Autor: José Negrón Valera
La anécdota es como sigue, o al menos, así la recuerdo. Durante el apagón que vivió Venezuela en 2019 y que provocó un verdadero shock en toda la sociedad, surgieron cantidad de postales sobre la resiliencia del venezolano.
Una de ellas, hablaba de una muchacha que contaba que su abuela, al enfrentarse a los días y en algunos casos, semanas, sin energía eléctrica, le confesó que ella podría soportar cualquier adversidad, siempre y cuando contara con "café y azúcar".
Esa frase permaneció mucho tiempo en busca de acomodo, hasta que hace unos días, mientras leía el libro del premio Nobel de economía, Daniel Khaneman, las redes cognitivas brillaron con particular intensidad.
El texto de Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, nos muestra durante más de 600 páginas, la forma en que los seres humanos tomamos decisiones basados en los dos Sistemas que componen el cerebro.
El Sistema 1, rápido e intuitivo, nos permite de un solo vistazo abarcar el mundo entero, entender con un gesto quién nos miente o reconocer el rostro de alguien conocido en una multitud. El Sistema 2, lento y analítico, es el filtro que nos lleva a prestar atención, a sopesar con cuidado las corazonadas que el intenso Sistema 1, nos vende como ciertas.
Vivimos nuestras existencias, ajenos por completo a la forma en que estos dos sistemas se comportan, negocian y resuelven las continuas disputas que le plantean los millones de estímulos venidos del mundo.
Khaneman explica, a propósito de los estudios de su colega Roy Baumeister, que existen actividades que los seres humanos ejecutamos con facilidad, no porque sean en sí mismas "fáciles" sino porque las hacemos con placer.
Tocar piano, por ejemplo, no puede ser considerado algo sencillo; sin embargo, si la persona la disfruta, se encuentra dispuesta, motivada, segura de hacer ese algo, el cerebro es propenso a "fluir" en esta actividad dentro de lo que llama Khaneman "la ley del mínimo esfuerzo".
Caso contrario ocurre si la persona requiere ejercer una actividad mental que le resulta fatigosa, pesada, y angustiante. Un sujeto sometido a una situación de esfuerzo mental, es más propenso a abandonar el autocontrol sobre sus emociones y conductas. Es decir, cuando el cerebro "ya no vuela solo o fluye", sino que debe concentrarse en algo que le demanda atención, el cansancio se hace presente y es más propenso a reaccionar agresivamente a una provocación, por ejemplo. Baumeister llama a este fenómeno "Agotamiento del Ego".
Ahora bien, es en este punto donde se conectan el libro de Khaneman y la anécdota de la abuela venezolana:
"El descubrimiento más sorprendente que hizo el grupo de Baumeister muestra, (…) que la idea de energía mental es más que una mera metáfora. El sistema nervioso consume más glucosa que otras muchas partes del cuerpo, y la actividad mental esforzada parece ser especialmente acaparadora de glucosa. Cuando estamos activamente enfrascados en difíciles razonamientos cognitivos o en una tarea que requiere autocontrol, el nivel de glucosa en la sangre desciende. El efecto es análogo al que se produce en un corredor, cuya cantidad de glucosa almacenada en sus músculos desciende durante una carrera. La consecuencia más notable de esta idea es que los efectos del agotamiento del ego podrían ser compensados ingiriendo glucosa", detalla el investigador.
¿Por qué resulta importante este detalle? Pues porque como nos explican los estudiosos "los errores intuitivos" o de juicio "son mucho más frecuentes entre egos agotados". Un experimento hecho con jueces en Israel que debían tomar decisiones sobre si dar o no a un preso la libertad condicional, demostró que estos tendían a tomar las decisiones más sencillas, como denegar la libertad, cuando se encontraban agotados o con hambre.
Cuando Naomi Klein nos habla en su Doctrina del Shock de que "solo cuando una sociedad vive aterrada y obligada a pensar meramente en su supervivencia, puede aprobar medidas que le son claramente perjudiciales", nos damos cuenta hacia qué resortes apuntan las tácticas de guerra psicológica.
El prolongado asedio sobre una población produce un quiebre que empuja a las personas a zafarse de la desagradable vivencia, no por simple deseo, sino obligados por una urgencia bioquímica. Los lleva a cometer errores de juicio y a confundir al verdugo con su Mesías. El que esta abuela venezolana, de manera intuitiva, supiese que mientras tuviese "café y azúcar" ninguna táctica de shock podría contra ella, es digno de algo más que un Nobel.
Afectar el cerebro social
Conocer el funcionamiento del cerebro no es poca cosa. De algún modo, si algo nos ha enseñado la cibernética a lo largo de los años es que todos los sistemas responden a un macrodiseño que equipara y conecta. Es por esto que pensar en metáforas funciona, porque de algún modo, todo se repite en todo.
Concebir las sociedades como organismos vivos, como sistemas nerviosos, tal y como lo plantea el antropólogo Michael Taussig, nos brinda una ventaja. Si existen enfermedades mentales que pueden ser tratadas, también las dolencias sociales tienen solución.
Venezuela ha sido un país que no en vano ha pasado por una dolorosa tortura psicológica. Una sistemática agresión le ha hecho pensar a millones de personas dentro y fuera del país, que este territorio, que aparece en los primeros diez lugares de cada conteo que se hace de petróleo, agua dulce, biodiversidad, minerales, es una nación sin futuro.
Durante 20 años, se han ensañado sin ningún tipo de escrúpulos para fragmentar la sociedad. El odio inoculado tuvo la fórmula de "temer al otro". La terapia de choque a través de golpes de Estado, protestas violentas, sabotaje a los servicios públicos, imposibilidad de comprar comida y medicamentos, instauró la incertidumbre como cotidianidad. El balance de los efectos psicosociales aún está por verse y puede que necesite muchos años de estudio. Así como la crianza violenta "forma estructuras cerebrales permanentes" en los niños, la exposición recurrente a mensajes, acciones, imágenes violentas dejan también marcas profundas en las sociedades.
Fue práctica habitual el mantener el sistema nervioso y social de los venezolanos, "en estado de emergencia permanente". Este último fin de semana, no fue la excepción.
Mientras Yulimar Rojas hizo el saque inicial de un partido del Barcelona F.C. y Lisbeli Vera le daba una medalla de plata al país en los juegos paralímpicos, todo era ensombrecido por un video donde un militar venezolano era golpeado por un grupo de criminales en el Oriente de Venezuela.
Del mismo modo en que los genes nocivos del cáncer se replican sin control en los organismos vivos, en un cuerpo social modelado para consumir contenidos negativos, la maldad se viraliza por acto reflejo.
Los torturadores psicológicos saben que, para sanar una dolencia, es necesario que el estímulo dañino que la provoca cese. Por ello, no permiten que pase un día sin que circulen por redes sociales mensajes que vayan directamente a las zonas cerebrales que activan el miedo, la rabia y la tristeza. Cuando no hay noticias negativas, las fabrican y si no, apelan a la vieja técnica de reciclar cualquier hecho perjudicial. Todo vale cuando se trata de afectar psicológicamente a los seres humanos.
Los venezolanos nos hemos convertido en profesionales de la esperanza. Unos maestros de la resiliencia que hemos sabido, de manera intuitiva, sin mucho apego por los últimos estudios de neurociencia y psicología cognitiva, superar este vendaval que significó la estrategia de "cerco y asfixia" impulsada por Washington.
Sin embargo, hace falta más que sabiduría popular. Recuperar la cohesión social y, sobre todo, la salud mental arrebatada por la guerra no convencional, pasa por reconstruir las capacidades del Estado venezolano para servir de mediador y gran arquitecto del tejido social.
Que la paz se haga cotidiana no puede venir sino a través de un gobierno que vuelva a gestionar sin el chantaje de las sanciones, la vida en colectivo, la economía, los servicios públicos, los planes de desarrollo. Es quizá esta la mayor de las tareas del diálogo que se abre en septiembre, que no nos convenzan de lo contrario.
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