Análisis
23/01/2020
Conversamos con Álvaro García Linera sobre
democracia en América Latina, racismo, progresismo, fuerzas reaccionarias,
integración regional, clases medias, golpe de Estado en Bolivia y muchos temas
más.
1. Empecemos hablando de un elemento central de la
política, la democracia. ¿Cuál crees que es su estado de salud en la actual
América Latina en disputa?
América Latina es el escenario de intensa disputa
por lo que va a entenderse y defenderse como democracia. Por una parte están
las fuerzas conservadoras, neoliberales y neofascistas, para quienes democracia
es y tiene que ser el endurecimiento de los roles, los lugares y las fronteras
entre los que mandan, por sus destrezas políticas, y los que obedecen, por su
hábito de sumisión; entre los que tienen méritos, conocimientos y son exitosos,
y los que son ignorantes y por ello atrasados; entre los que tienen riqueza por
sus elevadas competencias, y los pobres que son los fracasados. Para ellos la democracia
es sólo un mecanismo de selección rutinaria de los más fuertes, competitivos y
astutos para contener y disciplinar a los perdedores. Por eso no es extraño que
en momentos de emergencia el discurso neoliberal transite de manera normal al
discurso fascistoide, porque es sólo una exacerbación en momentos de excepción.
Frente a ellos, está una manera plebeya de
entender, practicar y defender la democracia como un continuo movimiento de
ampliación de derechos, comenzando por los derechos políticos a participar en
la toma de decisiones de la vida en común, culminando en la ampliación del
derecho a participar en el disfrute de los bienes económicos de una sociedad,
de la riqueza colectiva, de los bienes colectivos y de la propiedad.
Democracia como estrategias de contención de la
plebe o democracia como igualdad plebeya son las dos narrativas prácticas
de lo democrático que se están disputando en el territorio latinoamericano de
una manera tal que ninguna logra consolidarse de manera duradera, en medio de
avances y retrocesos simultáneos. La democracia de igualdad retrocede en
Brasil, pero logra triunfar México; logra una gran victoria en Argentina, pero
cede frente al neofascismo en Bolivia.
A inicios del siglo XXI vino toda una década de una
gran oleada de ampliación sustantiva de la democracia que llevó a que la mayor
parte de los países latinoamericanos tuviera una sociedad movilizada
expandiendo democracia y eligiendo gobiernos progresistas que fueron
institucionalizando esos logros. Sin embargo, se trató de una oleada temporal
que no logró consolidarse estructuralmente, ya sea por límites y luchas
internas como por asedios externos, que dio paso a un reflujo de estas
experiencias y a una contraoleada conservadora. Esta última tampoco logró
ocupar todo el espacio continental ni articular un horizonte de expectativas de
largo aliento, dando lugar a un escenario complejo de una simultaneidad
coetánea de oleadas progresistas y restauradoras, de democratizaciones y
desdemocratizaciones.
Lo paradójico de este escenario es que tanto la
ampliación de derechos como la contrainsurgencia social -de hecho, procesos
antagónicos- se hacen a nombre de la “democracia”; es como si la palabra
desempeñara el rol de un imperativo de verdad, del que nadie puede desprenderse,
pero al que todos quisieran darle su propia definición. Por ello lo que está en
disputa no es tanto la “democracia” como forma de gobierno sino el significante
de lo democrático: como modo de construcción ampliada de igualdades sociales
sustantivas o como modo de sujeción de las desigualdades sociales. Y esa
batalla por la significación de lo democrático, que tiene a su vez una función
performativa de la realidad material del mundo, tiene como escenario a América
Latina; una geografía social convulsa, intensa y en muchos aspectos
vanguardista. De cierto modo, de lo que pase en América Latina va a depender lo
que se entenderá por democracia en el mundo a futuro.
Está claro que para las clases populares la lucha
por la democracia y la importancia de los actos electorales sólo cobran sentido
si son el modo para lograr la igualdad, la ampliación de derechos, la
satisfacción de necesidades. Por eso a medida que las distintas fracciones
populares concurren en cohesión creciente, la democracia de igualdad gana
terreno y legitimidad en nuestras sociedades. E inversamente, a medida que las
elites adineradas y privilegiadas logran fragmentar y desmoralizar a los
sectores populares, la democracia de contención adquiere preponderancia
con su apego a los rituales electorales como único contenido de lo democrático.
Y ambas maneras de entender la democracia hoy se disputan en cada rincón del
continente, sin una clara supremacía de una sobre la otra, en un tipo de
escurridizo y geográficamente cambiante “equilibrio catastrófico”.
2. ¿Pueden convivir el racismo (más estructural)
con la democracia en América Latina? ¿Hay solución frente a esa pulsión de odio
hacia los sectores populares que se observa en Bolivia, pero también
fuertemente en países como Brasil, Perú o Argentina?
Toda sociedad está conformada por personas que
tienen más dinero que otras; que poseen propiedades inmuebles, una o varias,
mientras que otras no; o familias cuyos miembros, de dos o más generaciones,
han alcanzado profesionalizarse en tanto que otras familias sólo lograron
terminar el bachillerato o menos. Pues bien, esas familias que poseen muchas
propiedades, mucho dinero, muchos recursos, aunque no se conozcan entre sí,
tienen afinidades en su preocupación por defender sus riquezas, por rodearse de
personas que piensen más o menos parecido y que sus hijos se emparenten con
otros jóvenes que ayuden a preservar o aumentar sus posesiones. Esta
convergencia de intereses objetivos y expectativas subjetivas de conglomerados
sociales es una clase social. Y lo mismo sucederá con quienes no tienen ninguna
propiedad inmueble o muy bajos ingresos monetarios; o entre quienes tienen
pequeñas propiedades inmuebles o empresariales. Cada una de estos conglomerados
es una clase social o una fracción de clase.
Sin embargo, en sociedades poscolonizadas, las
diferencias étnicas -ya sea idiomáticas, culturales o somáticas con las que
inicialmente se identificaba visiblemente la ubicación de la clase colonizadora
o de la clase o clases colonizadas- con el tiempo se constituyen en bienes
igualmente monopolizables que demarca distinciones con efecto material en una
economía de valoraciones y devaluaciones, según se exhiba alguno de los polos.
Esto hace de la etnicidad un recurso, un activo, un “capital” en el caso de
exhibir la etnicidad dominante; o una devaluación de su condición social, en el
caso de que se exhiba la etnicidad dominada. Esto significa que en sociedades
poscoloniales, la etnicidad es un componente objetivo más de la condición de
clase social, y es usado para establecer estrategias de contención, devaluación
o ascenso social.
Pero también en las sociedades poscolonizadoras -y en momentos de una intensificación de los flujos migratorios de países pobres a países más ricos- la etnicidad va a ser usada para regular el acceso a derechos de reconocimiento y de ciudadanía. De ahí que, en general en el mundo, la etnicidad sea una estrategia discursiva performativa de reubicación subalternizada de clase, un modo de forzar permanentemente fronteras imaginadas y visualizadas de clase con efecto de construcción material de clase social.
Por ello todo proceso de construcción de igualdad
social necesariamente requiere desmontar el capital étnico, diluir las
fronteras étnicas que “naturalizan” las desigualdades. Toda democracia de
igualdad no sólo debe mejorar los ingresos de las clases populares sino que
obligatoriamente debe suprimir las barreras discursivas e imaginadas de los
“lugares” de las clases sociales. Pero, a la vez, toda democracia de
contención ha de revitalizar y exacerbar esas diferencias étnicas
precisamente para blindar los privilegios de los pocos ante el ascenso y el
derecho de los muchos. Toda igualdad vuelve porosa, difusa y flexible los
lugares de clase, los oficios de clase, las fronteras étnicas de clase. Y esto
erosiona muchos privilegios de clase. Y es contra ello que las clases que se
ven afectadas por sus privilegios, antiguas clases altas y medias, buscarán
oponer resistencia, utilizar la fuerza y, por sobre todo, reforzar las distinciones
étnicas. Se trata de una manera emocional y corporal de oponerse a la igualdad
y, por ello, tanto más rencorosa y brutal. Es el momento de paroxismo político
de las clases privilegiadas que las lleva a diluir sus diferencias con las
formas fascistizadas del poder estatal y a revelar la impostura que se halla
detrás de cualquier democracia de contención.
Todo proceso de construcción de igualdad social
necesariamente requiere desmontar el capital étnico, diluir las fronteras
étnicas que “naturalizan” las desigualdades.
De una u otra manera la etnicidad es, por tanto, un
campo de batalla de la propia democracia a la que ningún país del mundo escapa.
Las políticas de inmigración implementadas por los países del Norte son, sin
lugar a dudas, políticas racistas que subalternizan y limitan derechos,
planetariamente a países, o nacionalmente a las clases laboriosas migrantes.
El hecho de que el racismo nuevamente haya despertado en el mundo -y, particularmente, en algunos países del continente- es una señal de la gravedad y radicalidad que están alcanzado las luchas por la igualdad y contra la igualdad. Y, de hecho, es previsible una intensificación de las luchas por las fronteras étnicas como estrategia de defensa de privilegios de clase. En el fondo, todo racismo es un método contrainsurgente de la igualdad, es decir, de la democracia.
3. ¿Cuáles son los principales desafíos que tienen
las fuerzas del espectro progresista en la región, considerando el contexto
global de avance de la hegemonía neoliberal y la radicalización de las fuerzas
conservadoras?
En términos generales, construir expansivamente
fuerza social, fuerza política movilizada y fuerza ideológico-cultural tanto
para la lucha de resistencia contra las ofensivas neoliberales como para la
lucha por el poder estatal, pero también para la defensa de sus logros y su
profundización.
Se dice fácil en un párrafo, pero en realidad es la
acción humana más compleja y trabajosa del mundo. Las personas, los colectivos
y las sociedades pueden atravesar décadas y hasta siglos en esta búsqueda de
esa fuerza social y no logarlo. Pero es sólo ese horizonte lo que le da
dignidad histórica a las clases plebeyas y a la historia humana; y al final, en
algún lado, algún momento, todos los sufrimientos, las derrotas y los abusos
soportados pueden hallar un repentino desagravio que le devuelve al pueblo la
libertad de construir él mismo su destino.
De manera comprimida, fuerza social significa
capacidad de unir, de articular las fracciones, los fragmentos, las divisiones
y los faccionalismos internos de las clases populares. Por definición, la
experiencia de la subalternidad es la experiencia de la desunión, y entonces
los esfuerzos para que la gente humilde halle en sus compañeros de destino más afinidades
que diferencias y busque soluciones a su problemas de manera más colectiva que
individual, es la formación de un cuerpo social cada vez más extenso en el que
sus integrantes amarran su devenir en el devenir de los demás.
Fuerza política es la capacidad de que esa
articulación de acciones y expectativas populares asuma la voluntad de
gobernar, la convicción práctica de dirigir el país como un recurso inevitable
para darle validez material y legal a sus requerimientos.
Y fuerza ideológico-cultural es la capacidad de
lograr el consentimiento activo de los movilizados, de los neutrales e incluso
de los que observan los acontecimientos, de que lo que se propone, se hace, se
dice y su búsqueda será beneficiosa para toda la sociedad, o al menos para la
mayor parte de ella. Nunca hay victorias populares prácticas, ni políticas ni
económicas, si previamente una parte importante de la sociedad, comenzando por
el propio pueblo, no está convencida de la legitimidad de esos objetivos.
De manera más precisa y particular en el caso de
los gobiernos progresistas de América Latina, hay tres tareas fundamentales
para defender y profundizar lo logrado.
La primera es seguir ganando de manera multiforme y
en todos los terrenos posibles las batallas de las ideas legítimas de la
sociedad, el monopolio de las ideas fuerza y la dirección del sentido común
predominante en torno al cual las personas organizan su vida diaria y sus
expectativas de futuro inmediato. Es en la dirección de los componentes del
sentido común donde al final se dirimen las lógicas factuales del poder de toda
nación.
Nunca olvidar que si las tareas de los gobiernos
progresistas se van cumpliendo gradualmente, las condiciones de vida de las
clases laboriosas van mejorando y, al hacerlo, las expectativas sociales de los
sectores populares también se van modificando; es decir, el curso del sentido
común va transformándose. El espacio de expectativas de las clases populares
con ingresos bajos ha de ser distinto a las expectativas emergentes de cuando
tiene ingresos medios; y si los gobiernos no saben comprender esta mutación de
campos de expectativa social, mantendrán un discurso y unas enunciaciones
válidas para una determinada composición de lo popular, pero inorgánica y
anacrónica para la nueva composición de las clases populares. Y, al final, si
sólo las fuerzas conservadoras logran entender esta modificación de narrativas
sociales, convertirán el logro de relativo bienestar popular en un arma
confrontada con los que fueron sus impulsores, los gobiernos progresistas.
La segunda, dar muestras palpables, convincentes y
duraderas de que la búsqueda de modelos económicos alternativos al
neoliberalismo ayuda a reducir las desigualdades sociales y generan mayor
bienestar a las clases mayoritarias que el que se tenía anteriormente. Los
sacrificios que todas las luchas por la igualdad suponen no pueden ser
indefinidos; la superioridad moral de los ideales tiene que venir acompañada de
modos palpables de conquista de espacios de bienestar que reafirmen la convicción
de que, aunque es largo el camino emprendido, es mejor que el anterior
abandonado. El posneoliberalismo no puede ser sólo un discurso contestatario:
tiene que ser una manera de reorganizar el uso de los bienes comunes, de
producir y redistribuir la riqueza de tal manera que se vaya creando mayor
igualdad y mejoras a las clases plebeyas.
La tercera, mantener modos de movilización social
capaces de defender los logros, los derechos ampliados que conllevan los
procesos progresistas. Todo proceso progresista en favor de la igualdad que
triunfa políticamente supone distintas maneras de movilización social, de
autoorganización pública de las clases plebeyas. Su transformación en poder de
Estado no debe significar la disolución, ni la burocratización ni el
debilitamiento de las formas de organización social sino una transformación,
adecuada a las nuevas circunstancias, para ser poder social y a la vez poder
estatal. Es en esta dualidad, que a la vez es una tensión política, donde
radica la clave de la defensa y la expansión de las experiencias progresistas.
Estar en el Estado y estar simultáneamente fuera
del Estado es una contradicción. Pero en el cabalgar esta contradicción radica
la clave de la continuidad y defensa de la experiencia progresista de la
democracia como construcción de igualdad.
Sólo poder social sin poder estatal deja en manos
de las clases adineradas el monopolio y los recursos estatales que serán
utilizados para desmontar, más pronto que tarde, el poder social logrado por
las clases populares. Pero, a la vez, sólo poder estatal sin poder social que
lo acompañe siempre convierte la fuerza y la lucha social en un meros
engranajes administrativos del Estado, Y sus intenciones y decisiones, por muy
favorables que sean en favor del pueblo, no sólo serán decisiones tomadas por
los que monopolizan el poder del Estado, sino que la defensa o el fin de esas
medidas recaerá en las propias estructuras coercitivas del Estado y ya no en la
propia sociedad. Y al final, en este caso la duración del progresismo dependerá
del humor de las fuerzas coercitivas del Estado, siempre susceptibles al
soborno de los poderes fácticos internos y externos, y al encuadramiento con
las emisiones discursivas de las clases altas enemistadas con la igualdad.
Quien, al final, defenderá sus logros ante las múltiples amenazas
necesariamente tiene que ser la propia sociedad organizada, las distintas
maneras orgánicas que las propias clases populares, por territorio, oficio o
afinidad, han creado a lo largo de las luchas contra el neoliberalismo.
La fuerza social que triunfa y sostiene las
experiencias progresistas no puede ser solamente administradora del Estado. Es
un hecho de igualdad que los sectores plebeyos puedan ocupar la gestión
estatal, pero a la vez es una necesidad imprescindible del propio triunfo
popular mantener la vitalidad de la fuerza social por fuera del Estado. Estar
en el Estado y estar simultáneamente fuera del Estado es una contradicción.
Pero en el cabalgar esta contradicción radica la clave de la continuidad y
defensa de la experiencia progresista de la democracia como construcción de
igualdad.
4. Tomando la experiencia de la primera década del
siglo XXI, ¿qué mecanismos de integración regional sería necesario reactivar o
fortalecer prioritariamente en el contexto actual y qué rol podrían asumir los
gobiernos de México y Argentina en este proceso?
UNASUR y CELAC son dos organismos continentales que
emergieron en el momento de mayor autodeterminación continental en toda su
historia, desde las guerras de independencia del siglo XIX.
Este acto de autodignificación continental que
rompía el oprobioso vasallaje de gobiernos al dinero y los mandatos de Estados
Unidos no requirió unanimidad de creencias políticas de los gobiernos latinoamericanos.
Si bien ambas organizaciones nacieron en momentos de una mayoría de gobiernos
progresistas en el continente, esto no suponía ninguna homogeneidad ideológica
ni mucho menos. Los gobiernos progresistas tenían posturas ideológicas
bastantes diversas e incluso varios países importantes, como Colombia o México,
estaban gobernados por presidentes claramente conservadores. Sin embargo, más
allá de esta pluralidad ideológica, primó en todos ellos una fuerza moral de
que los latinoamericanos podemos debatir y definir nuestros asuntos de interés
sin tutelajes ni padrinazgos.
Y con sólo esa postura se comenzó a escribir una
historia continental de nuevo tipo al margen de controles coloniales y
sumisiones voluntarias. Fue una década de oro de la dignidad latinoamericana.
Ello no significa que hayamos logrado la unidad continental económica. Ese es
un largo camino marcado por infinidad de dificultades y retos que apenas se
comenzaron a vislumbrar. Pero lo invalorable de las experiencias de UNASUR Y
CELAC es que los objetivos a buscar como pueblos latinoamericanos, los diseños
a construir para la unidad, las dificultades a superar, los comenzamos a
debatir entre latinoamericanos. Por primera vez en 100 años no había ningún
norteamericano simulando hablar castellano queriendo enseñarnos lo que
deberíamos hacer. Y es que, en definitiva, somos otro continente, desplegamos
otras culturas, tenemos otras necesidades radicalmente distintas a la
norteamericana. Y si bien en algún momento hay que pensar en una unidad de todas
las américas, para que esa unidad no sea un nuevo vasallaje se requiere
previamente un largo camino de unidad económica, política y cultural de los
latinoamericanos.
Hoy CELAC y UNASUR están congelados. De hecho, esos
organismos son vistos como una ofensa a Estados Unidos, cuando en realidad lo
único que se hizo es tener el derecho a hablar sólo entre latinoamericanos. Su
revitalización es una obligación de dignidad y de necesidad material
continental, porque necesitamos un espacio común para buscar entre
latinoamericanos las maneras de colaborarnos para hacer frente al caos
económico planetario que amenaza con arrasar las condiciones de vida de
nuestros pueblos. Solos, cada país por su cuenta, somos irrelevantes para el
mundo. Juntos, somos una potencia a ser tomada en cuenta.
Pero ello va a requerir no sólo un mayor número de
países con gobiernos progresistas sino, además, que Brasil, la mayor economía
continental, cambie de rumbo político. Su densidad territorial, geográfica y
demográfica curva el espacio-tiempo continental y mundial, y su presencia
activa es decisiva. En tanto, hay que desplegar articulaciones geográficamente
discontinuas para avanzar en acuerdos comerciales y productivos frente a la
recesión económica mundial, para elaborar agendas temáticas comunes, etc. Pero
lo que no necesita otra correlación de fuerzas estatal es la articulación
continental territorialmente continua de los pueblos, de las organizaciones
populares que luchan por una patria digna y por la igualdad. Es el escenario de
la sociedad civil en lucha el lugar donde hay que desarrollar mayores esfuerzos
para ir construyendo una plataforma de debates y acción colectiva en defensa de
los derechos de los pueblos.
5. ¿Por qué tuvo éxito este último intento de golpe
de Estado en Bolivia? ¿Qué circunstancias y actores cree que lo posibilitaron y
que no estuvieron presentes cuando lo intentaron en 2008?
Tanto el golpe de estado del 2008 como el del 2019
tuvieron como base social movilizada a la clase media tradicional; en el primer
caso, reacia a los procesos de igualdad y participación social anunciados, y en
el segundo caso en rechazo a los procesos de igualdad y participación social ya
alcanzados. Con una diferencia: en el 2019 la rebelión de las clases medias
tradicionales tuvo una presencia territorial extendida a todas las principales
ciudades de Bolivia; ya no era una movilización regional circunscrita a las
regiones del Oriente, como el 2008; esta vez ocupó las principales ciudades de
los 9 departamentos. Pese a ello, las organizaciones sociales populares también
lograron movilizar sectores campesinos, obreros y vecinales a nivel nacional,
conteniendo y gradualmente debilitando a las fuerzas reaccionarias.
Pero la diferencia decisiva que modificó
drásticamente la correlación de fuerzas fue la inclinación de la Policía y
luego las Fuerzas Armadas hacia el golpe de Estado. Al final esto fue lo que
definió la victoria de los restauradores.
El 2008, tanto la Policía como las Fuerzas Armadas
al igual que ahora mostraron una sospechosa inoperatividad para defender las
instituciones estatales. Pero entonces al menos se mantuvieron “neutrales” en
esta disputa social y sólo salieron cuando la victoria popular ya estaba
alcanzada.
El 2019, en cambio, en momentos en que la capacidad
de movilización de las fuerzas conservadoras declinaba y no lograban
victimizarse pese a reiteradas provocaciones para ser reprimidos, los
pronunciamientos de la Policía y luego de las Fuerzas Armadas, desconociendo el
orden constitucional y colocando las armas del lado de los golpistas, definió
el escenario a su favor. Desde ese momento la posibilidad de aplacar el golpe
de Estado pasaba por que las fuerzas obreras, campesinas y populares se
enfrenten a las instituciones armadas con la inminencia de cientos de muertes
en los sectores populares. Y esa fue la decisión que no tomamos ni hubiéramos
tomado en ninguna circunstancia.
6. Llevas mucho tiempo conceptualizando y
analizando a las “clases medias de origen popular”, una clase social surgida a
la luz de las políticas sociales y económicas de corte progresista en Bolivia.
¿Cómo analiza su comportamiento político, en el sentido amplio de la palabra, y
particularmente frente al golpe de Estado? Y ¿qué acciones debería tomar un
Gobierno progresista para atraer hacia sí a este sector?
Si un Gobierno progresista va cumpliendo sus metas
ha de mejorar las condiciones de vida de los sectores más humildes y pobres de
la sociedad. Este es como un termómetro del cumplimiento de la regla de la democracia
de igualdad. Mayor participación social en las decisiones estatales,
distribución de la riqueza, reducción de las desigualdades, satisfacción de
necesidades humanas y ampliación de derechos son los parámetros desde donde se
evalúan las acciones de los gobiernos progresistas.
En Bolivia, para sólo fijarnos en términos de
capacidad adquisitiva, en 13 años de Gobierno progresista, un 30% de la
población pobre y extremadamente pobre logró pasar a ser una población de
ingresos medios. La mayor parte sigue siendo obrera, campesina, asalariada,
pero con derechos ampliados e ingresos notablemente aumentados (entre un 300 a
un 500%). De ellos, una parte importante, además de mejorar su ingreso, ha
logrado su ascenso social calificando o modificando su oficio: de obrero a
obrero calificado; de campesino a transportista o pequeño productor urbano; de
vendedor a profesional o propietario de una casa rentada o negocio, etc. Es
decir, han modificado su condición de clase pasando a ser nueva clase media de
origen popular e indígena.
Se trata de una clase media que no reniega de su
identidad indígena porque es ella, y fue la lucha por su reivindicación social
la que le ha llevado a ese raudo ascenso social; pero además porque son las
redes sociales étnicas, los vínculos de paisanaje, el apellido del ayllu,
las capilaridades del parentesco las que objetivamente le brindan el espacio
social del éxito de su oficio, la continuidad de sus ingresos, la ampliación y
modernización de sus negocios. De hecho, su vínculo con el Estado, que controla
el 38% del PIB y es el mayor contratador de obras y oficios, lo logra
gatillando la cohesión e identidad colectiva sindical e indígena, por lo que la
preservación de su identidad es también un activo de sus emprendimientos
económicos.
Pero a la vez se trata también de una clase social
nueva, es decir, que aún no ha sedimentado una cultura propia sólida resultante
de su nueva condición social. No ha producido todavía sus propios prestigios en
torno a los cuales las competencias interclasistas se reconocen, ni ha forjado
sus propios especialistas de formación de opinión pública. Por ello, a pesar de
ser tan numerosa como la clase media tradicional surgida de la revolución de
1952, con sus apellidos notables y profesionalización de segunda generación, la
nueva clase media también está expuesta a los procesos de clasificación,
distinción y formación de opinión irradiados por la clase media tradicional.
Y entonces su misma cualidad social está en
transición. Muchas veces intenta imitar las poses, las actitudes y los
prejuicios de las clases medias tradicionales. Pero se trata de prejuicios
coloniales esgrimidos precisamente para impedir que gente como ellos,
provenientes del mundo popular indígena, entre o sea aceptada por integrantes
plenos de la clase media. Pero la opción de renegar de su propio origen para
arañar un blanquemiento social tampoco es una apuesta rentable, porque la
eficacia de sus actividades laborales y la mejora de sus ingresos económicos se
deben, precisamente, a la vigencia de redes étnicas y a la afirmación de su
identidad colectiva en su relacionamiento laboral con el Estado.
Esta ambivalencia del ser social de la nueva clase
media de origen popular se ha reflejado nítidamente en su comportamiento
electoral y ante el golpe de Estado. Una parte notable ha seguido votando por
Evo, lo que le ha permitido una importante votación en las ciudades, y no ha
salido a las movilizaciones convocadas por las fuerzas reaccionarias. Los
protagonistas de las marchas y bloqueos urbanos han sido fundamentalmente
estudiantes de las universidades privadas y profesores universitarios de las
públicas, en tanto que los estudiantes de las universidades públicas, con
excepción de Sucre y Potosí -donde prevaleció el tema regional más que el de
clase-, tuvieron una diminuta participación.
Una parte de la nueva clase media seguramente ha
votado a candidatos opositores (bajamos del 61% al 47,5% de preferencia
electoral), pero es probable que una parte de esos 14 puntos perdidos se deba a
que nuestra propuesta discursiva, elaborada fundamentalmente para interpelar a
los sectores populares bajos, no le haya significado una respuesta ni una
identificación emotiva a las expectativas de la nueva clase media.
Las tareas que se desprenden de todo ello son
varias:
La primera, los proyectos progresistas tienen que
tener la capacidad de ampliar y modificar sus construcciones discursivas de tal
manera que sobre la base irrenunciable de la convocatoria al núcleo duro
popular, humilde y pobre, también deben tomar en cuenta las nuevas expectativas
y disponibilidades de los sectores medios de origen indígena-popular emergentes
de las propias transformaciones igualitarias impulsadas por los gobiernos
progresistas. No puede darse la paradoja de que las nuevas clases medias
resultantes de las políticas implementadas por los gobiernos progresistas sean
las que luego se coloquen al frente para oponérseles. No es cierto que hay una
“enajenación” que hace que las nuevas clases medias se vuelvan contra los
proyectos populares. Lo más probable es que los proyectos populares no
comprendan las características de las transformaciones sociales que ellos
mismos han creado y tiendan a mantener el discurso anquilosado en una realidad
social inicial de la que partieron, pero que ahora está modificada precisamente
por el éxito de las políticas sociales implementadas.
La democracia de igualdad, si es un proceso
duradero, ha de promover una transformación de movilidad y ascenso social de
las clases sociales plebeyas del país; entonces, el bloque de poder inicial que
dio lugar al proceso progresista o revolucionario con el tiempo debe
transformarse en otro bloque de poder, ampliando discursos y propuestas en
correspondencia a los desplazamientos estructurales de las clases sociales del
país.
En segundo lugar, los gobiernos progresistas deben
extremar esfuerzos para impedir el encostramiento clasista o repliegue sobre sí
de las viejas clases medias tradicionales frente al ascenso de nuevas clases
medias. El encuevamiento resentido de las clases medias siempre ha sido el
mejor caldo de cultivo de las salidas fascistoides que le prodigan argumentos
morales y racistas al pánico que viven ante el declive de sus privilegios de
pequeña clase media.
Sin negociar un sólo milímetro los procesos de
igualación social, de mejoras del bienestar popular y de la ampliación de las
clases medias, los gobiernos progresistas deben crear vasos comunicantes con
esos sectores para facilitarles reconocimientos y mecanismos flexibles de
ligera movilidad social ascendente. Se debe comprender que las sociedades
tienen una dualidad en sus formas de reconocimiento y representación: son a la
vez colectivas, sindicales, corporativas, como también individuadas. Y ambas
deben tener modos eficientes de ser convocadas por el Estado.
En tercer lugar, una amplia política educativa y
persuasiva en todos los terrenos de la vida diaria de desracializacion de las
relaciones sociales.
Todo proceso de igualdad social tiene un costo
inevitable: la devaluación de los privilegios de las clases tradicionales. No
hay otro camino posible de implementar una democracia de igualdad en favor de
las clases laboriosas. Pero lo que sí se puede hacer es atemperar y fragmentar
las resistencias a estos momentos de justicia histórica.
7. ¿Cuáles serían los principales retrocesos que
sufriría Bolivia bajo un Gobierno electo conservador? ¿Cómo es la Bolivia que
pretenden construir las propuestas de derecha (tanto las más radicales como
aquellas que se autoproclaman “moderadas”?
Las fuerzas conservadoras tienen un objetivo que
las justifica y las impulsa moralmente: detener la igualdad, contener a las
clases plebeyas vistas como “salvajes”, “criminales” o “marcianas”. El triunfo
de la restauración será el triunfo de la desigualdad y la injusticia histórica
convertida en Estado y narrativa oficial.
Y ello pasará inevitablemente, como ya sucedió
antes, por una nueva concentración de la riqueza social mediante la
privatización de los recursos y empresas estatales; un achicamiento de las
políticas redistributivas que beneficiaban a los más pobres y una parálisis a
los procesos de movilidad social ascendente, comenzando por impedir a los
sectores populares el acceso a contrataciones estatales, anular el derecho de
los sindicatos y organizaciones sociales a decidir gubernamentalmente sobre los
asuntos nacionales, terminando en un acelerado deterioro del acceso a una
salud, educación y trabajo dignos por parte de las clases populares.
Es la receta neoliberal conocida en el mundo entero
y que en Bolivia ya fracasó y volverá a fracasar en corto tiempo. Y es que los
restauradores no son portadores de un nuevo proyecto de economía Estado y
social capaz de provocar esperanzas irradiantes y adhesiones esperanzadoras. Su
proyecto es un recalentado del viejo neoliberalismo, azuzado por el revanchismo
y el odio de clase. Eso mueve pasiones temporalmente, no construye sociedades
de manera duradera
8. El lawfare (judicialización de la política) es un
fenómeno creciente en el mundo, y particularmente en la región latinoamericana.
En el caso de Bolivia, ha aparecido con alta intensidad en estas semanas tras
el golpe. ¿Cómo incidirá esta situación en los próximos comicios y de cara a la
institucionalidad democrática en los próximos años en Bolivia?
Desde el golpe de Estado en Bolivia se detiene al
abogado que defiende a un inculpado. Se encarcela a los familiares que buscan
ropa del hijo o del hermano enjuiciado. Se asesina a bala a humildes pobladores
y los responsables tienen inmunidad institucional. Hoy, a dos meses de los más
de 29 asesinatos a bala y 400 heridos, no existe ni una sola causa de
investigación abierta. Pero para las secretarias y familiares de exministros
hay decenas de fiscales abriéndoles causas penales. La justicia ha devenido una
oficina operativa del Ministerio de Gobierno que distribuye acusaciones según
la ideología que profesan las personas.
Nuevamente ser socialista, comunista o indianista
es un delito fragrante que amerita un linchamiento mediático y una detención
preventiva. El lenguaje de la venganza se ha apoderado del Estado. Si informas
objetivamente eres ya un sospechoso de sedición por estar “abusando” de la
libertad de información. Si fuiste miembro del anterior Gobierno, el Gobierno
golpista ha garantizado “cazarte” y ganas no le faltan de pedirte que andes con
tu “testamento bajo el brazo”, como solían hacer sus amigos militares en
tiempos de la dictadura.
El Derecho ya es sólo la furia vengativa de los golpistas. No les importa ni siquiera similar equilibrio, pues las armas y las tanquetas están prestas a silenciar en cualquier momento a los inquietos y descontentos.
Si han estado dispuestos a asesinar impunemente, no
tienen ningún reparo moral en encarcelar ilegalmente. Por ello, el utilizar la
“justicia” como arma electoral para chantajear a la sociedad, coaccionar a
candidatos y atemorizar a electores va a ser una rutina en las siguientes
semanas. La maquinaria de un fraude electoral en favor de las fuerzas políticas
de la derecha restauradora está en marcha.
Por ahora no hay ninguna garantía de elecciones
libres y transparentes. De ahí la importancia de una movilización internacional
de carácter institucional e inmediata para exigir un proceso electoral limpio
en el que ningún elector se sienta intimidado al momento de opinar y a emitir
su voto. Cuantas más instituciones de carácter institucional vigilen todos los
pasos y mecanismos del proceso electoral mejor para acercarnos a unas
elecciones libres.
9. Tras el quiebre de la institucionalidad en
Bolivia, ¿cuáles cree que son los principales desafíos para el progresismo en
general y para el MAS en particular, tanto en lo político como en lo electoral?
Comprender que toda trasformación en favor de la
igualad social inevitablemente afectará a un segmento de la sociedad que
impulsará un contraproceso social en favor de la desigualdad.
Comprender que toda victoria política es, en primer
y en último lugar, una victoria ideológico-cultural. Cualquier descuido en ello
abrirá fisuras peligrosas en la legitimidad gubernamental. El poder es un
convencimiento tácito entre los que tienen el poder, pero también con los que
no lo tienen.
Comprender que el poder estatal es una sustancia
social que atraviesa a todas las personas y es constantemente monopolizada en
instituciones. Si unos no lo tienen, este no se disuelve ni desaparece; se
reconcentra en la decisión y acción de otras personas a través de las mismas u
otras instituciones.
Comprender que las victorias progresistas siempre
se han debido a una combinación de luchas sociales por fuera del Estado y
luchas sociales dentro de las instituciones del Estado. La defensa de los
logros democráticos de igualdad también ha de defenderse sólo con fuerza social
institucional desde el Estado y con fuerza de movilización social por fuera del
Estado.
Comprender que sólo una permanente y fluida
retroalimentación deliberativa entre dirigentes de organizaciones
sociales y los asociados de base garantiza una sana inclusión del pueblo en la
administración del Estado, pero también una fuerte capacidad de movilización
por fuera del Estado.
Comprender que las derrotas tienen que convertirse
en el laboratorio de las futuras victorias.
22 de enero de 2020
Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica
(CELAG)
@CELAGeopolitica
https://www.alainet.org/es/articulo/204362
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