sursiendo.com
19-09-2013
Sursiendo hilos sueltos
Algunos
textos anteriores pueden abrir una puerta a lo que pensamos sobre las
instituciones. Sin embargo, con este pequeño ensayo nos proponemos repensar en
concreto a la institución estatal. En el contexto actual de crisis múltiples y
complejas ¿es realmente el Estado un “mal necesario”?
Modernidad: Estado y democracia
Mucho se habla en los últimos años de la crisis del Estado y de la crisis del
capitalismo ¿cómo llegamos hasta aquí? La Edad Moderna se inició alrededor de
mediados del siglo XV con los cambios producidos por la caída de
Constantinopla, la invención de la imprenta (que dio paso al desarrollo del
Humanismo y el Renacimiento), consolidando
este cambio de Era el inicio de la colonización de América y la Reforma
Protestante en Europa (siglo XVI). Desde entonces y durante estos
casi seis siglos se gestaron, desarrollaron y consolidaron un orden y una
institución asociadas: el capitalismo y el Estado.
Hace unos años el politólogo italiano
Norberto Bobbio enfatizada el debate
entre quienes asumen el Estado como continuidad de un período anterior y
quienes no. Los autores que están a favor de la discontinuidad sostienen
que la realidad del Estado moderno es una forma de ordenamiento tan diferente
de los anteriores que ya no pueden ser llamados con los nombres antiguos. Este
argumento se apoya en quecon Maquiavelo
no únicamente se inicia el éxito de una palabra sino la reflexión sobre una
realidad desconocida para los escritores antiguos, y de la cual la nueva
palabra es un ejemplo. De esta manera sería oportuno hablar de Estado
únicamente para las formaciones políticas que nacen de la crisis de la sociedad
medieval, y no para los ordenamientos anteriores. El Estado moderno es definido mediante dos
elementos constitutivos: la función de la prestación y atención de los
servicios públicos y el monopolio legítimo de la fuerza.
Por su parte, los pensadores que están
en favor de la continuidad del origen del nombre del Estado afirman que hay una
tendencia a sostener la continuidad entre los ordenamientos de la antigüedad,
el Medievo y los de la época moderna. Los argumentos que sostienen esta tesis
para autores como Hobbes, Montesquieu o Rousseau mencionaban y conceptualizaban
al Estado aunque fuera con nombres diferentes (polis, civitas, imperium y res
publica). El fundamento de su
poder se da en términos jurídicos de donde nace la idea del contrato social y
por ende, del contrato de sujeción. El primero, denominado pactum
societatis, explica la unión de los individuos en sociedad; el segundo,
llamado pactum subjectionis, explica la sumisión al soberano. Con Hobbes
se firma el contrato como súbditos y con Rousseau el contrato como ciudadanos
(aunque para Hobbes el nacimiento de la sociedad civil va aunado al del
Estado).
Según Giovanni Sartori la palabra
Estado no se usó hasta el siglo XVI, y “entra en el vocabulario político en
Italia, en expresiones como Estado de Florencia y Estado de Venecia para
caracterizar las formaciones políticas en las que la terminología medieval (regnum,
imperium o civitas) eran manifiestamente inadecuadas”. Es
Maquiavelo quien primero registra este uso al principio de El príncipe aunque
Norberto Bobbio sostiene que la
palabra no fue ideada por Maquiavelo:
Minuciosas y amplias investigaciones
sobre el uso de Estado, en el lenguaje de los siglos XV y XVI muestran que el
paso del significado común del término status de situación al Estado en el
sentido moderno de la palabra, ya se había dado mediante el aislamiento del
primer término en la expresión clásica status res pública. El mismo
Maquiavelo no hubiera podido escribir la frase precisamente al comienzo de la
obra si la palabra en cuestión no hubiese sido ya de uso corriente.
Dejando a un lado la controversia sobre
la paternidad del concepto, la secularización del aspecto
privado del público es el hito de esta nueva organización, el Estado, en
apariencia necesaria ante el crecimiento poblacional y por ende sus necesidades
derivadas.
La palabra Estado se vuelve importante
y necesaria sólo cuando empieza a designar una presencia estructural del poder
político y un control efectivo de esa entidad sobre todo un territorio sometido
a su jurisdicción. Según Giovanni Sartori para llegar a eso hay que esperar al
siglo XIX, alcanzando su madurez en el XX.
Con la revolución industrial iniciada en Inglaterra en el siglo XVIII se da un
paso fundamental en la consolidación del Estado-nacióny la explosión del
capitalismo en Occidente. Se da una reterritorialización producida por las
leyes de cercamiento, que en esta nueva contribución aparecerá como un proceso
de “urbanización extendida original”: un paso decisivo en la apertura de los
territorios precapitalistas a los mercados de trabajo y mercancías, en una dinámica
de reestructuración y reescalamiento de las relaciones campo-ciudad consecuente
también con las aspiraciones imperialistas del gobierno británico.
Con las grandes luchas y revoluciones
del siglo XIX, y las consecuentes respuestas del poder hegemónico capitalista,
llegamos al siglo XX con la Primera Guerra Mundial, seguida de la crisis del
’29. Ambos hechos transforman las relaciones sociales y geopolíticas, con un
capitalismo que demuestra sus debilidades, pero aún con un Estado sirviéndole de colchón y de reanimador.
Las movilizaciones obreras se sucedían, ahora con la referencia soviética como
espejo y como apoyo.
Como explica Gustavo Esteva
el New Deal, como se llamó
el paquete de políticas que aplicó el presidente Franklin D. Roosevelt ante la
Gran Depresión era ante todo una respuesta política a la movilización de los trabajadores.
Era ésta, más que las contradicciones estructurales del sistema, lo que ponía
en peligro su supervivencia. El New Deal contenía tres
elementos: a) Integración institucional de los trabajadores. b) Acuerdo de
productividad. c) Creación del “estado de bienestar”. Se pactó una “red de
seguridad social” que abarcó la educación, la salud, el seguro de desempleo y
otros aspectos.
El Estado del Bienestar
El contrato social que supone el Estado se reacomoda para prometer porvenir,
desarrollo, bienestar. El Estado desde la posguerra (1945) y hasta principios
del siglo XXI sufrió tales cambios en la esfera política que nos han obligado a repensar la herencia
política de Occidente generada en toda su historia.
Un primer momento que debemos
identificar es el llamado Estado
de bienestar surgido tras los primeros años posteriores a la
Segunda Guerra Mundial: el Estado es el principal actor de la actividad
económica, controlando las principales áreas de producción. Encontraremos a un Estado poseedor de la generación de
electricidad, de los hidrocarburos, brindando los servicios de salud,
educación, etc., un Estado que intervendrá en la infraestructura y en la
proporción de servicios a la población.
En las democracias occidentales
el Estado benefactor tuvo su época de apogeo en los años cincuenta e inicios de
los sesenta. Esta forma de entenderlo generó cambios no sólo en el mundo
económico sino también en el político y jurídico.
A principios de la década de los setenta se presentaron grandes problemas
financieros en las principales potencias mundiales con la
inestabilidad en los mercados petroleros y un déficit en el presupuesto para
cubrir las exigencias de un Estado asistencial. En este mismo sentido
encontramos con los primeros estudios sobre los daños al ambiente, pero
especialmente con hallamos ante revolución informática y de las comunicaciones.
Imanuel Wallerstein, en su análisis del
sistema-mundo, sostiene que a finales de los años 60 comenzó el declive
definitivo del capitalismo (y del Estado podríamos agregar). La economía y las
relaciones políticas cambiaron radicalmente, y como dice este autor, lo sucedido en la revolución de 1968 fue más
importante aún que las revoluciones francesa y rusa, ya que por su
trascendencia fue la única verdadera revolución mundial junto a la de 1848.
Esos movimientos del ’68 produjeron cambios “en las relaciones de poder entre
los grupos de estatus (los grupos de edad, de género, y las minorías étnicas)”
que si bien se registran “en los espacios ocultos de la vida cotidiana” son
duraderos y suponen insubordinación permanente. La sociedad civil se muestra
menos dispuesta que antes a aceptar pasivamente la dominación y a recibir
órdenes. En muchos países se tenían amplios derechos políticos y civiles pero
no había derechos sociales o culturales, el descontento desbordó a los
movimientos obreros, y tomaron
protagonismo otros movimientos como el ecologista, el feminista, el pacifista,
el estudiantil, etc. que obtuvieron apoyo de gran parte de la
sociedad, incluso ignorando fronteras.
Ante esta nueva realidad de crisis
sociales se empieza a delinear lo que actualmente se denomina como
neoliberalismo que tiene como ejes centrales el adelgazamiento del
Estado, la globalización y la comunicación informática. El Estado deja a un
lado sus tareas asistenciales o de prestación de servicios públicos con el
objeto de hacer más eficiente su funcionamiento, así
encontramos una mayor participación del sector privado (incluyendo a ONG’s) en
las tareas que deja de lado el Estado, lo cual generará grandes centros de
poder económico en las empresas transnacionales.
Cuando el Estado-nación entra en
crisis, lo hace también el concepto de soberanía. La nueva realidad trae consigo a las instancias
supranacionales, es decir, los acuerdos comerciales o de integración
económica crean nuevas zonas de desarrollo en las cuales
participan diversos países regulados por un Derecho supranacional.
A finales del siglo XX inicia una
sociedad de riesgo (como la califica Beck) en la que tendremos crisis
ecológica, riesgo nuclear, revolución biotecnología, avances (y límites)
informáticos que han puesto en crisis absoluta al Estado benefactor y las
instituciones políticas modernas. En esta época del Estado neoliberal se ha hecho necesario repensar conceptos políticos que
se creían absolutos, tales como la soberanía, el Estado-nación, el
Estado de Derecho, los derechos humanos, las esferas de lo público y lo
privado, la legitimidad política, el papel del Estado en la economía, etc., y
nos encontramos ante nuevas realidades como los derechos de las minorías, el
respeto a las diferencias, la idea de autorregulación, el derecho a preservar
la identidad, los problemas derivados de la integración económica, los
nacionalismos, etcétera.
No se trata ya de un mero desequilibrio que
forma parte de la dinámica capitalista ordinaria, sino de una crisis que afecta
las bases mismas de la estabilidad social y pone en cuestión la supervivencia
misma del sistema. Entonces, Estados
¿para qué? ¿para quiénes?
Para analizar esta perspectiva, es útil
volver a la contribución de Wallerstein cuando examina la crisis estructural
del capitalismo y considera que ha entrado en su fase terminal. Como
mencionábamos más arriba esta fase habría comenzado al final de los años
sesenta, cuando la Revolución de
1968 sacudió las estructuras del saber y dislocó las bases de la economía-mundo
capitalista. Para Wallerstein, este impacto fue posible porque habían
aparecido ciertas tendencias estructurales del capitalismo que hicieron
imposible sobreponerse a las nuevas dificultades. Esta fase terminal, que
podría durar aún 25 a 50 años, representa una bifurcación: la condición que
aparece en un sistema cuando sus dificultades ya no pueden ser resueltas dentro
del marco en que opera.
En las décadas de los sesenta y
setenta, sin embargo, a partir de esos avances políticos y económicos, pero
también por el intercambio desigual y el legado de racismo y sexismo
predominantes en la división internacional del trabajo, se produjeron de nuevo
amplias movilizaciones de trabajadores que adoptaron muy
diversas formas: desde las escuelas y las fábricas hasta las cocinas, las
comunas hippies, los plantones y la guerra de guerrillas. La
respuesta del capital a estas luchas es lo que propiamente constituiría la globalización
neoliberal, muy anterior al Consenso de Washington. Su propósito principal
era desmantelar los avances conseguidos por los trabajadores y
regresar a la situación anterior al New Deal y a la crisis de
1929. Esta estrategia, por tanto, desmanteló todos los acuerdos anteriores.
¿Fin de la modernidad?
Así, cuando el capitalismo y el Estado-nación
están en crisis, el mundo construido en los dos últimos siglos (la Edad
Moderna) llegaría a su fin. Como nos recuerda Monedero, muchos pensadores están
teorizando sobre ello: un mundo
desbocado (Giddens), una segunda modernidad (Beck), una crisis sistémica
(Wallerstein), una transición paradigmática (Santos) o incluso, un cambio de
civilización (Morin).
Parece ser que el mundo tal y como lo
hemos conocido está derrumbándose, las estructuras impulsadas tras las
revoluciones de Francia, de Estados Unidos y la industrial ya no tienen
eficacia ni son eficientes para la sociedad, aunque sí para los poderes fácticos que se aferran al pasado
para sobrevivir. Las instituciones sociopolíticas y esas categorías de
análisis nacidas en el siglo XIX están perdiendo validez para convivir y
explicarnos cómo lo hacemos.
Ya el capitalismo depredador actual, el
Estado nación, la dicotomía marxista de la lucha de clases, la democracia
representativa, el fordismo y la globalización occidentalizante y consumista,
etc. están siendo puestos en
cuestión fuertemente por amplios sectores de la sociedad, no sólo por
los teóricos o los sectores más politizados.
Precisamente en la Sociedad del
Riesgo, Ulrich Beck argumenta que en la realidad social actual hay un vacío político e institucional y los
movimientos sociales son la nueva legitimación. Por su parte Zygmunt
Bauman con su modernidad líquida ha dado cuenta de los
procesos actuales de ruptura y cambio frente a la modernidad sólida, y según él el paso necesario es modificar la realidad y
comprender que la vía del cambio es la única posible y la única necesaria,
además de ser oportuna, para evitar los conflictos sociales y mejorar las
condiciones de vida.
Finalmente Wallerstein que tras hacer
un repaso histórico del capitalismo vislumbra el fin del sistema-mundo con una bifurcación posible. Sin
embargo el que estemos cambiando de época no significa que vamos a llegar a la utopía.
Como dice este autor, la bifurcación puede seguir un camino tenebroso y duro
para la humanidad, por ejemplo yendo hacia un fascismo financiero privatizador
e inhumano, al estilo Matrix o 1984, por nombrar
algunas de las distopías más populares.
Como advierten algunos autores (es el
caso de Juan Carlos Monedero) la puesta en crisis del Estado hace peligrar la
convivencia social al desaparecer el contrato social en que se basa, por que lo
que se debe buscar la manera de construir un Estado distinto, sin capitalismo. A este nuevo ordenamiento ¿seguiríamos
llamándolo entonces de la misma manera?
Rebelión ha
publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad
para publicarlo en otras fuentes.
EL ESTADO:
¿UN MAL NECESARIO? (parte II)
sursiendo.com
25-09-2013
Sursiendo hilos sueltos
Segunda y última parte de un pequeño ensayo en el que nos
proponemos repensar a la institución estatal. En el contexto actual de crisis
múltiples y complejas ¿es realmente el Estado un “mal necesario”? Si se perdieron la primera parte
pueden leerla aquí.
¿Otra democracia es posible?
Para
Emir Sader el impulso debe ir hacia democratizar el Estado. Para esto sería
necesaria la participación de todos los sectores sociales en las cuestiones
económicas y políticas como ya están haciendo colectivos de personas que
quieren incidir en la política desde lo local. Otros propuestas trabajan por
una democracia en tiempo real utilizando los dispositivos
electrónicos cada vez más a la mano para cumplir con este objetivo: plataformas
para votar leyes, diputados que votan leyes en relación a lo que los ciudadanos
le dicten en cada caso, plataformas de partidos
en red, etc. Hay que prestar atención a los procesos novedosos de hacer política.
El
autor brasileño Charles Tilly era claro en señalar los cuatro componentes que
consideraba que hacen visibles los procesos de democratización. Por un lado,
señala la ampliación de la
participación política popular, la igualación del acceso a las oportunidades y
recursos políticos no estatales, la inhibición de los centros de poder
autónomos y/o coercitivos dentro y fuera del Estado. En segundo lugar, la
reducción de la influencia de los
agregados de poder autónomos, incluidos aquellos de los gobernantes, sobre la
política pública. En tercer lugar, la subordinación
del Estado a la política pública y
la facilitación de la influencia popular sobre la política pública. Por último,
el incremento de la amplitud, igualdad y protección de la consulta mutuamente
vinculante en las relaciones ciudadano-Estado, es decir, la democratización. Estas características
se alejan claramente de la democracia liberal.
Ernesto
Laclau también aporta su reflexión:
cuando
uno piensa en el liberalismo y la democracia, uno tiene que darse cuenta de que
las dos cosas no coincidían en sus orígenes. En Europa, a principios del siglo
XIX, el liberalismo era un fórmula política perfectamente respetable, había
existido desde fines del siglo XVII en Inglaterra y desde por lo menos la
revolución de junio en Francia, pero por el otro lado democracia era un poco
como el populismo hoy día, era un término peyorativo que se le confundía con el
gobierno de la turba, jacobinismo, todo este tipo de cosas, y tomó todo el
proceso, largo proceso de revoluciones, contrarrevoluciones del siglo XIX,
lograr que hubiera una especie de equilibrio estable entre liberalismo y
democracia. De modo que uno habla hoy de regímenes liberal-democráticos como si
fueran algo homogéneo, pero son internamente muy divididos. Ahora yo creo que
esa fusión entre liberalismo y democracia nunca se dio en América Latina de una
manera perfecta. Uno tiene en América Latina el Estado liberal que fue el
Estado que constituyen las oligarquías en la mitad del siglo XIX, pero que era
muy poco democrático, porque eran de base clientelística. Entonces cuando
empiezan las aspiraciones democráticas de las masas a expresarse, tienden a
expresarse a través de moldes esencialmente no liberales.
Acá
podría entrar en juego el impulso poscolonial que tiene a uno de sus máximos
exponentes en Boaventura de Sousa Santos con su Epistemología del Sur. Esta
aportación trata de recuperar los conocimientos y prácticas de los grupos
sociales que, a causa del capitalismo colonial y los procesos coloniales, se colocaron histórica y
sociológicamente en la posición de ser objetos de un conocimiento dominante (lo que se comprende como
epistemología del Norte), considerado durante siglos y siglos como el único
válido y verdadero. Es la inclusión del máximo de las experiencias en el mundo
de los conocimientos con el objetivo de subvertir los modos de entender el
mundo, donde está implícita una lógica binaria, combativa, intolerante y con
pretensiones de universalidad.
De
Sousa Santos hace referencia a la ruptura de imaginarios y procesos que supuso
en el continente la aparición, por ejemplo, del Ejército Zapatista de
Liberación Nacional en Chiapas. En un mundo gobernado por el neoliberalismo,
con muchas desigualdades y subordinaciones, el
levantamiento zapatista de 1994 puede verse como el detonante de una
movilización global, cada vez más articulada, que representó un cuestionamiento
radical del sistema, más allá de cualquier reivindicación específica.
Hasta
ese momento, unos veían la globalización como promesa y otros como amenaza,
pero todos tendían a verla como una realidad que era preciso aceptar. Como han
reconocido todos los grandes
movimientos antisistémicos a partir de Seattle ’99, los zapatistas fueron los
primeros en sostener con firmeza un rechazo radical. Además, dieron una nueva
forma a la lucha política y a la posibilidad de articular los movimientos
sociales con el enfoque de un
solo “no” y muchos “síes”: la concepción asociada con la idea de construir un
mundo en que quepan muchos mundos desde un rechazo radical del capitalismo,
propicia la convergencia y concertación de cuantos comparten este rechazo, el
“no” común, pero reconocen la pluralidad real del mundo y la diversidad de
culturas e ideales de vida, los múltiples “síes” de los diferentes.
Para
Gustavo Esteva, “la democracia radical está dando paso a un proceso de
reconstrucción de espacios políticos, en que la gente pueda ejercer libremente
su poder y articular sus iniciativas, al tiempo que desgarra la mitología
política dominante”. Esta crisis
conceptual que incluso cuestiona la misma noción de Estado nacional tal como se
ha elaborado hasta ahora, y que hace perder el sentido de los hechos que nos
circundan, se produce, entre otras cosas porque, de acuerdo a Rosenau, “la mano
de obra y los mercados forman parte de un importante proceso de globalización,
al punto tal que los inversores, los empresarios, los trabajadores y los
consumidores están ahora profundamente anclados en las redes de la economía
mundial y, por este hecho, contribuyen a restringir el alcance nacional de las
jurisdicciones políticas tradicionales”.
Al
cuestionarse de esta manera el alcance nacional de los Estados se debilitó el
centro único simbólico de poder en referencia al cual las sociedades
particulares habían articulado sus lazos sociales. Si el estado moderno se
había constituido como momento de unificación de las particularidades
existentes, ahora se producía un tipo de movimiento inverso que tendía a poner
en evidencia las particularidades que hasta entonces habían sido, como mínimo,
disimuladas por el Estado. En ese contexto, una de las consecuencias más
evidentes de este problema ha sido el fuerte
estallido identitario que se ha producido en el mundo, y que ha cuestionado
directa y fuertemente a las grandes estructuras estatales y al sistema político
todo.
Es
preciso revisar ese contrato social, que parece que en la práctica está
destruido, y pensar en actuar desde lo local, analizando lo global (como dice
la consigna), revisando el papel del Estado pero no para privatizar sus
funciones, como hicieron los neoliberales, sino para socializarlas: dejarlas en
manos de la gente al devolver a los cuerpos políticos una escala adecuada. En
la sociedad-reden la que vivimos,
teorizada por Manuel Castells, existen
herramientas teóricas y tecnológicas para avanzar a otras formas de
relacionarnos políticamente.
Algunos
autores han llamado a este periodo de cambios la Tercera Revolución Industrial
y Científico-Tecnológica. Dicha revolución se identifica con una marea de
investigaciones científicas, de innovaciones tecnológicas, de cambios en las
formas productivas, con creciente vigencia sobre todo en energía nuclear,
electrónica, información, comunicaciones, telemática, biología. Un 85% de todos los científicos que han
vivido a lo largo de toda la historia están vivos actualmente, y cuentan con
mayores capacidades creativas e instrumentales. El conocimiento científico se
duplica ahora cada trece a quince años.
Esta
Tercera Revolución perfila una fase histórica de mutaciones parciales que
podrían desembocar en una mutación global. Ello incluye una gama de factores,
componentes, implicaciones y consecuencias.
Como
con la extensión en el uso de la imprenta y del protestantismo se modificaron
la sociedad y la política, la ciencia y la cultura, las nuevas tecnologías de
la comunicación están cambiando nuestro modo de vivir el mundo.
Para
el pensador Amador Fernández-Savater “hay una forma de hacer las cosas, lo que
podemos llamar el modelo televisión, que está en crisis. Aquel era un modelo
unidireccional de emisor-receptor que ha funcionado en la política, en el saber
o casi en cualquier ámbito. Y surge otro que es un modelo más en red, donde hay más
nodos, donde más gente puede hablar, donde las conexiones son más horizontales.
Y en ese modelo la red no está dada, hay que hacerla para que esos enlaces se
comuniquen y se entiendan unos con otros. Para que se cree un mundo”.
Visto
por ahí
Si
bien la tecnología no hace a la sociedad, sí puede ayudar a su (re)creación y
ser un reflejo de ella. Las grandes movilizaciones que ha ocurrido desde
inicios de 2011 como las Primaveras
Árabes, el 15M-indignados, el Occupy Wall Street, el #YoSoy132, el #OccupyGezi
en Turquía o los (aún vigentes) movimientos sociales en Brasil han tenido a las redes e Internet como
una base de apoyo importantes. Se toman las plazas, se toman las calles, se
toman las redes. Gentes diversas que se concentran en espacios públicos para
exigir cambios políticos, con el lema “no nos representan” o “somos el 99%” por
ejemplo, que utilizan las nuevas tecnologías para enlazarse y comunicar al
resto de la sociedad e incluso para debatir y proponer. Siempre se encuentran
en espacios públicos, no responden a partidos políticos, pero sí están politizados
y, como dice Manuel Castells, forman
movimientos altamente autorreflexivos. Intentan todo el tiempo encontrar nuevas
formas de hacer, que sean incluyentes y participativas.
Todo
esto se puede interpretar como reacción a las crisis económicas, pero también
como algo más amplio, como una revolución cultural. “Los rígidos modelos
verticales para optimizar los sistemas de producción de masas del siglo pasado
están siendo remplazados por flexibles redes de intercambio colaborativo que
nos llevan hacia una nueva estética de códigos”.
En
el trasfondo de estos procesos de cambio social está la transformación cultural
de nuestras sociedades, y citando una vez más a Castells, “las características
decisivas en este cambio cultural se refieren al nacimiento de un conjunto de
valores definidos como individuación y autonomía, que proceden de los
movimientos sociales de los años 60 y 70”. Aquí individuación no es entendida como
individualismo, sino como la tendencia cultural que subraya los proyectos del
individuo como principio esencial que orienta su comportamiento, mientras que
autonomía es la capacidad de un actor social para convertirse en sujeto
definiendo su acción alrededor de proyectos construidos al margen de las
instituciones vigentes, de acuerdo con los valores e intereses de los actores
sociales. La transición de individuación a autonomía se opera mediante la
conexión en red, que permite a actores individuales construir su autonomía con
personas de ideas parecidas.
Un
claro ejemplo de esto operó con el alzamiento del EZLN a partir del cual los pueblos originarios de América
Latina irrumpen en el escenario de la transformación y cuestionan que el sector obrero de la teoría
marxista ya no es el único sujeto de cambio y transformación. En sus discursos
es clave el tema de la autonomía y la distinción identitaria.
También
es necesario recordar dos movimientos sociales ya asentados, que se fueron
extendiendo en los ’70 y ’80, como son el movimiento feminista y el movimiento
ecologista, que han estado
construyendo discursos y prácticas innovadoras y apelando a romper con valores ya
establecidos. Estos movimientos trajeron a primera línea la noción de
biopolítica que teorizase Foucault.
Creemos
que la transformación más intensa e importante (base de las demás) ha sido la
cultural, antropológica, de formas de vida. Es la(re)creación de lo común
frente a la guerra de todos contra todos inscrito en la filosofía práctica
moderna que hace de cada una y
cada uno de nosotros una partícula elemental guiada exclusivamente por el
cálculo estratégico en favor de su propio interés. Sin esa transformación, sólo
puede darse lo que Antonio Gramsci llamaba “revolución pasiva”: un cambio por
lo alto, sin implicación de la gente. Algo que no puede ir muy lejos, porque no
hay cambios macro sin cambios micro, no hay otra política ni otra economía
posible sin otra subjetividad subyacente.
Una
transformación de esta magnitud es la que proponen autores y colectivos humanos
que apuestan por un modelo de bienes comunes o commons. Como teorizase Elionor
Ostrom, en su Análisis de la
gobernanza económica, especialmente de los recursos compartidos, los seres
humanos interactúan a fin de mantener a largo plazo los niveles de producción
de recursos comunes, tales como bosques y recursos hidrológicos, incluyendo
pesca y sistemas de irrigación, áreas de pastizales, etc. Estas prácticas son muy antiguas, pero
el capitalismo se encargó de eliminarlas o al menos invisivilizarlas.
Estos
procomunes son lo que no son de nadie en concreto pero a la vez nos pertenecen
a todas y todas (a veces de maneras más directas, otras más indirectas).
Encierran en su esencia un bien común, una comunidad asociada a él y un modo de
gobernanza e implican sobre todo un cómo,
una forma de organizarse, de participar y de responsabilizarse desde esa participación por el bien social para
vivir con aquellos bienes y modelos que heredamos o creamos libremente y
queremos que permanezcan así para
las posteriores generaciones. Espacios en los que todas las partes implicadas
deberían tener acceso, participación y compromiso para asegurar su existencia.
Ninguno de estos tres elementos son únicos y hay tantas posibilidades dentro de
cada uno de ellos como procesos de construcción existan. Es por eso que los
procomunes son creados y recreados a base de experimentación, sostenibilidad y
compromiso cooperativo.
Algunos
de los nuevos movimientos sociales recogen estas ideas, practican y actualizan
el sentido de que una comunidad de personas activamente se pone de acuerdo para
gestionar bienes comunes, ajena a poderes públicos e intereses privados, para
garantizar su perdurabilidad o perfeccionamiento. Los ejemplos son muchos (de
acuíferos, pesquerías, bosques, Internet, idiomas, etc.) y dan cuenta de
prácticas sociales que superan a las que propone/impone el neoliberalismo, y
las formas políticas heredadas. ¿En qué escala se pueden desarrollar estas
nuevas formas? Habrá que
experimentar, adaptándose cada vez a las circunstancias, pero seguramente en
forma de red entre colectividades, cambiando muchas de las instituciones y
paradigmas de la modernidad urbana occidentalizante.
Así
que el Estado ideal, ese mundo absoluto concebido por Hegel, cincelado ahora
por los neoliberales, ha alcanzado la tierra prometida: ¡el final!
Los
tiempos están cambiando, cantaba Bob Dylan allá por los años 60, siempre cambian,
pero el que vivimos en la actualidad parece que conllevan transformaciones
profundas, que más allá de alargar los diversos post hace evidente la necesidad de la
construcción de nuevos
metarrelatos, nuevas grandes teorías que beban del pensamiento moderno, pero
que también revisen otras formas políticas anteriores o paralelas, que
conformen nuevas formas de analizar lo que es y lo que debe ser y que, sobre
todo, no pretendan erigirse como verdades absolutas y universales sino que se
promuevan como procesos construidos y por construir. ¿Serán necesarias otras
instituciones? Cada grupo social,
cada comunidad podría repensar qué marcos convivenciales le son útiles, cuáles
son beneficiosos socialmente, y esto claro, debería ser decidido por el
conjunto de la sociedad involucrado.
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