03-04-2017
No es
infrecuente ver en cualquier punto de Latinoamérica a algún ciudadano (hombre o
mujer) de aspecto aindiado, moreno, en definitiva: no-blanco, con el cabello
teñido de rubio. En esta sufrida región del mundo, para ambientar un programa
cultural radial o televisivo, en principio a cualquiera se le podría ocurrir
usar música llamada “clásica” (música académica europea de los siglos XVII al
XIX) y no, seguramente, cumbia o ranchera. Y si se trata de organizar una cena
de lujo muy probablemente cualquier habitante latinoamericano pensaría en
ofrecer langosta, algún plato con un complicado nombre en francés, lasagna
quizá… pero seguro que no arepa, humita ni indio viejo. Y por supuesto, para ir
“bien” vestido, un varón debe llevar saco y corbata y una mujer tacones altos
con joyas y mucho perfume; sería de “mal gusto” presentarse en güipil o con
chaqueta de colores típicos. Los palacios gubernamentales, aún rodeados de
palmeras y bajo abrasadores soles tropicales, deben tener muchas columnas
jónicas y dóricas con amplias escalinatas de mármol como los de los “hombres
blancos” del norte, y la juventud “chic” canta en inglés. ¿¡Cómo habría de
tararear una canción en guaraní o en mapuche?! Y en diciembre, ¡por supuesto!,
los malls (también se puede decir shopping centers) se llenan de
pinos plásticos y nieve artificial con un viejo barbudo vestido con trajes de
piel viajando en trineo (¿en nuestros países?). Si pensamos en pirámides fabulosas,
pensamos en las de Egipto, olvidando que en Mesoamérica hay otras tan
fantásticas como aquellas. Dato interesante: la civilización maya llegó al
concepto de número cero hace más de mil años, cuando en Europa se cazaban
brujas por herejía.
¿Por qué lo latinoamericano no es “civilizado”?
¿Maldición de Malinche?
¿Quién dice que no somos “civilizados”? ¿Cuál es el
ícono representativo de nuestros países? Hombres borrachos y mujeriegos, en
general flojos para el trabajo, mujeres provocativas con sensuales caderas y
pechos semidesnudos, sucias y caóticas ciudades desorganizadas atestadas de
vendedores ambulantes y niños de la calle, uniformados impunes que ejercen un
poder dictatorial, un agro semifeudal con campesinos famélicos usando bueyes y
machete para sus faenas diarias. En general no se relaciona Latinoamérica con
ciencia, tecnología, arte ni filosofía; pero sí se la asocia a atraso, a
primitivismo, a sociedades detenidas en los siglos de la colonia española,
profundamente católicas, llenas de prejuicios. Ahora bien: ¿de dónde sale esta
cosmovisión? ¿Somos así los latinoamericanos? ¿O es la lectura que sobre
nosotros produce el discurso imperial que nos condena a ser “indios” y “negros”
atrasados proveedores de materias primas baratas?
Sin dudas en este momento, ya entrado el siglo XXI,
esa tajante división de “civilización” y “barbarie” se ha atemperado un poco.
El 12 de octubre ya no es el “día de la raza” o “de la hispanidad” sino el de
la resistencia y la dignidad indígena. Hoy no es políticamente correcto decir
“negro”, y para eso tenemos el neologismo de “afrodescendiente”, así como se va
abandonando la grosera e hiriente expresión “indios” por la de “pueblos
originarios”. Pero más allá de este barniz superficial –importante en algún
nivel–, la exclusión persiste, y mucho. Es cierto que ya nadie va a importar
“negros” del África para traerlos a trabajar a las plantaciones de la cuenca
del Caribe, y ya no se venden fincas “con indios incluidos”. Pero ser
latinoamericano aún tiene un peso negativo que no es fácil de quitar.
Pero ¿quién dice que esta “bárbara” región del
mundo es atrasada? En definitiva: ¿qué es eso del atraso? ¿Por qué sentirnos
avergonzados de ser lo que somos? ¿Por qué sigue teniendo efecto sobre
nosotros, los latinoamericanos, la odiosa maldición de Malinche?
En todo lugar del mundo y en cualquier momento
histórico, al menos desde que hay sociedades divididas en clases donde una
apropia el producto social excedente producido por la otra, el grupo dominante
marca el rumbo. Esa dominación, la historia lo enseña descarnadamente, no se
limita a un espacio geográfico inmediato: por el contrario, cuando una clase
dominante crece y aumenta su capacidad de dominio, se torna imperialista. Así,
la dominación de los poderosos va más allá del grupo que habla su mismo idioma
y la historia humana nos muestra que todo grupo de poder, cuando tuvo la
ocasión de expandirse, conquistó y dominó a cuanto súbdito pudo. Ello sucedió
en todos lados, también en la hoy conquistada Latinoamérica: los imperios maya,
azteca o inca no eran “pobres indiecitos atrasados”; eran colosales mecanismos
imperiales como lo fueron el persa, el romano o el chino, o como luego lo
serían el español, el británico o en la actualidad el estadounidense.
La dominación se asegura militarmente, y por la
cultura. E incluso esta última termina siendo, a largo plazo, más efectiva que
las armas. Desde que hay sociedades de clases, siempre hay una cultura
dominante que se impone y marca el ritmo a los dominados, a sus propios
súbditos por así decir “naturales” y a los conquistados más allá de sus
fronteras. El conquistado se resiste, pero también se pliega al conquistador.
Seguramente como mecanismo de sobrevivencia, la dinámica de esta relación
amo-esclavo está marcada por esta incomprensible dialéctica: el esclavo, por lo
común, termina pensando con la cabeza del amo. De ahí que la maldición de
Malinche puede establecerse y ser efectiva. ¿Por qué, si no, un indígena
latinoamericano querría pintarse el pelo del color de quien lo conquistó?
Este mecanismo de asimilación cultural donde el
dominado repite las formas del dominador es universal. Por lo que enseña la
comparación de distintos procesos históricos, puede verse que se da siempre,
junto también a la rebelión. Es decir: lucha a muerte contra el opresor, pero
también incorporación de su imagen para buscar controlarlo en la así llamada
“realidad psíquica”. Todo ello también se cumple en Latinoamérica (¿por qué no
habría de repetirse siendo un dispositivo psicológico universal?) De todos
modos, entre uno y otro polo, entre la aceptación pasiva y la reacción rebelde,
subversiva, que busca destruir al dominador, podemos priorizar uno u otro
elemento. Y el que queremos levantar ahora, sin ocultarlo en lo más mínimo, es
la reacción contra el imperialismo cultural del que seguimos siendo víctimas.
La dominación imperial (cualquiera sea, del pasado
o del presente) busca integrar a los dominados como esclavos bien portados que
le facilitan su proyecto imperial. Pero nunca falta un Espartaco que se
levanta. O un Vietnam. Y tal como dijo el Che Guevara, necesitamos
interminables Vietnam que se levanten contra el discurso hegemónico y unipolar
que hoy representa el imperialismo conducido por Washington, y contra la pesada
carga que nos sigue humillando y haciendo sentir unos “primitivos” junto a los
“desarrollados” del Norte.
La idea final no puede ser crear división entre los
distintos grupos humanos, representantes todos, finalmente, de la misma “raza”.
Pero sí vale puntualizar, como un momento de la lucha hacia ese mundo de
igualdad que aún no se ha conseguido, que el supuesto desarrollo civilizatorio
de una cultura “superior” a otra no es más que patraña. ¿Son “mejores” los que
tienen el “buen” gusto de comer pasta con vino tinto en vez de anticucho o de
usar ropa con colores pastel y no esos “primitivos” tonos vivaces de las
guayaberas tropicales? Si alguien creyera que sí, verdaderamente es un
primitivo. Lo curioso, no obstante, es que el mundo está basado en esa idea. Y
sin saberlo, sintiéndonos “superiores” algunos e “inferiores” otros, seguimos
repitiendo la estructura. ¿Nos irá mejor en la vida si nos teñimos el cabello
de rubio y copiamos las modas de los anglosajones dominantes?
De todos modos, producto de más de cinco siglos de dominación
cultural, en Latinoamérica estamos adormecidos al respecto y en muy buena
medida seguimos creyendo, como la Malinche, que lo que viene de afuera es
necesariamente “mejor”. El “made in…” es ya una garantía de calidad.
¿Hasta cuándo vamos a seguir con ese complejo de inferioridad? Incluso en la
izquierda se ha filtrado ese prejuicio, y el marxismo, en tanto teoría y llave
para desarrollar una práctica revolucionaria, está concebido en clave europea
siendo poco lo que se hizo en Latinoamérica por contextualizarlo y adecuarlo a
nuestra realidad.
“Divide y reinarás” sintetizó Maquiavelo.
Todos los ejercicios de poder imperial lo han puesto en práctica. El dominado,
cuanto más divido esté, más fácil de dominar. En Latinoamérica, además de
“acomplejados” con esto de sentirnos “sudacas” –el referente siempre está
afuera: Europa o, actualmente, Estados Unidos– hemos estamos históricamente
divididos, en todo: en términos políticos, económicos, pero fundamentalmente en
lo cultural. Como dijo el argentino Adolfo Pérez Esquivel: “el único país
que tiene en verdad una estrategia para el continente es Estados Unidos. Aunque
claro que no es, precisamente, la más conveniente para los pueblos de la
región”.
Los tiempos están cambiando. ¿Acaso si no somos
rubios no podemos hacer nada “importante”? ¿Estamos condenados a proveer al
Norte (a precio de remate) sólo productos primarios y jugadores de fútbol? Si
hay algo verdaderamente primitivo, bárbaro y salvaje entre los seres humanos es
creerse superior a otro congénere.
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