Por César Vallejo
Hay hombres que se forman una teoría o se la prestan al prójimo, para luego tratar de meter y encuadrar la vida, a horcajadas y a mojicones, dentro de esa teoría. La vida viene, en este caso, a servir a la doctrina, en lugar de que ésta —como quería Lenin— sirva a aquélla.
Los marxistas rigurosos, los marxistas fanáticos, los marxistas gramaticales, que persiguen la realización del marxismo al pie de la letra, obligando a la realidad histórica y social a comprobar literal y fielmente la teoría del materialismo histórico —aun desnaturalizando los hechos y violentando el sentido de los acontecimientos— pertenecen a esta clase de hombres.
A fuerza de querer ver en esta doctrina la certeza por excelencia, la verdad definitiva, inapelable y sagrada, una e inmutable, la han convertido en un zapato de hierro, afanándose por hacer que el devenir vital —tan preñado de sorpresas— calce dicho zapato, aunque sea magullándose los dedos y hasta luxándose los tobillos.
Son éstos los doctores de la escuela, los escribas del marxismo, aquellos que velan y custodian con celo de amanuenses, la forma y la letra del nuevo espíritu, semejantes a todos los escribas de todas las buenas nuevas de la historia. Su aceptación y acatamiento al marxismo, son tan excesivos y tan completo su vasallaje a él, que no se limitan a defenderlo y propagarlo en su esencia —lo que hacen únicamente los hombres libres— sino que van hasta interpretarlo literalmente, estrechamente. Resultan así convertidos en los primeros traidores y enemigos de lo que ellos, en su exigua conciencia sectaria, creen ser los más puros guardianes y los más fieles depositarios. Es, sin duda, refiriéndose a esta tribu de esclavos que el propio maestro se resistía, el primero, a ser marxista.
Partiendo de la convicción de que Marx es el único filósofo que ha explicado científicamente el movimiento social y que ha dado, en consecuencia, y de una vez por todas, con la clave de las leyes de la historia, la primera desgracia de estos fanáticos consiste en amputarse de raíz sus propias posibilidades creadoras, relegándose a la condición de simples panegirista: y papagayos de «El Capital».
Según ellos, Marx será el último revolucionario de todos los tiempos y, después de él, ningún hombre podrá descubrir nada. El espíritu revolucionario acaba con él y su explicación de la historia contiene la verdad última e incontrovertible, contra la cual no cabe ni cabrá objeción ni derogación posible, ni hoy ni nunca. Nada puede ni podrá concebirse ni producirse en la vida, sin caer dentro de la fórmula marxista. Toda la realidad universal es una perenne y cotidiana comprobación de la doctrina materialista de la historia.
Para decidirse a reír o llorar ante un transeúnte que resbala en la calle, sacan su «Capital» de bolsillo y lo consultan. Cuando se les pregunta si el cielo está azul o nublado, abren su Marx elemental y, según lo que allí leen, es la respuesta. Viven y obran a expensas de Marx. Ningún esfuerzo les está exigido ante la vida y sus vastos y cambiantes problemas. Les es suficiente que, antes de ellos, haya existido el maestro que ahora les ahorra la obligación y la responsabilidad de pensar por sí mismos y de ponerse en contacto directo con las cosas.
Freud explicaría fácilmente el caso de estos parásitos, cuya conducta responde a instintos e intereses opuestos, precisamente, a la propia filosofía revolucionaria de Marx. Por más que les anime una sincera intención revolucionaria, su acción efectiva y subconsciente les traiciona, denunciándolos como instrumentos de un interés de clase, viejo y culto, subterránea y «refoulé» en sus entrañas orgánicamente reaccionarias. Los marxistas formales y esclavos de la letra marxista son, en general, casi siempre, de origen y cepa social burguesa o feudal. La educación y la cultura y aún la voluntad, no han logrado expurgarlos de estas lacras y fondo clasistas.
Texto del escritor César Vallejo de su libro El arte y la revolución, escrito entre 1929 y 1930.
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