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Sobre la fragilidad de Rusia. Una advertencia
contra la sobrevaloración de su potencia.
Procesión de Pascua. Ilya Repin
Me parece que algunos observadores
de izquierda del Sur global son excesivamente optimistas, y están demasiado
deslumbrados por la combinación que resulta de la alianza ruso-china por un
lado, y del declive de Occidente en el mundo por el otro. Ambos procesos son
verdaderos, pero el primero, la alianza ruso-china, es incierto a
medio plazo. No sabemos cuanto va a durar, teniendo en cuenta el desequilibrio
de potencia entre ambos países y la nula vocación de Rusia por ser “hermana
menor” de nadie. Respecto al segundo, es tendencia histórica, es decir
tiene lugar desde hace décadas y es lento en sus efectos. Así que la promesa de
un mundo multipolar, con varios centros de poder, que suceda al hegemonismo
occidental a punto de quebrar, es al mismo tiempo verdadera, problemática y
relativa…
Todo esto es un gran asunto del que
no sabemos qué resultará, pero aquí vamos a centrarnos solo sobre un aspecto
del mencionado optimismo: la exagerada sobrevaloración de la potencia rusa.
Por más que algunos despechados intelectuales “euroasianistas” de su
régimen lo insinúen, Rusia no es Asia. Con su milenaria tradición cristiana, su
alfabeto de tipo griego, su etnia y lengua mayoritariamente eslavas, sus
coordenadas de civilización son inequívocas. Parafraseando a Pavel Miliukov, el
principal historiador de su cultura política de principios del siglo XX,
podemos afirmar que Rusia no es Asia, sino Europa
complicada por Asia. Rusia es periferia occidental
-como España lo era hasta que su reciente asfaltado intelectual europeista
evaporizó a Don Quijote de la escena. Eso quiere decir que desde esa posición,
Rusia forma parte y está inserta en la tendencia histórica del declive
occidental.
En los años noventa, tras el fin de
la URSS, por algunos momentos nos pareció que el país se iba literalmente al
garete de la mano de su degenerada casta política administrativa, concentrada
en el saqueo y la privatización del patrimonio que con la URSS solo
administraba sin poseer ni heredar. El restablecimiento llevado a cabo por
Putin corrigió esa perspectiva de hundimiento, pero hay que ser conscientes de
que, en el mejor de los casos, ese restablecimiento no pasa de ser una mera
administración del inexorable declive general, tal como pronosticaba en los
noventa Lev Gumiliov. Para entendernos, ese restablecimiento no tiene nada que
ver con los combustibles que impulsan el ascenso de China.
En mi opinión el fortalecido papel
de la Rusia de Putin, en su entorno y en el mundo, es más engañoso que real.
Bajo su aparente contundencia se oculta una inquietante fragilidad.
LOS TRES CÍRCULOS DEL “SOCIALISMO”
Desde el punto de vista de su
cohesión territorial, la Unión Soviética se creó como una federación de
repúblicas. A diferencia del Imperio Ruso, en el acrónimo “URSS” ni siquiera
figuraba “Rusia”, pero el carácter dogmático y casi religioso de su ideología
exigía una absoluta unidad y obediencia. Esa exigencia acabó por anular por
completo no solo lo federal sino cualquier atisbo de autonomía, aunque esto
último se recuperó en la época de Brezhnev, por lo menos a nivel de la holgura
con que las élites de las diferentes repúblicas hacían y deshacían en sus
territorios.
El nuevo imperio ruso que fue la
URSS -imperio “raro”, en el sentido de que no había succión de recursos de la
periferia desde el centro ruso- ejerció un dominio basado en la ideología.
Desde que Stalin afirmó el “socialismo en un solo país” frente al precedente
internacionalismo, el “socialismo” fue el cemento nacional ruso de dominio y
cohesión territorial que se acabó instalando una vez anulados los impulsos
liberadores y de radical ruptura de la Revolución de 1917. Como decía el
historiador y maestro Dmitri Furman (1943-2011), “Stalin fue la síntesis entre
un clásico del particular marxismo ruso, un nuevo Lénin, y un reformulador del
nacionalismo ruso, un nuevo Iván el terrible”. La analogía con Napoleón, a la
vez verdugo y reformulador imperial de la Revolución Francesa, tiene cierto
sentido. En todo caso, gracias a ese “socialismo”, un nacionalismo ruso
camuflado pudo seguir manteniendo el enorme espacio euroasiático durante 80
años mas.
El espacio imperial soviético tenía
tres círculos concéntricos. El primero era su matriz rusa, la República
Socialista Federativa de Rusia (RSFR), el segundo las repúblicas de la URSS, y
el tercero los países del bloque socialista. Con la disolución de la URSS y la
anulación de su muy erosionada ideología, se evaporó el cemento que adhería
toda la construcción. Con la disolución de la autocracia zarista en 1917 pasó
algo parecido. En el caos que sobrevino algunos territorios (entre ellos
Polonia y Finlandia) abandonaron el imperio. Con la disolución de la URSS y su
previa liberalización, fue todo el bloque del Este y las repúblicas soviéticas,
el tercer y segundo círculo, las que se fueron. Pero de la misma forma en que
tras la Revolución de 1917 el espacio se recompuso con otras fórmulas mediante
la URSS, tras la disolución de ésta se inventó la CEI, la Comunidad de Estados
Independientes, para rescatar los restos del naufragio con una nueva
integración.
LA DOBLE COMPLICACIÓN DE LA
INTEGRACIÓN POSTSOVIÉTICA
Desprovista del cemento ideológico y
de toda idea cohesionadora, este nuevo invento integrador que la Rusia
postsoviética lleva a cabo desde hace años en la CEI, ya es una lucha por
refundar un espacio rusocéntrico sin matices ni camuflajes. Está empresa está
resultando extremadamente complicada, tanto a nivel institucional como a nivel
ciudadano.
Institucional, porque el esfuerzo de
Moscú por recuperar espacios e influencias, algo que tiene pleno sentido nacional
ruso, choca con la afirmación nacional de las nuevas repúblicas independientes.
Para ellas, la independencia y la soberanía son el presupuesto ideológico
básico de su cohesión nacional. La integración de la enorme Rusia con las
pequeñas y no tan pequeñas repúblicas contiene, además, una certeza de
desigualdad implícita en los diferentes pesos de cada una de ellas comparadas
con Rusia. En la integración de los pequeños con el grande no hay posibilidad
alguna de ecuanimidad. Pasaría lo mismo si Estados Unidos creara una especie de
federación con Canadá, México y las siete repúblicas centroamericanas. En la
Unión Europea también se observan tendencias desintegradoras pero las
correlaciones son diferentes, por la existencia de varias naciones “grandes” en
cierto equilibrio que amortiguan el propósito dominador de Alemania, la mayor
de ellas. Por Varufakis y muchos otros testimonios, sabemos que en las
reuniones del Euro grupo, esa especie de Politburó tecnocrático-neoliberal, es
Alemania la que lleva la voz cantante, mientras los otros escuchan. Pero es
otra escala.
Los dirigentes de las repúblicas ex
soviéticas solo pueden ver en la integración un yugo desigual, una mera
disciplina y sometimiento a designios rusos sin mayores matices. Entonces, ya
sin fundamentos ideológicos comunes y con la necesidad de afirmar su propia
cohesión en colisión con los designios de Rusia, ¿qué es lo que les mantiene
unidos a Moscú a pesar de todo? La respuesta a esa pregunta es inequívoca: el
nuevo cemento es la común naturaleza autocrática de sus regímenes. Y la
maldición de este nuevo intento de integración del espacio euroasiático es
precisamente que ese cemento es sumamente quebradizo.
CLUB DE REGÍMENES AUTORITARIOS
Todos los regímenes postsoviéticos
que participan en el esfuerzo integrador ruso tienen en común su condición de
“democracias de imitación”. Sus parlamentos son irrelevantes, sus elecciones
trucadas, sus regímenes autoritarios/oligárquicos con gran nivel de corrupción,
y sus dirigentes no tienen alternativa: se suceden en el poder o nombran a sus
sucesores, sin que haya posibilidad alguna de cambio. Aunque el sentido,
económico, comercial, cultural, lingüístico, histórico y político, de la
integración sea enorme y genuino, en la práctica la principal y última razón de
ser institucional es el mantenimiento de los regímenes autocráticos formados
por cada oligarquía nacional en diversas modalidades. Esa característica
fragiliza enormemente la empresa ante las sociedades y ciudadanías de todos
esos países para las cuales un horizonte de mayor libertad y holgura es una
aspiración ineludible.
Desde Kirgizstán a Ucrania, pasando
naturalmente por Rusia, todas las sociedades se miran a efectos de futuro en el
espejo “europeo”. No estamos en China donde se juega en otra liga (¿de
momento?), la liga de las “características chinas”. El caso de Mongolia, que no
es una “democracia de imitación” sino una democracia homologable con las
occidentales desde todos los puntos de vista, sugiere que no hay un límite
geográfico en Eurasia a esos efectos. Con mayor o menor intensidad, la
aspiración a una vida con menos corrupción, desigualdad e injusticia, y mayor
espacio de libertad, incluida la posibilidad de cambiar de gobierno en
elecciones, es una presión que se manifiesta periódicamente (que en caso de
realizarse, esa aspiración tenga muchas probabilidades de convertirse en
sumisión y vasallaje a otro poder extranjero, cambia poco la situación). Ese es
el principal fundamento de las llamadas “revoluciones de colores” y es mucho
más importante que el intervencionismo occidental de propósitos manifiestamente
bastardos y sin la menor conexión con la democracia en ellas. Sin un movimiento
nacional-popular genuino, el cambio de régimen del 2014 en Ucrania, que incluyó
inequívocos aspectos de golpe de estado, no habría sido posible, por más dinero
y esfuerzos que hubieran puesto Washington y Bruselas.
Ante esos movimientos sociales y
civiles, Rusia actúa en la CEI como la URSS actuaba en Europa del Este en el
anterior ciclo histórico: defendiendo el estatus quo, e impidiendo la autonomía
social. Las contradicciones están llegando a tal extremo que hasta en
Bielorrusia, la más soviética y hermana de su matriz rusa de las repúblicas de
la URSS, Rusia empieza a ser vista como impedimento y obstáculo de emancipación
y evolución hacia un sistema político para el que la democracia de baja
intensidad común en Europa Oriental y Occidental es manifiestamente preferible
a la autocracia de Lukashenko que ha preservado una nivelación social y un
estado asistencial de tipo soviético considerable y valioso (aspecto que
explica la frialdad obrera ante los últimos grandes movimientos ciudadanos
contra el caudillo bielorruso).
En Kazajstán acabamos de ver cómo se
ha aplastado y reprimido un movimiento social antioligárquico (el grito “¡vete
viejo!” dirigido al Caudillo Nursultán Nazarbayev) con la ayuda de Moscú y su
estructura militar de seguridad euroasiática. El contenido práctico de esa
ayuda ha sido discreto, las tropas no han participado en la represión y apenas
han estado en Kazajstán una semana para no ofender al nacionalismo local (sería
interesante saber qué decían al respecto los chinos, que tienen mucha mas
inversión en el país), pero han servido para imponer a una facción de la
oligarquía kazaja sobre otra, la familia de Nazarbayev, que monopolizó el
saqueo del patrimonio energético del país durante treinta años.
Se está llegando a una situación en
la que Moscú es el impedimento de cualquier evolución política. Lo máximo que
pueden esperar los bielorrusos es que el Kremlin encuentre un recambio
autocrático de su gusto al desprestigiado, astuto y conflictivo Lukashenko.
Respecto a los kazajos, no creo que puedan esperar mucho más del cambio de la
familia y los clanes de Nazarbayev por la de Tokayev y los suyos.
En la actitud del Kremlin no hay
solo consideraciones, digamos “geopolíticas”, evitar que tal o cual república
se pase a Occidente con toda la pérdida económica, política y de seguridad que
supone. Es muy importante también el miedo a un contagio: miedo a una revuelta
social y anti oligárquica en Rusia, algo que tarde o temprano sucederá…
Así, si la desproporción de pesos
específicos y la correlación de fuerzas de las repúblicas de la CEI con
respecto a Rusia, complican todo horizonte de soberanía por arriba, la defensa
a ultranza del orden oligárquico, por miedo de que las sociedades huyan hacia
Occidente y que la ola llegue a Rusia, complica sobremanera la integración por abajo. La
conclusión es inequívoca: este embrollo solo puede desenredarse con un cambio
político en Rusia. Llegamos así a lo más complicado.
AL CAMBIO POR LA CONVULSIÓN
El cambio evolutivo hacia una
democracia homologable con las de Occidente (entiéndase una democracia de baja
intensidad, plutocrática, corrupta e injusta, por todo aquello que hace al
capitalismo incompatible con una democracia genuina) es en Rusia más difícil
que la caótica quiebra de su régimen. Como expliqué en mi libro Entender la Rusia de Putin (2018), una
sociedad civil excluida de toda responsabilidad política, sin posibilidad de
cambio institucional, con pocos altavoces para expresar legalmente su
disconformidad, etc., etc. tenderá siempre a una actitud de derribo más que de
reforma o enmienda del orden establecido. Si no se puede intervenir vía
elecciones, vía las cámaras representativas y los medios de comunicación, solo
queda la calle y la fuerza como espacio y método de cambio. En esas
condiciones, la autocracia considerará siempre, y con razón, cualquier
propósito de reforma desde abajo como subversivo, cuando no obra de agentes
extranjeros. El pacto y el consenso son figuras
complicadas que tanto arriba, en el poder, como abajo, en la sociedad, tienden
a verse como expresión de debilidad. En esa dialéctica, el cambio tiene muchas
probabilidades de plantearse como convulsión.
Si, como consecuencia de tal
quiebra, regresaran al poder en Rusia las fuerzas “liberales” que gobernaron el
país tras la disolución de la URSS de 1991, el resultado podría ser parecido, o
igual, o peor, al actual. Esto no es una profecía, sino la constatación de algo
conocido y experimentado, algo que ya hemos visto.
El actual régimen ruso, tan
denostado por Occidente, no lo fundó Putin, sino Boris Yeltsin en nombre de valores
liberales-occidentalistas. No hay en esto ninguna paradoja. Recordemos que
Rusia es el país en el que los espantosos crímenes de los años treinta de
Stalin se cometieron en nombre del socialismo… Fue en los años noventa bajo el
gobierno “liberal” y pro occidental de Yeltsin (con raras excepciones mas bien
habría que hablar de “liberales-estalinoides”), cuando se bombardeó el primer
parlamento plenamente electo de la historia rusa entre el aplauso de Occidente
(octubre de 1993) y se impuso sobre aquella masacre (unos 200 muertos y miles
de detenidos) un presidencialismo y una constitución autocráticos y un
parlamento (Duma) consultivo e irrelevante. Esta memoria nos advierte contra el
aplauso y el padrinazgo occidental de personajes alternativos a Putin como el
envenenado y encarcelado Aleksei Navalny: puede haber algo peor que Putin.
Muchos rusos, seguramente la mayoría, así lo piensan.
Otra consideración importante es la
contradicción entre el propósito “nacional” del Kremlin (lo político) y la
dependencia que la oligarquía rusa tiene del entramado occidental, en cuyas
instituciones bancarias y paraísos fiscales guarda sus capitales. En ese
“internacionalismo” de los ricos hay un claro potencial de cisma interno del
régimen ruso que es un conglomerado burocrático-oligárquico…
No hay en estas consideraciones nada
de determinismo fatalista. Son el resultado de una observación de los ciclos de
la historia rusa y de los datos y señales que ofrecen el país y las
circunstancias de su sociedad, un trabajo que en gran parte está aún por hacer.
Y ese análisis apunta mas bien a que solo mediante turbulencias podrá Rusia
llegar a un gobierno y una condición económica y socialmente más estables. El
día que los rusos así lo decidan me parece que un escenario de tipo
socialista-colectivista, tiene más futuro que uno oligárquico-occidentalista,
pero quizás para eso tenga que pasar una generación. En ese escenario será
mejor un estricto no intervencionismo, dejar a Rusia en paz, para no repetir
los desastres que agravaron el salvajismo de su guerra civil después de la
Revolución, contribuyendo al “comunismo de guerra” y a la génesis del
estalinismo. Rusia es material inflamable que conviene no agitar. Y es
demasiado grande, en todos los sentidos, para ser colonizada y aleccionada.
ACTITUD HIPOCRÁTICA
Esa debería ser la actitud europea
hacia ella, una actitud, podríamos decir, hipocrática: no agravar con nuestra
intervención el estado de salud del paciente, los traumas y complejos que su
complicada historia imprimieron en la psiqué colectiva de su sociedad. Eso
quiere decir, por ejemplo, aquí y ahora, acceder a sus razonables exigencias de
“garantías de seguridad”, retomar la diplomacia y renunciar a la política de
sanciones. Al fin y al cabo estipular un estatuto de neutralidad para países
como las repúblicas bálticas, Ucrania o Georgia, y delimitar un continente
libre de armas nucleares, no equivale al “nuevo Yalta”que invocan nuestros
políticos. Finlandia y Austria tuvieron estatutos de neutralidad en el siglo XX
cuando Rusia era mucho más poderosa que ahora, sin vender por ello su soberanía
a Moscú. Si Europa convive, e incluso sanciona tácitamente, anexiones tan
violentas y abusivas como las de Israel, la de Turquía en Chipre o la de
Marruecos en el Sahara occidental, ¿por qué hacer escándalo de Crimea, secular
tierra rusa, incorporada a Rusia sin violencia y con el beneplácito de su
población?
La tensión con Rusia conviene a
Estados Unidos cuyo dominio político-militar del continente depende de ella.
Una relación normalizada entre Rusia y la UE acabaría con ese dominio (otro
asunto es cómo se proyectaría en el mundo tal sintonía si llegara a integrarse
desde Vladivostok a Lisboa).
La simple realidad es que en el
mundo de hoy, Rusia y China, practican una política exterior mucho más
prudente, opuesta al belicismo y abierta a la diplomacia y el consenso en la
resolución de los problemas internacionales, que sus adversarios occidentales.
Basta con observar la crónica bélica de los últimos veinte años para
convencerse de ello. No hay aquí tampoco gran paradoja, pues Occidente mantiene
niveles de pluralismo de puertas adentro, perfectamente compatibles con la
dictadura, el racismo y las matanzas, características del colonialismo y el
imperialismo, de puertas afuera.
Si la tensión con Rusia se mantiene
hoy en Europa, no es solo a causa de esa maldición de la autocracia que condena
a la fragilidad al espacio euroasiático con centro en Moscú, sino también, y
sobre todo, a causa de otras enfermedades, particularmente occidentales. Pero
esa es otra historia mucho más conocida entre nosotros, y hoy solo queríamos
abordar el problema de la fragilidad de Rusia y las contradicciones que
encuentra la complicada integración del espacio postsoviético.
Los partidarios de ese orden
internacional no imperial, menos injusto y más democrático que necesitamos para
afrontar los retos del siglo (calentamiento global, desigualdad, exceso de
población y proliferación de recursos de destrucción masiva), deben ser
realistas y no hacerse falsas ilusiones.
(Publicado en El Salto)
Fuente: https://rafaelpoch.com/2022/01/26/la-maldicion-de-la-autocracia/
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