REVOLUCIÓN DE OCTUBRE DE 1917
10/ENE/2018
En 1927, Bujarin escribe: “En la dictadura del proletariado,
puede haber dos, tres o cuatro partidos, pero con una única condición: uno, en
el poder, y los otros, en prisión”. Un análisis transformado en siniestro dogma. Sin
embargo, el proceso que llevó a ello no sólo fue lento, sino que contradecía
completamente la práctica histórica del partido bolchevique y, más aún, su
teorización. ¿Fue el resultado de circunstancias incontrolables o algo con
profundas raíces ?
Lo
que es verdad es que la trágica ocurrencia de Bujarin representa muy bien la
línea oficial de los bolcheviques en las deliberaciones del catastrófico X
Congreso del Partido Comunista de 1921. Este es generalmente conocido por tres
circunstancias cuya coincidencia fue muy criticada. Se dió en un momento en el
que la guerra civil estaba ganada en su mayor parte, pero en el que el país
estaba exhausto y estalla la revuelta de Kronstadt. Una revuelta deformada y
vilipendiada que se reprime con dureza (200 congresistas tomaron personalmente
las armas contra Kronstadt). El segundo acontecimiento en importancia es que el
Congreso prohíbe las fracciones internas del partido (y de hecho, cierra la
puerta a toda expresión pública de divergencias entre comunistas). Por último,
al terminar el Congreso, y con muy poco debate, se adopta la Nueva Política
Económica (NEP). Esto es: se cede a nivel económico, restableciendo mecanismos
abiertamente reconocidos como capitalistas, al mismo tiempo que en el plano de las
libertades democráticas se es intransigente.
Es
este Congreso el que teoriza, de hecho, la dictadura del partido único.
Trotsky
defiende entonces “el derecho de primogenitura (droit d"aînesse) histórico revolucionario del
partido”, y explica que “el partido está obligado a mantener su dictadura (…)
sean cuales sean las dudas temporales, incluso en la clase obrera. (…) La
dictadura no se fundamenta siempre en el principio formal de la democracia
obrera”. Es evidente que la cuestión no es aquí la relación con otros partidos,
sino la relación con la propia democracia obrera. Por entonces, hace tiempo ya
que la democracia no se entiende como un debate entre partidos, sino
directamente como una relación que hay que gestionar entre el partido, la clase
obrera y los campesinos pobres. Pero ni siquiera esto último funciona, y es lo
que dice Trotsky. Existe aún, para Trotsky, el sentimiento de una
excepcionalidad de la situación. Que la dictadura no se fundamente “siempre” en
la democracia obrera da a entender que, en general, sí ha de ser así.
No
ocurre igual con Lenin, quien en el mismo Congreso va al grano: “El marxismo
enseña que el partido político de la clase obrera, esto es, el Partido
Comunista, es el único capaz de agrupar, educar y organizar a la vanguardia del
proletariado y de todas las masas trabajadoras; que es el único capaz (…) de
dirigir todas las actividades unificadas del conjunto del proletariado, es
decir, de dirigirlo políticamente y, por medio de él, de guiar a todas las
masas trabajadoras. De lo contrario, la dictadura del proletariado es imposible”.
El rol dirigente del partido es la condición misma de la dictadura del
proletariado. Se puede deducir de ello que la dictadura de su Comité Central
es, también, la garantía del rol dirigente… Es lo que va a decidirse en este
Congreso. Parece que nos encontramos a años luz de la famosa obra de Lenin, El Estado y la revolución.
En realidad esto no es una certeza (es un debate en sí mismo). En esta obra, no
hay una sola mención a los partidos políticos, ni por lo tanto a la
organización del espacio y de los debates políticos propiamente dichos.
Sea como fuere, lo cierto es que, en
ese momento, la ocurrencia de Bujarin corresponde de manera muy exacta a una
realidad bastante teorizada.
Un largo camino
Sin embargo, hizo falta un largo
recorrido para llegar a este punto, y la idea del partido único no se
encuentra, ni mucho menos, presente “desde el principio”. Esto es evidente
antes de 1917. El programa oficial de Lenin es “la dictadura democrática de obreros
y campesinos”, concretada en la batalla de cara a la convocatoria de una
Asamblea Constituyente una vez derrotado el zarismo. El único debate entonces
es saber si el partido socialdemócrata ha de pretender participar en el
gobierno que salga elegido (y bajo qué condiciones) o si no. Pero, por
definición, esta Asamblea supone el multipartidismo.
Y la cuestión es (más o menos) la
misma en el propio ámbito soviético. Una vez que se produjo la toma del poder
con la insurrección de Octubre, los bolcheviques —tal y como estaba previsto—
otorgaron formalmente este poder recién conquistado a los soviets, reunidos en
su II Congreso, justo después de la toma del poder. Este Congreso estaba
compuesto de representantes de todos los partidos soviéticos: es, por tanto,
multipartidista. Inmediatamente, una parte de los delegados abandona la sala.
En un conocido discurso que concluye con la imprecación de Trotsky a propósito
de los “basureros de la Historia”, el futuro jefe del Ejército Rojo echa la
culpa a los que se van. Trotsky propone una moción: “El II Congreso ha de
constatar que la salida de los mencheviques y de los social-revolucionarios es
un intento criminal y sin esperanza de romper la representatividad de esta
asamblea en el momento en que las masas se esfuerzan por defender la revolución
contra los ataques de la contrarrevolución”.
El debate se concentra entonces en
la formación de un gobierno leal tanto a los soviets como a la insurrección que
acaba de tener lugar. Cuando los que dejan el Congreso apuestan por una especie
de coalición entre el ex gobierno provisional y el nuevo poder, se trata de
quedarse con los partidos que aceptan que todo el poder vaya a los soviets. Al
final, fundamentalmente, no serán más que los bolcheviques. Pero no es una
elección, sino que se hace por defecto (aunque Lenin parece haber sido
reticente a la idea de un gobierno de coalición incluso con los partidos que
aceptaban la segunda revolución). Por lo demás, los otros partidos que se
quedan en el Congreso también dudan. En el caso de los social-revolucionarios
de izquierda, Karelin interviene a favor de una coalición con aquellos que se
han ido del Congreso. Pero se preocupa de declarar que “los bolcheviques no son
responsables de su salida”. Precisa incluso: “No queremos avanzar hacia un
aislamiento respecto a los bolcheviques; comprendemos que al destino de estos
está vinculado el destino de toda la revolución: su derrota es la de la propia
revolución”.
Así pues, con la excepción de
algunos aliados anarquistas, los bolcheviques se encuentran solos. Pero no se
teoriza la cuestión: la razón de ello es únicamente la negativa de los otros.
Por otra parte, a partir del III Congreso de los Soviets la situación cambia.
El gobierno bolchevique disuelve la Asamblea Constituyente al acabar la sesión
del 5 y 6 de enero de 1918. El 10 de enero, el III Congreso de los Soviets —en
el que los bolcheviques se vieron considerablemente reforzados— da legitimidad
a la acción de los bolcheviques, así como a la decisión de disolver la
Constituyente. Los social-revolucionarios de izquierda apoyan la mayoría de
medidas, tras lo cual entran en el gobierno. Ahí seguirán hasta la crisis
ocasionada por el tratado de Brest-Litovsk, que hará que muchos de ellos
inicien un conflicto armado con el nuevo gobierno.
El camino hacia el problema que nos
interesa es inexorable. Con la disolución de la Constituyente ya no se
garantiza la posibilidad de existencia real de los partidos no soviéticos (o,
de manera más precisa, aquellos que no aceptan la revolución de Octubre y su
corolario, todo el poder a los soviets). Pero el multipartidismo nunca se pone
en tela de juicio. Son, más bien, los demás partidos los que abandonan a los
bolcheviques; y una parte de ellos entra en guerra. No existe una teoría
explícita sobre ello; nos encontramos de facto con un partido único que asume a
la par la revolución de Octubre, el poder soviético, las medidas tomadas por
este nuevo poder, así como la organización de la guerra civil y del comunismo
de guerra.
En tanto que esta situación no es
teorizada, podemos decir que es posible volver hacia atrás. En primer lugar, en
lo relativo a los partidos que aceptan la legalidad del nuevo poder; también
los partidos soviéticos, sean los que sean; e incluso todos los partidos,
incluso los burgueses, con la condición de que se adapten a las reglas del
juego. Lo cual, ya sabemos, no ocurrirá. Muy al contrario, el X Congreso
grabará en marmol algo completamente diferente: el partido único como condición
misma de la dictadura del proletariado. Hay una manera justa y clásica de dar
cuenta de esta mutación. El hecho es que Lenin y los suyos prolongaron lo que
no debía ser más que una sucesión de actuaciones excepcionales, a las que todas
las revoluciones se ven obligadas si no quieren ser derrotadas a la primera.
Todos los bolcheviques habían sido formados en este sentido, gracias al balance
de la Comuna de París y de su negativa a tomar las medidas de excepción que en
algunos casos habrían sido indispensables. El problema es cuando la excepción
se vuelve norma. Ciertamente, esta línea de análisis es completamente
aceptable. Pero, por desgracia, deja de lado lo que finalmente hace posible la
teorización de las medidas de excepción, hasta tal punto que Lenin declara que
se trata de una “situación normal”.
Así, constatamos que desde el
principio se pone en tela de juicio la cuestión del multipartidismo. Prueba de
ello es el decreto sobre la prensa que Lenin somete a voto en el II Congreso:
“El gobierno obrero y campesino defiende la liberación de la prensa del yugo
del capital, la transformación de las papelerías e imprentas en propiedad del
Estado, la atribución a cada grupo de ciudadanos de un tamaño determinado (10
000, por ejemplo) de un derecho igual al uso de una parte correspondiente de
las reservas de papel y de la mano de obra necesaria para la impresión”. Así
pues, la primera nacionalización real del nuevo poder no afecta a las fábricas,
sino a la prensa. Es evidente que, con fórmulas de este tipo, se priva de facto
a todos los partidos no-obreros del derecho de expresión (recuérdese que la
Constituyente será disuelta unos pocos meses más tarde). Aun así, no está muy
claro, ya que además de estos elementos de fondo (dejar la prensa en manos del
gobierno y de “grupos de ciudadanos”) hay argumentos de oportunidad. De hecho,
los periódicos burgueses son invadidos por las masas, y los obreros que los
confeccionan los expropian. Entonces, Lenin responde el 7 de noviembre a los
social-revolucionarios de izquierda descontentos con la prohibición de periódicos
burgueses: “¿Acaso no prohibimos los periódicos zaristas tras la derrota del
zarismo?”. No es un principio pues, sino la consecuencia de una actitud. Pero
aun así la cuestión desorienta y muchos bolcheviques protestan: por ejemplo,
Yuri Larin propone al comité ejecutivo central una moción pidiendo la abolición
de las medidas contra la libertad de prensa, moción que es rechazada con sólo 2
votos de diferencia.
Así
pues, la cuestión está presente desde el principio, con esa mezcla de
posiciones de principio que limitan el multipartidismo y argumentos de
oportunidad. Pero debe hacerse más amplia si se quiere captar la amplitud del
problema. La declaración de Lenin a propósito del papel dirigente del partido
hace temblar cuando se sabe lo que vino después. Pero, ¿acaso no posee aspectos
inevitables? En general, para discutir sobre ello se aborda la cuestión de la
representación obrera y de su poder real. Sin embargo, si nos alejamos un poco
de esta manera de verlo, la cuestión adquiere otra naturaleza. El programa que
Lenin y Trotsky defienden es, como se sabe, “Pan, paz y tierra”. Ahora bien,
desde el principio hacen muchas otras cosas más. Por ejemplo, en lo relativo a
las problemáticas que hoy en día calificaríamos como societales. Está la igualdad de derechos para las
mujeres, incluyendo el derecho al aborto. En materia educativa, está la
implantación de la “escuela del trabajo”, mixta, de 7 a 17 años. Se rompe con
las Iglesias a través de la nacionalización de todas las escuelas religiosas en
diciembre de 1917. La supresión de los signos religiosos de los centros
escolares planteó más problemas, aunque se hizo en un solo año, en 1918. En
Francia, para aplicar la ley de laicidad de 1905, hicieron falta décadas (y no
se ha terminado completamente). Aunque la homosexualidad no es explícitamente
despenalizada, el gobierno se sirve del mismo artificio que la Revolución
Francesa al respecto: la despenalización de la “sodomía” (en Francia, el 6 de
octubre de 1791, en Rusia, en el nuevo código de 1919). Es una honra para esta
revolución el haber efectuado tales avances. Pero estos no dependen en modo
alguno del poder soviético desde abajo. En un país muy arcaico, con una fuerte
mayoría campesina, pensar que estas medidas podían haberse originado a través
de un verdadero proceso democrático desde abajo es una broma. La Revolución se hizo
con otras consignas; además, el pueblo estaba muy lejos de estas medidas. Así
pues, el que decide es el partido. ¿Quién puede reprocharselo? Cuestión
punzante: ¿hasta qué punto no se trata de una cuestión general válida para toda
revolución, cuestión que da —aunque sea sólo un poco— la razón al Lenin de
1921?
Frente a tales observaciones, no
faltan compañeros que creen que la conclusión que debe sacarse es sencilla: al
pueblo (al proletariado) habría que hacerlo adepto a todo el programa, en todos
sus aspectos y en todas sus consecuencias, y ello antes de la revolución.
Cuando, por el contrario, toda la experiencia histórica enseña que es
precisamente la revolución la que radicaliza el pensamiento y hace posible,
quizás, tal conversión. Cuestión grave, ¿no? Si se va más allá, sin embargo, es
evidente que con las declaraciones, las decisiones y las teorizaciones de 1921
todo está listo para que, más tarde, gane alguien como Stalin. No depende
únicamente de eso, claro. Por ejemplo, en aquel momento no se sabe aún que la
revolución alemana será definitivamente derrotada. Pero incluso así. La
posibilidad de evitar esta transformación depende entonces sólo de la
naturaleza y de la calidad del personal político, con la convicción de que
Lenin no es Stalin. Importante, pero muy frágil. En definitiva, el pensamiento
profundo de Lenin no está lejos de la frase de Mao: “perder el poder político
equivale a perderlo todo”. Si esto es así, hay que evitar todo riesgo de que
ocurra: ni se convocará una nueva Constituyente que acompañe la marcha atrás
económica de la NEP, ni se abrirán espacios democráticos más amplios. Todo lo
contrario: se aplasta Kronstadt y se prohíben las fracciones. En los bastidores
del Congreso de 1921, Lenin resume su estado de ánimo así: “Si perecemos, lo
más importante es salvaguardar nuestra línea ideológica y legar enseñanzas a
aquellos que continuarán nuestra tarea. Eso no hay que olvidarlo nunca, por
desesperada que sea la situación”.
Así pues, el camino es
extremadamente estrecho. Es imposible imaginar una revolución sin estar
preparados a saltarse líneas rojas que no estaban previstas. Estaría bien saber
que estamos saltándonoslas y que habrá que pagar caro el hecho de atentar así
contra los principios democráticos. Y estaría bien, de la misma manera,
prepararse para recorrer el camino inverso una vez que la excepcionalidad se
acaba, incluso a riesgo de perder el poder. Como diría Maquiavelo, haría falta
mucha virtud. Pero por lo menos podemos —debemos— educarnos ahora en estas
contradicciones si queremos que la lección de Octubre no caiga en agua de
borrajas… la próxima vez.
Contribución presentada el 18 de
noviembre de 2017 en la charla titulada “El aliento de Octubre”, organizada en
el centenario de la Revolución Rusa.
http://www.europe-solidaire.org/spip.php?article42547
Traducción: viento sur
Fuente: https://vientosur.info/como-se-llego-al-partido-unico/
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