La Marea
14-12-2013
Aunque
el término desarrollo sostenible (DS) es ampliamente utilizado y en apariencia
todos sabemos a qué nos estamos refiriendo, la realidad es que se trata de un
término tremendamente preñado de ideología y usado en muchos casos de manera
antagónica.
La
acuñación del término puede considerarse definitiva a raíz del informe de la
Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de 1987, más conocido
como Informe Brundtland, que lo define como “asegurar que
satisfaga las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las
futuras generaciones para satisfacer las propias”.
Cada
sociedad y cada época han entendido desarrollo y sostenibilidad de manera
diferente en función de los valores imperantes en la misma. Desarrollo se ha
identificado en muchos casos con crecimiento económico, suponiendo que éste
tenía que ser superior al 3% anual para garantizar la sostenibilidad de las
condiciones de vida alcanzadas. ¿Pero es este tipo de crecimiento sostenible?
¿Puede un sistema finito, como nuestro ecosistema, crecer indefinidamente?
Rotundamente, no.
El
concepto de huella ecológica (footprint) nos puede permitir entender
este problema de finitud. Cada persona necesita un mínimo de territorio para
satisfacer sus necesidades de captación de recursos, así como de depósito y
reciclado de residuos. En el año 2008, la huella ecológica media era de 2,7
gHa/per (hectárea productiva por persona) y teniendo en cuenta que con el nivel
de población alcanzado la disponibilidad es de 1,8 gHa/per, resulta que
necesitaríamos 1,5 planetas para satisfacer la demanda actual. Este déficit de
territorio productivo viene sucediendo desde aproximadamente 1969, momento
desde el que podemos considerar que estamos viviendo a crédito del futuro.
Otra
cuestión a tener en cuenta cuando hablamos de DS es a quiénes incluimos en este
desarrollo. ¿Puede haber un DS que excluya a una parte de la humanidad? Para
hacernos una idea de la magnitud de este problema podemos echar mano del índice
Gini, que mide el grado de desigualdad en una sociedad asignando un valor “0”
cuando hay total distribución igualitaria y “100” cuando todo lo posee una sola
persona. En los dos últimos siglos hemos favorecido un desarrollo que ha
incrementado la desigualdad desde un IG de 43 a principios del siglo XIX a
valores superiores a 70 en el 2002. Esto se traduce en que el pretendido efecto
cascada (trickle down), por el que, con el tiempo, la riqueza alcanzada
por las sociedades llamadas desarrolladas llegaría a las menos desarrolladas de
manera que se acabaría alcanzando el equilibrio, está cada vez más lejano.
Lo
cual significa que el actual marco socioeconómico mundial de crecimiento
sostenido está claramente en contradicción con el espíritu y la letra del
instrumentalizado informe Brundtland, ya que no garantiza la
cobertura de las necesidades del presente (desarrollo sincrónico) y menos aún
las de las generaciones futuras (desarrollo diacrónico).
¿Puede
haber otro modelo de crecimiento sostenido? En esto también hay que ser
rotundo: sí, pero debe ser un crecimiento medioambientalmente, social y
económicamente sostenible.
Debe
ser vivible, o sea, medioambiental y socialmente sostenible, sin que llevemos
al planeta a un punto de no retorno en su capacidad de recuperación y en el
cual las desigualdades sean mínimas.
Debe
ser viable, de manera que los factores económicos (administración del hogar, en
su traducción del término griego original) no dilapiden el medio ambiente,
gastando recursos a más velocidad de la que son capaces de producirse.
Debe
ser equitativo, siendo prioritarios los objetivos de justicia social universal.
El
DS no se puede concretar en una opción sociopolítica determinada, sino que es
un proceso constante de reequilibrio más parecido al ejercicio de un
funambulista, que para mantenerse en la cuerda floja sin caer, debe reorientar
permanentemente su movimiento en función de las circunstancias y teniendo muy
claro hacia dónde quiere ir.
Antonio
Aznar Jiménez es Doctor en Ciencias Químicas y Técnico Superior
de Riesgos Laborales. Profesor Titular de Universidad del área de
Ingeniería química en la Universidad Carlos III de Madrid. Miembro del
Grupo de Tecnologías apropiadas de la misma.
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