Desenfrenada violencia policial racista en EE UU
21/06/2020 |
Keeanga-Yamahtta Taylor
El
levantamiento del país en respuesta al brutal asesinato de George Floyd, un
hombre negro de cuarenta y seis años, a manos de cuatro policías de Minneapolis
se ha desarrollado en forma de shock, exaltación, preocupación, temor y con
signos de solidaridad. Su mera dimensión ha sido sorprendente. En todo EE UU
las calles, tanto en las grandes y como pequeñas ciudades, se han llenado de
multitudes de jóvenes multiraciales que han dicho basta. Se trata del
levantamiento más grande desde la rebelión de Los Ángeles de 1992 que
manifestaba su ira y amargura por la desenfrenada violencia policial, por el
abuso e incluso el asesinato racista, y todos esos sentimientos se han
extendido finalmente por todos los confines de EE.UU.
Para
sofocar la rebelión se desplegaron más de 17.000 agentes de la Guardia Nacional
y más soldados que los que actualmente ocupan Irak y Afganistán. Más de 10.000
personas han sido arrestadas y más de 12 personas han muerto, en su mayoría
afroamericanos. Se impusieron toques de queda en al menos treinta ciudades,
incluidas Nueva York, Chicago, Filadelfia, Omaha y Sioux City. Se han
organizado manifestaciones de solidaridad desde Accra a Dublín, Berlín, París,
Londres y desde otros numerosos sitios. Y lo más sorprendente ha sido que las
protestas no hubieran terminado dos semanas después de la muerte de Floyd. El
sábado pasado se produjeron las mayores concentraciones conocidas hasta ahora
cuando decenas de miles de personas acudieron al National Mall para luego
recorrer las calles de Brooklyn y Filadelfia.
La
implacable furia y el ritmo de la rebelión obligaron a los estados a ignorar
sus tambaleantes esfuerzos por dominar al nuevo coronavirus que continuaba
contagiando a miles de personas en EE UU. Los dirigentes de los estados han
sido mucho más proclives a llamar a la Guardia Nacional y coordinar las
acciones policiales, para enfrentarse a los manifestantes, que en desplegar
cualquier esfuerzo a fin de reducir el virus. Donald Trump, en una muestra de
cobardía y autoritarismo, amenazó con llamar al ejército de EE UU para que
ocupara las ciudades estadounidenses. La palabra crisis no
describe la vorágine política que se ha desatado.
Ha
habido manifestaciones planificadas, y también se han dado estallidos violentos
y explosivos que solo pueden describirse como una revuelta o un levantamiento.
Los disturbios no son solo la voz de los desheredados sino que, según la famosa
expresión de Martin Luther King, son la ruidosa entrada de los oprimidos al
ámbito político. Se transforman en una especie de escenario de teatro político
donde la alegría, la repulsión, la tristeza, la ira y la emoción chocan
salvajemente en un baile catártico. Es una fiesta de los oprimidos.
Por
una vez en su vida muchos de los participantes podían verse, escucharse y
sentirse en público. Las personas fueron arrastradas desde los márgenes hacia
una fuerza poderosa que ya no puede ser ignorada, golpeada o fácilmente
descartada. Al disfrutar de los primeros sabores de la libertad real, cuando la
policía teme por primera vez a la multitud, los disturbios pueden ser
destructivos, rebeldes, violentos e impredecibles. Pero dentro de ese enredo
contradictorio surgen demandas y aspiraciones para una sociedad diferente a la
que vivimos. Los rebeldes no solo expresan su propia consternación, sino que
también ponen al descubierto todo nuestro dilema social. Como señaló King
acerca de los levantamientos de finales de los años 60: “No me entristece que
los negros estadounidenses se estén rebelando; no era sólo inevitable sino
eminentemente deseable. Sin este magnífico fermento entre los negros, las
evasiones y dilaciones de antaño se habrían alargado indefinidamente. Los
negros han cerrado la puerta de golpe a un pasado de pasividad apabullante.
Exceptuando los años de la Reconstrucción, los negros en su larga historia en
suelo estadounidense nunca han luchado con tanta creatividad y coraje por su
libertad. Estos son ahora nuestros brillantes años de surgimiento; aunque sean
dolorosos, no pueden evitarse". King añadiría: “La revolución negra es mucho
más que una lucha por los derechos de los negros. Está obligando a EE UU a
enfrentarse a todos sus males interrelacionados: racismo, pobreza, militarismo
y materialismo. Está denunciando los males que están profundamente arraigados
en toda la estructura de nuestra sociedad. Revela fallos sistémicas más que
superficiales y sugiere que la reconstrucción radical de la sociedad misma es
el verdadero problema por resolver”.
A
estas alturas debería quedar claro cuáles son las demandas de los jóvenes
negros: el fin del racismo, el abuso policial y la violencia; y el derecho a
liberarse de la coerción económica que supone la pobreza y la desigualdad.
La
pregunta es: ¿Cómo podemos cambiar este país? No es una cuestión nueva para los
afroamericanos sino algo tan antiguo como la propia nación. Gran parte de la
razón por la que los rebeldes inundan las calles con los puños cerrados y los
ojos henchidos es el rechazo o la incapacidad de esta sociedad para abordar esa
cuestión de una manera satisfactoria. En cambio, los que formulan la pregunta
reciben discursos paternalistas biensonantes, repletos de apologías aliteradas,
a menudo intercaladas con declamaciones sobre el significado de América, y en
última instancia en defensa del status quo. Hay una pobreza palpable de
intelecto, falta de imaginación y una banalidad de ideas que impregna toda la
política dominante en la actualidad. Las propuestas de antaño fallidas se
reciclan, pero se proclaman como nuevas, reviviendo el cinismo y la
consternación.
Tomemos
como ejemplo los recientes comentarios del ex presidente Barack Obama. En
Twitter Obama aconsejaba que "el cambio real necesita la protesta para
resaltar un problema y la política para implementar soluciones prácticas y
leyes". Continuó diciendo que "hay reformas específicas basadas en la
experiencia que generarían confianza, salvarían vidas y que también conducirían
a una disminución de la delincuencia", incluidas las propuestas políticas
de su Task Force [Grupo de Trabajo] sobre Políticas para el Siglo XXI, planteadas
en 2015. Un plan tan simple y claro no responde a la pregunta más básica: ¿por
qué siguen fallando las reformas policiales? Los afroamericanos se han
manifestado contra el abuso y la violencia policiales desde los disturbios de
Chicago en 1919. El primer motín como respuesta directa al abuso policial
ocurrió en 1935, en Harlem. En 1951, un contingente de activistas
afroamericanos, armados con una petición titulada Condenamos el
genocidio, trató de persuadir a las Naciones Unidas para que denunciaran el
asesinato de personas negras por parte del gobierno de EE UU. Su petición
decía:
Antes el método clásico de linchamiento era la
cuerda. Ahora es la bala del policía. Para muchos estadounidenses la policía
viene a ser el gobierno, en verdad su representante más visible. Sostenemos que
la evidencia sugiere que el asesinato de negros se ha convertido en una
política policial en los Estados Unidos y que la política policial es la
expresión más práctica de la política gubernamental.
Ha
sido la falta de una respuesta y la falta de "soluciones prácticas" a
las palizas, el acoso y el asesinato lo que ha llevado a las personas a las
calles para desafiar el dominio típico de la policía en las comunidades negras.
Muchos
han comparado la revuelta a escala estatal de hoy con las revueltas urbanas de
los años 60, si bien está de forma más inmediata moldeada por la rebelión de
Los Ángeles de 1992 y las protestas que desencadenó en todo el país. El
levantamiento de 1992 surgió de una mezcla de frustraciones vinculadas a la creciente
pobreza, a la violencia generada por la guerra contra las drogas y al aumento
del desempleo. En 1992, el paro oficial de la población negra había alcanzado
un máximo del 14%, más del doble que el de los estadounidenses blancos. En el
centro sur de Los Ángeles, donde se produjo el levantamiento, más de la mitad
de las personas mayores de dieciséis años estaban desempleadas o ni siquiera
formaban parte de la fuerza laboral. Una combinación de brutalidad policial y
acomodo a una violencia respaldada por el Estado contra un menor negro encendió
finalmente la mecha.
Recordamos
que el 3 de marzo de 1991 Rodney King, un automovilista negro, fue golpeado por
cuatro policías de Los Ángeles en el arcén de la autopista. Pero también es
cierto que, dos semanas después, una chica negra de quince años, Latasha
Harlins, recibió un tiro en la cabeza por el dueño de una tienda de
oportunidades, Al cabo de poco tiempo Ja Du, tras una confrontación sobre si
Harlins tenía la intención de pagar por un botella de zumo de naranja ,un
jurado encontró a Du culpable de homicidio involuntario y solicitó la pena
máxima, pero el juez del caso no estuvo de acuerdo y sentenció a Du a cinco
años de libertad condicional, servicio comunitario y a una multa de quinientos
dólares. La revuelta de Los Ángeles comenzó el 29 de abril de 1992, cuando los
agentes que habían golpeado a King fueron inesperadamente absueltos, aunque
también se vio alimentada por el hecho de que, una semana antes, un tribunal de
apelaciones había confirmado la sentencia menor para Du.
Inmediatamente
después del veredicto, una multitud multirracial de manifestantes se reunió
frente a la sede del Departamento de Policía de Los Ángeles, gritando:
"¡No hay justicia, no hay paz!" y "¡Culpable!" Cuando la
gente comenzó a reunirse en South Central la policía llegó e intentó
detenerles, antes de darse cuenta de que se encontraban desbordados por lo que
abandonaron la escena. En un momento determinado, el diario Los
AngelesTimes contó, entre las calles 71 y Normandía, la presencia de
doscientas personas "alineadas en la intersección, muchas de ellas con los
puños en alto. Trozos de asfalto y cemento fueron arrojados contra los
automóviles. Algunos gritaban: Es una cosa de negros. Otros
gritaban: Esto es para Rodney King. Al final del día se prendieron
más de trescientos fuegos por toda la ciudad: en la sede de la policía y el
ayuntamiento, en el centro y en los barrios blancos de Fairfax y Westwood. En
Atlanta, cientos de jóvenes negros corearon Rodney King al
tiempo que rompían los escaparates del distrito financiero de la ciudad. En el
norte de California, 700 estudiantes de la Universidad de Berkeley abandonaron
en protesta sus clases. En un corto plazo de cinco días la revuelta de Los
Ángeles llegó a convertirse en el motín más grande y destructivo en la historia
de EE UU, con 63 muertos, mil millones de dólares en daños a la propiedad, casi
2.400 heridos y 17.000 detenidos. El presidente George H. W. Bush apeló a la
Ley de Insurrección para movilizar unidades de los Marines y el Ejército de los
EE. UU. para sofocar la revuelta. Un hombre negro llamado Terry Adams se puso
en contacto con Los Angeles Times captando la motivación y el
estado de ánimo. "Nuestra gente está dolorida" dijo, “¿por qué
tenemos que trazar una línea roja contra la violencia? El sistema judicial no
lo hace". La revuelta de Los Ángeles compartió con las revueltas de los
años sesenta la llamarada que había encendido el abuso policial, una violencia
generalizada y la furia de los que se rebelaban. Pero, en la década de los
sesenta una economía opulenta y la noción aún no materializada del contrato
social significaron que el presidente Lyndon B. Johnson pudo intentar sofocar
el movimiento de los derechos civiles y la radicalización del Poder Negro con
un enorme gasto social y un programa gubernamental expansivo, incluida la
aprobación de la Ley de Vivienda y Desarrollo Urbano de 1968, que tuvo como
resultado las primeras oportunidades, con respaldo oficial, de acceso a la
propiedad de viviendas para los afroamericanos con bajos ingresos. A finales de
los años 80 y principios de los 90 la economía se encontraba en recesión y el
contrato social estaba hecho trizas. Las revueltas de los años sesenta y el
enorme gasto social destinado a controlarlas legitimaron el derecho a generar
una reacción violenta frente a un estado de bienestar expandido. Los
conservadores políticos argumentaron que el mercado, y no la intervención del
gobierno, podía ser eficiente e innovador para la prestación de servicios
públicos. Esta retórica fue acompañada de virulentas caracterizaciones racistas
de los afroamericanos porque dependían desproporcionadamente de los programas
de asistencia social. Ronald Reagan dominó el arte de un racismo incoloro en la
era posterior a los derechos civiles, con sus invocaciones a las "reinas
del bienestar". Estas distorsiones no solo allanaron el camino para
socavar el estado de bienestar, sino que reforzaron los delirios racistas en
torno al estado de la América negra, legitimando así la privación y la
marginación.
El
levantamiento de Los Ángeles no solo puso en evidencia el estado policial al
que estaban sometidos los afroamericanos, sino que también descubrió el vacío
de la economía estadounidense tras el supuesto milagro económico de la
Revolución Reagan. Las revueltas de los años sesenta fueron menospreciadas como
disturbios raciales porque quedaron casi exclusivamente limitadas a comunidades
negras segregadas. En cambio la revuelta de Los Ángeles se extendió rápidamente
por toda la ciudad: el 51% de los detenidos eran latinos y solo el 36% por
ciento eran negros. Un número menor de blancos también fueron detenidos. Los
funcionarios públicos habían utilizado el racismo como palanca para desmantelar
el estado de bienestar, pero los efectos se sintieron en todos los ámbitos. Aunque
los afroamericanos eran receptores desproporcionados de políticas de bienestar,
los blancos constituían la mayoría y también sufrieron cuando se impusieron los
recortes. Como escribiera Willie Brown, que entonces era el que presidía la
Asamblea de California, en el San Francisco Examiner días
después de la revuelta: "Por primera vez en la historia de EE UU, muchas
de las manifestaciones y buena parte de la violencia y el crimen, especialmente
el saqueo fueron multiraciales: negros, blancos, hispanos y asiáticos, todos
estaban involucrados”. Aunque generalmente se segregaban unos de otros
socialmente, cada grupo encontró formas de expresar sus reivindicaciones que se
entrelazaban en la virulenta revuelta contra el L.A.P.D.[Departamento de
Policía de Los Angeles]
El
período posterior a la rebelión de Los Ángeles no marcó el comienzo de nuevas
iniciativas para mejorar la calidad de vida de las personas que se habían
rebelado. Por el contrario, el portavoz de la Casa Blanca de Bush, Marlin
Fitzwater, atribuyó la revuelta a los programas de bienestar social de las
administraciones anteriores y dijo "creemos que la raíz de muchas de las
cuestiones que se han generado en el centro de la ciudad tuvieron su inicio en
los años 60 y 70, y que éstas han fallado". Los años 90 se convirtieron en
un punto de convergencia entre la derecha política y el Partido Democrático, ya
que los Demócratas basaron su giro a favor de una política similar de severos
recortes presupuestarios en los programas sociales y una insistencia en que las
dificultades de los afroamericanos eran el resultado de una falta de normativas
en la estructura familiar. En mayo de 1992 Bill Clinton interrumpió sus
actividades normales de campaña para viajar al centro-sur de Los Ángeles, donde
ofreció su análisis de lo que había salido tan mal. La gente estaba saqueando,
dijo, "porque ya no son de ninguna manera parte del sistema. No comparten
nuestros valores, y sus hijos están creciendo en una cultura ajena a la
nuestra, sin familia, sin vecindario, sin iglesia, sin apoyo".
Los
Demócratas respondieron a la rebelión de Los Ángeles en 1992 empujando al país
por el sendero de castigo y recompensa según establece su código penal. Joe
Biden, el actual candidato Demócrata a la presidencia, se libró del fuego la última
vez blandiendo un nuevo "proyecto de código penal" comprometiéndose a
poner a 100.000 policías más en la calle, con penas de prisión obligatorias
para ciertos delitos, aumentando los fondos para la policía y las cárceles, y
ampliando el uso de la pena de muerte. El nuevo énfasis que los Demócratas
confieren a la ley y el orden se combinó con un asalto implacable al derecho a
la asistencia social. Hacia 1996 Clinton ya había cumplido su promesa de
"terminar con el bienestar tal como lo conocemos". Biden apoyó esa
legislación argumentando que “la cultura del bienestar debe ser reemplazada por
la cultura del trabajo. La cultura de la dependencia debe ser reemplazada por
la cultura de la autosuficiencia y la responsabilidad personal. Y la cultura de
la permanencia ya no debe ser una forma de vida". El proyecto de código
penal de 1994 fue un pilar para el encarcelamiento masivo y la tolerancia
pública hacia una policía agresiva y el castigo punitivo ejercido en los
vecindarios afroamericanos. Ayudó a construir un mundo contra el que los
jóvenes negros se rebelan hoy. Pero los inquebrantables asaltos al estado del
bienestar y a los cupones de alimentos también han dejado su sello en esta
última revuelta. Estos recortes son en gran parte la razón por la que la pandemia
del coronavirus ha aterrizado tan fuerte en EE UU, particularmente en la
América negra. Estas son las razones por las que no tenemos una red de
cobertura social viable en este país, incluidos los cupones para alimentos y
las transferencias en efectivo para tiempos difíciles. La debilidad del estado
de bienestar social de EE UU tiene raíces profundas, pero se desgarró
irreversiblemente cuando los Demócratas estaban en el poder.
El
clima actual difícilmente puede reducirse a las lecciones políticas del pasado,
pero el legado de los años 90 domina el pensamiento político de los actuales
funcionarios electos. Cuando los Republicanos insisten en vincular el requisito
del empleo con los cupones de alimentos en medio de una pandemia, con un
desempleo de más del 13%, están apelado al espíritu punitivo de las políticas
moldeadas por Clinton, Biden y otros dirigentes Demócratas de los años 90.
Entonces, aunque Biden quiera desesperadamente que creamos que él es un
presagio del cambio, su largo historial de servicio público nos dice lo
contrario. Afirmó que la elección que Barack Obama hiciera de él como su
vice-presidente fue una especie de absolución a la complicidad de Biden en la
política de hostigamiento racial de los Demócratas de los años 90. Pero, partiendo
de los excesos del sistema de justicia penal y la ausencia de un estado de
bienestar hasta la desigualdad enraizada en una economía de mercado
desenfrenada y rapaz, Biden ha moldeado gran parte del mundo que esta
generación ha heredado y contra el que se rebela.
Más
importante aún, las ideas puestas a punto en los años 80 y 90 siguen ocupando
el centro de la agenda política de Biden. Entre sus asesores de campaña figura
Larry Summers, quien, como Secretario del Tesoro de Clinton, fue un entusiasta
partidario de la desregulación y, como principal asesor económico de Obama
durante la recesión, respaldó el rescate de Wall Street y permitió que millones
de estadounidenses no pudieran pagar sus hipotecas. También figura Rahm
Emanuel, cuyo mandato como alcalde de Chicago terminó en desgracia, cuando se
reveló que su administración encubrió el asesinato policial de Laquan McDonald,
de diecisiete años, que fue tiroteado por un agente de policía blanco. Pero el
daño de Emanuel a Chicago fue mucho más lejos que su defensa de una fuerza
policial particularmente racista y abusiva. También protagonizó el cierre más
grande de escuelas públicas en la historia de los EE UU: casi cincuenta de una
sola vez, en 2013. Tras dos mandatos dejó la ciudad en la misma situación que la
encontró, con el 45% de los jóvenes negros de Chicago desescolarizados y en
paro.
Esto
señala la importancia de expandir nuestro debate nacional sobre lo que aqueja
al país, más allá del racismo y la brutalidad de la policía. También debemos
analizar las condiciones de desigualdad económica que, cuando se cruzan con la
discriminación racial y de género, perjudican a los afroamericanos al tiempo
que les hace vulnerables a la violencia policial. De lo contrario corremos el
riesgo de reducir el racismo a actos escandalosos e intencionados de individuos
depravadas, al tiempo que minimizamos el impacto acumulativo de las políticas
públicas y la discriminación ejercida por el sector privado que,
independientemente de la intención personal, han paralizado la vitalidad de la
vida afroamericana.
Cuando
el enfoque se reduce a la barbarie del acto que segó la vida de George Floyd,
ello permite que personas como el ex presidente George W. Bush entren en el
debate y digan que deploran el racismo. Bush escribió, en una carta abierta
sobre el asesinato de Floyd, que "sigue siendo un fracaso sorprendente que
muchos afroamericanos, especialmente los jóvenes afroamericanos, sean acosados
y amenazados en su propio país". Esto sería ridículo si George W. Bush no
fuera el funesto segador que se escondía debajo de una mortaja que describía
como el "conservadurismo compasivo". Como gobernador de Texas
supervisó un sistema de pena de muerte desenfrenado y racista, firmando
personalmente la ejecución de 152 personas encarceladas, de las cuales un
número desproporcionado eran afroamericanos. Y, ya como presidente, Bush
supervisó la respuesta del gobierno, increíblemente incompetente, al huracán
Katrina que contribuyó a la muerte de casi 2000 personas y desplazó a decenas
de miles de residentes afroamericanos de Nueva Orleans. El hecho de que Bush
sea capaz de entrar de manera santurrona en un debate sobre el racismo
estadounidense, mientras ignora su propio papel para su perpetuación y
sustento, dice mucho de la superficialidad del debate. Aunque muchos se están
sintiendo cómodos lanzando frases como "racismo sistémico", las
soluciones propuestas siguen anidadas en el sistema que se está criticando. El
resultado es que las raíces de la opresión y la desigualdad, que constituyen lo
que muchos activistas llaman "capitalismo racial, pervivan.
Joe
Biden, en una reciente aparición pública poco frecuente, vino a Filadelfia para
describir el liderazgo necesario para salir de la situación actual. Su discurso
sonaba como si pudiera haberse hecho en cualquier momento de los últimos veinte
años. Hizo una propuesta para poner fin a los estrangulamientos, a pesar de que
muchos departamentos de policía ya lo habían hecho, al menos sobre el papel. El
Departamento de Policía de Nueva York es uno de ellos, aunque esto no evitó que
Daniel Pantaleo asfixiara a Eric Garner, ni contribuyera a que Pantaleo fuera
enviado a la cárcel por ello. Biden pidió responsabilidad, supervisión y
vigilancia comunitaria. Estas propuestas para frenar a la policía racista son tan
antiguas como las primeras declaraciones a favor de una reforma que emanaron de
la Comisión Kerner en 1967. Después, debido también a que las ciudades de la
nación ardían en un frenesí de revueltas, los reformadores federales enumeraron
cambios en las prácticas policiales similares a estas propuestas, y, más de
cincuenta años después, la policía sigue siendo impermeable a las reformas y, a
menudo, blandiendo un arrogante rechazo a enmendar. Es simplemente sorprendente
que Joe Biden no tenga una sola idea significativa o nueva que ofrecer sobre
cómo controlar a la policía.
Barack
Obama, en un escrito que publicó en Medium, describía el voto como
el camino para emprender un "cambio real", aunque también escribiera
que "si queremos lograr un cambio real, entonces la elección no es
entre protestas y política sino que tenemos que hacer ambas
cosas. Tenemos que movilizarnos para crear conciencia, y tenemos que organizar
y emitir nuestro voto para asegurarnos de elegir a los candidatos que actuarán
a favor de la reforma". Obama ha desarrollado una tendencia a intervenir
en los debates políticos como si fuera un observador curioso y distante, en
lugar de como un ex funcionario que ostentó el cargo más poderoso del mundo. El
movimiento Black Lives Matter [Vidas Negras Importan] floreció
durante los últimos años de la presidencia de Obama. En cada etapa de su
desarrollo, Obama parecía incapaz de frenar los abusos policiales que estaban
alimentando su desarrollo. Resulta fácil empantanarse en las complejidades del
federalismo y las limitaciones del poder ejecutivo, dado que el abuso policial
es un problema tan local. Pero Obama, a pesar de todo, sí convocó un Grupo de
Trabajo nacional destinado a proporcionar orientación y liderazgo sobre la
responsabilidad policial, y podemos considerar su eficacia desde el punto de
vista de hoy.
El
Grupo de Trabajo de Obama sobre Políticas de Vigilancia del Siglo XXI entregó
sesenta y tres recomendaciones, incluyendo terminar con el "perfil
racial" y extender los esfuerzos de "vigilancia comunitaria". Se
pedía una "mejor formación" y una renovación de todo el sistema de
justicia penal. Pero no eran más que sugerencias y no existía ningún mecanismo
para que las diferentes 18.000 agencias policiales del país lo acataran.
El
2 de marzo de 2015 se publicó el informe provisional del Grupo de Trabajo. Ese
mes, la policía de todo el país mató a otras 113 personas, treinta más que en
el mes anterior. El 4 de abril, Walter Scott, un hombre negro desarmado que
huía de un policía blanco, Michael Slager, en North Charleston, Carolina del
Sur, recibió cinco disparos en la espalda. Ocho días después, Freddie Gray fue
recogido por la policía de Baltimore, colocado en una camioneta sin control
alguno y conducido imprudentemente por la ciudad. Cuando salió de la camioneta,
su columna vertebral tenía cortes de un 80% a la altura del cuello. Murió siete
días después. Baltimore explotó de rabia. Y Baltimore no era como Ferguson, en
Missouri, dirigido por una administración política blanca y patrullada por una
fuerza policial blanca. Desde el alcalde, Stephanie Rawlings-Blake, hasta el
contingente policial multirracial, Baltimore era una ciudad liderada por
negros.
A
pesar de que la violencia desenfrenada contra la aplicación de la ley se ha
vuelto más aguda en los últimos cinco años, casi no ha habido consecuencias en
términos de cómo se asignaban las partidas de presupuesto municipal. La policía
continuaba absorbiendo porciones absurdas de los presupuestos de aplicación
local, incluso en departamentos que eran objeto de demandas de acoso y abuso.
En Los Ángeles, con su crisis de personas sin techo y alquileres fuera de
control, la policía absorbe un asombroso 53% de los fondos generales de la
ciudad. Chicago, una ciudad provista de una fuerza policial notoriamente
corrupta y abusiva, gastó el 39% de su presupuesto en la policía. El
presupuesto operativo de Filadelfia necesitaba ser reajustado debido al colapso
que sufrió su recaudación de impuestos a causa de la pandemia del coronavirus;
la única agencia que no sufrió ningún recorte presupuestario fue el
departamento de policía. Mientras que las escuelas públicas, las viviendas
sociales, los programas para la prevención de la violencia y la junta de
supervisión policial se vieron afectados con recortes presupuestarios por valor
de 370 millones de dólares, el Departamento de Policía de Filadelfia, que ya
acumula el 16% de los fondos de la ciudad, estaba programado que percibiera un
aumento de 23 millones de dólares.
Durante
las Administraciones de Obama y Trump los errores para frenar las prácticas
policiales racistas se han visto agravados por el estancamiento económico en
las comunidades afroamericanas, medido según los índices estancados sobre la
propiedad de viviendas y de una brecha racial cada vez mayor. ¿Estos errores de
gobierno y política son exclusivamente culpa de Obama? Por supuesto que no,
pero cuando se es portador de grandes promesas de cambio y se termina velando
por un status quo brutal, la gente saca conclusiones poco claras del
experimento. Para muchos afroamericanos pobres y de clase trabajadora, que
todavía sienten un enorme orgullo por haber tenido el primer presidente negro y
a su esposa, Michelle Obama, la conclusión es que elegir al primer presidente
negro de la nación jamás iba a cambiar a EE UU. Incluso se podría interpretar
los fracasos de la administración de Obama como pequeños rescoldos que
acabarían prendiendo fuego a la nación.
No
podemos seguir insistiendo en un cambio real en Estados Unidos
si seguimos usando los mismos métodos, argumentos y estrategias de políticas
fallidas que nos han llevado a esta situación. No podemos permitir que el
ímpetu actual se detenga en una discusión miope sobre la reforma de la policía.
Obama señaló en su escrito: "Vi cómo una anciana negra lloraba al ser
entrevistada hoy porque la única tienda de comestibles en su vecindario había
sido destruida. Si la historia sirve de guía, esa tienda puede tardar años en
volver. De modo que no disculpemos la violencia, ni la racionalicemos, ni
participemos en ella". Si estamos pensando abordar estos problemas a
grandes rasgos, o de manera sistémica, entonces podríamos preguntarnos: ¿por
qué solo hay una tienda de comestibles en el vecindario de esta mujer? Eso nos
podría llevar a una discusión sobre la historia de la segregación residencial
en ese vecindario, o la discriminación laboral o las escuelas sin recursos
suficientes en el área, lo que a su vez nos podría proporcionar información más
profunda sobre una alienación que es tan profunda en su intensidad que obliga a
la gente a luchar con la intensidad de un motín para exigir que las cosas
cambien. Y aquí es donde realmente comienza el problema. Nuestra sociedad no
puede poner fin a estas condiciones sin un gasto masivo.
En
1968 Martin Luther King, en las semanas previas a su asesinato, dijo: "En
cierto sentido supongo que se podría decir que estamos comprometidos con la
lucha de clases". Estaba hablando del coste de los programas que serían
necesarios para sacar a los negros de la pobreza y la desigualdad que eran, en
y por sí mismos signos de subyugación racista. Poner fin a la segregación en el
Sur fue entonces barato en comparación con los enormes gastos necesarios para
poner término al tipo de discriminación que mantiene a los negros excluidos de
las ventajas de la sociedad estadounidense, desde trabajos bien remunerados
hasta escuelas bien financiadas, buenas viviendas y una cómoda jubilación. El
precio del billete es bastante elevado, pero, si queremos tener una
conversación real sobre cómo cambiamos Estados Unidos, entonces debemos
comenzar haciendo una evaluación honesta del alcance de la privación
involucrada. La vigilancia policial racista y corrupta es la punta del iceberg.
Tenemos
que dar paso a nuevas políticas, nuevas ideas, nuevas formaciones y nuevas personas.
La elección de Biden puede detener la miseria de otro mandato de Trump, pero no
detendrá los problemas subyacentes que han provocado más de 100.000 muertes de
Covid-19 o continuas protestas contra el abuso y la violencia policial.
¿Intervendrá el gobierno federal para detener la inminente crisis de desalojos
que impactará desproporcionadamente a las mujeres negras? ¿Utilizará su poder y
autoridad para castigar a la policía y vaciar las cárceles y los calabozos que
no solo provocan la muerte social sino que ahora también son sitios de
infecciones desenfrenadas del covid-19? ¿Terminará la campaña contra los
cupones de alimentos y permitirá que los afroamericanos y otros residentes de
este país coman en medio de la peor crisis económica desde la Gran Depresión?
¿Financiará las necesidades de atención médica de decenas de millones de
afroamericanos que se han vuelto propensos a los peores efectos del coronavirus
y que como resultado están muriendo? ¿Proporcionará recursos a las escuelas
públicas desabastecidas para dar a los niños negros la oportunidad de aprender
en paz? ¿Redistribuirá los cientos de miles de millones de dólares necesarios
para reconstruir comunidades devastadas de la clase trabajadora? ¿Habrá
guarderías y transporte gratis?
Si
nos tomamos en serio terminar con el racismo y cambiar fundamentalmente a EE
UU, debemos comenzar con una evaluación real y seria de los problemas.
Reducimos el alcance del trabajo si seguimos recurriendo a los agentes y
actores que alimentaron la crisis cuando tuvieron la oportunidad de contribuir
a resolverla. Y, lo que es más importante, la vía para transformar este país no
puede limitarse a solo cuestionar a su brutal policía. Debe conquistar la
lógica que financia a la policía y las cárceles a expensas de las escuelas
públicas y los hospitales. La policía no debe estar armada con armamento
costoso destinado a mutilar y asesinar a civiles, mientras que las enfermeras
atan sacos de basura alrededor de sus cuerpos y reutilizan máscaras en un
esfuerzo inútil por mantener a raya al coronavirus.
Tenemos
los recursos para rehacer a EE UU, pero todo tendrá que llegar a expensas de
los plutócratas y los saqueadores, y ahí reside el enigma de hace trescientos
años: los declamados valores del derecho a la vida, la libertad y la búsqueda
de felicidad de EE UU son continuamente deshechos por la realidad de la deuda,
la desesperación y la degradación humana del racismo y la desigualdad.
La
revuelta que se desarrolla hoy en EE UU encierra la verdadera promesa de
cambiar este país. Si bien refleja la historia y los fracasos de pasados
esfuerzos para afrontar el racismo y la brutalidad policial, estas protestas no
pueden quedar reducidas a ello. A diferencia del levantamiento de Los Ángeles,
donde se atacó a los negocios coreanos y donde se golpeó a algunos espectadores
blancos o las rebeliones de los años 60 que quedaron confinadas a los barrios
negros, las protestas de hoy son impresionantes por su solidaridad racial. Los
estados más blancos del país, incluidos Maine e Idaho, han tenido protestas
involucrando a miles de personas. Y no se trata solo de estudiantes o
activistas; las reivindicaciones para poner fin a esta violencia racista han
movilizado a una amplia gama de gente corriente que está harta.
Las
protestas se basan en el increíble trabajo previo de base del movimiento Black
Lives Matter (BLM). Hoy, los jóvenes blancos se ven obligados a
protestar no solo por su preocupación por la inestabilidad de este país y su
propio futuro comprometido, sino también por la repulsión que sienten hacia el
supremacismo blanco y la podredumbre del racismo. Sus perspectivas han sido
moldeadas durante los últimos años por la política antirracista del movimiento
BLM, que va más allá de ver el racismo como algo interpersonal o actitudinal,
para comprender que está profundamente arraigado en las instituciones y
organizaciones del país.
Esto
puede explicar en parte la sólida base política sobre la que ha comenzado esta
ronda de lucha. Explica por qué los activistas y los organizadores han podido
ganar rápidamente el apoyo a las demandas para destituir policías y, en algunos
casos, presentar ideas sobre el fin de la vigilancia policial por completo. Han
logrado vincular rápidamente los presupuestos policiales inflados con los
ataques a otros ámbitos del sector público, y a los límites de la capacidad de
las ciudades para atender la crisis social que ha desatado la pandemia
Covid-19. Se han basado en los vivos recuerdos de fracasos anteriores, y se
niegan a doblegarse a llamamientos vacíos o retóricos por el cambio. Esto
nuevamente demuestra cómo las luchas se basan unas sobre otras y que no son
solo eventos reciclados del pasado.
8/06/2020
Keeanga-Yamahtta Taylor es autora de "La carrera por el beneficio:
cómo los bancos y la industria de bienes inmuebles socavaron la propiedad de
vivienda negra". Es Profesora Ayudante de Estudios Afroamericanos en la
Universidad de Princeton.
En
castellano ha publicado "Un destello de libertad" ,
Madrid:Traficantes de Sueños.
Traducción: viento sur
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