MARTES 16 DE ENERO DE 2024
Diego Fusaro
El capitalismo supera dialécticamente
las reivindicaciones antagonistas del proletariado (lucha de clases, espíritu
de escisión, organizaciones partidistas, pasión revolucionaria); y lo hace
anestesiando su conciencia en un sentido consumista, pero también «economicizando»
el conflicto (desde los años setenta, el proletariado lucha por conseguir
salarios más altos y no por superar el modo de producción, metabolizando así la
ideología del capital como horizonte ineluctable). Simultáneamente,
el capitalismo supera la “conciencia infeliz” burguesa. De hecho, ésta
también representa, no menos que el antagonismo reivindicativo y potencialmente
revolucionario del proletariado, una contradicción en el seno del capitalismo;
y esto sobre todo si se considera que la burguesía: a) presenta su propia
vocación universalista que puede llevarla -como en el caso de Marx- a contestar
el mundo histórico capitalista en el que aún es clase dominante; y b) dispone
de una esfera valorial y ética no mercadizable y, por tanto,
en última instancia incompatible con los procesos de omnimercadización propios
del capitalismo absoluto.
La burguesía es, en consecuencia,
incompatible con el capitalismo absoluto, así como este último es,
por su esencia, irreconciliable con la clase burguesa tanto en el plano
inmaterial (conciencia infeliz) como en el plano material (propiedades
de las clases medias). En realidad, el turbocapital presupone
la inconsciencia feliz de los consumidores resilientes, posburgueses y posproletarios,
y la destrucción de las bases materiales de la existencia misma de la clase
media burguesa por obra del auri sacra fames de la finanza
cosmopolita y sus cínicos gerifaltes. La burguesía y el proletariado, en su
conflictualidad dialéctica, se habían desarrollado en el marco de la eticidad en
sentido hegeliano, vale decir en el espacio real y simbólico de las «raíces»
sólidas y solidarias de la vida comunitaria, ligadas a la familia y la escuela,
al sindicato y al Estado nacional soberano.
Al precarizar, movilizar, desarraigar
y comercializar completamente el mundo de la vida, el
capitalismo absoluto-totalitario provoca la «deseticización«,
la aniquilación del elemento sittlich. Deconstruye toda comunidad
residual que no sea la intrínsecamente anticomunitaria del efímero do
ut des del mercado. Neutraliza la familia y los sindicatos, la escuela
y el Estado nacional soberano. Y produce el open space del
mundo reducido a mercado y habitado únicamente por consumidores desarraigados y
homologados, sin conciencia antagonista proletaria y sin conciencia
infeliz burguesa.
La post-traditional society,
según la expresión de Giddens, se convierte en un mercado desregulado, en cuyos
espacios sin fronteras las clases sociales se disuelven en el falso
interclasismo de los “consumidores homologados”, que tienen tantos derechos
como puedan comprar. La ideología sesentayochista -confundiendo
la lucha contra la burguesía con la lucha contra el capitalismo- actúa como un
orden de referencia simbólico para el nuevo capitalismo absoluto-totalitario,
él mismo sesentayochesco en su lucha contra todo legado de la
vida ética burguesa y en su esencia anarco-desregulante. . Por esta
razón, como sugiere Michéa, desde 1968 la izquierda se ha transformado en «una
simple máquina política destinada a legitimar culturalmente, en nombre del
progreso y de la modernización, todas la huidas hacia adelante de la
civilización liberal».
Con el Sesentayocho llega
el divorcio entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo.
Este último, de ascético y disciplinario (o sea, burgués), se
vuelve permisivo y transgresor (esto es, posburgués), a lo largo
del plano inclinado que conduce desde el rebelde al narcisista y
desde la revolución a la new age. Se verifica la
subsunción formal de la pareja adversaria bajo el capital:
derecha e izquierda avanzan cada vez más hacia el horizonte del capital
mutuamente aceptado como destino natural-eterno. Deseticizada y precarizada,
la sociedad se convierte en una simple sociedad de consumo, un planetario «sistema
de las necesidades» (Hegel) y una ilimitada “commercial society”
(Adam Smith), un mercado cosmopolita poblado no ya por ciudadanos de Estados
nacionales y por padres y madres, sino solamente por competitors;
unos competidores que, en ausencia de cualquier espíritu comunitario, se
relacionan sólo sobre la base de los principios teorizados por Adam Smith
en La riqueza de las naciones -la dependencia omnilateral de
la necesidad y el egoísmo adquisitivo- en
relación al cervecero, al carnicero y al panadero. Siguiendo al Hegel de Elementos
de la Filosofía del Derecho, una sociedad despojada de los elementos de la
«eticidad» (Sittlichkeit) decae en un mero y competitivo «sistema
de las necesidades» (System der Bedürfnisse): es decir, un simple
lugar de intercambio mercantil, regido por la «insociable sociabilidad»
de átomos conflictuales que se relacionan únicamente para competir e
intercambiar mercancías, según aquello que Alain Caillé ha llamado la axiomatique
de l´intérêt.
Por el lado de la producción
intelectual, la «conciencia infeliz» se ha disuelto. Y, en lugar de la
clase dialéctica de la burguesía, ha tomado el control una global class que
ya no es burguesa sino ultracapitalista, inclinada a aceptar
frívolamente el «politeísmo de los valores» y los estilos de vida consumistas
en el interior de la «jaula de hierro” del monoteísmo idólatra del
mercado. Es lo que en Historia y conciencia del precariado (Ed.
esp. 2021) hemos llamado la nueva «aristocracia financiera» posburguesa,
posproletaria y ultracapitalista; se trata, en síntesis, de una clase que,
portadora de la inconsciencia feliz posmoderna, vive de manera
parasitaria. y usurocrática, explotando el trabajo esclavo de la clase
dominada.
Por su parte, la clase dominada
(hasta ahora no “per se”) coincide con el ya mencionado precariado,
fusión dinámica de la vieja clase media burguesa y la antigua clase obrera
proletaria. La disolución de la alianza entre la conciencia infeliz burguesa
y las luchas por el reconocimiento del trabajo servil, se invierte
dialécticamente en la pasiva aceptación del marco del mundo capitalista como
horizonte irreversible, haciendo suya la “pasión triste” de la resiliencia. La
sociedad mercadoforme planetarizada del capitalismo absolutus ya
no conoce ninguna resistencia social (carece de una clase que contradiga su
proyecto), ni oposición política (derecha, izquierda y centro comparten la
misma visión ultracapitalista del mundo), ni deslegitimación filosófica (salvo
raras excepciones, los intelectuales, desprovistos de «conciencia infeliz«,
son hoy «orgánicos» –en sentido gramsciano– al sistema
vigente, a su nihilismo relativista y a su individualismo competitivo).
El proletariado estaba dominado pero
no sometido. De hecho, disponía de sus propios mapas conceptuales, en gran
medida coincidentes con los de la izquierda en sus diveras figuras históricas,
capaces de desenmascarar el dominio de clase y proponer caminos de emancipación
que condujeran a lograr hacer que el cosmos trascendiera la
morfología capitalista. Por el contrario, el precariado (Siervo
nacional-popular) es a la vez dominado y sometido. Y lo es en
la medida en que, además de sufrir el dominio material (id est la
explotación y su organización económico-política), soporta también el
inmaterial e ideológico, guiándose con los mismos mapas proporcionados por los
grupos plutocráticos dominantes. En ellos, la figura del conflicto -ahora sólo
aparente- entre derecha e izquierda juega un papel de primordial importancia.
En síntesis, si en el capitalismo dialéctico la derecha era teóricamente la
parte del Señor y la izquierda era principalmente la del Siervo,
en el turbocapitalismo derecha e izquierda son igualmente las partes mediante
las cuales se legitima el dominio del Señor. El Siervo ahora
no está representado ni política ni culturalmente, es decir, está dominado
tanto en la política y la cultura como en la economía.
Con arreglo a los mapas de dominación
antes reseñados, «progreso» es el nombre que los pedagogos del nuevo
orden mental de culminación de las relaciones de poder asignan a todo
aquello que favorezca al polo dominante. Por el contrario, «regreso» (o
“regresión”) es la infamante calificación con la que el orden del
discurso dominante deslegitima toda figura del límite o,
incluso simplemente, del no alineamiento respecto al avance omnienvolvente de
la forma mercancía y de la cosificación del mundo de la vida.
Según cuanto hemos explicado en Minima mercatalia (Ed. ita. 2012) y en Glebalizzazione (Ed.
ita. 2019), el Sesentayocho y 1989 marcan, sucesivamente, dos
etapas nodales de la dialéctica evolutiva del capitalismo en su tránsito desde
la fase dialéctica a la absoluta. Es a partir del Sesentayocho cuando
asistimos a la mise en forme de los procesos diversos, pero
igualmente expresivos, del Zeitgeist del nuevo espíritu del
capitalismo: a) del eclipse de la conciencia infeliz burguesa;
b) de la neutralización de la utopía anticapitalista del proletariado, ahora «economicizado«;
y c ) de la nueva fisonomía antiburguesa y ultracapitalista de una new
left que, abandonando a Marx y Lenin, se ha ido convirtiendo
gradualmente en un «partido radical de masas» y aceptando las razones del nuevo
orden de las relaciones de poder, que finalmente ha acabado por reabsorberla.
La hodierna fase especulativa es ultracapitalista precisamente porque es
antiburguesa primero (1968) y posburguesa después (1989).
Más allá de la irreductible
heterogeneidad prismática de los acontecimientos que han caracterizado el Sesentayocho a
escala planetaria, creemos –siguiendo la estela de Preve y de cuanto hemos examinado
más pormenorizadamente en Minima mercatalia (Op. cit.) y
en Il futuro è nostro (Ed. ita. 2014)- que es posible
identificar una común función expresiva. Ilusoriamente aclamado como un proceso
revolucionario de oposición a la estructura capitalista, el Sesentayocho pide
ser interpretado, de manera diametralmente opuesta, como el mito fundacional
del capitalismo absoluto-totalitario posburgués y
posproletario; y más precisamente como el punto de tránsito decisivo desde la
fase dialéctica a la especulativa. Ésta última se caracteriza por el eclipse de
las dos instancias (así como de su alianza) de la lucha anticapitalista
del Siervo y de la conciencia infeliz de la
burguesía y, en conjunto, por la sustitución del patriarcal y autoritario
capitalismo dialéctico para ciudadanos-súbditos, por el actual turbocapitalismo
del nuevo poder liberal-libertario para consumidores con desregulación total
(el capitalismo gauchiste del “prohibido prohibir” y
del plus ultra). Exemplum sui generis de la
«revolución de colores», el Sesentayocho fue un momento
decisivo de emancipación no del capitalismo, sino para
el capitalismo. Éste se encaminaba a superar la dicotomía opositiva
entre burguesía y proletariado, y ciertamente no en dirección al «sol del
futuro» de una sociedad poscapitalista regida por relaciones
entre individuos igualmente libres, sino en el sentido de una liberalización
individualista de consumo y de costumbres; y ello en el marco de un nuevo
capitalismo ya no habitado por burgueses y proletarios, con su «eticidad«,
con sus valores no mercadizables y con su posible anticapitalismo emancipador,
sino sólo por consumidores posidentitarios y robinsonianos,
colonizados por una forma mercancía ahora devenida nueva raison
du monde.
Desde el Sesentayocho la izquierda luchaba contra los cimientos de
la moderna civilización burguesa, sin darse cuenta de que esta batalla era la
misma emprendida por el nuevo capitalismo y por su aspiración a la creación de
un espacio posburgués para la libre circulación ilimitada de las mercancías, de
las personas mercadizadas y de los flujos desregulados de capital
líquido-financiero: la lucha contra el mundo burgués no sólo no coincidió con
la lucha contra el capitalismo, sino que finalmente acabó
identificándose con la lucha por el capitalismo mismo o, rectius,
por su potenciación definitiva mediante la superación de las contradicciones
inherentes a la fase dialéctica y, por tanto, por la transición al nuevo
turbocapitalismo posburgués y posproletario, más allá de la derecha y de la
izquierda.
Con el 1989, el movimiento de «naturalización»
del capital pudo darse por completado (capitalismus sive natura): el
capitalismo se vuelve «especulativo«, en tanto la humanidad se ve
reflejada en el speculum del mundo totalitario de las
mercancías. Y así es, cada vez más, inducida a concebirlo como el único
mundo posible, en una desertificación total del imaginario. El
capitalismo llega entonces a corresponder a su propio «concepto» (Begriff)
después de haber atravesado y superado su propio ser-otro-de-sí con
la fase antitético-dialéctica.
Como intentamos mostrar
detalladamente en Glebalizzazione (Op. cit.), el annus
horribilis de 1989 coincide con la fecha epocal de
la imposición del capitalismus sive natura, o sea, del fanatismo
económico y del clasismo planetario hipostasiado ideológicamente en destino
ineludible o en naturaleza ya para siempre dada, ni criticable ni
transformable: there is no alternative. Es el momento de la
disolución definitiva de las dicotomías burguesía-proletariado y
derecha-izquierda, según la dinámica iniciada en 1968 y culminada en 1989. La
subsunción de la izquierda bajo el capital, que con el Sesentayocho era
formal y coexistía con fragmentos de una izquierda aún no integrada, se
transforma en una subsunción real a partir de 1989, cuando la izquierda queda
completamente reabsorbida dentro del horizonte de sentido del capitalismo y de
su neoliberalismo progresista. Lo vive como horizonte natural y eterno,
produciendo una serie interminable de perfiles antropológicos dignos del «último
hombre» descrito por Nietzsche y clasificables bajo los epígrafes del
«desencanto», del «arrepentimiento» y de la «conversión».
Al par que la cultura burguesa, la
muy contradictoria presencia de la Unión Soviética marcaba un límite para el
capital. Y, como tal, debía ser superada. La Unión Soviética y el Weltdualismus que
ella hizo posible (cuius regio, eius oeconomia) constituyeron, de hecho,
una frontera real y simbólica para la economía de mercado: señalaban que ese no
era el único mundo posible, ni el único realmente existente.
Por otro lado, los famosos «treinta años gloriosos» de Occidente,
comprendidos en el arco temporal que abarca de 1945 a 1975, con casi pleno
empleo y un relativo bienestar, del que incluso las clases menos acomodadas se
beneficiaron en parte, no fueron el regalo de un capitalismo todavía
munificente y con rostro humano. Fueron, más bien, el efecto necesario de la
presión ejercida por la realidad situada más allá del Muro de Berlín, un modelo
alternativo de justicia social y de existencia. El comunismo implantado tras el
«Telón» era la imagen misma de una alternativa posible, o también de la
existencia real de la izquierda -aunque en otro lugar distinto a Occidente- y
la posibilidad de pensar y ser de otra manera. Con 1989, se consuma la
subsunción total de la derecha y la izquierda bajo el capital: ambas, a partir
de ese momento, han metabolizado integralmente el capitalismo como destino
ineluctable y la “lucha” entre las dos partes se va a librar, desde entonces,
en forma de competitividad para conseguir hacerse merecedoras de implementar la
mera gestión -ora a derecha, ora a izquierda- de las reformas decididas por
la global class y por el orden mercadista.
Fuente: Posmodernia
Véase para más información sobre
turbocapitalismo:
1- https://www.ibercampus.es/turbocapitalismo-los-maestros-de-la-quiebra-33789.htm
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