Centenario
de la Revolución rusa
11/04/2017
| Rafael Chirbes
[En el número 5 de la colección en fascículos
que con el título Historia del Comunismo editaba el recién creado diario El
Mundo durante los años 1990-1991 el conocido escritor Rafael Chirbes, fallecido
el 15 de agosto de 2015, publicó el artículo que reproducimos a continuación.
Pese a su brevedad, creemos que tiene interés, ya que ayuda a entender la
especial mirada que tenía el autor de la figura de Lenin y de tantos condenados
a la hoguera por el triunfalismo neoliberal de entonces; nos ha parecido
también oportuno, ya que recuerda el famoso viaje en tren que llevaría al dirigente
bolchevique de Finlandia a Petrogrado a comienzos de un mes de abril hace ahora
100 años. ndr].
Cierta mañana Lenin se puso a dar saltos como un
loco en el nevado patio del Kremlin, mientras le gritaba a Trotski: “Hoy
cumplimos un día más que la Comuna de París”. No parece la actitud de un
burócrata que hubiese tomado el poder como un latifundio andaluz. Le interesaba
el que la revolución rusa se hubiera convertido en la experiencia de gobierno
obrero más larga de la historia. Después, ya se sabe –o más o menos se sabía-
lo que pasó.
La anécdota viene al caso en estos tiempos. La
caída del dominó burocrático, conocido como el socialismo real, ha
encendido una hoguera en la que casi todo el mundo se apresura a lanzar, con el
jaleo de los pensadores neoliberales, cualquier tipo de leña. Juntos y
revueltos en el mismo fuego, arden Breznev, Trotski, Stalin, Castro, Lenin y,
más abajo, Danton y hasta Espartaco. Cualquier utopía de justicia que en el
mundo ha sido se representa como una alambrada con las púas manchadas de
sangre.
Por eso quiero rescatar de las brasas esos ojos
inteligentes de Lenin, esa sonrisa socarrona y sus orejas afiladas y atentas.
Me gusta ese Lenin ávido que traza, con sus idas y venidas, una madeja sobre el
mapa de Europa sin fronteras avant la lettre, la de los que no tienen
patria.
“Yendo de Viena a Copenhague para asistir al
Congreso, en una estación en que había que transbordar me encontré casualmente
con Lenin, que venía de París. Teníamos que esperar una hora”, cuenta Trotski
en su autobiografía. Aprovecharon la hora de transbordo para charlar de una
forma muy afectuosa al principio y, al parecer, luego bastante agria.
Encuentro casual, que no lo era, entre dos hombres
que se pasaban la vida de un lugar a otro, no sólo perseguidos por la policía,
sino escuchando la música de los tiempos.
Hay un tren blindado que cruza espectral Alemania y
deja a Lenin en un andén de la estación de Finlandia, en Petrogrado un 3 de
abril de 1917. No es ése el tren que me gusta. Me gusta el que deja ver tras
los cristales de las ventanillas los campos europeos y huele a carbonilla.
El que lo lleva a Viena. Lenin pasa por Berlín.
Hace su periódico en Leipzig y Munich. Recorre toda Italia para tomar el sol en
Capri, a donde acude para entrevistarse con Máximo Gorki. Lenin en Niza, en
Ginebra, en Zürich.
Mientras tanto -nadie puede ser entendido sin su
contrapunto-, los socialdemócratas, a quienes hoy los filósofos parecen salvar,
cerraban las fronteras a la voz de su amo y empuñaban los fusiles para defender
las patrias de los otros. Yo sé que no ha debido existir un solo político
bueno; en cualquier caso, Lenin debe ser de los mejores. Se puede aprender
hasta de los errores, pero no conviene echar a la hoguera sus aciertos.
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