Comuneros posando en la plaza de Clichy en 1871. LETESTU/MUSEO CARNAVALET DE HISTORIA DE PARÍS
Layla
Martínez, Germán Cano, María Eugenia Rodríguez Palop y Vicenç Molina
reflexionan en torno al «Big Bang de todas las revoluciones sociales modernas»,
la Comuna de París, que en 2021 cumplió 150 años.
Este especial sobre la Comuna de
París fue publicado en #LaMarea81, coincidiendo con su 150º aniversario. Puedes
conseguir la revista aquí.
«La historia está llena de victorias, de brechas, de
momentos de ruptura en que todo ha saltado por los aires y se ha abierto la
posibilidad de construir algo distinto», escribe Layla Martínez en
su último ensayo, Utopía no es una isla (Episkaia,
2020). Uno de estos momentos de ruptura es, sin duda, la Comuna de París, que
el pasado 18 de marzo cumplió 150 años.
El episodio, breve, de apenas dos meses, está cubierto por
un manto de épico romanticismo. Como acontecimiento aislado no significó un
gran cambio. De hecho, es la historia de un fracaso. Como hito, es la culminación de unas ideas y de un proceso
histórico de emancipación que empezó mucho antes (digamos,
por poner una fecha, en la Revolución Francesa de 1789) y que se alargaría al
menos hasta bien entrado el siglo XX (la Revolución Rusa de 1917 podría ser un
buen punto… y seguido; luego vendrían los movimientos de independencia de
África y Asia).
Es imposible condensar en pocas palabras cómo surge, lo que fue
y lo que significó. En cualquier caso, intentémoslo: la caída del emperador
Napoleón III en la guerra franco-prusiana de 1870 provocó el advenimiento de la
Tercera República francesa. La izquierda,
con todas sus corrientes, se reúne espontáneamente en torno a una idea
libertaria de democracia directa. Y la lleva a cabo en
París. Se trata de la primera revolución auténticamente proletaria. Por su
parte, el gobierno oficial, compuesto por terratenientes rurales y por la alta
burguesía, pacta con Prusia, vencedor de la guerra e invasor del país, para que
ese movimiento socialista autogestionado sea desmantelado y pulverizado, y así
se hace durante la llamada Semana Sangrienta. La represión contra la clase
obrera insurrecta fue demencial. Hubo fusilamientos masivos y se habló de
30.000 muertos. Historiadores recientes han rebajado sensiblemente esa cifra.
El hecho es importante por la increíble densidad histórica
que encierra. En ese sitio y en ese momento, entran en colisión las grandes
ideas del pensamiento político del mundo contemporáneo: el capitalismo industrial,
el imperialismo, el nacionalismo, el socialismo y el anarquismo. Todo se concentra en ese punto, en torno a esas
barricadas. Allí confluyen, en persona o en la distancia, Bismarck, Marx,
Bakunin, Garibaldi, Rimbaud, Victor Hugo, Nietzsche… Se gesta
un nuevo mapa de Europa y entra en escena un nuevo actor político que,
parafraseando a John Reed, «conmoverá al mundo»: la clase obrera. La primera
vez en la historia que la bandera roja ondeó en un edificio público ocurrió
entonces, en el ayuntamiento parisino. El mismo himno de La Internacional surge allí, pocos
días después de la masacre. La Comuna de
París es el Big Bang de todas las revoluciones sociales modernas.
Su brevedad, apenas 60 días,
contrasta con su contundencia histórica y su perdurabilidad. Las acciones
populares y la respuesta de las élites siguen hoy el mismo patrón. La esperanza
comunera de imponer un internacionalismo de los pueblos frente a la
globalización imperialista del capital aún constituye una aspiración central de
la izquierda. Cuando derribaron la columna Vendôme, coronada por la estatua de
Napoleón, se adelantaron siglo y medio al furor iconoclasta surgido del movimiento Black
Lives Matter. Los proletarios empujados a la miseria por los patrones
burgueses de entonces son los precarios trabajadores de 2021, sin contratos y
autoexplotados por una aplicación digital. Así, los memes que muestran a Louise
Michel ataviada con un chaleco amarillo se antojan hoy de una
coherencia irreprochable. La Comuna, en suma, sigue hablando. Aún es actual 150
años después.
La importancia del mito
Henri
Guillemin decía que la Historia no puede
ser contada desde la objetividad. «Eso supondría manejar los hechos como si
fueran objetos. ¿Pero cómo va a ser considerada un objeto una historia humana,
una aventura humana?», se preguntaba el historiador en 1971, en el inicio
de una serie de 13 episodios en los que contaba la historia
de la Comuna para la televisión pública suiza. Su retrato de aquellos días, un
prodigio de erudición y elocuencia, está teñido por una indudable simpatía por
los comuneros. Guillemin no engañaba: narró siempre la historia desde su
progresista prisma personal. Eso, sin embargo, no empañaba el relato.
Cartel de
un panorama fechado en la década de 1880. El panorama era un túnel circular con
pinturas que debía ser recorrido por el espectador y que narraba algún
acontecimiento histórico. LEÓN CHOUBRAC, HOPE/MUSEO CARNAVALET DE HISTORIA DE
PARÍS
Laure
Godineau, profesora de Historia en la
Universidad París 13 y una de las grandes expertas en la Comuna, pone especial
énfasis en señalar la relación entre historia y memoria. Mientras la historia
es una lectura crítica del pasado fundada en unas fuentes y realizada con una
metodología validada por los académicos, la memoria es una representación hecha
con fotos, carteles, canciones, testimonios personales, lugares emblemáticos…
«A menudo se dice que hay una discordancia entre historia y memoria porque la
historia es una mirada con distancia y la memoria es algo más cercano, más
emocional», explicaba Godineau en una conferencia en la Universidad Popular
del Distrito XIV. «Pero historia y memoria pueden ser totalmente
complementarias. De alguna manera, la memoria orienta la historia, la
dinamiza». Y en el caso de la Comuna de París es prácticamente imposible
separarlas. Lo mismo que separarse del mito. La gran pregunta es: ¿debemos
separarnos de los grandes mitos de la izquierda para encontrar un nuevo camino
acorde a los tiempos que vivimos?
Según María Eugenia
Rodríguez Palop, eurodiputada y profesora de Filosofía del Derecho en
la Universidad Carlos III, «de los mitos no hay que alejarse demasiado. Hay que
racionalizarlos y adaptarlos». A su juicio, es más importante la herencia que
el peligro de caer en una nostalgia desmotivadora y paralizante. «Yo no soy de
esas personas que creen que todo se hace ex novo», explica. «Todos
debemos algo a alguien, todos somos herederos de símbolos y de mitos, y creo
que las generaciones están interconectadas. Tengo una concepción
bastante circular del tiempo. La idea del progreso lineal del tiempo, que tanto
gustaba a Marx, o el movimiento histórico inexorable del que
hablaba Hegel, todo eso de ‘pisar inevitablemente flores
inocentes’ en el avance por el camino de la historia, todas esas ideas generan
muchos residuos. Y además son muy machistas. A mí me gusta pensar más bien en
un movimiento pendular. Creer que tú, políticamente hablando, eres algo nuevo y
estás haciendo historia, potencia el ego y la soberbia». La escritora Layla
Martínez coincide con esa idea: «Las luchas no son tan nuevas. Lo que ahora
reclamamos y podemos considerar un objetivo rupturista ya ha sido reclamado por
mucha gente antes».
«El mito siempre ha tenido una
función esclarecedora de futuro», afirma, por su parte, Germán Cano, profesor
de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Alcalá de Henares y uno de los
fundadores de Podemos. «Uno no consigue cambios transformadores a través de la
comprensión científica de la historia. Walter Benjamin trató
este tema en los años treinta y acusaba al Partido Socialdemócrata de no poder
crear una pulsión de cambio precisamente por estar aferrado a un ideal
obrerista de progreso automático donde no había ningún tipo de épica ni de
interpelación simbólica. Y en ese contexto tan frío en términos ideológicos, el
fascismo se llevó el gato al agua. La república de Weimar reflexiona sobre
esto, sobre cómo el marxismo ha perdido su capacidad mítica de interpelar a la
gente a través de símbolos».
Los mitos revolucionarios, por
tanto, nos reclaman y nos empujan, pero también existe un fetichismo mítico que
puede ser contraproducente. «El uso de la canción de Quilapayún para cerrar los
mítines de Podemos, por ejemplo, en el fondo hablaba de nuestra
incapacidad de construir nuevos mitos, relatos o símbolos con los que
nos pudiéramos identificar en un momento histórico diferente», asegura Cano.
«La utilización de ese imaginario cultural es una derrota de Podemos. Estábamos
utilizando símbolos viejos que no hablaban más que a un determinado
grupo ya muy convencido y con una educación sentimental muy concreta. En ese
sentido, sí creo que aferrarse a símbolos del pasado habla más bien de una
derrota en el presente».
«Siempre estamos echando de
menos el pasado», apunta Layla Martínez. «Eso tiene que ver con el marco
cultural en el que estamos inmersos, en el que el futuro es un sitio hostil.
Por eso tendemos a buscar refugio en el pasado. Enzo Traverso hablaba
de esto en su libro Melancolía de la izquierda. Él decía que esta
melancolía viene de la cultura de la derrota en la que está inmersa la
izquierda, sobre todo a partir del auge del neoliberalismo. La victoria de
Thatcher sobre los mineros también es un símbolo. Por eso la izquierda se
remonta a otros acontecimientos en los que venció o, al menos, lo intentó, como
ocurrió en la Comuna de París, que acabó ahogada en sangre. Se idealizan hasta
las derrotas. Romantizar el pasado siempre es peligroso porque te impide ver la
estrategia».
Germán Cano impartió durante
2021 un curso sobre la idea de ‘cancelación del futuro’ que
parece haberse apoderado de nuestra sociedad tras dos crisis enormes, la de
2008 y la provocada por la COVID-19. «Que tantos jóvenes españoles en torno a
los 30 escriban con tanta nostalgia del mundo de sus padres es un síntoma
profundo del no future, pero también de una desesperanza terrible.
Porque ese mundo no era tan feliz», escribía en su cuenta de
Twitter. Layla Martínez abunda en esa idea: «Romantizar un suceso histórico no
es igual que vivirlo. Incluso los que lo vivieron tuvieron que hacer frente a
muchas tensiones, contradicciones y problemas. Pero cuando tú lo estudias en un
libro de Historia eso no se ve». En cualquier caso, hacer una genealogía de los
mitos de la izquierda puede ser muy útil. «Esa genealogía debe hacerse de forma
crítica y utilizarse para aprender –advierte Martínez–. Para dotarnos de
herramientas prácticas, simbólicas y discursivas. Cosas que se han hecho y
funcionaron. Y al contrario. Cosas que quizás hay que cambiar porque no valen
para este contexto».
Fuente: https://www.lamarea.com/2021/12/28/comuna-paris-1-hoy/
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