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25/11/2020
Una de las principales causas de la crisis de 2008 fue la desnaturalización de la banca que se había venido produciendo desde los años ochenta y noventa: dejó de ser la intermediadora entre el ahorro y la inversión productiva para convertirse ella misma en inversora pero dirigiendo su inversión hacia actividades puramente especulativas, muy a menudo corruptas e incluso criminales, y autoalimentando sin fin ese nuevo tipo de negocio a base de incrementar ilimitada e innecesariamente la deuda en todas las economías.
El enorme poder político y mediático acumulado le permitió ocultar durante años las consecuencias que tendría ese proceso y garantizar que las autoridades, en lugar de frenarlo, fuesen abriéndole el camino legal para que se desarrollara cada vez más rápida y cómodamente. Las consecuencias las conocemos todos: una burbuja detrás de otra hasta que la inmobiliaria hizo saltar por los aires la banca en todo el mundo. Como también es conocido el tratamiento que se le dio a la crisis subsiguiente: salvamento generalizado de la banca privada con billones de dinero público y políticas de recortes del resto del gasto público, no tanto para ahorrar como para facilitar la consolidación de nuevos negocios privados que financiaba la banca privada y para disciplinar a la población mediante el desempleo y el miedo que artificialmente producían esas medidas.
Las autoridades prometieron poner límites a los desmanes de los “banqueros sinvergüenzas”, como los calificó el entonces presidente Obama, pero lo cierto es que las reformas fueron de insuficiente calado: algunas exigencias de capital adicionales que no siempre se respetan, vía libre a los procesos de fusión y concentración para tratar de fortalecer la solvencia perdida mediante la eliminación de la competencia, argucias contables para ocultar su quebranto real y, por supuesto, todavía más vía libre para favorecer el incremento de la deuda que es el oxígeno del que vive la banca de nuestros días.
En medio de todo eso, se ha ido acelerando otro proceso de cambio tecnológico que ha ido afectando muy directamente al negocio bancario pues pone patas arriba sus bases convencionales. Han aparecido nuevas formas de dinero y financiación, sistemas de pago diferentes que han cambiado el formato y la actividad de los mercados de capitales y, sobre todo, nuevos activos digitales (criptomonedas, billeteras electrónicas, saldos con proveedores de telecomunicaciones) de la mano de nuevos competidores no bancarios pero que ofrecen servicios financieros, las empresas de tecnología financiera (fintech) o gigantes tecnológicos (bigtech). Todo lo cual ha convulsionado la cuenta de resultados de la banca tradicional en una etapa dominada, además, por los bajos tipos de interés.
La respuesta de la banca más potente no se ha hecho esperar y responde a la misma estrategia en todo el mundo, profundizar en la concentración del capital multiplicando la absorciones y megafusiones para reducir la competencia y convertirse en plataformas digitales capaces de operar en el nuevo tipo de negocio financiero que traen consigo la inteligencia artificial y el bigdata y que se basará en la explotación de activos cuyo valor no viene de sí mismos (como ocurría con los depósitos que han constituido tradicionalmente la base del negocio bancario) sino de la tecnología y la información que contienen.
La crisis provocada por la Covid-19, el crédito extraordinario y más arriesgado que se va a precisar y el tipo de negocio que se va a tratar de potenciar acelerarán todos esos procesos porque, ocurra lo que ocurra, aumentará la digitalización, el uso de la inteligencia artificial y la expansión de las grandes corporaciones tecnológicas con capacidad de poner en circulación nuevos medios de pago y de abrir vías de financiación alternativas a las de la banca convencional.
Lo preocupante, sin embargo, es que la actual mutación del negocio bancario basada en la concentración y en su conversión en un nuevo tipo de plataformas tecnológico-financieras no se diseñan ni se está llevando a cabo para proporcionar lo que necesita sin remedio cualquier tipo de economía, las empresas y los hogares: el crédito para hacer frente a la inversión productiva y al consumo extraordinarios o a largo plazo.
Lo que está ocurriendo en España es bien expresivo del efecto tan irracional y negativo para la economía en su conjunto que tiene este proceso. A medida que la concentración es cada día mayor en el sector financiero, la oferta de financiación y de servicios financieros en general se hace más materialmente inaccesible, más cara y engorrosa, menos competitiva y más sujeta a condiciones que, en lugar de mejorar la capacidad productiva de las empresas, las empeoran al convertirlas en crédito-dependientes. El sector financiero es esclavo de la paradoja que provoca el modo de operar de la banca contemporánea: el enorme poder acumulado en los últimos decenios le permitió imponer las políticas que han hecho que las economías dependan casi exclusivamente del motor de la deuda pero su dedicación al negocio especulativo y la debilidad que esa esas políticas generan en las economías producen, al mismo tiempo, escasez de crédito y una especie de síndrome de abstinencia financiera. Un comportamiento de la banca que, para no provocar la paralización de las economías, requiere el empuje y la ayuda artificial y constante de los bancos centrales, a su vez, también desnaturalizados, pues de financiadores del sector público y supervisores estrictos del sector financiero han pasado a convertirse en una losa para los Estados y en mamporreros de la banca privada.
Lo que ocurrió en la crisis de 2008 y lo que estamos volviendo a ver qué ocurre ahora, cuando es imprescindible que los gobiernos eviten la quiebra generalizada de docenas de miles de empresas a causa de una emergencia sanitaria, está bastante claro: sin la financiación que necesitan las empresas, los hogares y ahora con tanta urgencia los gobiernos, la economía se viene a pique y por eso debería considerarse al crédito como un servicio público esencial. No debería permitirse que quienes crean la riqueza y los ingresos, quienes soportan la economía con su capital y sus empresas, con su trabajo o con el esfuerzo de toda la sociedad, estén permanente al albur de ese parásito destructor de empresas y de negocios productivos en que se ha convertido la banca de nuestro tiempo.
Es imprescindible y algo que se podría conseguir fácilmente si hubiese voluntad política que el crédito esté garantizado para las empresas, los individuos y las administraciones públicas, sin intereses (aunque soportando lógicamente los costes necesarios para garantizarlo con eficacia y eficiencia) y en condiciones de acceso que sólo tuvieran que ver con criterios de estricta e independiente técnica financiera para garantizar la solvencia, la conveniencia y la sostenibilidad de las inversiones.
La consideración efectiva del crédito como un servicio público esencial es hoy día un requisito imprescindible para que las economías no sigan padeciendo crisis recurrentes y para salvar a miles de empresas y de negocios productivos. Para ello se requiere una banca muy diferente de la que estamos viendo que funciona hoy día, destructora de actividad económica y vida empresarial, pero quizá no muy diferente de la que ya existe en algunos lugares del mundo. En unas ocasiones como propiedad pública pero también como iniciativa privada, con fines de lucro incluso, o bajo la forma de cooperativas o de alternativas novedosas y descentralizadas muy exitosas.
Los gobiernos progresistas deberían de conducir de vez en cuando con las luces largas y contemplar la necesidad de hacer pedagogía y de promover, incentivar y ayudar al diseño y puesta en marcha de este nuevo tipo de iniciativas financieras y bancarias. Hay que ser muy ingenuo o para creer que la inversión multimillonaria que se va a realizar en los próximos años para salir de la crisis de la Covid-19 podrá llegar a buen puerto de la mano de un sector financiero y bancario como el que se está conformando en España y sin el concurso de nuevos tipos de fuentes de financiación y de empresas financieras.
Juan Torres López es doctor en Ciencias Económicas, catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla, autor de numerosos libros.
Publicado en Publico.es el 20 de noviembre de 2020
Blog del autor: https://juantorreslopez.com/un-parasito-domina-el-mundo-y-nos-destruye-la-banca-de-nuestros-dias/
https://www.alainet.org/es/articulo/209927
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