Frank García Hernández
29 enero 2021
En 1965, durante la fundación del nuevo Partido Comunista* nacido con la Revolución Cubana, Fidel Castro insistía en que no se podía concebir al marxismo como “una doctrina religiosa, con su Roma, su Papa y su Concilio Ecuménico”.
Para entonces, Leonid Brezhnev gobernaba la Unión Soviética. Tras su llegada al poder en 1964 había paralizado las reformas de apertura dirigidas por quien le precediese y protegiera, Nikita Jruschov. Brezhnev depuso a su antiguo mentor mediante de un golpe palaciego, instaurando una línea política que se ha dado en llamar neoestalinismo. Aunque sin llegar a los extremos de Josif Stalin, sí se restauró una fuerte censura, la intolerancia política y el culto a los dirigentes, los cuales, desde el poder, perdieron todo contacto con la juventud y los problemas de la sociedad en general.
Otra de las principales características de Brezhnev fue intentar controlar aún más los partidos comunistas del mundo, enfrentar a las disidencias del marxismo-leninismo (ya habían roto con la Unión Soviética, Yugoslavia en 1948, Albania en 1961 y China en 1962) y principalmente, establecer la llamada política de coexistencia pacífica con el imperialismo estadounidense. Por tanto, las guerrillas latinoamericanas no tenían cabida en el modelo brezhneviano, como tampoco el socialismo revolucionario que construía la Cuba guiada por Fidel Castro.
Uno de los momentos de mayor tensión entre Cuba y la Unión Soviética se vivió en 1967. Para las actividades por el 50 aniversario de la Revolución de Octubre, La Habana envió a Moscú una delegación encabezada solamente por el Ministro de Salud. El 7 de noviembre, día en que se conmemora el triunfo revolucionario ruso, en el periódico del Partido Comunista de Cuba, Granma, apareció un gran titular el cual decía: “los bolcheviques de hoy son los guerrilleros venezolanos”.
Para expandir la hegemonía ideológica de Moscú -tratando de suprimir todo cuestionamiento revolucionario-, Brezhnev reforzó la idea ya establecida de que el marxismo-leninismo emanado de la Unión Soviética era el único y verdadero, descalificando así al resto de las tendencias comunistas. Al mismo tiempo, en contraste con el socialismo de la Europa oriental, el cual había llegado en los tanques del Ejército Rojo -que regresarían a Hungría en 1956 y a Checoslovaquia en 1968-, la clase trabajadora cubana sí construía su propia Revolución. Por tanto, era lógico que desarrollara sus propias interpretaciones del marxismo.
Los manuales de filosofía soviéticos eran, según el Che Guevara unos “ladrillos”. Estos devinieron en incuestionables evangelios donde Marx aparecía como un Dios del cual Lenin era su único profeta, Moscú hacía función de Vaticano y el Buró Político del Partido Comunista soviético jugaba un rol de Concilio Ecuménico, donde el secretario general de turno era el Sumo Pontífice. Durante la segunda mitad de los años sesenta, Fidel Castro recurría una y otra vez a esta metáfora, llegando a decir en el Congreso Cultural de La Habana (1968) que algunos marxismos se comportaban “como una iglesia seudorrevolucionaria”.
“Estas son las paradojas de la historia. ¿Cómo cuando vemos a sectores del clero devenir en fuerzas revolucionarias vamos a resignarnos a ver sectores del marxismo deviniendo en fuerzas eclesiásticas? Esperamos, desde luego, que por afirmar estas cosas no se nos aplique el procedimiento de la ‘Excomunión’ y, desde luego, tampoco el de la ‘Santa Inquisición”, anunciaba Fidel ante la incorporación de curas a las luchas de liberación latinoamericanas, en claro contraste contra el inmovilismo de los partidos comunistas prosoviéticos.
Cuba era entonces el centro de la Revolución mundial. Desde la isla, los movimientos de liberación nacional africanos, latinoamericanos, árabes y asiático recibían un apoyo real; ya fuera reconciliando facciones enfrentadas como sucedió con el caso salvadoreño, entrenando guerrillas para derrocar regímenes dictatoriales, o enviando tropas y asesoramiento militar a Angola, Etiopía, entre otros países
Sin embargo, los marxismos enfrentados al dogmatismo soviético –esquematismo que llegaba a todos los partidos comunistas alineados con Moscú- sobrepasaban los límites de La Habana. No solo habían nacido y consolidado diversas tendencias políticas como los trotskismos, maoísmos y guevarismos, o Estados socialistas de encontradas posiciones entre ellos. Después de la Segunda Guerra Mundial emergieron también importantes teóricos marxistas, críticos con la Unión Soviética, como fueron los casos de Ernest Mandel, Nikos Poulantzas, Gilles Deleuze, Felix Guattari o Cornelius Castoriadis.
Aunque como Mandel, muchos de estos intelectuales críticos con la Unión Soviética fueron bien cercanos a la Revolución cubana y otros procesos similares, algunos de ellos, tras la caída del Muro de Berlín terminarían torciendo hacia la socialdemocracia -y en ocasiones un poco más allá-. Sin embargo, negar hoy que en su momento realizaron importantes aportes al marxismo, es caer en un dogmatismo muy similar al profesado por Brezhnev y compañía.
América Latina, tras el triunfo de la Revolución cubana, crearía su propio cuerpo de teóricos marxistas, los cuales rompían todos los esquematismos europeos, destacando los sociólogos e historiadores Darcy Ribeiro, Florestan Fernandes, Rui Mauro Marini, Pablo González Casanova, Antonio García Noa, Tomás Amadeo Vasconi o Martha Harnecker. A su vez, en la misma Habana, se constituía el núcleo teórico del Departamento de Filosofía y su herética publicación Pensamiento Crítico (1966-1971), encabezada por el intelectual revolucionario, Fernando Martínez Heredia.
Mientras tanto, en el mundo anglosajón –el cual por diferentes motivos Estados Unidos nos lo ha limitado- aparecían Eric Hobsbawn, Edward. P. Thompson, el Grupo de Septiembre y su marxismo analítico, Allan Woods, Tariq Alí y Alex Callinicos.
Paradójicamente, tras la desaparición de la Unión Soviética -y durante su proceso de disolución el cual podemos distinguir con mayor claridad entre 1989 y 1991-, los marxismos crecieron aún más. Tenían ante sí lo que para muchos había sido impensable: el gran Estado socialista fundado en 1917, al cual muchos miraban como el Vaticano del marxismo-leninismo, había desaparecido. Pero no heroicamente producto de una guerra mundial con el imperialismo, sino disuelto por la deformada casta burocrática del Partido Comunista que lo dirigía.
El consiguiente retroceso de las fuerzas revolucionarias durante la década de los años 90 del pasado siglo, hizo que los teóricos marxistas reconfiguraran sus análisis. De esta manera, en América Latina (re) nacían Rosa Luxemburgo, José Carlos Mariátegui, Antonio Gramsci y León Trotski, a la vez que se recuperaba el pensamiento de Che Guevara.
Las prácticas políticas también se transformaron radicalmente. Una organización civil como el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra lograba mucho más que todos los partidos comunistas brasileños (ya fuera el fundado por Prestes o Joao Amazonas), cuestionando con su praxis la efectividad de la vía armada. A su vez, en México, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional demostraba que las organizaciones revolucionarias clandestinas, más que ir del campo a la ciudad, debían ir de la montaña a la sociedad civil, construyendo el socialismo con todes y desde abajo y no por un método de ordeno-mando.
Con el empezar de las Revoluciones de la minorías, los partidos marxistas latinoamericanos -los cuales se constituían, reconstituían y para no perder la tradición, también se fragmentaban-, finalmente comprendieron que la clase trabajadora no era una masa homogénea y sí una clase social formada por múltiples sectores sociales. De este modo, las organizaciones anticapitalistas se percataron que, si no se asumían como parte de las luchas ecologistas, raciales, y pro derechos LGTBIQ+ -en vez de entenderlas como una “sección del Partido”-, no se podía construir la tan preconizada emancipación total del ser humano. A su vez, los feminismos revolucionarios se expandieron en organización, cobrando una fuerza e independencia nunca antes visto. Pero, además, las lideresas trascendieron las reformas de la mujer y, lo una vez excepcional, se transformó en constante, el movimiento anticapitalista latinoamericano comenzó a ser dirigido también por mujeres. La comandanta Ramona, Gladys Marín, Bertha Cáceres, Milagros Salas, Camila Vallejo y Romina del Pla son solo parte de los ejemplos que hablan de una nueva época.
Ante tamañas transformaciones -no pocas veces inesperadas y trabajosas de asimilar para las organizaciones herederas del neostalinismo- las interpretaciones de los marxismos crecieron aún más: Naomi Klein desarrolló la Teoría del shock, Eric Toussaint relanzó la importancia de combatir contra la deuda externa, el sociólogo brasileño Michael Löwy (re) formuló el ecosocialismo y Slavoj Zizek cruzó a Marx con Freud y Emir Kosturica.
Es lógico que el escenario continúe complejizándose. Nadie que tenga una clara interpretación de Marx puede esperar un futuro con procesos sociales simples. Esto es la lucha de clases y por tanto, desde los marxismos nacerán cada vez más nuevas interpretaciones de las realidades sociales.
Esta diversidad es algo lógico. Solamente en una mentalidad dogmática se puede concebir que exista un marxismo puro, el cual por su mera existencia excluya y califique de “revisionista” a toda variante crítica y cuestionadora de lo establecido. De hecho, quien pretenda construirse un pensamiento revolucionario solamente con El Manifiesto Comunista, corre el riesgo de degenerar en una mentalidad de consignas y sin capacidad de análisis.
Si hay un texto a partir del cual puede comprenderse la anatomía del capitalismo y por tanto, tener un sólido punto de partida, ese sería el volumen primero de El Capital. Sin embargo, Marx lo escribió en 1867. Para entonces, Cuba, el único país socialista de América Latina, ni siquiera había iniciado su primera guerra de independencia.
“El marxismo no es una propiedad privada que se inscribe en un registro”, decía Fidel Castro cuando fundaba el Partido Comunista de Cuba el 3 de octubre de 1965 y en 1968 recordaba que “no puede haber nada más antimarxista que el dogma, no puede haber nada más antimarxista que la petrificación de las ideas”.
La crisis del capitalismo, acelerada por la globalización de la pandemia que hoy vivimos, golpea con más fuerza en el llamado Tercer Mundo. América Latina, por su tradición de lucha, sus movimientos sociales organizados durante décadas y con importantes sectores de su clase trabajadora politizados, está llamada a jugar un papel fundamental en el triunfo de la Revolución socialista mundial.
Sin embargo, para lograr que la Revolución se concrete, al menos de manera regional, es necesario que nuestras herramientas de pensamiento se adecúen a las nuevas realidades de lucha. Una de las mejores maneras de hacerlo es ir en búsqueda de nuevos análisis. Los mejores de ellos, por lo general, están desde donde se lanzan las críticas más incómodas. A su vez, creer que en estos otros instrumentos teóricos se encontrará la respuesta a todo problema, es tan dogmático como rechazar incorporarlos. Incluso, en ciertas ocasiones, pensadores revolucionarios que ya han fallecido y sus ideas han sido relegadas, resultan tan novedosos y útiles como la más reciente de las teorías – y no son solamente Marx y Lenin-. No existen los falsos marxismos, pero sí es falso que existe un marxismo puro, único, incuestionable.
*El primer partido comunista cubano nació en 1925. Tras el triunfo de la Revolución en 1959, el Movimiento 26 de Julio, junto al Directorio 13 de Marzo y el Partido Socialista Popular, los cuales conformaban el Gobierno, crearon las Organizaciones Revolucionarias Integradas (1961), la cual en 1962 pasó a ser el Partido Unido de la Revolución Socialista Cubana (Pursc), para finalmente, constituirse el Partido Comunista de Cuba el 3 de octubre de 1965.
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