16 de marzo de 2021
"Al trabajador de nada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en esto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el sitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce"
Así se expresa el protagonista de El Intruso, de Vicente Blasco
Ibáñez, un médico que, a pesar de ser familiar y amigo de un gran
industrial vasco, elige realizar su trabajo entre los mineros, trabajadores que
viven entre penurias y miseria a pesar de ser los productores de la gran
riqueza del Bilbao de principios del siglo XX.
Blasco Ibáñez escribió El Intruso en el marco de una serie de
cuatro novelas sociales, muy recomendables como descripción de la salvaje lucha
de clases en la que los capitalistas exprimen, sin tapujos ni límite alguno, condenándola
a la miseria y a la penuria, a la clase trabajadora. En La horda, La
catedral, La bodega y la que tratamos en esta entrada, El Intruso,
Blasco hace un retrato triste y doloroso de las condidiones de vida de los
proletarios y jornaleros españoles, sometidos bajo la bota de la emergente
clase capitalista y alienada por la enorme influencia de la iglesia.
En sus cuatro novelas, el autor valenciano radiografía el desarrollo del
capitalismo en España, denunciando la crueldad de las condiciones de vida de
los trabajadores y la indecencia de los explotadores, que se enriquecen
ostentosamente a costa de la pobreza y humillación de los que crean la riqueza.
Por otro lado, diagnostíca el único remedio ante ese mal: la revolución. Una
revolución futura, inevitable, que hará que el progreso de la humanidad deje de
beneficiar solo a una minoria bárbara e inhumana, y que se alcance la única
situación que ofrezca justicia para todos: que cada cual sea "dueño de
lo que produce".
Blasco además, denuncia en esta novela el nacionalismo tradicionalista de la
clase dominante vasca, que se desarrolla a la par que el capitalismo, y que
mientras considera modelos de ley divina a los pobres campesinos de Euskadi,
que viven en condiciones de pobreza y penuria pero agradeciendo a dios y al amo
su situación, para bien del bolsillo de los señores, ve como extranjeros y sin
derechos a los que, venidos de fuera del Pais Vasco, los "maketos",
los trabajadores de las minas y de los altos hornos, los que verdaderamente
producen la riqueza. Todavía no había nacido el nacionalismo obrero que, para
diferenciarse del de sus explotadores, ha de ser, por narices, aunque parezca
contradictorio, internacionalista.
"Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño maketo y pecador, es
el que trabaja y da prosperidad a Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo en las
minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta tierra? Los
buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo y aprovecharnos del
privilegio de haber nacido aquí antes que ellos llegasen. Son como los negros
que en otros tiempos eran llevados á América para mantener á los blancos".
En definitiva, El Intruso nos hace un crudo retrato del Bilbao del
principio del siglo XX, en pleno desarrollo industrial y de acumulación de
capital en unas pocas manos, paralelo, por supuesto, al crecimiento y
concienciación de un proletariado explotado y pisoteado que, sin embargo, poco
a poco, va dándose cuenta de que son otros los que disfrutan del producto de su
trabajo, y que la organización es la única manera posible para llegar a
liberarse y hacer justicia. Todo ello en un contexto de desarrollo del
nacionalismo vasco que, por aquel entonces, todavía era expresión exclusiva de
las clases altas y los más ricos.
Veamos a continuación el ilustrativo díalogo entre el protagonista, el médico
Aresti, su primo Sánchez Morueta, un gran capitalista enriquecido por la
extracción del hierro en los montes vascos y su transformación en acero, y un
jesuita, Urquiola, defensor del tradicionalismo, de la religión y del
inmovilismo social:
"Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en el
café ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventud piadosa
y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo del pueblo; la Iglesia
estaba siempre con los de abajo y el Santo Padre escribía encíclica sobre
encíclica en favor de los obreros. Pero el pueblo era para él, la gente de los
campos, los aldeanos respetuosos con el cura y el señor, guardadores de las
santas tradiciones. Que le diesen á él las buenas gentes de las anteiglesias
vascas, religiosas y de sanas costumbres, sin más diversión que bailar el
aurrescu los domingos y la espata danza en las fiestas del patrón, ni otros
vicios que empinar un poco el codo en las romerías. Aquella gente vivía feliz
en su estado, sin soñar en repartos ni en revoluciones; antes bien, dispuesta á
dar su sangre por Dios y las sanas costumbres. Que no le hablasen á él del
populacho de las minas; corrompido y sin fe; hombres de todas las provincias,
maketos llegados en invasión, trayendo con ellos lo peor de España,
contaminando con sus vicios la pureza del país; siempre descontentos y
amenazando con huelgas, deseando el exterminio de los ricos y comparando su
miseria con el bienestar de los demás, como si hasta en el cielo no existiesen
categorías y clases.
Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas palabras,
continuó el fuerte discípulo de Deusto:
Los
Altos Hornos de Bilbao de las minas, que casi todos los
domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un día á Bilbao para
robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros. |
Aresti
protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, las ventajas
sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio del trabajo. El
capital encontraba remunerados con creces sus servicios. Pero el trabajo ¿veía
recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No se encontraba hoy en el mismo estado
de miseria que al iniciarse á principios del siglo XIX la gran revolución
industrial?
—Eso es un error, Luis—dijo el millonario.—El trabajo está mejor que nunca. La
prueba es que en todo el mundo baja considerablemente el interés del capital,
mientras sube con las huelgas y las reclamaciones obreras el tipo de los
jornales.
—¡Bah!—dijo el doctor con gesto de desprecio.—¡El aumento de unos reales en el
jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nada sirven al enfermo, pues
al poco tiempo se restablece el fatal equilibrio, aumentándose el precio de los
productos, y el trabajador, con más dinero en la mano, se ve tan necesitado
como antes. Son cambios de postura, creyendo engañar con ellos á la enfermedad.
Al trabajador de nada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes
que en esto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el
sitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce."
Fuente: http://cuestionatelotodo.blogspot.com/2014/11/fragmento-de-el-intruso-de-blasco.html
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