domingo, 11 de agosto de 2024

LA MENTIRA DE ROBINSON

I

LA MENTIRA DE ROBINSON

jueves 08 de agosto de 2024, 22:00h

Roberto Pecchioli

En tiempos de cultura de la cancelación, en que incluso la música de Beethoven y las epopeyas de Homero son criticadas según el inapelable juicio del presente; en la que Shakespeare es acusado de sexismo, antisemitismo y desprecio por los discapacitados, resulta curioso que una de las obras más significativas de la literatura inglesa, Robinson Crusoe, de Daniel Defoe (1660-1731), rara vez sea cuestionada. Publicada en 1719, gozó inmediatamente de un éxito extraordinario que perdura hasta nuestros días, aunque hoy se la considera más bien una obra maestra de la literatura infantil. La trama es muy conocida: el marinero Robinson escapa del naufragio de su barco y desembarca en una isla desierta donde vive solo durante doce años. Se las arregla como puede, redescubre su fe en Dios y entonces conoce a un nativo, un “buen salvaje”, al que rescata de una tribu caníbal. Lo llama Viernes por el día de la semana en que se cruza con él; lo educa, le enseña inglés y lo convierte en súbdito. Al cabo de veintiocho años, Robinson consigue regresar a la civilización junto a Viernes para vivir con él más aventuras. Su isla, mientras tanto, se convierte en una pacífica colonia española de la que es nombrado gobernador.

Pocas tramas son más políticamente incorrectas que la de Robinson. ¿Por qué, entonces, no es atacado por los “woke” con la vehemencia que no perdona a Dante, a Miguel Ángel —su Capilla Sixtina representa culpablemente solo a blancos— y hasta a Aristóteles, repudiado por haber justificado —en la Grecia del siglo IV a.C.— la esclavitud? Incluso los furiosos woke tienen una correa y una cadena, la del nivel superior del globalismo, la de los amos que los han colocado en la silla, a la cabeza de los periódicos, las cadenas de televisión, las editoriales y los grandes estudios del entretenimiento. La razón es sencilla: Robinson es un símbolo, la representación perfecta de su ideología, uno de los mitos fundadores del individualismo liberal.

Defoe representa en Robinson el carácter de la Ilustración británica; el ascenso de la burguesía mercantil, triunfante a través de la sangre en la Gloriosa Revolución Proto-liberal de finales del siglo XVII; la creencia en la razón; la religiosidad moralista puritana, todavía presente —aunque trocada en sus valores— en la actual cultura anglosajona de la cancelación. Robinson exalta la mentalidad individualista que subyace en la naciente sociedad capitalista. Lucha por doblegar la naturaleza en función de sus necesidades, por dominar el ambiente salvaje confiando solo en sus fuerzas, iluminadas por la razón y apoyadas por la tecnología. James Joyce vio en el libro el manifiesto del utilitarismo inglés, que tuvo a principios del siglo XIX en Jeremy Bentham a su mayor teórico. El personaje de Viernes fue retomado por Jean-Jacques Rousseau en el arquetipo pedagógico del “buen salvaje” del Emilio.

Por eso Robinson escapa a la censura: en su retorcida lógica es políticamente correcto, o al menos aceptable. La corrección política es una forma de mentira y debe ser contrarrestada no con su antónimo, la incorrección, sino con la verdad. En la Europa de la época de Defoe, nadie era un náufrago en el mar de la historia. La sociedad tradicional era un conjunto de raíces, dependencias mutuas y lealtades de las que dependía la supervivencia de la comunidad: un todo orgánico, una inmensa familia, una forma casi biológica en la que el espíritu de la tierra y de las generaciones anteriores confirmaban las costumbres y creencias colectivas sin necesidad de constituciones escritas.

La idea del individuo es producto del ingenio literario, no de la naturaleza humana. Para el lector de los siglos XVIII y XIX, el ejemplo de Robinson Crusoe, el hombre que cuida de sí mismo y consigue optimizar los escasos recursos con iniciativa y conocimientos técnicos en una isla desierta, se convirtió en la parábola favorita del liberalismo europeo y americano, del que Daniel Defoe fue —sin saberlo— el primer profeta. Luego otras fábulas con más fortuna acompañaron el desarrollo del mito: los vicios privados que se convierten en virtudes económicas (Mandeville); la mano invisible del mercado que todo lo regula y resuelve a partir del interés (Adam Smith); la ley que hace de una quimera, la búsqueda de la felicidad (pursuit of happiness) consagrada en la constitución americana, un objetivo de gran fuerza simbólica.

El hombre racional —independiente, libre, despojado de restricciones, abstracto, náufrago sin historia y sin raíces— es el ancestro, el tótem del homo oeconomicus contemporáneo: apátrida, una mónada perfectamente intercambiable con cualquier otra empeñada en la producción y el consumo. Asombrosa la paradoja del individualismo: millones de átomos idénticos convencidos de que son únicos. La debilidad de la aventura robinsoniana es que exige primero el naufragio, la soledad, la ausencia de vínculos sociales. Al final, el inglés árido y sombrío acaba encontrándose con un Viernes. El náufrago ilustrado y “civilizado” coloniza al salvaje, al inocente Calibán de La Tempestad de Shakespeare, que cae en sus manos, le da un nombre —una manifestación absoluta de poder, un acto que sólo puede realizarse con un bebé o una mascota—, lo reduce a sus categorías morales y lo somete a un proceso paternalista de aculturación que lo desnaturaliza.

Estas mismas acciones demuestran que Robinson no es un individuo que surge de la nada, sino una persona con raíces culturales, identitarias, espirituales: sin la herencia milenaria del cristianismo, probablemente se habría comido o matado a Viernes. Sin su educación, el aprendizaje de la división del trabajo y la tecnología, no habría explotado a su siervo de forma tan rentable. Al fin y al cabo, los ingleses llevaban traficando esclavos desde el siglo XVI con la bendición de una corona que otorgaba a los empresarios del robo y la inhumanidad, como Francis Drake y Walter Raleigh, una autorización específica, la “patente de corso”, y los erigía en barones gracias a sus penosos éxitos. Robinson Crusoe fue un libro de enorme éxito en la Europa de la Ilustración, y apenas hay ensayista de la época que no lo cite.

Bernardin de Saint Pierre —escritor y científico—, Chateaubriand, incluso Rousseau, encontraron inspiración en este clásico que ha hecho las delicias de innumerables infancias, incluida la nuestra. Pero Robinson tuvo que acabar en una isla desierta, convertirse él en un naufragio, en un átomo humano a la deriva para llegar a ser uno de los héroes del individualismo liberal. Y convertirse en una especie de Juan el Bautista —un precursor que anuncia el nacimiento de los que vendrán después de él— de la modernidad incipiente, de un hombre nuevo empeñado en fundar su paraíso sobre las ruinas del mundo tradicional. Paradójicamente, los que se convirtieron en paladines del individualismo fueron personas sólidamente organizadas en gremios y corporaciones, accionistas de bancos y fundadores de las primeras compañías de seguros, personajes respetables miembros de “cofradías” y gremios comerciales, de la burguesía retratada por Rembrandt y Frans Hals, y de los primeros aedianos de la epopeya secular del comerciante, sus mecenas.

El dinero siempre ha necesitado leyes, gendarmes, prisiones, estados, jueces. Robinson era la imagen que las potencias emergentes de los siglos XVIII y XIX tenían de sí mismas, una idealización del individuo proactivo que permitía a unos pocos, como el progenitor de Kurtz en El corazón de las tinieblas, explotar sin piedad a una masa de millones de Viernes de piel blanca y religión cristiana. Los académicos anglosajones no se preocupan por esa gigantesca explotación indiferente a la raza y no reclaman reparaciones históricas para los herederos de los europeos blancos pobres. Es la mística invertida —intocable— del liberalismo, cuya neutralidad/indiferencia moral es la justificación de toda nefandad cometida en nombre del interés propio. La historia desencadenada por el tipo humano del que Robinson es el héroe epónimo es dramática: duras leyes contra los pobres, cercamientos de los campos comunales (los cercamientos que empujaron a millones de campesinos privados de subsistencia en las fábricas), los infiernos industriales de Manchester y Birmingham, los terratenientes ensalzando las virtudes morales del trabajo infantil en las minas y las hilanderías.

Inglaterra, dominada por la oligarquía que aún hoy es su arquitrabe, fue la primera en pensar en limitar el crecimiento de la pobreza, no mediante una distribución justa de la renta, sino poniendo límites a la reproducción biológica de los miserables. La progenie controlada como ganado humano proletario, esbozada por el reverendo Malthus, es llevada hoy a la práctica por el globalismo antihumano, que considera filantrópicos el aborto y la eutanasia. “Su interés superior”, reza la sentencia que condenó a muerte al niño enfermo Alfie por falta de cuidados.

Desde los tiempos de Robinson, los ricos han dado lecciones de moral: las guerras del opio en Oriente se desencadenaron en defensa del libre comercio. ¿Puede sorprendernos la indiferencia actual ante la propagación de las drogas? Robinson el utilitario, inagotable homo faber, es el protagonista de la agonía de la belleza (¿para qué sirve?): lo feo a gran escala, la funcionalidad como ícono del beneficio y máxima expresión de la racionalidad liberal. Karl Friedrich Schinkel, el gran arquitecto neoclásico prusiano, visitó las ciudades industriales de Inglaterra y las vio oscuras, llenas de humo, desprovistas de servicios, rebosantes de humanidad empobrecida y desgreñada bajo los “negros molinos satánicos” que odiaba el poeta William Blake. Se marchó llorando: era un hombre del Antiguo Régimen. La Revolución Industrial inglesa, que comenzó en tiempos de Defoe, fue la primera revolución liberal, más que la estadounidense de 1776. La francesa fue un caos provocado por el vacío de una nobleza libertina que había renunciado a su papel dirigente.

El liberalismo es el brazo político de un sistema que encontró en la socialdemocracia una servil válvula de seguridad. El capitalismo requiere orden, disciplina, horarios, división del trabajo; Charles Chaplin en Tiempos Modernos retrató la cadena de montaje con la precisión plástica del genio. La explotación intensiva de esos infiernos (¡almacenes de plusvalía!) emplea a peores matones que los de las minas de las Indias. El niño y la mujer se convierten en instrumentos del proceso de producción. La expansión de los mercados exige la destrucción de las sociedades tradicionales: cualquier transformación del sistema de producción impone innumerables sacrificios. En España las desamortizaciones del siglo XIX provocaron la transformación de los campesinos en jornaleros hambrientos, en destrucción de patrimonio artístico, en la deforestación y en un estado de guerra civil permanente. Los liberales llevaron la libertad a quienes podían permitírsela. El sufragio censitario fue el tosco antepasado de la partidocracia actual, en la que el pueblo aclama a los candidatos pagados por los oligarcas.

La democracia es formal porque el poder reside en los directorios empresariales. Los mercados, hipóstasis terrenales de la divinidad, deciden mejor que nosotros. El individualismo del náufrago Robinson es una reivindicación ideológica, comercial. Un ácido disolvente y nihilista que corroe toda forma de comunidad, destruye todo vínculo, cercena toda raíz. Viernes pierde su nombre, su dios, su lengua y su memoria. Solo así puede servir a Robinson. Se cumple así la deriva materialista del náufrago Crusoe, convertido en gobernador colonial. Su mentira debe ser contrarrestada con una verdad perdida: el materialismo es el derrumbe de toda moralidad. Esta es la lección de Giovanni Gentile en Génesis y estructura de la sociedad. “El hombre realiza una acción universal que es la razón común a los hombres y a los dioses, a los vivos, a los propios muertos e incluso a los no nacidos”. No es un átomo solitario; ni Robinson ni Viernes: el hombre vive y se convierte en persona en la medida en que crea y transmite civilización, no productos. “En el fondo del yo siempre hay un Nosotros, que es la comunidad a la que se pertenece y que es la base de su existencia espiritual, que habla con la boca, siente con el corazón, piensa con el cerebro”. Robinson es el gélido padre del yo contemporáneo; Viernes el siervo necesario, alejado de su destino original, de su pueblo, de su nombre. La mentira de Robinson es un exigente supremacismo de prendas de lujo que se venden muy caras.

 

Fuente: https://geoestrategia.es/noticia/43224/opinion/la-mentira-de-robinson.html

 

II

 

De Daniel Defoe a Karl Marx

Lo individual y lo colectivo

 

Daniel Defoe inspirado en la voluntad de aislamiento de un marinero, Alexander Selkirk, escribe su obra cumbre: Robinson Crusoe. El éxito lo empujó a publicar una segunda parte, Las aventuras ulteriores de Robinson Crusoe, con lo que se diluye el hecho sustantivo de su obra maestra. Tuvo que ser Emilio de Rousseau quien volviera a fijar la atención en el mito robinsoniano. Defoe, construye en la soledad –de su héroe– una sociedad ideal totalmente al margen del mundo. Una “colectividad” de un solo miembro. Sabedor que sólo sobrevivirá estableciendo relaciones sociales, Robinson se obliga cada día a hablar consigo mismo representando varios personajes para no volverse loco. Robinson sabe que del monologo interior al monologo exterior, de la reflexión al disparate, del hombre sensato al loco de remate, sólo lo separa el delgado hilo de circunstancias que quiebran la sensatez del más sensato. El soliloquio forma parte de los síntomas de la locura. Como el hombre no viene al mundo provisto de un espejo. El hombre se ve reflejado sólo en otro hombre. Es a través del otro como percibe su corporeidad, la forma que reviste el género humano. De allí que la personalidad sea materia imposible en el hombre aislado.

En la sociedad contemporánea, la vorágine de los mercados y las nuevas tecnologías (p.e. Internet), acentúan la soledad del hombre social. Y la autoestima, como problema social, se ha convertido en un verdadero flagelo del siglo XXI. La impotencia social y política del individuo genera impotencia personal que se expresa bajo la forma de pérdida de la autoestima, de trastornos sexuales y de inversión de la rabia hacia el interior, lo cual da lugar a un comportamiento autodestructivo. Esto se explica porque la personalidad es el resultado de una cultura específica estructurada a través de las relaciones sociales: los rasgos genéticos y las aptitudes individuales se desarrollan y vuelven significativas sólo a través de la experiencia en un medio social y cultural.  La despersonalización del hombre actual es un subproducto del hombre pieza que el régimen económico y la educación burguesa promueven como estándares para el mercado globalizado.

A partir del siglo XVII los filósofos concedieron una atención cada vez mayor a la “libertad individual” en la misma medida que el capitalismo se transformaba en la economía dominante. Antes de eso, el concepto aristotélico: el hombre es por naturaleza un animal social zoon politikon»), había adquirido la santidad de un dogma, porque las condiciones sociales de vida los inducían a hacerlo así.  Hasta finales de la edad media, la opinión predominante era la idea aristotélica como subraya Burckhart: “El hombre era conciente de sí mismo sólo como miembro de una raza, pueblo, partido, familia o corporación: sólo a través de alguna categoría general”.[1] Cuando este dogma perdió paulatinamente su fuerza en los siglos XIX y XX es sustituido por la creencia que la libertad es inherente al individuo aislado, como si fuera un “derecho natural”. La libertad individual deviene en dogma conforme el desarrollo de las relaciones capitalistas de producción lo exigían de manera que cada individuo pudiera mantener relaciones contractuales libres con otros individuos, a fin de comprar o vender todo cuanto le pertenece, incluyendo su propia fuerza de trabajo.

Johann Goethe en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister anota a ese respecto:”No aislado y  solitario, sino junto con sus iguales hace frente al mundo”.[2] Y es que el individuo que sólo lucha por sí mismo existe, exclusivamente, en la imaginación de economistas  o guionistas de películas, en el “soplo inspirador” de filósofos burgueses o en las inocentes víctimas de sus locuras. El individuo aislado es una ficción filosófica, señala categórico el sociólogo Ely Chinoy. Y la antítesis entre el individuo y el grupo es una antítesis falsa, añaden Rumney y Maier. Por eso, Marx satiriza, la “producción realizada fuera de la sociedad por el individuo aislado” como “algo tan absurdo como lo sería el desarrollo del lenguaje sin la presencia de individuos vivos y hablando juntos.”[3] Y es que los hombres sólo producen colectivamente. La vida productiva es una vida genérica. Es la vida que crea vida. La vida misma aparece sólo como medio de vida.

La individualidad contra toda creencia es menos individual de lo que supone el sentido común del hombre común. Por eso, nada extraño es que, la lente del tiempo (ciencia histórica), descubra que la producción social es el punto de partida en el repensar la aventura humana. No en vano, con Marx se ha descubierto, la clave, para comprender toda la historia de la sociedad, en la historia de la evolución del trabajo. Vida productiva sin trabajo es un contrasentido como absurda es la fantasía humana en el hombre solitario. La vida del hombre es el trabajo. Sin el trabajo los seres humanos no son nada, se sienten disminuidos inclusive mucho menos que el guardián ladrador de la casa. Y no puede ser de otro modo porque el trabajo crea al hombre, lo hace sentirse parte de una colectividad y, por tanto, un ser importante como factor productivo. De allí nace la moral de productores que Mariátegui tenía en tan alta estima. Asimismo, el concepto hombre sólo se entiende vinculado al conjunto hombres. Ese es el sentido de la precisión leninista: “Lo individual existe sólo en la conexión que conduce a lo universal. Lo universal existe sólo en lo individual y a través de lo individual.”[4] En modo alguno, como es notorio, el factor individual, permite por sí sólo explicar el desarrollo del conjunto. Pero, la economía política burguesa, que gusta tanto de robinsonadas, pretende explicar la sociedad a partir del sujeto individual desdeñando al conjunto social, motor de toda transformación histórico-social. Marx no se equivoca al sentenciar que “el cazador y el pescador individuales y aislados, por los cuales comienzan Smith y Ricardo, forman parte de las chatas ficciones del siglo XVIII.”[5] Una manera de ver simplista y fragmentaria considera la evolución a partir de individuos aislados. Y no individualizándose, en el proceso histórico, donde la mercancía y el comercio son factores esenciales en el proceso de individualización.

El proceso de individualización de la humanidad tiene su punto de partida en la emancipación del hombre respecto a sus condiciones naturales y primitivas de producción. Los antiguos organismos sociales de producción se fundaban en la inmadurez del hombre individual, aún no liberado del cordón umbilical que lo ataba a otros seres de la misma especie. Los hombres entran en la historia –dice Marx– tal como primitivamente salen del reino animal en sentido estricto: aún semi animales. La economía de subsistencia sostiene su colectivismo, su carácter gregario, en la dependencia de unos en los otros. Pero, el intercambio de mercancías comienza allí donde termina la comunidad y la existencia de mercancías tiene como precondición el desarrollo de la división social del trabajo. A la economía de subsistencia le sigue una economía de abundancia, una época de abundancia creciente pero miserable y egoísta. La civilización nos trae progreso. Superabundancia para unos y miseria para las mayorías. Marx tenía toda la razón al señalar que a medida que se incrementa la productividad la desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías produce. A ésta época le corresponde la escisión del producto laboral en cosa útil y cosa de valor[6]. Es decir, cuando un objeto útil rebasa las necesidades inmediatas del poseedor potencialmente se desdobla o convierte en valor de cambio. Este desdoblamiento sólo se materializa en el intercambio donde se realiza como mercancía. Con el aumento de la productividad del trabajo se propaga la propiedad privada y el cambio, la diferencia de fortuna, la posibilidad de emplear fuerza de trabajo ajena y, con ello, la base de los antagonismos de clase. La propiedad privada sobre la tierra, los rebaños y los objetos de lujo, lleva al intercambio (del trueque a la compra-venta), a la transformación de los productos en mercancías.  Son usos de guerra que las conquistas incluyen a la apropiación de tierras sus componentes, esto es, los hombres que las fructifican y sus bienes. Inventado el comercio aparecen las mercancías y el hombre cosa.[7]

         En los Manuscritos Parisinos de 1844 Marx comenta el abismo entre género e individuo: “el trabajo enajenado convierte a la naturaleza en algo ajeno al hombre, lo hace ajeno de sí mismo, de su propia función activa, de su actividad vital, también hace del género algo ajeno al hombre; hace que para él la vida genérica se convierta en medio de vida individual (…) hace extrañas entre sí la vida genérica y la vida individual. (…) Pero la vida productiva es la vida de la especie. Es la vida engendradora de vida.”[8] La sociedad humana tuvo que alcanzar un alto grado de desarrollo para que percibiera el conflicto y sus orígenes. El hombre cosa aparece en la historia varios milenios atrás. Del esclavo y el amo pasa por el señor y el siervo hasta el patrón y el obrero, que cierra el ciclo del proceso de individualización del hombre social. Sin embargo, el hombre cosa moderno sólo puede ser superado en la vida genérica como un ser genérico, la mercancía humana es superada por un ser humano socialmente natural en la vida productiva basada en la cooperación de individuos distintos pero universales.

Tacna, 28 setiembre 2010  

Edgar Bolaños Marín

 

 

 



[1] Jacob Burckhart, The Civilization of the Renaissance in Italy, Editorial Phaidon Press, Londres, 1965, p. 81

[2] Johann Wolfgang von Goethe, citado en La Teoría de la enajenación de Marx, de István Mészáros, Ediciones Era, 1978, México, Pág. 297.

[3] Karl Marx, Contribución a la crítica de la económica política, ediciones Estudio, Bs.As., 1973, Pág.194

[4] V. I. Lenin, Cuadernos filosóficos, Ob. Comp., Tomo XLII, editorial Cartago, Bs. As., 1972, Segunda edición, Pág. 329

[5] Karl Marx, Contribución a la crítica de la económica política, ediciones Estudio, Bs. As., 1973, Pág. 193. En una carta de Engels a Marx del 19/11/1869 le dice: “…todo ello se puede excusar hasta cierto punto entre los antiguos economistas, incluyendo a Ricardo: ellos no quieren saber nada de la historia. En toda su concepción, no tienen más sentido de la historia que los autores del siglo de las luces, entre los cuales las digresiones supuestamente históricas no son más que maneras de hablar o un recurso literario, que permiten representarse de modo racional el nacimiento de tal o cual noción.”

[6] La mercancía aparece cuando el hombre supera productivamente los tres necesarios: trabajo, tiempo y producto. Dando origen a los tres complementarios: trabajo, tiempo y producto, que posibilitan la escisión del resultado laboral. Ver Crecimiento, desarrollo y progreso de Ramón García Rodríguez, edición electrónica, del 12 de noviembre 2006.

[7] La guerra es tan antigua como la existencia simultánea de varios grupos sociales en contacto. Hasta entonces no se había sabido qué hacer con los prisioneros de guerra; se les había matado simplemente, y antes habían sido comidos. Pero, se inventó la esclavitud. La forma más simple y espontánea de esa gran división del trabajo fue precisamente la esclavitud. Hasta para el esclavo se trató de un progreso; los prisioneros de guerra que suministraban los esclavos conservaron al menos la vida, mientras que antes no podían contar más que con ser muertos e incluso asados. Sin embargo, la antropofagia, vieja costumbre de cenarse a los prisioneros no desaparece del modus operandi del homo economicus. En la barbarie, hacían útiles a los vencidos convirtiéndolos en pasto para sus mondongos. En la civilización es sustituida por la ley económica: el pez grande devora al chico, ley natural que justifica “matar al mundo”, alevoso asesinato para que unos vivan mejor: “Quizás no esté equivocado Linguet, en su Théorie des lois civiles, cuando afirma que la caza es la primera forma de la cooperación y la caza de hombres (la guerra) una de las primeras formas de la caza.” (Marx)

[8] Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos, 1844, en Escritos económicos varios, Editorial Grijalbo, S.A., México, 1962, Pág. 67.

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