Extracto del discurso de Gabriel García Márquez
leído en 2007 en Cartagena de Indias
Ni en el más delirante de mis sueños en los días en
que escribía Cien años de soledad llegue a imaginar en asistir a este acto para
sustentar la edición de un millón de ejemplares. Pensar que un millón de
personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi cuarto con 28 letras
del alfabeto y dos dedos como todo arsenal parecería a todas luces una locura, hoy
las academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una novela que ha pasado
ante los ojos de cincuenta veces un millón de lectores y ante un artesano
insomne como yo, que no sale de la sorpresa por todo lo que le ha sucedido.
Pero no se trata de un reconocimiento a un escritor.
Este milagro es la demostración irrefutable de que
hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historia en lengua
castellana y, por lo tanto, un millón de ejemplares de Cien años de soledad no
son un millón de homenajes a un escritor que hoy recibe sonrojado el primer
libro de este tiraje descomunal. Es la demostración de que hay lectores en
lengua castellana hambrientos de este alimento. No sé a que horas sucedió todo;
sólo sé que desde que tenía 17 años y hasta la mañana de hoy, no he hecho cosa
distinta que levantarme todo los días temprano y sentarme ante un teclado para
llenar una página en blanco o una pantalla de computador con la única misión de
escribir una historia aún no contada por nadie que
le haga más feliz la vida a un lector inexistente. En mi rutina de escribir
nada ha cambiado desde entonces. [...]
Los lectores de Cien años de soledad son hoy una
comunidad que si se uniera en una misma tierra sería uno de los 20 países más
poblados del mundo. No se trata de una afirmación pretenciosa. Quiero apenas
mostrar que hay una gigantesca cantidad de personas que han demostrado con su
hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada con mensajes en
castellano. El desafío es para todos los escritores, poetas, narradores para
alimentar esa sed y multiplicar esa muchedumbre razón de ser de nosotros
mismos.
A mis 38 años y ya con cuatro libros publicados
desde mis 20 años, me senté en mi máquina de escribir y empecé: "Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo". No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase
ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir
durante 18 meses hasta que terminé el libro. [...] Esperanza Araiza, la
inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado en
limpio grandes obras de escritores mexicanos [...]. Cuando le propuse que me
sacara en limpio la obra, la novela era un borrador acribillado a remiendos
[...]. Pocos años después Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la
última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero
diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las
recogió empapadas y casi ilegibles con la ayuda de otros pasajeros y las secó
en su casa hoja por hoja con una plancha de ropa.
Y otro libro mejor sería cómo sobrevivimos Mercedes
y yo con nuestros dos hijos durante ese tiempo en que no gané ni un centavo. Ni
siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día
la comida en la casa.
Después de los alivios efímeros con ciertas cosas
menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus
familiares a través de los años. El experto las examinó con rigor de cirujano,
pasó y pasó con sus ojos mágicos las esmeraldas del collar, los rubíes de las
sortijas [...]. Y al final volvió con una larga verónica de novillero:
"Todo esto es puro vidrio" [...].
Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes
y yo fuimos la oficina de correos de México para enviar a Buenos Aires la
versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas
a máquina a doble espacio y en papel ordinario dirigidas a Francisco Porrua,
director literario de la editorial Suramericana. El empleado del correo puso el
correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo:
"Son 82 pesos". Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que
le quedaban en la cartera y se enfrentó a la realidad: "Sólo tenemos
53". Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una
a Buenos Aires sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para
mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la
primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para
enviarla, Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Suramericana, ansioso de
leer la primera parte, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarlo. Así es
como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy.
Cien años
de soledad. Novela
La primera edición se publica en la Editorial
Sudamericana (Buenos Aires) en 1967, con una tirada de 8.000 ejemplares que se
agotó rápidamente. Desde entonces, han sido unos 40 millones de ejemplares los
que se han editado en 40 idiomas diferentes.
José Arcadio Buendía y su mujer, Ursula Iguarán,
se ven obligados a marcharse de la ranchería en Riohacha donde habitan, y
acompañados por varios amigos emprenden un viaje que culmina en la fundación de
Macondo, epicentro de varias generaciones marcadas por la fatalidad y la
soledad congénita de la familia Buendía.
Las dos interpretaciones mayoritariamente aceptadas
están enfocadas al tema fundamental de la novela: la historia metafórica de la
condición humana por un lado y el estudio de la situación americana por otro.
Ambos ingredientes están ampliamente representados y justificados al igual que otros
muchos temas señalados por la numerosa y cualificada crítica publicada sobre
esta obra. Sin embargo, es el tratamiento de los mismos, el estilo, la poética
que García Márquez inventa e impone a sus personajes y el hilo narrativo de la
historia lo que más llama la atención: la exageración humilde, la tragedia
humorística, la contradicción como elemento habitual capaz de convertir lo
milagroso en cotidiano y viceversa. La diferencia está
en los ojos; es la forma de mirar la que cataloga
los acontecimientos:
Fernanda sintió que un
delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en
toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus
pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que
Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única
que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable,
y dejó las sábanas a merced de la luz.
La simetría, las estructuras circulares, en
espiral, cíclicas, las de ida y vuelta, la repetición o la reiteración son algunas
de las armas con las que el tiempo encierra a seis generaciones que el destino
ha marcado con el peso de la soledad en el pozo de Macondo. El desamparo, el
conformismo y la pasividad de los personajes vienen dados por la inutilidad de
la huida. Cualquier actividad o iniciativa desemboca en el desastre y aceptar
el destino se convierte en inevitable.
Múltiples elementos realzan el entramado poético
de Cien años de soledad: la reiteración, los valores absolutos, el misterio,
las causas perdidas...; elementos que a través del ritmo, la enumeración o la
ampliación desbordada convierten la resignación, el orgullo o la tristeza en
características completamente diferenciadas y relevantes al acercar los
sentidos a los últimos extremos sin perder la frescura de lo posible.
Hizo apuestas de pulso con cinco hombres al mismo
tiempo. ‘Es imposible’, decían, al convencerse de que no lograban moverle el
brazo. ‘Tiene niños-en-cruz’. Catarino, que no creía en artificios de fuerza,
apostó doce pesos a que no movía el mostrador. José Arcadio lo arrancó de su
sitio, lo levantó en vilo sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron
once hombres para meterlo.
Esa identificación novedosa con un universo aún
sin detallar y los nuevos ritmos que García Márquez utiliza para encender la
acción, hicieron de esta obra un puente por donde el mundo pudiera reconocer un
continente injustamente desapercibido de la misma forma que su autor reconoció
su infancia tantos años después de haber vivido.
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