José Carlos Mariátegui en el restaurante IL Picollo Edén en Nervi, Génova, Italia, noviembre de 1920. (Vía Wikimedia Commons)
Entrevista por
Leonardo Frieiro
Mariátegui fue un marxista atípico para su tiempo: indoblegable y flexible, intransigente en su socialismo, pero también asombrosamente plástico y desprejuiciado en sus múltiples intereses. Esa doble condición hace que no pierda vigencia, y es uno de sus legados más valiosos.
No es sencillo aproximarse a la obra de José Carlos Mariátegui sin al menos una guía mínima de lectura que nos ayude a abordar la estridencia de un corpus que es diverso, fraccionario, incluso incompleto, y todo ello a la vez.
Entre quienes se han propuesto acercar la obra de Mariátegui a nuevos —y no tan nuevos— lectores y lectoras, el historiador e investigador Martín Bergel se ha convertido en una referencia ineludible. Si con la Antología (2021) Bergel nos propuso releer a Mariátegui desde un nuevo prisma —el del socialismo cosmopolita—, ahora con la publicación de Aventura y Revolución Mundial (2022) nos impulsa a dar un paso más allá con una operación desafiante: identificar la genealogía de las ideas de Mariátegui a través de una faceta crucial en su efímera biografía: el viaje.
Así, a través de los textos de viaje, Bergel recorre las búsquedas, las inquietudes —las más profundas y también las más mundanas—, la devoción y el enorme esfuerzo intelectual que el autor peruano dedicó a conocer y entender realidades que, a pesar de serle sumamente distantes, entendía imprescindibles en la búsqueda apasionada por conocer la escena mundial que le era contemporánea.
Desde Revista Jacobin conversamos con Martín Bergel sobre su itinerario intelectual, su encuentro con Mariátegui y su propuesta de lectura para aproximarse a quien fue considerado «el primer marxista de América». Por supuesto, también hablamos de la vigencia del pensamiento político de Mariátegui a la hora de ensayar una crítica socialista de las condiciones actuales del capitalismo global contemporáneo.
LF
Desde hace un tiempo te encontrás trabajando sobre la figura y el pensamiento de José Carlos Mariátegui. Un desafío particular en tanto se trata de un autor que, a pesar de la novedad radical de sus escritos para el marxismo latinoamericano, cuenta con una obra fragmentaria y también inconclusa. ¿Cómo nació tu interés en reapropiarte del corpus mariateguiano?
MB
Mi interés por la obra y la figura de Mariátegui se remonta ya a un par de décadas atrás, y fue dándose por oleadas (como suele suceder en las atracciones intelectuales, en mi caso atravesadas además por los ritmos discontinuos de las obligaciones académicas que hacen a mi trabajo remunerado). Creo que, mirando hacia atrás, puedo distinguir tres momentos de mi relación con Mariátegui.
En primer lugar, supongo que la referencia de Mariátegui era inescapable en el ambiente de la carrera de historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en la que me formé en los años 1990 y comienzos de los 2000 (y no solamente porque una de las agrupaciones estudiantiles más conocidas en ese ámbito llevaba el nombre del peruano). De todos modos, esa referencia era apenas la de un nombre y algunas imágenes, puesto que en la Facultad de la calle Puan casi no se leía a Mariátegui. Más bien me parece que, tanto antes como ahora, ocurre algo que está en la base de mis intenciones al involucrarme en la elaboración de antologías de sus textos: a Mariátegui se lo supone, se lo imagina, más de lo que se lo lee. Seguramente hay varias razones por las que esto sucede, y puedo decir luego algo al respecto.
De modo que, más que el clima general de la carrera de historia de la UBA, fueron nexos más concretos y decisivos los que me introdujeron por primera vez en Mariátegui. En 1997 cursé la apasionante materia Pensamiento Argentino y Latinoamericano, cuyo profesor titular era Oscar Terán. Terán fue uno de los grandes profesores de Puan por más de dos décadas, y sus clases, abarrotadas de estudiantes, eran cautivantes. Tanto lo fueron para mí que unos años después, en 2001, ingresé como adscripto a la cátedra, al tiempo que empezaba a concurrir a su Seminario de Historia de las Ideas, los Intelectuales y la Cultura en el Instituto Ravignani de la UBA (el seminario que, luego de su muerte, lleva su nombre).
Pero ya antes de acercarme a esos ámbitos, en una Feria del Libro había conseguido un ejemplar perdido de Discutir Mariátegui, el libro que Terán había publicado en México en 1985, y que ya entonces, y sobre todo en Buenos Aires, era casi inconseguible (muchos años después, en 2017, estuve encargado de su reedición a través de una pequeña editorial). Como es conocido, desde su exilio mexicano Terán fue —junto a otras figuras como Pancho Aricó, Alberto Flores Galindo, Antonio Melis, Carlos Franco y Robert Paris— uno de los nombres más importantes de la generación que redescubre a Mariátegui a fines de la década del 70 (llamada «generación de Sinaloa», por un congreso que los reúne en 1980 en la Universidad de ese Estado mexicano). Pues bien, ese libro de Terán, que leí con fruición, ofició para mi de introducción a Mariátegui, y el peruano estuvo en muchas de las conversaciones que sostuve con él cuando empezó a dirigir mi tesis de doctorado.
Contemporáneamente me había vinculado a Horacio Tarcus, y comencé a ser un estrecho colaborador del CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas) desde su propia fundación a fines de los años 90. Entre otras actividades, fui parte del colectivo editor de las revistas El Rodaballo y Políticas de la Memoria, además de —ya en los años 2000— ser uno de los impulsores, junto a Adriana Petra, Laura Fernández Cordero y, por supuesto, el propio Tarcus, de los congresos de historia de las izquierdas que cada dos años organiza el CeDInCI. En esos ámbitos, también eran habituales las referencias o las discusiones sobre Mariátegui (por ejemplo, a partir de un libro que Tarcus publica en su editorial El Cielo por Asalto en la que se reúne la correspondencia de Mariátegui con el argentino Samuel Glusberg y el norteamericano Waldo Frank).
Un segundo y más decisivo momento tiene lugar a partir de 2005. Ese año el Congreso del CeDInCI tuvo por tema a los exilios en la historia latinoamericana, una perspectiva que entonces despuntaba entre los historiadores latinoamericanistas. Me decidí entonces por iniciar una investigación y presentar un trabajo sobre los exiliados apristas en la Argentina de los años 20, en especial dos importantes figuras, Manuel Seoane y Luis Heysen. Ese trabajo, publicado luego en Políticas de la Memoria, dio comienzo a un prolongado asedio a la historia del APRA en el periodo de entreguerras, que hice en paralelo a mi tesis de doctorado y que redundó en numerosos ensayos, luego reunidos en el libro La desmesura revolucionaria que se publicó hace unos años en Lima a través de la editorial La Siniestra.
Pero ese camino no estuvo disociado de preocupaciones más inmediatamente intelectuales y políticas. Desde fines de los años 90 y a comienzos de los 2000 estuve muy involucrado en las redes y actividades del movimiento alterglobalizador, en particular en el proceso del Foro Social Mundial nacido en Porto Alegre. En una edición del Foro, en 2005, estreché vínculos con jóvenes peruanos, provenientes de la militancia universitaria y del Movimiento Raíz. Varios de ellos, como Anahí Durand, Teresa Cabrera, Jorge Miyagui, Hernán Maldonado, Carlos Alberto Adrianzén e Irma Pflucker, han transitado luego caminos de cruce entre vida intelectual y artística y militancia política. En ese Foro también me vinculé al finlandés Teivo Teivainen, que dirigía el programa «Democracia y Transformación Global» en la Universidad de San Marcos.
Fruto de esos contactos hice mi primer viaje al Perú en mayo de 2006, y desde entonces mi interés en la historia intelectual y política peruana del período de entreguerras no cesó de crecer y alimentarse en viajes sucesivos a Lima y a otras ciudades peruanas como Cajamarca y Trujillo. En esos viajes, siempre intensos, trabajé en numerosos archivos y bibliotecas, visité innumerables librerías de viejo en las que fui haciéndome un acervo bibliográfico en historia peruana, y conocí y entrevisté a decenas de antiguos militantes y familias vinculados a la tradición aprista.
Aunque mi interés mayor pasó entonces por la historia del APRA (menos por la de Haya de la Torre que por la de toda la generación de intelectuales y escritores que lo secundó en los años 1920 y 1930), ya ese viaje de 2006 significó también una inmersión en Mariátegui y sus mundos. También me hice vorazmente de todo lo que pude acopiar sobre Mariátegui, desde los dos tomos del Mariátegui Total que me obsequiara Sandro Mariátegui (el hijo mayor), a muchos ensayos y trabajos sobre su obra. Por ejemplo, en ese viaje adquirí las Obras Completas de Alberto Flores Galindo.
En mi viaje siguiente a Lima, en 2008, a través del sociólogo Osmar Gonzales participé de un congreso por los 80 años de los Siete ensayos. Allí preparé mi primer ensayo sobre Mariátegui, que se publicó unos años después bajo el título de «Oriente y Occidente en el pensamiento de Mariátegui». Pienso ahora que en la elección de ese tema, que reconstruye la parábola de ambas nociones en el itinerario mariateguiano de madurez, estaba ya presente una búsqueda por ubicar a Mariátegui en coordenadas espaciales diferentes a las habituales, como un intelectual que debía ser leído en la escena global de su tiempo.
De todos modos, en esos años mi interés principal estaba en la historia del APRA, que leía también en sus redes transnacionales y en las prácticas intelectuales y políticas que rodeaban su apuesta desmesurada por construir un movimiento revolucionario americano a escala internacional. En ese marco, en la medida en que los jóvenes apristas se asumían también como marxistas, tendí a ubicar a Mariátegui como una figura que sobresalía pero que era parte de la generación emergente en el Perú en los años 20, que tenía como rasgo general la búsqueda de una aleación, en diversas dosis, entre vanguardismo estético y vanguardismo político (digamos, ubicaba a Mariátegui junto a otras figuras como Magda Portal, Esteban Pavletich, Manuel Seoane y los propios Haya de la Torre y Eudocio Ravines, entre otros).
Incluso me parecía que la polémica entre Haya y Mariátegui había sido mal leída, sobreideologizadamente, y que una lectura desde las herramientas de la historia intelectual (por ejemplo, desde el contextualismo de Quentin Skinner, pero también desde la atención a los soportes materiales de la polémica, empezando por la especificidad de la cultura epistolar) matizaría o precisaría las diferencias entre ambos.
Pero además, creo que en ese movimiento por relativizar la importancia de Mariátegui me parece que jugaba también un cierto hastío ante el endiosamiento de su figura, un endiosamiento que se hacía desde un guion establecido que volvía repetidamente sobre un conjunto de lugares comunes (la cita sobre el «calco y copia», el modo de referirse a él como «el Amauta», etc.). Esos gestos edulcorados, que también ponían nervioso a Terán sobre el final de su vida —cuando él también estaba releyendo la revista Amauta—, me alejaban de inspecciones más profundas.
No obstante, en una tercera etapa que se abre hacia 2015 finalmente sí me adentré a la lectura detenida de todo Mariátegui y a una nueva estimación de su estatura y su excepcionalidad intelectual. Ese momento se abre de un modo un poco curioso, con una invitación de un profesor uruguayo que enseñaba en una universidad de Shanghai a preparar una antología de textos de Mariátegui en idioma chino. Por razones insondables para mí, ese proyecto finalmente no se concreta, pero me pone a pensar cómo efectivamente organizar una antología de sus textos que resulte representativa del conjunto de su obra y que, al mismo tiempo, proponga de ella una lectura renovada. Me interesaba precisamente discutir y desestabilizar algunos de los lugares comunes que pesaban en las imágenes corrientes sobre Mariátegui. Es en esa instancia, entonces, que le propongo a la editorial Siglo XXI elaborar una antología de ese tinte, que luego de varios años de labor se publica al inicio de la pandemia, en mayo de 2020.
En paralelo, en esos años desarrollé algunos trabajos colindantes, como la mencionada reedición de Discutir Mariátegui, de Terán, un trabajito en el que colocaba a Mariátegui y a su ensayo «El proceso de la literatura» en relación a los debates contemporáneos sobre la llamada world literature, y, por invitación de Michael Hardt y Sandro Mezzadra, un ensayo sobre el lugar de la Revolución Rusa en Mariátegui, para un número especial de la revista South Atlantic Quarterly por los cien años del triunfo bolchevique.
Es en ese marco de elaboración de esos trabajos y, sobre todo, de la Antología para Siglo XXI, un marco que se vio estimulado por el estrechamiento de vínculos con un conjunto de investigadores… Por empezar, con Ricardo Portocarrero, con quien mantengo desde entonces una conversación constante, pero también con José Carlos Mariátegui Ezeta, nieto de Mariátegui y artífice del Archivo Digital José Carlos Mariátegui, un proyecto relativamente reciente que ha sido crucial en el despliegue de un conjunto de nuevas lecturas del autor de los Siete ensayos, y a continuación con una serie de personas que también revisan distintos aspectos de la trayectoria mariateguiana (y menciono aquí rápidamente a Alvaro Campuzano, Natalia Majluf, Mónica Bernabé, Paulo Drinot, Claudio Lomnitz y Víctor Vich, entre otros).
Es en ese marco, decía, que fructifican las operaciones que subyacen a mi relectura general de Mariátegui como intérprete de la modernidad global y como socialista cosmopolita. La nueva antología que acabo de publicar a fines del año pasado, Aventura y revolución mundial. Escritos alrededor del viaje, para la «Serie Viajeros/Viajeras» que dirige Alejandra Laera en el Fondo de Cultura Económica, es un subproducto de todo ese proceso.
LF
Remarcaste que a Mariátegui se lo imagina más de lo que se lo lee. En la introducción de Antología incluso escribís que distintas generaciones que redescubrieron a Mariátegui terminaron por caer en los mismos —llamémosle— «errores» que tienden a sobredimensionar el peso de la cuestión de la nación y los nacionalismos en América Latina para dar forma a una lectura de Mariátegui que busca inscribirlo en la corriente nacional-popular de la izquierda latinoamericana.
¿Por qué crees que esto ocurrió (y que de alguna manera todavía ocurre) siendo que la propia obra de Mariátegui parece contar con algunas virtudes —textos breves sobre temáticas puntuales y una forma de escritura que combina el ensayo con el género periodístico— que harían difícil, o al menos con profundos problemas de consistencia, llegar a ese tipo de conclusiones?
MB
Yo no sé si usaría la palabra errores, pero sí sesgos muy notables. Algunos lectores de mis antologías sugirieron que yo escogí textos marginales de Mariátegui para ilustrar su avidez cosmopolita. ¡Pero no! Son los textos que publicaba semana a semana en las revistas limeñas Variedades, Mundial (y esto es bien interesante: incluso en su sección «Peruanicemos el Perú», que había heredado del periodista Gastón Rogger) o mensualmente en Amauta, son los textos que luego agrupa en libros como La escena contemporánea o Defensa del marxismo y El alma matinal y otras estaciones del mundo de hoy (estos últimos dos, listos para ser publicados cuando lo sorprende la muerte en 1930).
Incluso parece que, según muestra un artículo que Martín Cortés dedicó a reconstruir las alternativas y debates del Congreso de Sinaloa de 1980 (que se publicó en la revista mexicana Cuadernos Americanos hace unos años), Aricó, Terán y otros asistentes reconocían que en esos debates había quedado sin considerar una parte sustantiva de los textos de Mariátegui. En los recuerdos de otro asistente a ese encuentro, Mario Goloboff —al parecer el único que presentó en Sinaloa una ponencia sobre sobre los ensayos literarios del peruano, que son abundantes—, las orientaciones políticas sobre determinaron las discusiones que tuvieron lugar en el Congreso.
De modo que es bastante curioso que una masa muy importante de textos de Mariátegui no sea considerada incluso por muchos de sus estudiosos (por eso decía al comienzo que uno de mis propósitos al preparar estas antologías era incitar a la lectura directa de los propios escritos de Mariátegui).
Para tratar de ensayar alguna respuesta que explique esas «desatenciones» se me ocurren algunas razones. Señalo dos. En primer lugar, contra lo que se pueda creer, esos ensayos breves de Mariátegui no son siempre de lectura sencilla. Algunos resultan de difícil colocación, otros arrancan hacia un argumento o tema y luego siguen hacia otro, otros parecen interrumpirse más que terminar, etc. Hay que considerar que son textos que se escribían en un rato, a modo de ráfagas producidas en pocas horas para ser publicadas semanalmente en Mundial o Variedades.
Pero además, al releerlos hoy comprobamos que Mariátegui era un autor exigente para con sus lectores: aludía a una multitud de referencias, hechos y nombres sin acompañarlos de explicaciones o contextualizaciones. En ese sentido, creo que la metáfora habitual de Mariátegui como «traductor» pasa por alto el hecho de que más que ser un autor que traduce, es un autor que no-traduce, que supone o exige un lector muy curioso por las novedades contemporáneas. Tanto, que para entender cabalmente algunas de esas referencias a veces hoy es conveniente leerlo con Wikipedia (para saber mejor quién era el fascista Farinacci, quiénes los escritores rusos Fiodor Gladkov o Larissa Reissner, o qué cosa la efímera pero ruidosa corriente que en 1930 irrumpe en Francia bajo el nombre de «populismo literario»: uno de los últimos ensayos de Mariátegui en Amauta está dedicado a esa corriente).
La segunda razón tiene que ver con la ansiedad con que Mariátegui es leído sobre todo desde fines de los años 70 como el nexo que las izquierdas intelectuales y políticas habían estado buscando entre marxismo y nación. Eso se observa en los textos de Terán sobre Mariátegui cercanos al Congreso de Sinaloa (publica varios, algunos de ellos en la revista Controversia del exilio intelectual mexicano).
Es decir: sabemos muy bien —entre otras cosas gracias al magistral libro posterior de Terán, Nuestros años sesentas— que las izquierdas intelectuales se «nacionalizan» desde los años 60, si no antes (al menos, en Argentina, desde el grupo Contorno); que Abelardo Ramos y Rodolfo Puiggrós publican ensayos que tienen gran éxito de público y que promueven abierta y repetidamente esa fusión entre marxismo y nacionalismo; que otro tanto está ocurriendo en muchos países del continente, por ejemplo, con algunos intelectuales del ISEB brasilero, o con algunos de los muchos colaboradores de la revista Marcha en Uruguay, etc., etc.
Pues bien, sobre el cierre de ese ciclo, a fines de los años 70, Aricó y otros detectan en Mariátegui al intelectual que venía a mostrar que esa anhelada fusión tenía este antecedente tan ilustre y tan inspirador, que mostraba que había una tradición digamos «orgánica» de pensamiento marxista sobre la nación en América Latina. Bueno, esa operación, que de diversos modos llega hasta hoy, con investigadores que básicamente repiten el libreto de Aricó, inhibió más o menos directamente la lectura de la masa (y de verdad que es una masa) de textos de Mariátegui que no abonan esa lectura.
LF
Sobre esto último que señalás, me resulta interesante notar que la ruptura de las lecturas de Mariátegui desde el nacionalismo-popular también se relacionan con una época —por usar una noción del propio Mariátegui— en la que la globalización ha erosionado a los proyectos, los relatos y las identidades nacionales. En uno de tus textos anteriores remarcaste la importancia de la noción de crisis, globalmente entendida, como una preocupación central, constante, en el itinerario intelectual de Mariátegui.
En base a tu propuesta de lectura, ¿creés que podemos hacer una crítica cosmopolita a la globalización y a sus efectos? ¿Pensás que el socialismo cosmopolita de Mariátegui puede ser llevado a las discusiones actuales de las izquierdas?
MB
Es una pregunta muy interesante, sobre la que no puedo más que aventurar respuestas tentativas. Es interesante y compleja, porque además implica adentrarse en los debates contemporáneos sobre cosmopolitismos que se vienen desarrollando desde las humanidades —desde la filosofía y los estudios literarios, pero también desde vertientes de la sociología o la historia—, y que han dejado muy atrás la tradicional desconfianza de las izquierdas hacia la propia noción de cosmopolitismo, asociada en esas miradas a un atributo superficial de las élites burguesas o pequeñoburguesas.
En el propio Mariátegui la referencia al cosmopolitismo aparece innumerables veces, y con sentidos cambiantes. Para él no había duda —y ese era un rasgo compartido en general con las vanguardias estéticas— que se asistía a una era cosmopolita.
Mariátegui seguía el lema de Terencio, aludido en el editorial del primer número de su revista Amauta: nada de lo humano le era ajeno. Sus textos pulsan todos y cada uno de los fragmentos de su época, esa época que lo englobaba todo y que él llama «la escena contemporánea». Por eso escribe sobre Japón, la India de Gandhi y Tagore, la Revolución Mexicana, Colombia, la tradición filosófica y literaria idealista norteamericana, los mundos intelectuales, políticos y artísticos de Italia y Francia, los países de Europa del Este (dedica ensayos breves a «la escena yugoslava», «la escena polaca», «la escena búlgara»), la «nueva literatura rusa», etcétera.
Es un internacionalista también en el sentido técnico de la palabra, alguien con vocación de análisis en política internacional (por eso cuando cumple un cuarto de siglo, en 1929, la revista Variedades de Lima le pide un ensayo de síntesis sobre el acontecer del mundo que aparece bajo el título de «25 años de sucesos extranjeros»).
Pero la noción de socialismo cosmopolita desde la que pienso la praxis intelectual de Mariátegui no es tanto una categoría nativa, proveniente de su tiempo, como un concepto que surge en diálogo con las reformulaciones y debates actuales en las humanidades que recién mencionaba. Allí mi referencia mayor es el libro de Mariano Siskind Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina, que utilizo un poco libremente para caracterizar a Mariátegui al menos en dos sentidos. Por un lado, la noción de deseos cosmopolitas atrapa bien la verdadera avidez, la pulsión vital irrefrenable que tiene Mariátegui por conocer y aquilatar un juicio propio sobre cada episodio que conmueve al mundo, y por los personajes que los protagonizan (y allí se entreveran su formación inicial de periodista con su vocación por el ensayo breve y eléctrico). Es un deseo radical de modernidad que lo acompaña hasta el final de sus días.
Por otro lado, tomo también de Mariano Siskind una idea que me parece sumamente fértil para repensar las relaciones entre centros y periferias, y que se adecúa muy bien al caso de Mariátegui. El peruano no desconoce por supuesto la estructura de inequidades globales que jerarquizan la espacialidad del mundo. Pero esa constatación no lo lleva a adoptar la posición tan habitual de denuncia de los nudos en los que se concentra el capital cultural, y por esa vía a un repliegue identitario. Por el contrario: su cosmopolitismo lo lleva —para debatir con André Breton— a pretender ser más parisino que cualquier intelectual parisino, aún viviendo en Lima, a escudriñar la nueva realidad rusa sin haber pisado el país de los soviets, o incluso a escribir sobre el socialismo en el Japón, teniendo pocas referencias sobre ese país.
Y esa posición de enunciación, me parece a mi, es muy productiva. Es la que le permite, por ejemplo, ofrecer una de las primeras radiografías del fascismo elaboradas no solamente en América Latina, sino en todo el mundo; la que lo lleva a componer la respuesta seguramente más sofisticada al ensayo liquidacionista del marxismo del socialdemócrata belga Henri de Man, en su saga de ensayos titulada «Defensa del marxismo» (que, en rigor, es una recreación del marxismo); la que, por esa vía, lo conduce a pergeñar uno de los primeros esbozos sobre las afinidades de marxismo y psicoanálisis freudiano. En virtud de esa avidez cosmopolita es que, como ya han señalado otros autores, podemos considerar a Mariátegui no meramente como un marxista latinoamericano, sino como un marxista tout court, alguien que en paralelo a Gramsci o a Benjamin busca intervenir en el campo global del marxismo de su tiempo.
Dicho esto, no quisiera rehuir al núcleo de tu pregunta. ¿Qué ofrece hoy una crítica a la globalización capitalista encarada desde el punto de vista de un socialismo cosmopolita como el de Mariátegui? Se me ocurren tres cosas. Por un lado, y pensando en cómo formulás la pregunta (la globalización y sus efectos), sabemos que un efecto muy notable de la globalización han sido las respuestas nacionalistas que están detrás del auge de las nuevas derechas de nuestro tiempo. En una línea análoga a la que por ejemplo han venido trabajando en las dos últimas décadas tanto Étienne Balibar como Sandro Mezzadra, la crítica cosmopolita tiene un papel por jugar en la producción de mundos que resistan a esas tendencias.
En segundo lugar, un socialismo cosmopolita supone por supuesto la asunción de una posición internacionalista. En nuestro contexto de crisis sistémica —crisis capitalista, crisis ecológica, etc.— el internacionalismo pareciera ser aún más necesario que en tiempos de Marx o de Mariátegui. Ahora es casi un recurso de salvación planetaria, más que de emancipación social (pienso en la fórmula de Noam Chomski, «internacionalismo o extinción»). Y en ese sentido, siendo muy notable, al internacionalismo de Mariátegui en general se le ha prestado poca atención relativa entre sus estudiosos (como ocurre con el internacionalismo de otras figuras de países periféricos, un internacionalismo periférico sobre el cual vienen trabajando historiadores como Manu Goswami, Michele Louro o el propio Dipesh Chakrabarty, que a distancia del pensamiento decolonial recupera un Fanon universalista). En ese sentido, en América Latina se observa un reverdecer del internacionalismo desde algunas franjas del movimiento feminista o del ambientalismo, una postura que puede filiarse en Mariátegui.
Pero, en tercer lugar, si hablamos de cosmopolitismo es porque el internacionalismo, mientras alude a una tradición de luchas de clases, no parece suficiente para considerar el lugar que Mariátegui otorga a la cultura (a la literatura, a las artes plásticas, al cine, a las vanguardias, a la comunicación de masas) en sus ensayos. La noción de socialismo cosmopolita, que lleva implícito un punto de vista internacionalista y de clase, me parece que, en ese sentido, le hace más justicia al conjunto de su producción ensayística. Y, de paso, se conecta con el lugar que las luchas culturales tienen en la producción de perspectivas críticas sobre nuestro mundo actual.
LF
Acabas de publicar una nueva compilación de escritos de Mariátegui, Aventura y Revolución Mundial. Escritos alrededor del viaje. El prólogo que escribiste comienza con una mención a una entrevista en la que Mariátegui responde que su afición predilecta es viajar, y donde se describe como un «hombre orgánicamente nómada, curioso e inquieto». ¿Qué relación encontraste entre las cuestiones del viaje y la aventura en el itinerario intelectual de Mariátegui, es decir, con su «socialismo cosmopolita»?
MB
Efectivamente, cuando Alejandra Laera me invitó a preparar un volumen para la colección «Viajeros/Viajeras» sobre Mariátegui y la temática del viaje, de inmediato pensé en esa respuesta poco conocida en la que señala que su mayor afición es viajar. Y no solo eso: como bien mencionás, se describe allí como «orgánicamente nómada», una imagen que está en las antípodas de una idea que circula de él y que lo ubica como alguien muy circunscripto a un espacio de fronteras muy nítidamente delimitadas, sea el de su país, el Perú, o el de América Latina.
La conexión con la cuestión del viaje en este libro de todos modos no es lineal. No se trata de un volumen que se limita a reunir los escritos de viaje de Mariátegui, los de sus años de su viaje a Europa entre 1919 y 1923. Los textos de ese periodo conforman solamente una de las cinco secciones del volumen. Luego, hay textos que provienen de momentos muy distintos de su itinerario intelectual, desde su temprana juventud a sus últimos años. Por eso se trata de escritos «alrededor del viaje», informados o afectados por la cuestión del viaje, ya sea como deseo o anhelo, como experiencia directa o como huella.
Hay entonces en el libro dos entradas principales al asunto del viaje. Por un lado, el viaje como una experiencia crucial para Mariátegui, una experiencia que le dejará marcas indelebles y que continuará alimentando su reflexión hasta el final de su vida. Allí hay un nexo con la perspectiva del socialismo cosmopolita que yo había desarrollado en la Antología de Siglo XXI publicada en 2020, porque es durante el viaje que no solo se afirma en Mariátegui su perspectiva marxista y revolucionaria, a la vez que su afán inextinguible por las vanguardias estéticas; es decir, no solamente es allí cuando comienza a darse ese maridaje tan excepcional que nutre su pensamiento entre vanguardismo político y vanguardismo estético.
Además de eso, a partir del viaje su praxis se desarrollará al interior de una situación irremisiblemente mundial, eso que llama «escena contemporánea». Es decir, Mariátegui es un intelectual situado, solo que situado en las líneas de tensión y las atmósferas que colorean al mundo como un todo. Y ese es otro rasgo del que Mariátegui se adueña en viaje, pero que lo acompaña en su regreso a Lima hasta el final de sus días. Porque incluso sus escritos sobre la realidad peruana surgen alimentados y estimulados por las dinámicas mundiales.
La segunda entrada tiene que ver con que el viaje para Mariátegui sirve para ilustrar su filosofía de la revolución. Su concepción radicalmente subjetivista tiene una fuente de inspiración en la figura del viajero, que es alguien que transforma y se deja transformar conforme avanza. De allí el profundo interés que tiene por el tema de la aventura, que recorre parte de su ensayística en sus últimos años. La aventura como posibilidad de experimentación de lo nuevo, lo que emerge y trastoca; y por eso mismo, la aventura como experiencia que activa sensibilidades antiburguesas.
En distintos diálogos con Alejandra Laera, esas dos entradas al tema del viaje nos condujeron al título del libro, Aventura y revolución mundial, que tiene también un lazo bastante claro con la cuestión del socialismo cosmopolita.
LF
Mencionaste el análisis que hace Mariátegui sobre las derechas de su tiempo. Inclusive me resultó algo llamativo que decidiste comenzar la Antología con una serie de textos dedicados directamente a la comprensión del fenómeno fascista. En un artículo que escribiste sobre este tema en específico, señalaste que Mariátegui ofrece una lectura desprejuiciada del fascismo, algo que resulta muy excepcional entre la intelectualidad de izquierda de ese momento; y creo que podríamos ponernos de acuerdo en que aún hoy la forma en la que Mariátegui se propuso entender a sus máximos «rivales» políticos sigue siendo la excepción y no la regla.
¿Podrías reponer brevemente esa interpretación? Y, por último, ¿Por qué crees que Mariátegui tuvo esa flexibilidad, digamos, «intelectual» para acercase sin prejuicios al fenómeno del fascismo? A sabiendas de que, global y regionalmente, la (re)emergencia de la ultraderecha vuelve a ser un tema obligado para las izquierdas.
MB
En efecto, me parece que el modo en que Mariátegui se sitúa muy tempranamente ante el ascenso del fascismo (el fascismo italiano, pero también otros fenómenos de derecha radical del período de entreguerras) se destaca por su infrecuencia en la historia intelectual y política de las izquierdas. En general, y especialmente en las Américas (en Europa, gracias a las huellas que dejaron el fascismo y al nazismo, el panorama ha sido un poco distinto), los fenómenos de derecha recientes como el trumpismo o el bolsonarismo tendieron a ser subestimados en su ascenso al poder. Lo mismo ocurrió con el fenómeno macrista, que desde su emergencia luego de 2001 permaneció casi sin ser explorado, y solo comenzó a ser examinado en profundidad en vísperas de la llegada de Macri a la presidencia en 2015.
La ola de la nueva derecha global ha cambiado un poco las cosas, y ahora contamos con libros como el de Pablo Stefanoni o la traducción de Las nuevas caras de la derecha de Enzo Traverso, además de una saga reciente de ensayos sobre el bolsonarismo. Pero, en términos generales, me parece que una mirada retrospectiva a los juicios emitidos desde las izquierdas sobre las derechas muestra que en el pasado se tendió a repetir libretos y esquemas bastante guionados.
En Mariátegui encontramos en cambio una verdadera curiosidad por el fenómeno fascista, al punto que algunos de los ensayos que escribe desde Europa son una suerte de pequeñas etnografías del movimiento o de algunas de sus figuras. ¿Qué lo mueve a ello, me preguntás? Varias cuestiones. En primer término, Mariátegui se ha educado como periodista, y las llamadas «Cartas de Italia» que publica en el diario El Tiempo de Lima tienen como uno de sus fines informar e ilustrar a los lectores peruanos y latinoamericanos acerca de la fisonomía y los personajes que conforman los fenómenos italianos y europeos de actualidad. La avidez que muestra Mariátegui ante los asuntos emergentes tiene en parte origen en su entrenamiento intelectual en las redacciones de los periódicos.
Pero esa gimnasia periodística se conecta de un modo notable con la verdadera fascinación por lo nuevo que Mariátegui evidencia. Es una fascinación que no puede desligarse de sus lecturas de la crisis y del eclipse de la civilización decimonónica que sobreviene con la Guerra del 14, y de su embanderamiento detrás del acontecimiento de la Revolución Rusa y por esa vía del carácter «romántico» o revolucionario (usa ambos términos) que embarga a la época. Pero que tampoco puede desligarse de su fascinación por las vanguardias, máxima expresión de ese culto a lo nuevo en la situación de entreguerras: del aliento que trae el futurismo, en primer lugar, pero sobre todo del movimiento surrealista, cuyos avatares persigue afanosamente hasta el momento de su muerte en 1930.
Es ese interés por lo nuevo el que lo lleva a interesarse por el fascismo, a tratar de entenderlo, interpretarlo, radiografiarlo y, lo que es más notable aún, incluso a extraer de él elementos a ser readaptados en su proyecto de reelaboración del marxismo y el socialismo. Si Sorel es la vía intelectual de recepción del tema del mito, tan caro a su concepción de la política y de la revolución (y, más en general, a su visión de la sentimentalidad de la época), de ciertos estratos del fascismo o del protofascismo, como la aventura de D´Annunzio en el Fiume o el apotegma mussoliniano del «vivir peligrosamente», extrae también núcleos que en su perspectiva hacen a la trama profunda de su contemporaneidad y que por tanto conforman un «humus» del que el socialismo debe nutrirse.
Lo mismo se observa en relación al desprejuicio que muestra hacia el resonante libro del intelectual reaccionario francés Henri Massis Defensa de Occidente. Por supuesto, esa heterodoxia de la lectura se coloca al servicio de su proyecto socialista, pero un proyecto que tiene la virtud de ser a la vez muy firme y muy poroso. Creo que esa doble condición de Mariátegui —indoblegable y flexible, intransigente en su socialismo pero asombrosamente plástico y desprejuiciado en sus múltiples intereses— es uno de sus legados más valiosos.
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