En marzo de 1977, en su encuentro en Madrid para la
legalización del PCE, Santiago Carrillo, Georges Marchais y Enrico Berlinguer
(secretarios generales de los partidos comunistas español, francés e italiano,
respectivamente) dieron carta de constitución a lo que venía siendo un hecho
consumado: el eurocomunismo. Con este término-concepto querían
indicar la independencia de los PC respecto de la URSS y la aceptación de la
vía “democrático-parlamentaria” para competir por el poder institucional (es
decir, el poder con minúsculas). También lo que ellos pensaban que era una
ruptura con el leninismo: el descarte de la insurrección revolucionaria.
Sin embargo, lo que realmente entrañaba aquel
proceso era una ruptura con Marx: a partir de ese momento no se trataba ya de
llevar a cabo la “lucha de clases” con el fin de abolir la explotación humana
ni la injusticia de que unos pocos tengan acaparados los medios de vida de la
sociedad y la absoluta mayoría de ésta tenga que depender de si aquéllos les
dan trabajo o no. Se descartaba la meta de superar el capitalismo o se la
desplazaba a un tiempo indefinido en el largo futuro. En adelante se trataba de
aprovechar las oportunidades que el sistema brindaba para mejorar las propias
posiciones electorales. Con ello se daba prioridad también a la política
pequeña, con minúsculas (la minipolítica).
Se rompía, además, con la milenaria tradición
republicano-democrática, que siempre abogó por la igualdad como base de la
democracia, y la soberanía económica (sin depender de tener que trabajar para
otros) como elemento imprescindible de la libertad y la autonomía.
En lo sucesivo, la mayor parte de los PC europeos
aceptaban el Estado Social capitalista como una muestra inobjetable de las posibilidades
del reformismo, que se apresuraban a abrazar contra los pecados del “comunismo
leninista”. Las libertades, la democracia, el consumo
permanente y masivo, los derechos humanos, que eran supuestamente
intrínsecos a ese Estado Social (que muchos llamaron “del Bienestar”) se
asumían también como compatibles con la explotación del ser humano por el ser
humano, con la extracción de plusvalía y la dictadura de la tasa de ganancia,
con la centralización y concentración del capital y con la depredación del
hábitat.
Los cambios experimentados en la estructura de
clases, el nuevo “capitalismo de Estado” (con sus vías fuertes de integración
de la población a través de la seguridad social y el creciente
consumo) y el programado descrédito del Bloque Soviético en la población
europea occidental, habían ido preparando el terreno, a su vez, contra las
“viejas” formaciones partidistas o más en general, contra las “viejas” formas
de organizarse y hacer política. Frente al “obrerismo” propio del capitalismo
industrial-fordista, se abrió paso el movimientismo ciudadano como
rechazo a ello y como forma predominante de contestación social en el
capitalismo de consumo keynesiano. Recuperada de las aún más viejas luchas del
pre o proto-proletariado europeo, esta forma de intervención social se expandió
pronto por las formaciones centrales del Sistema en su conjunto. Las
reivindicaciones, con ello, se habían hecho parciales, los campos de conflicto
e intervención dejaron atrás lo universal para irse haciendo cada vez más reducidos,
más sectoriales, más locales, más particulares (cada quien ‘protestaba’ por lo
suyo). Los logros sociales, por tanto, también menguaron. Y unas y otros
quedaron convenientemente dentro del Sistema, un Sistema que
supuestamente lo admitía todo y era capaz de reformarse a sí mismo, con la
ayuda de la ciudadanía, indefinidamente, hasta poder llegar a conseguirse a
través de él cotas cada vez más altas de… no se sabe muy bien qué.
Un Sistema prometedor, en cualquier caso, “el menos
malo de los sistemas posibles”, que irradiaba la fe en su capacidad de
regenerarse a sí mismo y de secretar indefinidamente mayores niveles de
“bienestar”, “democracia” y “crecimiento”. Para conseguir ese estado de
conciencia colectiva, de “cosmovisión” europea, la OTAN político-cultural
trabajó duro desde los años 50, con sus miríadas de dispositivos, mecanismos,
agentes, publicaciones, instituciones culturales y académicas, institutos
creados ‘ad hoc’, convenciones, congresos y fondos destinados a ello, y sus
correspondientes “intelectuales” y científicos sociales en dedicación plena o
parcial [como ha sido bien detallado por Francis Stonor en La CIA
y la Guerra Fría cultural (http://www.abertzalekomunista.net).
También Gabriel Rockhill, desde una mirada marxista, da cuenta en
terrenos más acotados de ese proceso en diferentes textos, como por
ejemplo, https://conversacionsobrehistoria.info/2022/09/02/la-cia-y-el-anticomunismo-de-la-escuela-de-frankfurt/, https://canarias-semanal.org/art/33563/gabriel-rockhill-la-industria-de-la-teoria-global-capitalista-al-descubierto-video].
No parecía extraño, pues, que la absoluta mayor
parte de las izquierdas se integraran en él (abrazaran al capitalismo como un
modo de producción aceptable siempre que se vigilase que no hubiera ni excesiva
corrupción ni desmadrada desigualdad en él o quedara en manos de malvados
personajes, como los propios del oscuro mundo financiero, porque el capital
industrial-productivo se juzga en adelante positivo de por sí), para en vez de
querer trascenderle, algo ya absolutamente descartable en sus proyectos,
asumieran su simple mejora, que se pregonaba permanentemente posible (How Nato seduced the European Left – UnHerd).
Así, el postmodernismo se fue haciendo dominante en el terreno cultural, el
post-estructuralismo en el filosófico y el postmarxismo en el más estrictamente
político.
Esas izquierdas políticas y culturales, que se decían
a sí mismas “modernas”, “democráticas”, miraban hacia atrás con una mezcla de
desaprobación y autosuficiencia frente a las “derivas” de la “vieja izquierda”
que se antojaba dogmática y sectaria, visionaria e irrealista, cuando no
directamente dictatorial. El culto al progreso, le fe en el futuro, que era
presentado como el realizador del mejor de los mundos, traslucían un sentido de
la historia “progresista”, mientras que el encumbramiento del universalismo
abstracto que predica la abolición de las fronteras y el desarraigo identitario
y comunitario en general, aportaban un elemento más de comunión con la nueva
derecha, «cosmopolita». La aceptación del marco dado de lo posible y de lo
pensable, ocupó el lugar de las “viejas” ideas de ruptura y transformación
social. El concepto de justicia universal fue sustituido por el del mérito
personal, no importa que estuviera basado en una profunda desigualdad de
oportunidades, porque ésta era también ampliamente asumida como necesaria o, al
menos, inevitable.
La descomposición de los Grandes Sujetos [clases,
movimiento obrero, organizaciones de masas, naciones…] que habían ido surgiendo
del capitalismo “pre-democrático” de la Primera y Segunda Revolución
Industriales, se extremó con el capitalismo “post-democrático” propio del nuevo
modelo de crecimiento neoliberal-financiarizado. Las vías de “integración” de
la población se hicieron “blandas”, ya no a través de la seguridad social, sino
del consumo a crédito y del endeudamiento masivo, de la (pretendida) revalorización
financiera de los bienes inmuebles (una suerte de keynesianismo de precio de
activos) que, además de “democratizar la especulación” para más capas sociales,
hacía seguir manteniendo la ficción del consumo y de “clase media” de la
población trabajadora, ayudada aquella ficción también inestimablemente por la
entrada masiva de productos chinos ultrabaratos.
Así hasta que llegó la debacle de este modelo de
crecimiento arrastrada por la propia Crisis del modo de producción que le
sustenta. Todos los palos de su sombrajo empezaron a caerse: crédito, deuda,
solvencia, consumo, empleo, vivienda… El destrozo de la “seguridad” social ha
traído una vuelta acelerada al mundo de las inseguridades: inseguridad de
empleo y por tanto de vivienda, de alimentación saludable, de acceso al
consumo, al crédito y a los bienes… Inseguridad del presente y todavía más del
futuro. Generaciones enteras sin presente y sin futuro empezaron a preguntarse
por las promesas que les habían hecho de una vida mejor que la de sus padres.
Una vez desaparecida la URSS y el “comunismo” en
Europa, otra vez desatada sin freno su Crisis, el capitalismo empezaba a
mostrar, de nuevo, su verdadera cara.
Y cuando su profunda y muy probablemente
irreversible Crisis se empezó a llevar por medio las condiciones que
posibilitaron el Estado Social, y hace tiempo que ha deslegitimado este modelo
de crecimiento neoliberal-financiarizado (que no todavía al capitalismo en sí
mismo), la primera víctima suya ha sido la propia izquierda integrada.
El declive de la opción reformista, de las posibilidades de
mejorar el capitalismo realmente existente arrastra consigo a esas izquierdas
bienpensantes, moderadas y racionales que a la postre asistieron impasibles a
la trasmutación del Sistema de keynesiano a fridmaniano.
El fin del reformismo se llevó también hace tiempo,
como no podía ser de otra forma, al eurocomunismo y sus cutres propuestas
políticas, con la consiguiente desaparición o su relegación a la marginalidad
más absoluta de las formaciones dizque “comunistas” que lo promovieron.
Sin embargo, las izquierdas que ya nacieron
integradas llevarían a cabo un postrer intento de salvarse a sí mismas y de
salvar el reformismo. Una última pirueta posibilista, a través del
electoralismo, de la llamada al voto en torno a la idea de las mayorías
amorfas, de los 99%, de las multitudes, pretendidamente más allá de
las clases, de la izquierda y la derecha, de la ideología y de la Política con
mayúsculas (la que afecta al conjunto del metabolismo del capital). Como si
todo eso no estuviera sujeto a las propias luchas, y no existiera por tanto la
posibilidad de contender también en torno al peso social construido,
sociológico, histórico y estructural que contienen esas “etiquetas”, sino que
fueran meramente superables, por arte de birlibirloque, desde el
discurso electoral.
Así, fueron muchos los que en medio de la barbarie
neoliberal propugnaban la necesidad de un populismo de izquierdas capaz de
hacer frente a través de esquemas, consignas y convocatorias simples, a todo el
aparataje ideológico-mediático-cultural capitalista que destrozaba las
conciencias y empobrecía las vidas de una generación tras otra de “ciudadanos”,
o de “la gente”, como esas izquierdas dirían a partir de cierto momento.
Y claro, en congruencia, todo ello no podían
hacerlo de otra forma que bajo un proyecto dirigista, vertical, en el que
reducidos núcleos desclasados (que asumen y exhiben una pretendida condición de
“clase media” intelectual) lanzan desde arriba unas consignas fáciles e
intentan hacer llevar a cabo alguna suerte de ingeniería social a lo pobre, con
la ayuda de ciertos resortes de los poderes del propio capital (dado que esos
proyectos poco les incomodan a éstos), al pugnar en torno a una hegemonía
débil. Con ella me refiero a la detentación de posiciones no alternativas
en el campo ideológico, ni albergadoras de un proyecto social
económico-productivo propio, sino válidas sólo para competir en la política
pequeña, la que se centra en la contienda electoral, para la gestión del propio
capital y el respeto por encima de todas las cosas a su ley del valor.
La cuadratura del círculo quedaba así completada:
asumir la ley del valor, las bases de explotación y de la acumulación
capitalista, y hacer pensar que el capital puede ser “corregible” o
“encauzable” para el bien común. Sobre todo, en plena Crisis del mismo.
Pero no, lo que fue corregido y encauzado del todo
fue el pensamiento alternativo, altersistémico, y las izquierdas
integradas fueron totalmente absorbidas no sólo dentro de los límites
marcados por el Sistema, sino que se les hizo ahondar en su subordinación a las
reglas, dinámicas e instituciones globales del capital, incluso las más nocivas
para las sociedades, como la UE y la OTAN. De hecho, su alianza subordinada con
la parte progresista de la “casta” del capital, no podía deparar otro final.
Entonces, según se deterioran las condiciones
laborales y sociales del conjunto de las sociedades, no sólo el papel de esas
izquierdas queda convertido en obsceno, sino que se hace cómplice necesario de
las políticas de esa casta, así como impulsor por defecto de las versiones
populistas “bulldogianas” del Sistema (las más salvajes del mismo), que son las
que ahora requiere una vez destrozadas las izquierdas altersistémicas,
integrales.
Y es que la carencia de una izquierda
integral, altersistémica, verdaderamente socialista, deja a las sociedades
huérfanas de orientación, guía o proyectos coagulados y organizados para la
posibilidad de encontrar cauces alternativos, mientras la parte del mundo bajo
dominio del Eje Anglosajón (y del Poder Sionista Mundial) gira hacia la
barbarie política y una Europa cada vez más subordinada al mismo experimenta un
acelerado proceso de renazificación, paralelo a su suicidio
económico-energético, político y militar. El daño de las izquierdas
integradas (y especialmente el que hicieron los PC entregados al
capital), dejando expedito el camino a esa renazificación, será
duradero.
Por eso es urgente empezar a reconstruir el
proyecto socialista. Para frenar la barbarie. Para posibilitar la Paz. Contra
la OTAN y la UE, contra las políticas del capital. Para superar este modo de
producción devastador, al que nada le importan los seres humanos.
Andrés Piqueras
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