica de este grupo será fácil encontrar cuadros de depresión, ansiedad, trastornos post traumáticos y tendencias suicidas entre otras lesiones, por el desequilibrio entre lo que se quiere ser y lo que se tiene.  

Es deber del Estado la protección de la vida humana, cuidar y restaurar la salud biológica, mejorar todas las condiciones de vida, llevar ante los tribunales de justicia penal a los violadores sexuales con agravante de la pena cuando son familiares. Por todo ello consideramos esencial modificar líneas políticas al respecto; pero para eso se necesitan estudios serios y circunstanciados en torno a la salud mental y las consecuencias en la salud biológica y social de esta población joven que es abusada. 

Cuáles son las consecuencias de la pérdida de la salud mental tras la violación sexual, cuáles son los cambios de los escenarios en los propósitos de vidas violentadas sexualmente, cómo se vive un embarazo en esas condiciones, qué le espera al niño fruto de esa relación traumática, cómo la salud mental en tanto construcción social de toda una comunidad se ve afectada por esa demostración de impunidad patriarcal: todo eso es una agenda pendiente que debe empezar a ser cuestionada. Desde la Academia llamamos a los tomadores de decisiones del área de salud a dar los pasos necesarios para comenzar a plantearnos seriamente esta problemática nacional. Debemos dejar atrás mitos y prejuicios y empezar a ver el problema con nuevos ojos. 

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