Traducción: Florencia Oroz
En los años posteriores a la Revolución Francesa, el arquitecto Étienne-Louis Boullée diseñó edificios tremendamente ambiciosos que nunca llegaron a realizarse. Sus ideas influyeron tanto en la derecha como en la izquierda y plantearon la cuestión de si es posible una arquitectura revolucionaria.
Etienne-Louis Boullée, nacido en París
en 1728, es recordado como uno de los más grandes arquitectos de todos los
tiempos, a pesar de que la mayoría de sus diseños más emblemáticos nunca
llegaron a construirse.
Empapado del estilo neoclásico que surgió en Roma pero maduró en Francia en los años previos a la Revolución Francesa, comenzó a enseñar en la prestigiosa École Nationale des Ponts et Chaussées cuando solo tenía diecinueve años. Gracias a su labor como docente, Boullée pudo dedicarse a cuestiones teóricas sobre la naturaleza y la finalidad de la arquitectura, cuestiones que los arquitectos en activo —limitados por el espacio y el dinero, por no hablar de los gustos de sus clientes— rara vez podían plantearse.
Grandes proyectos
Boullée
creció en una época en la que se debatía ampliamente sobre la relación entre la
arquitectura y otras formas de arte, y en la que no eran pocos los que se
preguntaban si debía considerarse un arte. En su tratado de 1746 Las
bellas artes reducidas a un único principio (Les Beaux-Arts réduits à
un même principe), el filósofo Charles Batteux sostenía que la imitación
de la belle nature era el objeto de todos los artistas excepto
del arquitecto. Según Batteaux, la función primordial de un edificio no era
evocar una emoción o transmitir una idea, sino prestar un servicio. Desde el
punto de vista funcional, la arquitectura era más parecida a una cama o un sofá
que a un cuadro o un poema.
Boullée no estaba de acuerdo. En su
ensayo Arquitectura, ensayo sobre el arte (Essai sur l’art),
que permaneció inédito hasta 1953, imagina lo que el arte de la arquitectura
podría lograr si sus practicantes tuvieran en cuenta no solo la función de un
edificio sino su significado cultural. «Dar carácter a un edificio», dice su
ensayo, «es utilizar judicialmente todos los medios para no producir más
sensaciones que las relacionadas con el tema». Los monumentos funerarios,
además de albergar a los muertos, deben inducir sentimientos de «extrema
tristeza», algo que los diseños de Boullée consiguen mediante el uso de
materiales que absorben la luz, sombras y paredes desnudas, creando «un
esqueleto arquitectónico» similar al esqueleto de un árbol en pleno invierno.
Su fuente de inspiración fueron las pirámides egipcias, que «evocan la imagen
melancólica de las montañas áridas y la inmutabilidad».
A las tumbas de los individuos notables
Boullée les encomendaba una tarea adicional: inspirar respeto y celebrar los
logros de las personas enterradas en ellas. Así, su hipotético cenotafio para
Isaac Newton, fallecido un año antes del nacimiento del propio Boullée, tiene
forma de una enorme esfera, porque la ley de la gravedad del difunto matemático
«definió la forma de la Tierra». En el interior, unos agujeros en el techo
crearían a plena luz la ilusión de un cielo nocturno.
Aunque las imágenes de la arquitectura
de Boullée aparecen con frecuencia en Internet, la teoría que subyace a sus
fantásticos diseños —y su relevancia para la Revolución Francesa— permanece
inexplorada. Esto resulta desconcertante, ya que muchos de los diseños
analizados en Ensayo sobre el arte están dedicados a ideas e
instituciones revolucionarias. Por ejemplo, sus ideas sobre el culto del Ser
Supremo. Fundado por el abogado revolucionario Maximilien Robespierre en 1794,
el culto, que giraba en torno a un dios anónimo de la racionalidad, pretendía
sustituir al catolicismo romano como religión oficial de la República Francesa.
Al igual que el Cenotafio de Newton,
Boullée consideraba que los templos construidos para la divinidad debían
inspirar «asombro y maravilla». Esto podía lograrse con el tamaño, que «tiene
tal poder sobre nuestros sentidos» que incluso un volcán mortal posee una
belleza subliminal. Como complemento del tamaño estaba la luz, que, al proceder
de una fuente desconocida para el espectador, emularía la gracia de la propia
divinidad.
De los numerosos palacios mencionados
en el ensayo de Boullée, solo uno estaba destinado a un soberano. Los demás
están dedicados a ideales republicanos como la justicia, la nación y el
municipio. Boullée diseñó cada palacio para inspirar reverencia por su tema. El
Palacio de Justicia, que contiene los tribunales parlamentarios, las juntas de
impuestos especiales y las oficinas de auditoría, descansa sobre una pequeña
prisión, una «imagen metafórica del vicio abrumado por el peso de la justicia».
El Palacio Nacional, más un símbolo de
la fuerza y la unidad de la República Francesa que un edificio administrativo
funcional, habría utilizado como muros tablillas gigantes de las leyes
constitucionales. En su base desfilarían hileras de cifras que representaban el
número de provincias republicanas. El Palacio Municipal, finalmente, albergaba
a los magistrados de los distritos de París. Diseñado en 1792, cuando Boullée
tenía sesenta y cuatro años, habría contado con grandes entradas y conexiones
entre galerías para señalar su accesibilidad a todos. Cada uno de estos
palacios estaba dotado de una majestuosidad reservada hasta entonces a los
monarcas.
El estilo arquitectónico de Boullée
coincide con lo que Victor Hugo definió como el estilo artístico propio de la
Revolución Francesa en su novela de 1874 Noventa y tres, con
«ángulos rectilíneos duros, fríos y cortantes como el acero (…) algo así como
Boucher guillotinado por David». Los diseños de Boullée coinciden sin duda con
el tono de la pintura y la arquitectura francesas producidas en el Año II
(aproximadamente 1793, según el calendario republicano francés), que Anthony
Vidler, profesor de arquitectura de Cooper Union en Nueva York, describe como
una «forma severa, despojada, casi abstraída de neoclasicismo».
Evaluaciones más recientes sitúan a Boullée en el marco de la Ilustración francesa en su conjunto, más que en el de la Revolución Francesa en particular, argumentando que no estuvo tan influido por esta última como que fue una influencia para ella. El paso del barroco decorativo y el rococó al neoclasicismo austero fue muy anterior a la toma de la Bastilla, aunque ambos procesos se originaran por los mismos descontentos socioeconómicos. El aura revolucionaria de Boullée no derivaba de la acción política, sino de la introspección creativa, de la importancia percibida de conectar la forma con la función.
Arquitectos de la revolución
Los
estudiosos han especulado que los diseños de Boullée nunca se construyeron
debido a las dudas sobre su lealtad tras la Revolución. En este caso, su
promesa de que el concepto para el Palacio del Soberano, creado antes de la
ejecución de Luis XVI en 1793, «podría adaptarse a otros monumentos no
destinados a ser residencia de un soberano», no logró convencer a sus
conciudadanos de que estaba de su parte y no —como algunos afirmaban— de la de
los monárquicos. Sin embargo, aunque el propio Boullée fue condenado al
ostracismo durante esta época, su visión arquitectónica, que adaptaba el
lenguaje visual del Antiguo Régimen a la joven República, sobrevivió.
Mientras los esteticistas discutían
sobre el mérito artístico de la arquitectura, los revolucionarios cuestionaban
su relevancia política. En vísperas de la Revolución Francesa, la percepción
pública de los arquitectos y la arquitectura —su lugar tanto en el viejo mundo
como en el nuevo— era en gran medida negativa. La arquitectura, concretamente
en forma de grandes edificios intimidatorios, era una manifestación física del
orden monárquico. Según este razonamiento, el desmantelamiento de este último
implicaba necesariamente la destrucción del primero, como lo demuestra el
asalto y posterior demolición de la Bastilla, así como la destrucción o
destrucción parcial de otras estructuras en París y sus alrededores.
Sin embargo, no todos los
revolucionarios participaron en esta iconoclasia. El sacerdote Henri
Jean-Baptiste Grégoire abogó por la protección de la arquitectura de la «época
del feudalismo», no por su valor artístico o histórico, sino porque, si se
dejaba intacta en «una especie de picota perpetua», conservaría el rostro de la
tiranía como advertencia para las generaciones futuras.
A través de su Ensayo sobre el
arte, Boullée contribuyó a dar forma a una nueva arquitectura democrática
que sustituyera a su predecesora aristocrática. Esta arquitectura democrática
no solo glorificaba la causa revolucionaria, sino que imaginaba cómo sería una
civilización organizada según los principios de Liberté, Égalité,
Fraternité. El Coliseo de Boullée, un lugar de celebración de fiestas y
festivales nacionales basado en su homólogo romano, tenía capacidad para
trescientas mil personas, la mitad de la población de la capital en aquella
época.
Bajo la monarquía, las celebraciones
solían tener lugar en el Hôtel de Ville, un espacio «tan restringido que apenas
cabían los carruajes del Rey y todo su séquito». Para Boullée, los actos
públicos solo tenían sentido si se celebraban en un lugar lo suficientemente
grande como para acoger a todo el mundo. Su diseño incluye cubiertas que
protegen a la gente tanto de la lluvia como del sol, y un gran número de
amplias escaleras para garantizar que todo el mundo pueda escapar en caso de
emergencia.
Boullée mostró una preocupación similar
por la seguridad al diseñar los teatros, que en su época se incendiaban
habitualmente, causando innumerables muertos y heridos. Como el público no
podía divertirse si una parte de él temía por su vida, Boullée diseñó sus
teatros en piedra. El único elemento inflamable, un podio de madera, se
construiría sobre un depósito de agua y quedaría sumergido en caso de incendio.
Al igual que el Coliseo, los teatros de Boullée contaban con numerosas y
espaciosas salidas para permitir una rápida evacuación.
El impacto de Boullée en la arquitectura
revolucionaria se extiende mucho más allá de Francia. La escala y el alcance de
sus diseños tienen eco en las estructuras no realizadas de otras revoluciones
modernistas tanto de la izquierda como de la extrema derecha fascista: el
Monumento a la Tercera Internacional (también conocido como la Torre de Tatlin)
y el Palacio de los Soviets en Rusia, pero también la Volkshalle de la Alemania
nazi. Concebidos cuando los regímenes que veneraban estaban en sus primeros
años —el diseño de Vladimir Tatlin para la Torre de Tatlin se presentó por
primera vez en 1920, mientras que Adolf Hitler esbozó la Volkshalle poco
después de su visita a Roma en 1938—, estos proyectos de construcción
excesivamente ambiciosos son el reflejo de un fervor modernista capaz de adoptar
formas proteicas.
Pero esta misma ambición también
anuncia la inevitable caída de tales movimientos, y hoy en día el tamaño
imposiblemente grande que tipifica la obra de Boullée y sus devotos —un tamaño
que hace que el individuo humano parezca un insecto— se interpreta más a menudo
como distópico que como revolucionario.
La influencia de Boullée en la cultura
visual de los regímenes totalitarios del siglo XX no complica su legado como
arquitecto revolucionario. Al contrario, el interés y los recursos que tanto
los regímenes comunistas como los fascistas dedicaron a sus respectivos
proyectos arquitectónicos no hacen sino reafirmar su creencia, en su momento
ridiculizada, de que el poder de la arquitectura iba más allá de la
funcionalidad, ilustrando ideas, evocando emociones poderosas y canalizando
esas emociones hacia una causa política, reaccionaria o progresista. La fuerza
de Boullée no puede detenerse: solo desplazarse en distintas direcciones.
Si la República Francesa hubiera
decidido construir el Cenotafio o el Coliseo de Boullée, no solo habría batido
los récords arquitectónicos de su época, sino también los de la nuestra. Esto,
por encima de cualquier otra razón, explica por qué no se construyeron y, con
toda probabilidad, nunca se construirán. Como dijo el historiador Jules
Michelet, nacido un año después de la muerte de Boullée, en 1799: «mientras que
el Imperio tenía sus columnas y la Realeza tenía el Louvre, la Revolución tenía
por monumento (…) solo el vacío». Su monumento era la arena, tan plana como la
de Arabia (…). Un túmulo a la derecha y otro a la izquierda, como los erigidos
por los galos, testigos oscuros y dudosos de la memoria de los héroes».
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/08/11/en-busca-de-una-arquitectura-revolucionaria/
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