Economía, Mundo 17
septiembre, 2018 Alejandro Nadal
Estados Unidos
ha lanzado el primer disparo de una guerra comercial que podría durar mucho
tiempo. Donald Trump mantiene un discurso triunfalista que recuerda el de los
generales de siempre, que al inicio de una aventura bélica han prometido que
los soldados regresarán a sus hogares en unas cuantas semanas. La historia
muestra cómo los horrores de la guerra los han desmentido cruelmente.
China ha anunciado su primera respuesta a la ofensiva, sin
llevar la confrontación más allá de lo necesario, aunque Washington ha dado a
conocer planes para proceder con más aranceles sobre otras importaciones
chinas. Si la guerra comercial se detiene en estas primeras escaramuzas, los
efectos sobre la economía mundial serán modestos y podrán ser absorbidos sin
demasiado problema.
Pero hace una semana, Trump amenazó con imponer aranceles sobre
importaciones chinas por un valor de 500 mil millones de dólares, cifra que es
casi igual al total de las importaciones estadunidenses en 2017. Y para
justificar su último desplante, Trump ha recurrido a una nueva estratagema. La
narrativa ya no es sólo que China ha robado empleos, sino le ha quitado
tecnología a Estados Unidos e invade sus patentes y secretos industriales. En
este discurso mercantilista, los subsidios a las empresas chinas constituyen
una fuente de competencia desleal que hay que contener.
En el fondo, lo que Trump y su asesor en comercio internacional
Peter Navarro están atacando es la política industrial y tecnológica de China.
Pero esa batalla ya la perdió Estados Unidos hace tiempo. Incluso antes de la
contrarrevolución de Deng Xiaoping, China ya tenía una industria nuclear y
militar bastante diversificada. Y cuando se impone el actual modelo de capitalismo
comunista, China estaba preparada para recibir y absorber la tecnología
que vendría asociada a las inversiones extranjeras. Hoy, lo que queda es
preguntarse si los instrumentos usados por Pekín son compatibles con las reglas
de la Organización Mundial de Comercio (OMC), organismo al que pertenece China
desde 2001.
Para la administración Trump, el acceso de China a la OMC fue un
error, porque le abrió espacios a su agresiva política de exportaciones sin que
Pekín cumpliera con sus obligaciones en materia de reciprocidad. Pero cualquier
proceso de solución de controversias en la OMC dictaminará que los instrumentos
de la política industrial y tecnológica del gigante asiático son compatibles
con las reglas del comercio internacional.
En la actualidad, China considera que su economía tiene ramas en
las cuales existe una significativa dependencia tecnológica. Entre los ejemplos
destacan aviones, semiconductores y equipo médico de alta tecnología. Y en esas
ramas, el Estado chino está realizando inversiones masivas para reducir las
importaciones y la dependencia tecnológica. Claro que para un economista
neoliberal eso parece anatema, pero resulta que para la OMC todo eso es
perfectamente válido.
Es cierto que China
adquirió en el seno de la OMC la obligación de no exigir a las empresas que
quieran invertir en ese país el que procedan a
transferir tecnología. Pero China mantiene un amplio grado de discreción para definir en qué sectores se acepta la inversión extranjera directa (IED) y en cuáles está restringida o regulada. Y entre las ramas sujetas a regulación, China puede decidir que la IED sólo se acepta cuando hay empresas conjuntas en las cuales se aplican esquemas de transferencia y absorción de tecnología. Eso está permitido por la OMC.
El mejor ejemplo de la
aplicación de esta política tecnológica e industrial es el ferrocarril de alta
velocidad. Las empresas que buscaban obtener contratos para proveer rieles para
altas velocidades en el mercado chino tuvieron que asociarse con las empresas
estatales de ferrocarriles. Y en esos esquemas de empresas conjuntas se incluyeron
contratos para trasladar la producción de partes claves hacia territorio chino.
Otro ejemplo es el de la
industria automotriz. En esta rama, China ha podido crear una cadena de valor
interna que compite ventajosamente con las existentes en cualquier otro país
desarrollado. La razón es que las empresas automotrices extranjeras (como Ford,
General Motors y Volvo) tuvieron que transferir capacidad tecnológica a China
para poder entrar en ese espacio económico. Hoy se comienzan a ver autos
importados en Estados Unidos con el sello Made in China.
Las políticas que condujeron a esos resultados nunca fueron impugnadas en la
OMC.
El contraste con México es
notable. Aquí el reclamo de Trump no es por la presencia de una política
industrial y tecnológica activa. Y es que detrás de la fachada de la industria
maquiladora, los gobiernos neoliberales abandonaron los objetivos de desarrollo
industrial a las fuerzas del mercado. Si la historia económica nos ha enseñado
algo, es que ningún país desarrollado alcanzó objetivos de industrialización y
adquisición de capacidades tecnológicas endógenas sin la intervención del
Estado.
Artículo publicado originalmente
en La Jornada
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