lunes, 13 de febrero de 2017

ENTREVISTA A VÍCTOR DELFÍN: A PROPÓSITO DE TOLEDO Y OTRAS COSAS MÁS





En su casa en Barranco. En el 2001, Delfín presidió la Comisión Nacional de Cultura durante el gobierno de la chacana. (Foto: Hugo Pérez)

Presto siempre a denunciar las aguas turbias de la corrupción, el escultor le recuerda a Alejandro Toledo el valor del honor
·         Maribel De Paz
·         Editora de Luces

Enfundado en su calzoncillo Boston, Víctor Delfín remoja sus 90 años en la muy envidiable piscina de su casa en el acantilado de Barranco. Dice y hace lo que quiere. Y lo que acaba de hacer es redactar una carta pública sin anestesia a su antiguo amigo de lucha anticorrupción: Alejandro Toledo, cada vez menos sano y sagrado. Antes del chapuzón, Delfín habla de esa costra brutal de prejuicios que mamamos los peruanos desde la cuna; de la coima como carga histórica; de la muerte soñada como una mujer desnuda; no deja de mencionar a Tolstói, Dostoievski y también a Rilke: “La sublimación de la serenidad interior”. Cerca de su mesa de trabajo, una cita del artista estadounidense Dan Graham pareciera dar la pauta de la actividad creadora y cívica de Delfín: “Todos los artistas se parecen, todos sueñan con hacer algo más social, más colaborativo y más real que el arte”.
—¿Este asunto de Toledo es grotesco, doloroso? ¿Cómo lo siente usted?
Yo creo que hay una justicia inmanente y que de pronto suceden cosas como esta, que es desenmascarar todo el aparato corrupto de América Latina. Toledo es uno de los tantos, aunque eso no es consuelo. El soborno, la coima y la comisión vienen de la época de la Colonia, ya casi no sorprenden. Alguna vez Óscar Ugarteche me preguntó qué era un peruano para mí. Yo le dije: “Un peruano es como un costal al que le abres el cordel y aparece el racista, el machista, el mandón, el tirano, el que no puede ver gente diferente, el que se burla de las mujeres”. Ese es el peruano, con todos sus prejuicios y miserias. Tengo la ilusión de suponer que los artistas están a salvo. No hay estética sin ética. Mientras pintamos, esculpimos o escribimos, algo de nosotros se está corrigiendo. Lo que tengo es indignación, porque Toledo ha defraudado su propia imagen, en la que todos creían. 
—Alguna vez le dijo a Toledo que no hiciera cojudeces. ¿Al parecer no le hizo caso?
Así es, y no voy a negar mi amistad, pero cuando me dicen ahora: “Ya muy tarde, señor Delfín, ¿cómo no se dio cuenta, señor Delfín?”, yo digo que no soy psicólogo. Toledo es un gran actor, he visto muy de cerca cómo se transforma. Cuando está sin pose es un hombre sencillo, pero cuando se le da por ser el líder cambia totalmente, engola la voz, toma una actitud de que no cree en nada sino en él y en su palabra; eso es lo interesante: la transformación mental de un individuo. Yo lo he visto. Una cosa tremenda, monstruosa. Cuando pasaba junto a mí para dar un discurso me podía empujar incluso, pero yo lo tomaba como un acto de energía para enfrentarse al gran enemigo que es el público, a esas miles de personas que vibraban. Cuando las luces se apagaban era otro, era otro… Ahí era seguramente cuando recurría al trago.
—Su carta ha sido dura. ¿Es el fin del idealismo, del compromiso político del artista?
No, en absoluto. El idealismo, el amor a la tierra, eso no lo quita nadie. Solo los delincuentes y los aventureros no tienen patria, pero el resto, toda esa gente que vive en Sechura, en Paita, aman su pedacito de tierra, se mueren pobres ahí, pero es el amor. César Miró lo dice muy bien en su canción: el amor a la tierra es fuerte. Pero esos son los patriotas. Ahora, como repite Yerovi: todo se ha perdido, menos el honor. Y lo digo en la carta a Toledo: nosotros los que venimos de un origen humilde nos hemos hecho un espacio para que nuestros padres se sientan orgullosos, para que nuestros hijos y nuestros amigos se sientan orgullosos y, carajo, eso es lo que tenemos que hacer hasta la muerte.
—Ha dicho usted que no le teme a la muerte.
¿Pero qué es la muerte? Ya a la edad que tengo, cuando cierro los ojos veo paisajes… de repente así es la muerte.
—¿Cómo estar tan bien a los 90?
La gran receta es la actividad creativa. Cuando coges una tela o un papel para escribir un poema, entras a otro mundo, al mundo de tu infancia, de las cosas buenas, de la belleza, del recuerdo, es una especie de gran desenchufada del universo real. Cuando pintas, estás gozando y estás creando, y hay una puerta que te está dictando buenos pensamientos. Esa es la salud.
—¿Cuál recuerda como el momento más vibrante de su infancia en Lobitos?
El momento más vibrante de mis días era cuando mi padre Ruperto, que era obrero y era un hombre gordo, alto, un cholón fuerte con una cabezota, regresaba del trabajo a almorzar, sudoroso, porque era un trabajo heroico de fierro y fragua, y me ponía su sombrero que me bailaba en la cabeza. Recuerdo el olor de ese sombrero hasta ahora. Ese perfume del sudor de mi padre era un estímulo maravilloso, aún lo siento. Cuando mi madre le preguntaba si le había gustado el almuerzo, su elogio era decirle que más rico ni en el Waldorf Astoria. ¡No había llegado ni a Lima y hablaba como si estuviera en Nueva York! Imagínate, un obrero con una fantasía así, ¿cómo no lo vas a adorar?
—¿Qué empañaba esa infancia idílica?
Siempre hay una hilacha, la naturaleza es cruel y terrible. Un hermano mío nació sordomudo y me dediqué a protegerlo. La gente no tenía consideración y le decía 'el mudo', con desprecio. Y, ahora me explico, felizmente tuve la suerte de tener un hermano mudo, porque gracias a eso tengo una predisposición para los pobres y los humildes.
—¿Son los 90 años una edad gloriosa o terrible?
Creo que soy un hombre privilegiado por llegar a los 90 años con una salud como la mía, con un hijo de 2 años. Pero en realidad el poder es interior, es el que todos tenemos dentro, no te lo da la fama ni el dinero, está dentro, tú lo manejas, te empoderas tú mismo para soportar el hambre, la necesidad, las enfermedades, las grandes decepciones; tú sabes que eso es pasajero, accidental. Cuando sabes que eres único, intransferible, incopiable, tienes una fuerza increíble. La mayoría de la gente no se da cuenta de eso, imitan las poses de otros, pintan igual que otros, pintan como Picasso porque está de moda, o como Jackson Pollock, y pierden su tiempo.
 
—Dice que no le teme a la muerte, ¿pero qué teme de la vejez? 
Lo único que no me gustaría es convertirme en un vegetal, aunque eso es triste para los demás, porque ya uno ni siente, y si siente ya es muy poco. Entonces, como decía un amigo: hasta aquí vamos muy bien; más allá, ya veremos.

Lima, LUNES 13 DE FEBRERO DEL 2017

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