13 marzo 2021
Revolución es un concepto que lleva enmarcada la promesa de la emancipación humana desde 1789, a pesar de las diversas derrotas y retrocesos que los oprimidos han sufrido a lo largo de la historia. Pero esto no significa que su contenido no haya variado desde la toma de la Bastilla hasta nuestros días; todo lo contrario, se ha transformado y esto se ha producido por diferentes motivos como la clase social que dirigía el proceso (de la burguesía revolucionaria al proletariado) y por la evolución del programa político y de los símbolos que lo acompañaban.
Un ejemplo de esta cuestión es la situación que se produjo en el movimiento obrero francés tras la derrota de la Comuna de París de 1871. El evento histórico que marcó el nacimiento de la III República francesa no sólo inspiró a los revolucionarios de todo el mundo, a través de las lecturas que autores como Marx y Engels hicieron del proceso, sino que tuvo una fuerte repercusión en el carácter del régimen que nació de su derrota. La III República fue la república de los duques, un régimen reaccionario que surgió de la matanza de los comuneros parisinos y de la demostración de que el concepto de revolución neojacobino que se había mantenido a lo largo del siglo XIX y que había inspirado a un joven proletariado estaba acabado. La burguesía francesa había expuesto su habilidad para mantener firme un bloque con el campesinado en su lucha contra el proletariado urbano y esto se confirmó fatídico para la Comuna.
El presente artículo tiene como objetivo hacer un repaso de las consecuencias que tuvo la derrota de los comuneros en los debates del movimiento obrero francés.
¿Cómo afrontar el fin de un paradigma?
La Comuna de París como experiencia revolucionaria supuso un periodo de transición entre el marco adoptado tras la Revolución Francesa y mantenido por los neojacobinos hacia un modelo de revolución social protagonizado por el proletariado y no por la pequeña burguesía. Decimos de transición porque el concepto de revolución que impulsaba a los comuneros todavía mantiene elementos y símbolos heredados de la tradición nacional francesa, lo cual tuvo su influencia en la acción de los insurrectos.
La Comuna de París planteaba, al igual que la Revolución Francesa, que su proyecto tenía un carácter universal, cuyo enemigo cambiaba: del absolutismo se pasaba a combatir la explotación del régimen burgués (una influencia ideológica de la I Internacional); una revolución que no seguirá el modelo centralista jacobino sino que hablará de “revolución por el ejemplo”, es decir, esperaban que el proceso revolucionario se extendiese por el país de forma espontánea, formándose comunas autónomas que construyesen una República universal. Se concebía la revolución como un proceso donde estas revueltas espontáneas minarían al Estado burgués, que sería incapaz de enfrentarse a la insurrección (algo cierto al principio pero que Adolphe Thiers supo darle la vuelta al adoctrinar al campesinado en contra del proletariado urbano). Esta visión de la revolución implicó una pasividad por parte de los comuneros que los llevó al aislamiento de resto de ciudades del país y a que sus enemigos pudiesen ganar tiempo y finalmente aplastarlos. Una forma de concebir las cosas que arrastraba la herencia de la fraternidad universal defendida por la burguesía desde 1789 y que influía a las corrientes socialistas (Talès, 1924). La presencia de viejos revolucionarios de 1848 y en general de una corriente neojacobina pesaba en la toma de decisiones de los comuneros, que esperaban que estas figuras los guiasen a través de un nuevo episodio revolucionario. Todo esto llevaba a que, si bien una gran parte del programa político había cambiado, las formas en que se representaba y se veía a sí mismo mantenía las formas tradicionales, con la Comuna viéndose a sí misma como una nueva Convención Nacional en recuerdo a la de 1792 e invocando la figura del Comité de Salud Pública como un talismán que los protegiese del peligro (Rougerie, 2018).
El fracaso de todo esto y su fin sangriento no sólo cerró un ciclo de revoluciones victoriosas como suele señalarse, sino que además puso un fin a las corrientes revolucionarias burguesas. No solo porque colocó al proletariado como sujeto revolucionario sino porque en su programa ya no se trataba de una lucha por una ampliación de derechos democráticos dentro del régimen burgués, sino de su destrucción en búsqueda de la emancipación, rompiendo por tanto la ilusión de que el proyecto de la burguesía era la liberación de la humanidad de sus opresiones. Un miedo que ya había proyectado Jules Michelet en su obra sobre la Revolución francesa en cuyo prólogo, el propio autor de la obra expone que el objetivo de reconstruir los eventos históricos de 1789-1794 responde también a una necesidad de evitar que las corrientes socialistas se apropien de los símbolos revolucionarios.
¿Pero cómo afrontó esto el movimiento obrero? Podemos trazar que hubo dos respuestas enlazadas en el tiempo y que desgraciadamente no tuvieron un verdadero debate entre ellas. Por un lado, Jean Jaurès, dirigente del Partido Socialista Francés, elaboró una respuesta que podemos enmarcar como continuadora de la tradición revolucionaria del país y que insistirá en no romper los lazos históricos que podían inspirar al pueblo francés. Por otro lado, tras la Revolución de Octubre, surgirá una propuesta alternativa desde el Partido Comunista Francés, que se verá sintetizada en la obra de C. Talès, quien en La Commune de 1871 expone la respuesta de su partido al debate en mitad de la oleada revolucionaria de los años 20 en Europa.
Jean Jaurès ensayará un intento de enlazar la Revolución francesa, incluyendo a sus figuras como Robespierre, con la revolución socialista, conectando esta última con un pasado nacional, colocando al marxismo como el heredero de las tradiciones revolucionarias de 1793; de esta forma, la revolución socialista no dejaba de ser nacional, una herramienta para proteger los valores más esenciales de la República. El dirigente francés entiende que no se puede movilizar a la clase obrera en una experiencia revolucionaria ajena a la historia nacional, por lo que trata de reconfigurar la identidad política francesa para encajar el horizonte revolucionario socialista. Jaurès maneja un concepto de revolución muy similar al de la tradición jacobina (siendo uno de los primeros autores que lucharon contra la leyenda negra de Robespierre) y que implica una visión nacional de dicho proceso, lo que le haría chocar con la perspectiva internacionalista que es inmanente al marxismo revolucionario.
El socialismo se concibe más como un proceso de reformas que perfeccionen la República que como una destrucción absoluta de lo viejo para construir algo nuevo. Se trata de recuperar la República y disputar su significado frente a las fuerzas conservadoras, algo que se percibe como lo que intentó la Comuna de 1871. Esta serie de intentos de enlazar la tradición nacional con el proyecto socialista sería una forma de romper el aislamiento que la III República imponía al movimiento obrero respecto a la sociedad civil, una de las estrategias que le había asegurado la victoria frente a la Comuna, y que Jaurès intentaba evitar al colocar al Partido Socialista Francés como heredero de la Revolución Francesa (Domènech, 2019). La tesis de Jaurès sería presentar a la revolución socialista como la continuación de la revolución democrática jacobina, siendo la primera el desarrollo último del espíritu universal y democrático de la tradición revolucionaria de 1793. De esta forma, la revolución queda legitimada por el propio pasado nacional francés que tiene que resolver sus asuntos inacabados. Una visión que realza la influencia del republicanismo entre los intelectuales del movimiento obrero de la época, como otra muestra de la importancia del jacobinismo en la izquierda francesa (Domènech, 2019).
Toda esta operación quedará truncada con el asesinato de Jean Jaurès poco antes de la entrada de Francia en la Gran Guerra y posteriormente con la debacle de la II Internacional durante el conflicto bélico. Sin embargo, no quedará sin respuesta, pues tras la Revolución de Octubre, vuelve a haber un impulso que recupera el debate, no tanto ya sobre cómo pensar inmediatamente la derrota sino como un intento de balance que permita nuevas ofensivas. En este sentido podemos valorar la obra de C. Talès, pseudónimo de Maurice Lacoste, militante del PCF en sus primeros años, quien escribió, a petición de Marcel Martinet, director literario del periódico L´Humanité (periódico oficial del Partido Comunista Francés), un libro que realizaba un balance de las derrotas del movimiento obrero francés frente a una República conservadora que se mantenía como el régimen político más estable en el país desde 1789.
Talès nos propone analizar qué falló en 1871 para que el proletariado francés no obtuviese la victoria y la III República pudiese consolidarse como un régimen reaccionario. Su obra no es sutil en intenciones ya que, desde su prólogo escrito por León Trotsky, se ve clara la influencia que la Revolución de Octubre ha tenido en el análisis que Talès propone de 1871. El fundador del Ejército Rojo expone que la diferencia central entre la victoria de 1917 y la derrota de 1871, es que la segunda no tuvo un partido revolucionario de la clase obrera. La inexistencia de una vanguardia revolucionaria organizada y armada, con una teoría revolucionaria y compuesta de militantes preparados para la toma del poder es el factor subjetivo que falló en la Comuna de 1871. El dirigente bolchevique aclara que no se refiere a que no hubiera una organización formal del proletariado, sino a una caracterización concreta del partido revolucionario del proletariado que se traduciría como: “la experiencia acumulada y organizada del proletariado, apoyado en su historia; con una teoría justa; una conexión con las masas y perspectivas revolucionarias” (Talès, 1924). La aportación de Trotsky al libro revela que el objetivo más allá de hacer un análisis histórico del proceso de 1871 es también una obra que busca revisar la actuación del Partido Socialista Francés, especialmente durante la guerra, cuando abandonó el horizonte revolucionario para sumarse al esfuerzo de guerra imperialista en la llamada Unión Sagrada. Los comunistas franceses querían desligar su concepto de revolución del que había promovido el Partido Socialista Francés y que a su juicio se había demostrado perjudicial tras la actuación social-chovinista de la II Internacional durante la guerra. Frente a la visión de un camino de reformas que se apoya en la historia nacional del país y en el respeto a la legalidad, como una herencia jacobina, el comunismo francés plantea una ruptura con dicho pasado y propone el modelo bolchevique como propuesta para la revolución socialista.
Una ruptura que no se resume en denunciar la actuación de la II Internacional, sino que se extiende a un análisis de la evolución de la lucha de clases desde 1789, donde Talès analiza la capacidad que ha tenido la burguesía para construir un bloque histórico con el campesinado, aislando al proletariado urbano en cada ocasión a lo largo del siglo XIX, quedando éste falto de independencia política. Para el escritor comunista, medidas como la Ley Le Chapelier que prohibía las coaliciones obreras bajo el argumento de acabar con los cuerpos intermedios del Antiguo Régimen, supone un ejemplo de las maniobras que la burguesía en su lucha contra el absolutismo ejerció para ir construyendo una sociedad a medida de sus intereses. Esto se logra en parte porque la burguesía sí proporciona una serie de mejoras al campesinado en sus condiciones materiales, con la eliminación de los vínculos feudales y la desaparición del diezmo, por ejemplo; así como con la posibilidad de que el campesinado rico adquiera tierras con la venta de bienes nacionales y eclesiásticos. La construcción de este bloque, junto con la pasividad política del proletariado, explica en parte la situación en la cual se llega a 1871, con una joven clase obrera que todavía no ha logrado la independencia política y que no tiene una dirección revolucionaria que prepare la toma del poder. Esto, sumado a la perjudicial influencia a juicio del autor de la doctrina de Proudhon, que lleva a los comuneros a hablar de “revolución con el ejemplo”, impide la articulación de un movimiento revolucionario capaz de aplastar al Estado burgués a pesar de su victoria inicial. La posterior derrota de los comuneros podrá explicarse de esta forma como la acumulación de errores que lleva a la inexistencia de un partido revolucionario, es decir, de la inexistencia de lo subjetivo en unas condiciones objetivas perfectas para el proceso.
En la construcción de su concepto de revolución, el sujeto revolucionario es el proletariado, siendo este quien debe dirigir el proceso revolucionario, en alianza con el campesinado (rompiendo el bloque histórico dirigido por la burguesía francesa desde 1789), pero siendo dirección del movimiento. Se produce una crítica explícita a las fórmulas de Jaurès que buscaba ciertas alianzas con alas de la pequeña burguesía ligadas al republicanismo, en sus intentos de evitar el aislamiento de la sociedad civil. La independencia política del proletariado, aquel factor subjetivo que para Talès había faltado históricamente a la clase obrera francesa a lo largo de su historia, ahora se veía posible gracias al modelo impulsado por la Revolución de Octubre.
La Commune de 1871 aparece por tanto como una forma que tiene el PCF de cortar lazos con el pasado y denunciar vías estériles al socialismo. El balance propuesto responde a la influencia que la derrota de los comuneros había tenido en el movimiento obrero francés, que tras la represión de la insurrección había vuelto a una senda legalista y reformista, tratando de ocupar las instituciones burguesas antes que confrontar directamente con ellas. Para desligarse de la influencia que el republicanismo todavía ejercía en el socialismo francés, se ve necesario romper con la idea de ser herederos de la Revolución Francesa, en el sentido que la revolución socialista no viene a continuar la senda jacobina, sino que será un nuevo episodio en la lucha de clases. Frente a la revolución como resultado de la historia nacional del país, una postura que dejaba de lado en parte el internacionalismo en pos de un cierto social-chovinismo, el autor da otro carácter a la revolución; como un proceso que es iniciado por unos actores conocedores de las leyes de su funcionamiento y cuya legitimidad no se busca en la tradición sino en la justeza de sus actos. La vanguardia revolucionaria no necesita ser heredera del pasado, sino que su legitimidad procede de haber demostrado al movimiento su conocimiento certero de cómo llevar a buen puerto el proceso.
Un debate truncado por los acontecimientos internacionales
El posible debate entre direcciones políticas en torno a cómo enfocar la lucha contra el régimen de la III República se verá imposibilitado por un proceso internacional como fue la estalinización de los Partidos Comunistas en Europa. El PCF asumirá las tesis del socialismo en un solo país, adaptando elementos nacionalistas a su modelo de revolución. La táctica del Frente Popular eliminará todo lo que Talès había defendido respecto a la independencia política del proletariado y la búsqueda de la dirección de los procesos de lucha. Podemos decir que se hará todo lo contrario al balance del autor francés, que posteriormente abandonará la formación política. El proceso posterior del Partido Comunista Francés a lo largo del siglo XX estará cada vez más alejado de las tesis revolucionarias, limando cada vez más dicho concepto de cualquier arista subversiva y mostrando la degeneración que el estalinismo supuso para las perspectivas emancipadoras.
Que el debate no terminase de desarrollarse por los mejores cauces, no significa que no tenga una serie de lecciones. Entre ellas la idea de que, tras cada derrota de los oprimidos a lo largo de la historia, existe una tensión entre las estructuras de la clase dominante que tratan de evitar nuevas revueltas e incluso enterrar la historia intelectual de los insurrectos y los debates entre las nuevas generaciones de revolucionarios que deben plantearse nuevas formas de abordar el problema de la transformación radical de la sociedad. No es difícil ver paralelismos entre las dos posturas del movimiento obrero francés tras la derrota de 1871 y la situación tras décadas de neoliberalismo; donde la mayor parte de la izquierda transformadora ha renunciado a la confrontación directa contra las instituciones estatales para ensayar fórmulas de carácter reformista, donde se apuesta por estrategias que buscan la capacidad de ocupar ciertas posiciones en la sociedad civil o los aparatos estatales desde los que conformar nuevos bloques políticos y lograr alianzas que no aíslen al movimiento obrero de otras capas sociales. Una postura que conlleva en ocasiones un respeto a la legalidad burguesa que coarta determinadas acciones o que condicionan el desarrollo de las estrategias propuestas. Nuevamente se impone la necesidad de un balance del camino realizado por los oprimidos, no tanto para repetir mecánicamente formulas pasadas, sino para repensar, como en su momento hizo Talès, qué está ocurriendo para que no lleguemos a ningún sitio nuevo.
8/03/2021
Pablo Romero es investigador doctorando en Ciencias Políticas en la Universidad de Granada
Referencias
Talès, C. (1924) La Commune de 1871. París: Librarie du Travail.
Domènech, Antoni (2019) El eclipse de la fraternidad. Madrid: Akal.
Jaurès, Jean (1932) L´armée nouvelle. Œuvres de Jean Jaurès. Les Éditions Rieder : París.
Michelet, Jules (1868) Histoire de la révolution française. Librairie internationale. https://catalog.hathitrust.org/api/volumes/oclc/11766925.html
Rougerie, Jacques (2018) La Commune et les Communards. París: Éditions Gallimard.
Fuente: https://vientosur.info/repensar-la-revolucion-tras-la-derrota/
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