Traducción:
Pedro Perucca
Los
liberales creen que el mayor obstáculo para la necesaria intervención climática
es la falta de conciencia social y de liderazgo profesional. El verdadero
problema es la ausencia de un programa de estabilización climática militante y
dirigido por los trabajadores.
El artículo a continuación es una
reseña de Not the End of the World: How We Can Be the First Generation to
Build a Sustainable [No es el fin del mundo: cómo podemos ser la primera
generación en construir un planeta sostenible], de Hannah Ritchie (Little Brown
Spark, 2024).
Ya no es ningún secreto que las
generaciones más jóvenes están acosadas por la ansiedad ecológica y la angustia
climática. Según la revista Lancet Planetary Health, estos sentimientos se han
convertido en un verdadero fenómeno mundial, que prevalece en los países de
renta alta, media y baja. Mientras tanto, el movimiento ecologista lleva mucho
tiempo aquejado de un sentimiento generalizado de pesimismo sobre las
perspectivas de su propio éxito.
Hannah Ritchie, científica
medioambiental y subdirectora de Our World in Data, se sintió obligada a
introducir un urgente sentimiento de optimismo en el debate sobre el clima. En
su libro Not the End of the World: How We Can Be the
First Generation to Build a Sustainable Planet (No es el fin del mundo:
cómo podemos ser la primera generación en construir un planeta sostenible),
Ritchie pretende representar a «una generación de jóvenes que quieren ver
cambiar el mundo», pero que se ve abrumada por la inacción ante los
apocalìpticos boletines de noticias y la indiferencia de los gobiernos.
En el mejor de los casos, el
libro de Ritchie da un vuelco a la sabiduría convencional de los ecologistas de
estilo de vida consumista —cuya teoría del cambio es tan confusa y errónea como
elevada es su ansiedad— para restaurar un sentido colectivo de control sobre
nuestro futuro compartido. Ritchie tampoco está dispuesta a adormecer a sus
lectores con una falsa sensación de seguridad, identificando soluciones
técnicas fáciles para combatir el cambio climático. «Los problemas de este
libro no se resolverán por sí solos», subraya Ritchie, sino que «requerirán el
esfuerzo creativo y decidido de personas que desempeñen diversas funciones». De
este modo, Ritchie recuerda la última y oculta idea de David Graeber sobre el
mundo: es algo que hacemos y que podríamos hacer de otro modo.
Sin embargo, en un claro reflejo
de sus propias inclinaciones profesionales, Ritchie se equivoca a la hora de
identificar a los agentes que reharán el mundo, delegando la tarea en los
innovadores, los responsables políticos, los financistas y, lo que es más
importante, «los individuos valientes y las empresas privadas». En
consecuencia, el camino que propone hacia la estabilización climática está
pavimentado con impuestos sobre el carbono y otras soluciones inadecuadas
orientadas al mercado, una defensa anacrónica de recetas políticas liberales
ineficaces que arroja luz sobre un nuevo conjunto de sensibilidades y alianzas
entre los activistas climáticos de la corriente dominante.
Es cierto, como sostiene Ritchie,
que combatir el cambio climático no es ni completamente imposible ni
tranquilizadoramente fácil. La cuestión pendiente es quién liderará la carga.
Comunicadores científicos y
tecnócratas políticos del mundo, uníos…
En Climate Change as Class
War: Building Socialism on a Warming Planet, Matt Huber ofrece una esquemática tipología tripartita de los profesionales
de la escena política climática: divulgadores científicos, tecnócratas
políticos y radicales antisistema. Las críticas socialistas se centraron
principalmente en este último grupo, responsable del decrecimiento, un
movimiento académico y social incipiente que expresa una desafección generalizada
hacia nuestras sociedades industriales intensivas en emisiones. La
generalización de ciertas variedades neomalthusianas del movimiento del
decrecimiento, cuyo programa preferido de reducción agregada y ecoausteridad desempoderaría aún más a la clase trabajadora, no
sustituye al movimiento climático mayoritario liderado por los trabajadores,
necesario para descarbonizar rápida y democráticamente nuestras
economías a gran escala, al tiempo que se mejora, no se empeora, la vida de la
clase trabajadora.
La generalización de la
perspectiva del decrecimiento propuesta por los radicales antisistema es
preocupante. Pero debemos estar igualmente atentos a la aparición simultánea de
una nueva generación de divulgadores científicos y tecnócratas políticos
liberales cuyos mensajes están diseñados para fabricar el apoyo popular a las
ineficaces estrategias de descarbonización orientadas al mercado.
Not the End of the World, de
Ritchie, ilustra una alianza cada vez más coherente entre distintos grupos de
profesionales del clima de la corriente dominante. La nueva hornada de expertos
en clima con credenciales tiende a compartir la crítica de Ritchie a la
información sensacionalista de los medios de comunicación sobre la crisis
climática, que les preocupa que transmita una sensación de fatalidad inminente
que paralice a la sociedad hasta una aceptación apática del colapso planetario.
Para Ritchie, esta observación proviene de una experiencia personal: cuando
tenía poco más de veinte años, las incesantes profecías catastrofistas la
convencieron de que ya no tenía ningún futuro por el que mereciera la pena
vivir. Años más tarde, Ritchie llegó a considerar la incomprensión de la escala
y la naturaleza del problema como el obstáculo fundamental para una acción
climática eficaz.
Otro obstáculo, según Ritchie, es
la polarización política, que en su opinión impide la cooperación necesaria
para combatir la pérdida de biodiversidad, el cambio climático, la
deforestación y la contaminación ambiental. En otras palabras, no hay tiempo
para el fútbol político; la resolución de problemas debe delegarse en
tecnócratas imparciales.
Para ejemplificar este punto,
Ritchie establece un paralelismo con la exitosa defensa de la capa de ozono por
parte de la comunidad científica, que ella describe como «el cambio climático
de su época». En su relato, un trío de científicos galardonados con el Premio
Nobel descubrió que las emisiones humanas de clorofluorocarbonos (CFC) estaban
destruyendo el ozono de la estratosfera, pero sus descubrimientos fueron
difamados por industriales y políticos interesados. Finalmente, una campaña de
presión pública llevó a los países a adoptar en 1987 el Protocolo de Montreal,
que regula la producción de sustancias que agotan la capa de ozono. Desde su
adopción, se ha producido una disminución del 99,7% de los CFC y otras
sustancias que agotan la capa de ozono.
En esta narración de los hechos,
los ciudadanos preocupados dieron poder a los expertos científicos y a los
tecnócratas de la política para combatir los intereses malignos de los gigantes
industriales y sus secuaces políticos. Por tanto, debería adoptarse la misma
fórmula, incluida la evasión de la arena democrática de los intereses políticos
contrapuestos, para combatir el cambio climático y otros problemas de
sostenibilidad actuales.
Pero la historia de la capa de
ozono y la crisis actual no son fenómenos análogos. La reducción de las
emisiones de gases de efecto invernadero, a diferencia de los CFC, no puede
lograrse sin alterar nuestros sistemas energéticos basados en combustibles
fósiles. Y son los combustibles fósiles, y no las moléculas de cloro, los que
han permitido nuestro desarrollo industrial. Así pues, como advierte el Grupo
Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), abordar el
problema del calentamiento global exigirá «cambios rápidos, de gran alcance y
sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad». El problema va más allá
de la afición tecnocrática de los activistas climáticos profesionales, cuya
principal preocupación es contabilizar y gestionar con precisión los impactos
ecológicos y medioambientales («externalidades») de nuestros sistemas
económicos de producción, y requiere en cambio una acción masiva y una
transformación social para superar las relaciones de propiedad capitalistas que
sustentan las estrategias insostenibles de acumulación.
Ritchie reconoce que «cuando
nuestras economías funcionan con combustibles fósiles, estamos a merced de
quienes los producen». Sin embargo, en lugar de una aquiescencia muda, se ha
producido una creciente protesta pública y una resistencia política a las
empresas de combustibles fósiles. En Estados Unidos, por ejemplo, ocho estados
y tres docenas de municipios han presentado demandas contra las grandes
petroleras por engañar intencionadamente al público sobre la crisis climática.
Según la teoría del cambio de
Ritchie, basada en una ciudadanía científicamente informada que empodera a los
responsables políticos, se darían todas las condiciones necesarias para una
transición rápida que abandone las fuentes de energía basadas en combustibles
fósiles. Sin embargo, los productores de petróleo y gas siguen obteniendo ganancias récord y la producción nacional de petróleo
alcanzó su máximo histórico en 2023. Está claro que necesitamos
otro tipo de intervención.
La clase trabajadora tiene el
poder
La divergencia entre las
expectativas liberales y las realidades materiales es el resultado de una
teoría ingenua del cambio social. Proteger nuestro patrimonio público y el
bienestar social colectivo frente a los intereses adquisitivos de los
accionistas corporativos siempre requerió una contestación política. El
trastorno sin precedentes históricos de nuestro complejo industrial-energético
requiere un contramovimiento mayoritario capaz de forzar una rápida transición
hacia las emisiones netas cero. Debemos centrarnos en el poder y la
planificación, no en la persuasión y las señales de precios.
En honor a Ritchie, reconoce que
tenemos que hacer que la gente «sienta que está mejorando su vida» para
«conseguir que todo el mundo se sume al cambio a una vida baja en carbono». Más
que convencer a la gente de que optimice su huella de carbono, lo que transforma
a los ciudadanos en consumidores éticos, «nuestra imagen social de la
sostenibilidad tiene que cambiar». Desgraciadamente, la sensibilidad
profesional de Ritchie parece seguir dando lugar a un punto ciego respecto a
las condiciones materiales de la mayoría de la clase trabajadora. Aquí vale la
pena citar a Ritchie en extenso:
Lo último que puedes hacer es
pensar en cómo empleas tu tiempo. Los problemas de este libro no se resolverán
solos. Una persona media pasará unas 80.000 horas en el trabajo a lo largo de
su vida. Elige una gran carrera en la que realmente puedas marcar la diferencia
y tu impacto podría ser miles o millones de veces mayor que tus esfuerzos
individuales por reducir tu huella de carbono.
De la lectura de este pasaje se
desprende claramente que Ritchie piensa en términos de carreras más que de
empleos, y entiende que las carreras se eligen libremente. En consecuencia,
anima a los jóvenes aspirantes a profesionales —la supuesta audiencia del
libro— a elegirlas sabiamente. Por supuesto, para la mayoría de los
trabajadores, navegar por el mercado laboral es una experiencia muy diferente.
Sin alguna combinación de credenciales universitarias, conexiones familiares y
redes profesionales, las preferencias personales de la mayoría de la gente
quedan extinguidas por las leyes del movimiento de la economía de mercado
capitalista.
Aunque las personas de clase
trabajadora no suelen estar en condiciones de diseñar libremente sus carreras
para maximizar su impacto medioambiental positivo, no son impotentes, ni mucho
menos. Al contrario, como sostiene Matt Huber, nuestra atención debería
centrarse en resucitar al movimiento obrero y «recuperar la capacidad militante
de los trabajadores para hacer huelga y obligar a las élites a ceder a las
demandas radicales», especialmente entre los trabajadores de base de los
servicios públicos que pueden aprovechar su poder estratégico sobre la
generación de electricidad y las redes de transmisión para forzar una rápida descarbonización
de la red.
En última instancia, nuestro
problema no es la falta de conciencia social y de liderazgo profesional, sino
un sistema político que privilegia los beneficios de unos pocos a expensas de
un planeta habitable y de un futuro sostenible para todos. Para resistir a la
imposición de un nuevo sentido común tecnocrático liberal, que nos condenaría a
todos a la catástrofe climática, necesitamos alimentar una visión positiva de
un programa de estabilización climática socialmente justo y dirigido por los
trabajadores.
Como declararon los manifestantes franceses durante las protestas por la
reforma de las pensiones del verano pasado: «Fin du monde, fin du mois, même
combat«. El fin del mundo y el fin de mes son el mismo combate.
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/08/07/solo-la-clase-trabajadora-puede-garantizar-un-planeta-sostenible
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