20 abril 2021
La Comuna como “primera revolución proletaria del Occidente” debe entenderse como el resultado de un triple contexto que desbordó su marco: la evolución del socialismo francés en el marco del movimiento obrero europeo, la singularidad represiva del Segundo Imperio de Napoleón III y la rivalidad política y bélica franco-alemana. La frescura y la osadía de sus propuestas y peculiaridades hicieron de ella un modelo inmarcesible para todas las corrientes socialistas de su tiempo, y el objeto de una admiración entre las izquierdas que ha perdurado hasta nuestros días. Fue víctima de su forzosa inmadurez, con el resultado de su derrota ineluctable ante unos enemigos que habían perdido parte de su fuerza, pero que conservaban la suficiente para aplastarla y ensañarse con una crueldad, inédita hasta entonces, ejercida contra sus muchos protagonistas, pues era todo el pueblo de París quien se había levantado contra sus opresores.
El primer contexto a analizar es el del grado de proletarización, así como de organización, de los trabajadores en Europa en general y en Francia en particular en estos años. Aquí, desde las revoluciones de 1848, el pensamiento socialista se había hecho más rico y difuso que en Inglaterra. Pero, y ello le separaba del grandioso edificio teórico levantado por Marx, que inspirará en gran medida la Primera Internacional, operativa aún durante la Comuna, era fruto del pensamiento de burgueses o pequeños burgueses, relativamente al margen de la lucha social, atrayendo sobre todo a los artesanos y a la élite obrera.
Fue la burguesía radical, más que la clase obrera, la que había hecho la revolución de 1848; en muchos clubes de París se reagruparon prestigiosos pensadores, artesanos y obreros autodidactas que la añoraban. La única acción realmente movilizadora fue por ello la mutualista y cooperativa, la cual sufrió el acoso de la policía. En París se formaron cientos de estas asociaciones desde 1850; un tercio de ellas logró sobrevivir hasta los años 70 con las cajas de solidaridad de los hojalateros, ópticos, albañiles, testimoniando la vitalidad del pequeño taller que enorgullecía al obrero.
Ello difería de la evolución proletaria en el Reino Unido y en Alemania, donde los obreros empezaron a organizarse en paralelo a las grandes empresas. En Inglaterra, tras el ocaso del cartismo, las Trade Unions, élite obrera que organizaba ya a la tercera o cuarta parte del total de los obreros, con 800 mil afiliados, ejercieron una presión real sobre la patronal. Durante la Exposición de Londres de 1862, una delegación obrera francesa se entrevistó con dirigentes de las Trade Unions, maravillados ante su organización y sus altos salarios; de ahí surgió el embrión de la Primera Internacional, la cual se benefició de la obra teórica de Marx, y en la que durante mucho tiempo, el proletariado francés, diseminado casi todo él en pequeños talleres, tuvo poco que decir.
La Asociación Internacional de Trabajadores no sobrevivió a la guerra franco-prusiana de 1870, desapareciendo en 1872. Tampoco sobrevivió a la Comuna de París, que vivió de marzo a mayo de 1871, la cual tuvo valor de símbolo para el socialismo, pues fue el episodio más espectacular de la lucha de clases en la Europa liberal. Pero la sublevación parisina no había sido dictada por la Internacional ni por grupo alguno. Durante todo el invierno, con París sitiado por las tropas prusianas, militantes de la Internacional y otros republicanos, reunidos en el Comité central de los arrondissements, o barrios parisinos, habían ido más allá de la actitud del gobierno republicano, lanzando un ataque contra las tropas alemanas. El armisticio franco-prusiano se concluyó el 28 de enero de 1871. La Asamblea constituida en febrero fue monárquica, con predominio de la derecha rural; en París en cambio, fue republicana. En marzo, la Asamblea francesa, que deliberaba en Burdeos, se instaló en Versalles y no en París. Con Thiers como jefe de gobierno, la Asamblea multiplicó las torpezas: como fue la decisión de suprimir los sueldos de los guardias nacionales parisinos, algo impopular para la pequeña burguesía.
En París, la Comuna surgió entonces con el protagonismo de las masas populares, con jefes desconocidos, donde se mezclaron los pequeñoburgueses con los obreros. Se trataba de oponerse a la ocupación de una parte de París por los prusianos. El 18 de marzo, cuando Thiers envió tropas para retirar los cañones de la Guardia Nacional, que habían sido comprados por el pueblo, una muchedumbre ajustició a dos generales. Thiers huyó a Versalles y retiró todas las tropas de París. El conflicto se endureció entonces entre el gobierno francés conservador y las clases humildes y patrióticas parisinas. Desde el punto de vista militar, los efectivos de la Comuna se reducían a 30 mil hombres faltos de mando y sin más disciplina que la que ellos mismo se imponían. Los socialistas de la Internacional participaron en el movimiento, pero no dominaron el Consejo. Eran en su mayoría jacobinos fascinados por el recuerdo de la Revolución Francesa. Se presentaron propuestas de agrupar a todos los afiliados de las corporaciones, divididos por arrondissements, a fin de elegir como jefes a los hombres más capaces. Éstos, respaldados por el crédito de la Internacional, tomaron las iniciativas. La Comuna supuso una ruptura, que será seguida por una durísima represión.
Desde un punto de vista por completo distinto, la Comuna de París se insertó, de un modo ajeno a su voluntad, como un elemento extraño pero decisivo en el juego de las potencias europeas, véanse el Reich alemán y el Segundo Imperio francés, a fin de conseguir la hegemonía en el continente. Francia se había convertido desde 1849 en el país del orden. La decepción provocada por el desenlace de las revueltas de 1848 dejó las manos libres a las maniobras de Luis Napoleón Bonaparte, quien combinó una restauración monárquica (imperial) sui generis con el mantenimiento de algunos logros revolucionarios, que demostraron ser supercherías. Por ejemplo, la conquista del sufragio universal exigida en 1848, confirmada clamorosamente por Luis Napoleón, se transformó en la especie de sufragio hipócritamente falseado que eran los plebiscitos, cocinados por la política imperial. El imperio pasó a ser gobernado de modo autoritario. Una ley de seguridad general permitía al Ministro del Interior internar o deportar a todo sospechoso.
Con motivo de las grandes victorias con las que Napoleón III contribuyó a la unificación de Italia se produjo una distensión, avanzándose hacia un régimen parlamentario homologable con Europa. Pero el gobierno no había logrado atraerse jamás ni a la juventud ni al mundo intelectual. Tras 15 años había aparecido una nueva generación: la de la juventud burguesa hostil al catolicismo espoleada por el descontento obrero, el cansancio pequeñoburgués, la decepción de los industriales y hasta la hostilidad de los notables católicos, quienes aportaban el voto campesino. Sobre todo, el Imperio seguía siendo la obra de un hombre cuyo prestigio se estaba desmoronando. El 4 de septiembre de 1870, tras la derrota sufrida en la guerra franco-alemana, el motín parisino de la Comuna acabó con el Imperio de Napoleón III.
El papel de Bismarck, el “Canciller de hierro” alemán, fue determinante en los movimientos del tablero que se produjeron con la sublevación de la Comuna de París. La neutralidad de Napoleón III en la guerra contra Austria, una más de las guerras emprendidas por Bismarck para unificar la gran Alemania, la había conseguido éste sugiriendo al emperador francés una extensión de Francia hacia Luxemburgo. Pero estos tratos provocaron la indignación de la opinión pública alemana, que consideraba Luxemburgo territorio germánico. Bismarck, presionado, cedió respondiendo que no toleraría esa disminución de Alemania. El resultado fue que Luxemburgo se convirtió en 1869 en un Estado neutral; lo que era un fracaso total para Napoleón III y un éxito para Bismarck. Se impuso entonces en Francia la idea de una guerra ineluctable franco-alemana, pues ésta aparecía como la vía hacia la adquisición de gloria guerrera por un Imperio que envejecía. En el Reich alemán se trataba en cambio de aglutinar a todos los alemanes en la lucha contra el enemigo común personificado por Napoleón III.
Pero el pretexto fue la cuestión de la sucesión española. El trono de España estaba vacante, y el jefe de gobierno general Prim ofreció la corona a Leopoldo de Hohenzollern-Sigmarinen, primo lejano del rey de Prusia; Bismarck sostuvo esta oferta. Ello permitiría resucitar la antigua alianza entre Alemania y España en el imperio de los Austrias, amenazando a Francia en dos frentes; lo que enardeció a la opinión pública francesa, haciendo inevitable una guerra que el gobierno alemán anhelaba librar por su parte; Bismarck reveló su cambio de postura en un texto premeditadamente insultante Los conflictos entre estas dos potencias europeas, de los que la insurrección de la Comuna de París será una consecuencia indirecta, fueron una muestra del nivel de miseria política e intelectual al que había llegado la política europea en su juego de cambio de cromos o de hurto de los mismos por el empleo de la fuerza (anticipo del reparto colonial del mundo llevado a cabo a partir de 1885, que condujo al cataclismo de la I Guerra Mundial)
El 19 de julio de 1870, Francia declaró la guerra a Prusia. Pero se lanzaba a ella en situación de inferioridad, con 260 mil hombres dirigidos por oficiales rutinarios y celosos unos de otros: lo que contrastaba con los 450 mil soldados alemanes bien entrenados, mandados por un Estado mayor que disponía de una artillería superior. Tras un mes de combates en Alsacia y Lorena, el ejército francés fue derrotado el 2 de septiembre. Napoleón III, rodeado, capitulaba; el 4 de septiembre, una revolución pacífica declaraba abolido el imperio en París, y formaba un gobierno de defensa nacional para conseguir una paz poco costosa. Pero cuando Bismarck puso como condición la entrega de Alsacia y parte de Lorena, el gobierno francés se vio obligado a reanudar la lucha. Esta continuó hasta el 28 de enero de 1871, cuando el gobierno francés, ante la astronómica superioridad militar del Reich, firmó el armisticio y la capitulación de París, entregando a Bismarck Alsacia, la Lorena germanófona, y Metz; el Imperio alemán recibía además una indemnización de 5 mil millones de francos-oro.
La puesta en práctica de las primeras teorías y practicas revolucionarias obreras
La Comuna de Paris, (comuna es el término que designa hasta el día de hoy al ayuntamiento francés) fue el movimiento insurreccional que del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871 tomó temporalmente el poder en la ciudad de París. Para las mentes más lúcidas del socialismo revolucionario europeo del siglo XIX, la Comuna instauró el primer gobierno de la clase obrera del mundo, lo que tiene gran parte de verdad; pero su iniciativa vino más bien de los artesanos, pequeños comerciantes, pequeña y media burguesía republicana y de izquierdas, operarios de talleres desperdigados en los barrios, quienes habrían de constituirse en el núcleo impulsor de una clase obrera francesa aún en formación; de ahí que el espíritu dominante en ella fuera el socialismo autogestionario.
En la guerra franco-alemana, París había sido sometida a un sitio de más de cuatro meses, de septiembre de 1870 a enero de 1871, el cual culminó con la entrada triunfal de los alemanes. Thiers, los funcionarios de Estado, y parte de los grandes burgueses y aristócratas parisinos, prefirieron abandonar París, y en vez de presentar resistencia al Reich, doblegar desde fuera a su propia población rebelde. El vacío de poder en París provocó que la vida ciudadana, y en concreto la Guardia Nacional de París, se hiciera con el poder de hecho, a fin de asegurar una continuidad del funcionamiento de la administración de la capital. Se beneficiaron para ello del apoyo y la participación activa de la población obrera, del descontento generalizado, del radicalismo político muy extendido en la capital, que exigía una república democrática, y de la oposición a la más que probable restauración de la monarquía borbónica.
Al intentar el gobierno de Thiers controlar las baterías de cañones que habían sido compradas por los parisinos por suscripción popular para defender la ciudad, éstos se alzaron en armas. La Comuna gobernó promulgando una serie de decretos revolucionarios, como la autogestión de las fábricas abandonadas por sus dueños, la creación de guarderías para los hijos de las obreras, la laicidad del Estado, la obligación de las iglesias de acoger las asambleas de vecinos y de sumarse a las labores sociales, la revisión de los alquileres impagados y la abolición de los intereses de las deudas: medidas que respondían a la necesidad de paliar la pobreza generalizada que había causado la guerra de 1870-71.
La Guardia Nacional de París la formaba una milicia de más de 200 mil parisinos que mantenían el orden público en tiempos de paz, y que desde septiembre de 1870 habían aumentado los 60 batallones iniciales a 254 a fin de defender la ciudad. Los batallones elegían a sus propios oficiales, y poseían algunos cañones fabricados en París pagados por suscripción pública. La ciudad y su Guardia Nacional habían resistido el ataque de las tropas prusianas durante seis meses, por lo que los parisinos consideraron humillante tanto la rendición como la ocupación germana. Ante el vacío de poder, el levantamiento popular de la Comuna unió a todas las tendencias republicanas de París. Una demanda específica fue que París poseyera un gobierno autónomo, el de la Comuna, elegido por la propia población.
Al ir ganando el Comité Central de la Guardia Nacional cada vez más autoridad, el 18 de marzo Thiers ordenó a sus tropas tomar los 400 cañones y ametralladoras almacenados en los altos de Montmartre y Belleville. Pero los residentes de estos barrios lo impidieron con las mujeres a la cabeza, avisados a toque de campana, en vez de seguir las instrucciones del gobierno francés; mientras que los soldados confraternizaban con la Guardia Nacional y la población, El general Lecomte, quien ordenó disparar contra una muchedumbre desarmada, fue fusilado; también lo fue el general Thomas, responsable de la represión de la revolución popular de junio de 1848.
El 18 de marzo comenzó el inicio formal del gobierno de la Comuna.
Al unirse otras unidades armadas a la rebelión, Thiers ordenó la evacuación inmediata de París de las fuerzas regulares, la policía y los empleados de las administraciones públicas; él mismo huyó, con sus seguidores, a Versalles. En los días siguientes, la mayoría de los habitantes de los barrios residenciales y políticamente conservadores del oeste de París se refugiaron también en Versalles. El Comité Central de la Guardia Nacional, que era ahora el único gobierno efectivo en París, organizó elecciones a una nueva Comuna para el 26 de marzo. Esta, constituida dos días más tarde, incluía 92 miembros del Consejo Comunal, obreros, artesanos, pequeños comerciantes, profesionales como médicos y periodistas, y un gran número de políticos. Abarcaban todas las tendencias contrarias a Thiers: republicanos, tanto reformistas como moderados, socialistas, anarquistas, proudhonianos, blanquistas, independientes, y hasta jacobinos que miraban con nostalgia a la Revolución Francesa. El socialista Blanqui fue propuesto como presidente del Consejo; pero había sido arrestado y encarcelado en un lugar secreto desde el 17 de marzo.
Las políticas de la Comuna, con grandes diferencias internas, tendían tanto hacia una democracia progresista como hacia la revolución social. Estas incluían, entre otras cuestiones, la revisión de las rentas, aumentadas considerablemente por los caseros, la abolición de la guillotina, la concesión de pensiones para las viudas e hijos de los miembros de la Guardia Nacional muertos en servicio, la abolición de los intereses de las deudas; y, medida que iba más allá del capitalismo liberal, el derecho de los empleados a tomar el control de una empresa si ésta fuese abandonada por su dueño.
El Consejo reemplazó el ejército convencional por una Guardia Nacional de la que formaban parte todos los ciudadanos que podían portar armas. Se separó a la Iglesia del Estado, pasando todas las propiedades de ésta a propiedad estatal, y se excluyó la religión de las escuelas. Se permitió a las iglesias sin embargo seguir con su actividad religiosa si mantenían sus puertas abiertas al público para que se realizaran en ellas reuniones políticas; lo que las convirtió en el principal centro político participativo de la Comuna. Se sustituyó finalmente la bandera tricolor francesa por la roja. Se esperaba de los miembros del Consejo (quienes no eran “representantes”, sino “delegados”, pudiendo ser inmediatamente cesados por sus electores), que realizaran algunas funciones ejecutivas aparte de las legislativas; la mayoría consistían en satisfacer las necesidades sociales por barrios, tales como cantinas, estaciones de primeros auxilios…
La defensa y la supervivencia se transformaron en las principales preocupaciones de los parisinos. Las mujeres trabajadoras crearon su propio batallón en la Guardia Nacional, con el que defendieron el palacio Blanche, pieza fundamental de la defensa de Montmartre. El 21 de mayo, tras forzar las tropas de Versalles una puerta en la parte occidental de las murallas de París, comenzó la reconquista de la ciudad; se ocuparon primero los prósperos barrios del oeste entre los aplausos de sus vecinos. Las fuertes lealtades de barrio que habían caracterizado la Comuna se convirtieron ahora en su desventaja, pues en lugar de una defensa planeada globalmente cada barrio luchó por su supervivencia, siendo derrotados uno tras otro. Además, el dédalo de calles estrechas que existían aún en las revoluciones anteriores había sido en gran parte sustituido por los anchos bulevares de Haussmann mandados construir por Napoleón III, lo que facilitaba el avance de las tropas de Thiers.
Aunque los comuneros también procedieron a la ejecución de algunos personajes considerados “contrarrevolucionarios destacados”, entre ellos el arzobispo de París, el número de asesinados por la Comuna no pasó del centenar; no hubo pues comparación posible en materia de represión con la que llevarán a cabo las fuerzas de Versalles. La resistencia más tenaz fue la de los distritos obreros del este, donde los combates callejeros continuaron durante los ocho días de la “semana sangrienta” del 21 al 28 de mayo. En esta semana, las tropas del gobierno masacraron a miles de ciudadanos desarmados, disparando a prisioneros y convirtiendo en rutina las ejecuciones múltiples. El general MacMahon lo resumió así en su proclama “A los habitantes de París: El ejército francés ha venido a salvaros. Hoy se ha acabado la lucha. El orden, el trabajo y la seguridad volverán a renacer”.
Las represalias afectaron prácticamente a toda la población: haber apoyado a la Comuna de cualquier modo era en sí mismo un crimen. Más de 20 mil parisinos fueron fusilados de diez en diez bajo lo que hoy se llama “el muro de los comuneros” en el cementerio del Père Lachaise; muchos de estos comuneros eran mujeres trabajadoras parisinas a quienes las fuerzas de orden llamaron “petroleras”, mientras que miles de personas, hombres, mujeres y hasta niños, fueron llevadas a pie y escoltadas por militares a Versalles o fuera de París para ser juzgadas. El gobierno arrestó aproximadamente a 40 mil personas, prosiguiendo las persecuciones hasta 1874. Muchas fueron juzgadas y condenadas a muerte, otras ejecutadas sumariamente, otras condenadas a trabajos forzosos; otras, en fín, deportadas, con frecuencia de por vida, a penales abarrotados situados en el Pacífico, sobre todo en Nueva Caledonia. Según diversos autores y testigos de la época, los ejecutados durante las dos semanas que siguieron a la toma de París fueron unos 50 mil, sin distinción de edad ni de sexo, pereciendo cientos de niños y miles de mujeres. La basílica del Sacré Coeur fue edificada en Montmartre en el lugar donde supuestamente había comenzado la insurrección de la Comuna, para expiar con ella “los crímenes de los comuneros”.
Su programa democrático y racional ¿fue un antecedente de futuros programas socialistas?
Aunque ha habido programas de acción sobre las condiciones de vida y trabajo en todos los Estados inicialmente revolucionarios que se reclamaban de la causa de los oprimidos y los y las obreras, las diferencias entre éstos y el programa de la Comuna fueron notables. El hecho de contar en casi todos ellos con un núcleo dirigente con capacidad de tomar decisiones centralizadas y de realizar cálculos racionales de la relación de fuerzas explica que fueran capaces de tomar el poder. Pero al faltarles lo que le sobraba a la Comuna, la plena participación de las masas y el activo ejercicio del poder por ellas, ilumina también las innumerables desviaciones de sus proyectos iniciales que se han producido, no en todos, pero sí en muchos de estos procesos, cuando los intereses de la cúpula dirigente han prevalecido sobre los de las masas en cuyo nombre actuaban; las que, en muchos casos, aunque no en todos, pasaron a estar oprimidas por sus supuestos dirigentes a causa de los intereses personales o de la ambición de poder de éstos.
Este carácter específico de la Comuna de París lo explica el hecho de que su desarrollo tuviera lugar antes del cisma entre anarquistas y marxistas, por lo que ambos movimientos políticos la consideraron propia y la celebraron como la primera forma de toma del poder por las clases proletarias en la historia de Europa occidental. Para Marx fue el primer ejemplo de una dictadura del proletariado en la que el Estado era tomado por los proletarios mismos; a lo que Bakunin replicó que al no subir al poder una vanguardia organizada ni haberse intentado crear un estado revolucionario, la Comuna parisina había sido anarquista. En todo caso, la Comuna de París ha sido celebrada por anarquistas y marxistas y por todas las fuerzas revolucionarias hasta la actualidad, debido a la variedad de tendencias, al alto grado de control por parte de los trabajadores, y a la notable cooperación entre los diferentes centros revolucionarios. Un hecho notable fue la igualdad de género en las luchas, estando la iniciativa de muchas de ellas en manos de las mujeres, a las que el poder naturalmente intentó desprestigiar llamándolas despectivamente “petroleras”.
A esta conjunción de fuerzas plurales ayudó finalmente el que la escisión en el seno de la Primera Internacional entre marxistas y comunistas fuera posterior a la Comuna. Una razón de su éxito fue la iniciativa demostrada por sencillos trabajadores/as en las actividades públicas, quienes se las arreglaron para asumir las responsabilidades de los administradores y especialistas que Thiers se había llevado a Versalles. Engels mantuvo que la ausencia de un ejército fijo y las políticas autónomas desde los barrios hicieron que la Comuna no fuese una especie de Estado en el sentido represivo, sino una forma de transición hacia la abolición del Estado. Comunistas, izquierdistas, y anarquistas han visto a la Comuna como un modelo de democracia participativa y de administración por el pueblo; Marx y Engels, Bakunin, y tantos otros sacaron múltiples y a veces contrapuestas lecciones teóricas de ella. Lenin, como Marx, consideraba la Comuna un ejemplo real de la dictadura del proletariado; en el funeral del líder soviético, su cuerpo fue envuelto en los restos de una bandera roja preservada desde los tiempos de la Comuna.
He aquí lo que la Comuna dijo de sí misma en su declaración al pueblo francés del 19 de abril de 1871: “¿Qué pide la Comuna? El reconocimiento y la consolidación de la República como única forma de gobierno compatible con los derechos del pueblo y con el libre y constante desarrollo de la sociedad; la autonomía absoluta de la Comuna, que ha de ser válida para todas las localidades de Francia, de modo que garantice a cada municipio la inviolabilidad de sus derechos, así como a todos los franceses, el pleno ejercicio de sus facultades y capacidades como seres humanos, ciudadanos y trabajadores…”
¿Ha habido un eco del tsunami de la Comuna en el desarrollo del movimiento obrero y popular vasco?
Esta es una cuestión que mi condición de vasco me lleva a abordar (sin pretender en modo alguno que estas similitudes se den sólo en mi país). Yo hablaría, más que de ecos, de similitudes y sinergias entre la lógica y modo de actuar, no sólo del movimiento obrero vasco, sino de muchas iniciativas de base popular de Euskal Herria, y la de la Comuna. En un pueblo que ha venido actuando en los dos últimos siglos de espaldas y frecuentemente de modo antagónico a las estructuras y decisiones estatales, en Hego Euskalherria por supuesto, pero también en Ipar Euskalherria, ha habido y sigue habiendo abundantes paralelismos con el espíritu que animó a la Comuna parisina. Poco importa que los sucesos de 1871 no sean demasiado conocidos por una sociedad poco asidua a la lectura de libros de historia. Pero lo que sí es de destacar es que el escritor de Iparralde que se expresó en términos tan elogiosos de Zumalacárregi, no ciertamente por su ideología carlista, sino por considerarlo el líder de las ansias de libertad y soberanía de su pueblo, el pueblo vasco, Prosper-Olivier Lissagaray, nacido en Toulouse, pero cuyo apellido revela sin lugar a dudas su origen vasco, sea el que ha escrito el libro Historia de la Comuna de París, reconocido como el que mejor interpretó la voluntad de libertad y soberanía que animaba a los comuneros (editado por cierto no hace mucho por la editorial vasca Txalaparta).
El movimiento obrero vasco se fortaleció en el contexto de un capitalismo maduro, el finisecular de los grandes centros siderúrgicos de la margen izquierda y la zona minera de la Bizkaia, muy distinto del de los artesanos y operarios de los pequeños talleres del París de los años 70 del siglo. Pero si algo ha abundado en nuestro país es la voluntad y capacidad de las múltiples expresiones de organización de base, prescindiendo unas veces, y otras frontalmente contrarias, de los poderosos. Los ejemplos son numerosos: el Auzolan preindustrial de ayuda mutua en las comunidades rurales, la fuerza que han venido presentando en el posfranquismo la autoorganización y movilización del movimiento obrero y de todo tipo de movimientos sociales: véanse las movilizaciones obreras de Vitoria-Gasteiz en el primer posfranquismo, reprimidas a sangre y fuego, con muertos de por medio, por Fraga Iribarne; el dinamismo que presentan aquí los movimientos ecologistas y antinucleares (recordemos las luchas antinucleares contra la central de Lemóniz y la actividad infatigable de la Comisión de Defensa de una Costa Vasca no nuclear), la participación de todo el pueblo, o del barrio, en la defensa de los centros fabriles a los que el capital se propone deslocalizar; las innumerables respuestas antirrepresivas, pese a que ellas mismas han pasado a su vez a ser reprimidas; una prensa de denuncia que se ha levantado una y otra vez de las cenizas en la que querían hundirla; el enorme empuje de movimientos como el de los jubilados, el feminista, el de la defensa de la diferencia de orientación sexual… Hay pues innumerables lazos entre todo este movimiento multifacético y autoorganizado y la epopeya de la Comuna de Paris.
Francisco Letamendia es politólogo y ha publicado recientemente Los Estados-Leviatán (siglos XV a 1789), Tomo II de su obra Cultura política en Occidente, UPV-EHU, Bilbao.
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