Foto: https://diario.elmundo.sv
16/06/2020
“La institucionalidad que
se insuflaba de haber creado una globalización por encima del Estado ahora
tiende su mano en busca de dádivas gubernamentales”.
Por primera vez en la historia humana, tantas personas de tantos
países han aceptado abandonar sus actividades remuneradas, dejar de concurrir a
encuentros públicos y recluirse en sus domicilios durante semanas y meses.
Vivimos una especie de “huelga general” planetaria que ha paralizado la mayor
parte del transporte, el comercio, la producción y los servicios. Se calcula un
decrecimiento de la economía mundial en el orden de un 3 al 9%1Fondo
Monetario Internacional, Perspectivas de la Economía Mundial, 14 de abril del
2020. Para América Latina, La CEPAL prevé un decrecimiento del 5,3% de la
economía regional. Por su parte, Goldman Sachs prevé una caída del -9% del PIB
europeo, -8,9 en Alemania, -7,4 en Francia, -11,6 en Italia, -9,7 en España,
-7,5 3n Inglaterra y -3,8 en EEUU; ver SARS-Coronavirus-2/COVID-19: An Update
on Developments in Europa, 26 de marzo del 2020..
La gente ha acudido al confinamiento ante el llamado de sus
instituciones estatales, que justifican la medida como modo de frenar la
expansión del virus Covid-19, de elevada incidencia letal entre las personas.
Dos preguntas relevantes ante este hecho social planetario son, en primer
lugar, ¿cómo es que la gente ha aceptado suspender abruptamente la mayor parte
de sus actividades laborales remuneradas, recreativas y sociales ante este
llamado del Estado? Y, más intrigante aún, ¿cómo es que el Estado, que se
supone está subordinado para reproducir el orden económico dominante2Bonnet,
A., Piva, A., (comp.), Estado y capital. El debate alemán sobre las
derivaciones del Estado, Editorial Herramienta, Argentina, 2017., decide
suspender la reproducción ampliada del capital, colocando por “encima de la
acumulación económica, la salud”? La mayor parte de nuestras definiciones sobre
lo que es el Estado no ayudan a comprender este hecho extraordinario que
involucra enteramente la relación estatal. Es como si la crisis hubiera hecho
estallar también muchas de las categorías con las que analizamos la realidad.
Ciertamente, la información sobre la existencia de una
enfermedad letal apareció primero en los medios de comunicación y salió también
de especialistas médicos que explicaban sobre la peligrosidad y rapidez de la
expansión del virus detectado en otros países. Periodistas, instituciones
internacionales de salud y académicos3https://www.who.int/es/news-room/detail/27-04-2020-who-timeline—covid-19 hablaban
de las distintas maneras de contener el virus; incluso mencionaban la técnica
del confinamiento como una respuesta de urgencia. Sin embargo, eran eso:
comentarios sin fuerza vinculante.
Aun cuando los contagios comenzaron a presentarse en muchos
otros países, ni la alarma de los especialistas y líderes de opinión se tradujo
en una reclusión voluntaria. Todos esperaban la voz autorizada del Gobierno
para asumir la medida extrema. En algunos países, como Estados Unidos4https://www.washingtonpost.com/opinions/2020/04/05/worst-president-ever/,
Brasil5https://www.semana.com/mundo/articulo/coronavirus-jair-bolsonaro-critica-cuarentena-y-hace-llamado-a-los-brasilenos/664521 e
Inglaterra6https://www.theguardian.com/world/2020/apr/30/five-already-dead-by-time-uk-reported-first-coronavirus-death sucedió
que mientras todas las referencias médicas reconocidas planteaban la cuarentena
inmediata, sus gobernantes optaron por la ambigüedad o el rechazo a implementar
el aislamiento. Semanas después, fruto de una presión social contra gobernantes
y de los trabajadores contra los empresarios, la cuarentena se efectivizó; pero
solo cuando las autoridades oficiales del Estado así lo anunciaron.
1. El Estado como comunidad
¿De qué resorte, de qué poder se valió el Estado para lograr
algo aparentemente imposible, como es colocar el freno al vértigo enloquecido
de las sociedades modernas? No cabe duda que el pánico al riesgo de muerte ha
catalizado la eficacia estatal. Pero el acatamiento del aislamiento social
decretada por los gobiernos no tiene que ver solo con la información
centralizada que ellos poseen, pues los argumentos que usaron para justificar
la cuarentena ya habían sido usados anteriormente por los especialistas médicos
y por otros gobiernos afectados tempranamente por el virus, sin que ello
repercuta en el autoaislamiento de las sociedades con un número de infectados
aún pequeño. Por lo que la idea de que el poder del Estado nace de la
centralización o ventaja informativa no funciona.
Claramente se advierte que los recursos y el personal dedicados
a centralizar la información de la sociedad (sobre la propiedad, los ingresos,
las deudas, los delitos, sobre el funcionamiento económico, sobre movilidad
social o actividades políticas, entre otras), hacen funcionar el engranaje
estatal, pero no lo definen.
El análisis weberiano respecto al monopolio de la coerción7Weber,
M., Economía y sociedad, pág., 1.056, Editorial Fondo de Cultura Económica,
México, 1998. tampoco ayuda mucho, porque cerrar fábricas y comercios paraliza
la generación de ingresos económicos familiares de toda una sociedad, es una
medida que interrumpe la única fuente que tienen las personas para garantizar
sus medios materiales de vida y bloquea sus apuestas de trayectoria personal
labradas durante décadas. Y para que más de 3.000 millones de personas8https://www.infobae.com/america/agencias/2020/03/25/mas-de-3000-millones-de-personas-instadas-a-confinarse-por-pandemia-balance-afp/ acepten
la parálisis temporal de su destino social sin más argumento que la coerción y
la cárcel si no lo hacen, requeriría 3.000 millones de policías y militares que
estén detrás de cada ciudadano obligándolo a acatar la cuarentena, lo que es
imposible. La magnitud social de la atrofia mundial es de tal magnitud que
ningún monopolio de la coerción tiene los medios ni el personal para imponerla
por su cuenta. El añadido de “legítima” a la coerción tampoco es suficiente,
porque si bien se requiere una tolerancia social al uso centralizado de la
violencia para obligar a los cumplimientos decididos por el Gobierno, ella solo
puede ejercerse si se aplica a una parte de la sociedad por motivos de “orden
público” (subversión, delincuencia y demás); pero es insostenible si se aplica
a toda la sociedad pues ya no hay sujeto de legitimación que avale el uso de la
coerción. La violencia siempre ha sido y será un modo, de última instancia, de
resolución de conflictos sociales; su monopolización brinda al que lo posee
muchas mayores probabilidades de dirimir a su favor las controversias colectivas.
Sin embargo, no se desprende de ello que un orden estatal pueda sostenerse, y
mucho menos organizarse en el tiempo, por medio exclusivo de la violencia
desnuda.
La tradición jurista germánica, que centra el poder de Estado en
la existencia de un ordenamiento jurídico9Kelsen, H., Compendio de
teoría general del Estado, págs. 123, 130, Editorial Colofón, México, 1992. o
en la asociatividad de voluntades políticas dotadas de poder de dominación10Jellenek,
G., Teoría general del Estado, pág. 190, Editorial Fondo de Cultura Económica,
México, 2017., tampoco alcanza para explicar los sucesos, ya que la mayor parte
de la actual suspensión del mundo social se ha hecho sin el apoyo de leyes, e
incluso en algunos casos, congelando las propias garantías constitucionales de
desplazamiento. Como pocas veces sucede, la ley y las normas han sido licuadas
por la velocidad de los acontecimientos políticos sin que por ello se hayan
extraviado los visos de legalidad de las decisiones del Estado ante la
valoración moral de los ciudadanos. La ley se muestra hoy de manera descarnada,
ante la emergencia sanitaria, como un consagrador de segundo término de una
relación de creencias de legalidad producidas por las tolerancias y licencias
compartidas por la mayor parte de las personas.
Ciertamente, no hay Estado sin ordenamiento legal, pero no son
los ordenamientos legales los que dan lugar a los Estados.
La propuesta de Jessop de que el Estado sería el conjunto de
instituciones cuya función socialmente aceptada es de aplicar decisiones
vinculantes11Jessop, B., El Estado, Editorial Catarata, Madrid,
2017., no explica precisamente el fondo del problema de la realidad estatal
actual, de por qué esas instituciones tienen la “aceptación” social de aplicar
decisiones vinculantes. ¿De dónde salió esa atribución, quién y por qué se les
otorgó ese poder? Bourdieu trabaja el mismo elemento decisivo de la
concentración de los consentimientos básicos de una sociedad al proponer que,
además de la coerción, el “monopolio de la violencia simbólica”12Bourdieu,
P., Sobre el Estado, págs. 14, 174, Editorial Anagrama, 2014. sería la
característica de la forma estatal; pero al margen de que el Estado no es la
única fuente de violencia simbólica -pues ella está presente en otros nodos
sociales como las empresas, la familia y otros-, lo central radica en responder
cómo es que el Estado logró y logra permanentemente administrar, reactualizar
su capacidad de definir los esquemas dominantes de comprensión de la realidad
con los que la sociedad se relaciona con el Estado. ¿Por qué la sociedad lo
permite? La referencia a una violencia dura, fundadora de la imposición luego
sedimentada, olvidada y reactualizada como violencia blanda reduce el poder de
Estado a un viejo abuso, luego olvidado, que requeriría de falacias, imposturas
reactualizadas para mantenerse en el tiempo. Si el Estado solo fuera un engaño
permanente, bastaría con desengañarnos para hacer desaparecer el Estado, lo que
es una lectura ingenua de la realidad del poder político.
No cabe duda de que el Estado somete a la sociedad a modos
lógicos y morales de ordenar jerárquicamente el mundo con los cuales la misma
sociedad, en parte, se vincula con el Estado reconociendo instantáneamente su
autoridad; pero esto no explica cómo es que las sociedades han obligado a
algunos Estados a decretar la cuarentena, cuando en principio no deseaban
hacerlo. Si el monopolio del poder simbólico fuera tan constitutivo, el
desencuentro entre creencias sociales y emisiones estatales no se hubiera
producido.
No es suficiente, por tanto, hallar el núcleo del funcionamiento
estatal ni en sus monopolios de coerción ni en su decisionismo territorialmente
vinculante, sino en la autorización social para poder, precisamente,
monopolizar decisiones vinculantes.
El miedo a la muerte producido por un microorganismo de material
genético tiene, pues, más razón explicativa de la autorización de la autoridad
del Estado.
Elías se fija en la contención a los miedos a la muerte
inducidos externamente como el hecho articulador de la aceptación a la
formación de los monopolios coercitivos y tributarios del Estado moderno13Elías,
N., El proceso de la civilización, págs. 626-27, Editorial Fondo de Cultura
Económica, México, 1989.. Pero esta explicación es aplicable como mucho a la
generación marcada por permanentes guerras de saqueo territorial; mas no ayuda
a explicar por qué la formación estatal es reproducida por los actos y expectativas
de nuevas generaciones distantes del estruendo de las batallas de exterminio.
En el caso de la actual pandemia, la contención del miedo que
genera podía haber sido canalizada, por ejemplo, por la compra o alquiler
temporal de espacios hospitalarios para los que tienen dinero, y la reclusión y
represión para los que interfieran esta asignación de cuidados. De hecho, esta
es la respuesta propiamente de mercado a una pandemia. Pero lo más seguro es
que hubiera desencadenado levantamientos populares muchísimo más peligrosos
para las familias acaudaladas que el riesgo de contraer el virus.
La salida ante el riesgo común fue, entonces, demandar y esperar
una salida estatal. ¿Por qué?
Porque el Estado es, precisamente, la creencia compartida del resguardo
de todos a través de recursos que son públicos; la esperanza de la protección
colectiva contra las guerras, las invasiones, la muerte violenta, antes; y de
manera frecuente, contra las desgracias colectivas, las catástrofes económicas,
los riesgos de perder las posiciones; hoy contra el riesgo de muerte por el
virus.
Y es que en las respuestas colectivas ante los miedos
constitutivos de los que nos habla Duby14Duby, G., Año 1000, año
2000. La huella de nuestros miedos, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile,
1995. es donde podemos hallar pistas decisivas sobre los orígenes y
funcionamiento de los Estados. Pero el miedo no es el Estado. El miedo a las
invasiones, a la miseria, a la pérdida de lo poseído, a la peste, dan lugar a
una comunidad de afectados que deviene en una comunidad política cuando todos
deciden aceptar un modo de organización de recursos comunes que permita
efectivamente detener, atenuar, derrotar los temores primarios inminentes o
percibidos. No es el miedo ni la defensa ante él lo que hace de una
aglomeración una comunidad política. Es precisamente la creencia y la acción
práctica de consolidar una organización de medios comunes para sobrellevar esa
u otra adversidad la que da lugar al momento político de la sociedad.
Es precisamente la creencia y la acción práctica de consolidar
una organización de medios comunes para sobrellevar esa u otra adversidad la
que da lugar al momento político de la sociedad.
No es, por tanto, solo una creencia de bienes colectivos para la
protección común; es también una realidad material de organizar una forma de
gestión de lo común (Gobierno, Parlamento, ministerios, aparato legal, aparatos
coercitivos permanentes); es una realidad material de poseer recursos y bienes
comunes para la protección (inicialmente impuestos, luego bienes públicos,
servicios, ahorros, entre otros), por tanto, de dirección de lo común; y modos
discursivos de delimitar territorialmente la comunidad de creencias (sistema
escolar, identidad nacional, sistemas de reconocimientos, legitimidades
estatales).
No estamos ante cualquier creencia sin materialidad verificable.
Son creencias performativas que crean el orden institucional y material de lo
que enuncian, pero también son creencias derivadas de realidades materiales en desarrollo.
Son, por ello, creencias de un tipo de comunidad política validadas por
realidades materiales territoriales de dicha asociatividad. De ahí que podamos
hablar del Estado, en
un primer momento, como una comunidad política de creencias y
acciones sobre la vida en común objetivada por derechos y recursos materiales
comunes dispuestos para ese objetivo, con efecto vinculante unívoco en todas
las personas de un territorio específico.
Por eso, ante el riesgo de muerte o catástrofe, se da el vínculo
formativo del Estado y entre los miembros de la sociedad, y es a lo primero que
se interpela: medidas firmes y efectivas de protección médica, garantía de
acceso a servicios básicos, alimentos, apoyo a las actividades económicas,
créditos, donaciones. El Estado surgió de la demanda de protección colectiva;
cada mes se aporta económicamente para sostenerlo; custodia los bienes
considerados comunes a los integrantes de la sociedad, y, entonces, es el
Estado al que de manera inmediata se acude cuando existe un riesgo que amenaza
a todos.
Nadie escapa a este principio de protección social primario, ni
siquiera aquellos que días atrás demandaban el Estado mínimo y el triunfo final
de los mercados sobre el populismo estatista. A pesar de su soberbia y riqueza
privadas son seres con miedo ante la democracia de una oleada de contagios
sorteada entre todos con relativa igualdad.
Nadie escapa a este principio de protección social primario, ni
siquiera aquellos que días atrás demandaban el Estado mínimo y el triunfo final
de los mercados sobre el populismo estatista.
Con todo, más allá de los miedos constitutivos que develan
descarnadamente el núcleo de la relación estatal, el Estado en su regularidad
funciona como realidad material y creencia normativa porque gestiona recursos
socialmente compartidos y colectivamente poseídos, como los servicios básicos,
los sistemas de salud pública, la educación oficial, el medioambiente, los
recursos naturales, la moneda, la seguridad ciudadana, la protección de la
propiedad, los impuestos, los ahorros sociales, las empresas públicas y demás;
por eso los momentos de mayor cohesión social o grado de adherencia de la
sociedad a las estructuras estatales se han dado al momento de la expansión de
los derechos o modo de democratización de bienes y reconocimientos públicos
obtenidos por el incremento de la participación del Estado en la generación del
Producto Interno Bruto. En el caso del llamado Estado de Bienestar del siglo
pasado, los estados del mundo llegaron a administrar entre el 35 y el 40 % de
la renta nacional,15Para el caso de Europa y Estados Unidos, ver,
Piketty, T., Capital e ideología, págs. 548-549, Editorial Paidós, Argentina,
2019. en tanto que el capital público llego a ser entre un 20-30% del capital
total16Ibíd., págs. 726-733. .
Lo recortes presupuestarios, las privatizaciones de empresas
públicas, de la salud, la educación o la propia pérdida de soberanía monetaria
que ha vivido gran parte del mundo en los últimos 40 años no contradicen esta
hipótesis de la fuente del orden estatal; lo muestran en movimiento, como
proceso de expansión y reversibilidad. Y es que las privatizaciones y recorte
de los gastos sociales nunca se hicieron a nombre de hacer más ricos a unos
cuantos ricos, como en realidad sucedió; sino bajo el emblema de salvar a la
sociedad de unas empresas públicas supuestamente “deficitarias” que solo
beneficiaban a algunos dirigentes; o en el caso de la salud y educación, a
título de que los ciudadanos se merecen un sistema educativo y médico más eficiente,
fruto de la competitividad entre ofertas médicas y la “libre” elección del
gasto de los ciudadanos. En los hechos, esto significó el abandono médico de
millones de personas y la devaluación de la educación pública en el mercado
laboral; pero hasta que estos resultados se vieran dramáticamente, no cabe duda
que la ideología del “mérito personal”, del entusiasmo con la “libre elección”,
de la ilusión de que todos podían enriquecerse compitiendo individualmente, del
emprendedurismo privatizante, no solo se instaló como un prejuicio popular,
sino como una certidumbre de que era la mejor forma de “democratizar la
riqueza”.
En este ambiente cultural, cuando el Estado mismo desmontó la
riqueza del Estado, en realidad lo hizo a nombre de la misma naturaleza social
protectora del Estado: se dijo que era mejor vía para garantizar el bienestar
de todos. Cuando la retórica neoliberal argumentaba que una empresa pública
hace llegar tarde, poco y a lo largo de mucho tiempo sus réditos a todos y que
es mejor ser propietario privado de un pedazo de esa empresa o, mejor, tener
hoy por adelantado las ganancias de mañana, lo hicieron apelando al beneficio
de todos, que es la llave del acceso de las legitimidades estatales; solo que
ahora en clave o lenguaje individual y ya no colectivo.
Así, la época de las privatizaciones no significó un
desplazamiento del Estado, sino una nueva forma de Estado caracterizado por la
jibarización de los derechos sociales, la ampliación de sus acciones
coercitivas, el reforzamiento de sus funciones discursivas y la
patrimonialización clasista de sus bienes.
La época de las privatizaciones no significó un desplazamiento
del Estado, sino una nueva forma de Estado caracterizado por la jibarización de
los derechos sociales, la ampliación de sus acciones coercitivas, el
reforzamiento de sus funciones discursivas y la patrimonialización clasista de
sus bienes.
Según Piketty, en 1980 el capital público (empresas, inmuebles,
participaciones, suelo, activos financieros) que representaba el 18% del
capital total en EE. UU., el 28% en Inglaterra, el 30% en Alemania, el 18% en
Francia; para el 2018 había caído a -5%, -8%, 5% y 2%, respectivamente17Ibíd.,
págs. 726,733..
Y es que fue el Estado el que organizó, defendió y legitimó la
expropiación privada de los bienes públicos; fue el Estado el que transfirió
fondos resultantes de deuda pública a manos privadas; es el Estado el que
desmanteló el sistema protectivo del trabajador; fue el Estado el que disparó
la inflación para castigar los salarios y confiscó los aportes de los
pensionistas; fue el Estado el que gastó millones y millones de dólares para
transformar los esquemas lógicos, procedimentales y morales de la sociedad en
apego al individualismo competitivo y, por supuesto, la contención de las
clases sociales descontentas. Lo que pasa es que los mercados y los
inversionistas privados no tienen la fuerza territorialmente vinculante de las
decisiones oficiales y las legitimidades políticas. Eso lo tiene el Estado y
por ello es que los estados fueron el soporte organizativo imprescindible del
ciclo neoliberal mundial.
Que esta trama de expropiación privada de lo público haya sido
una apuesta para llevarla hasta el límite, ha sido una temeraria forma de
tentar el abismo, porque con el tiempo vacía de contenido material verificable
la creencia sustantiva del Estado como administrador de bienes comunes; y eso
es algo que iba a estallar a inicios del siglo XXI en América Latina, y ahora
en el mundo entero.
Los pregoneros del libre mercado y “la aldea global” hoy, ante
la pandemia y la recesión económica mundial, aparecen como unos fervientes
keynesianos advenedizos18Desde el Financial Times (https://www.ft.com/content/927d28e0-6847-11ea-a6ac-9122541af204);
pasando por el vicepresidente de la Comisión Europea. (https://www.expansion.com/economia/2020/04/09/5e8ee878468aebbb708b45ef.html),
llegando al presidente de Francia (Le monde, París, 13 de abril de 2020), etc..
Está claro que no es un acto de arrepentimiento tardío, sino de lucidez
estratégica, pues la clase social en la que se agrupan también será afectada en
los volúmenes de su riqueza acumulable, por lo que requerirá del Estado para
relanzarla a mediano plazo. Pero, además, el inevitable desencuentro
catastrófico entre expectativas de ayuda económica a los sectores populares
demandantes de bienestar colectivo y los limitados recursos disponibles puede
desencadenar protestas que pongan en riesgo una parte sustancial de sus
ganancias, e incluso, su propio patrimonio.
Así, en medio de las catástrofes y la concentración de
expectativas sociales en las acciones gubernamentales, el Estado se evidencia
inicialmente como una comunidad política de protección y dirección colectiva
garantizada en derechos, recursos materiales, instituciones y creencias en
torno a ese resguardo, con carácter vinculante y soberano en un territorio del
planeta. Comunidad de creencias performativas, comunidad de bienes materiales
colectivos, comunidad de instituciones que organizan la gestión de esas ideas y
bienes comunes dan, pues, cuerpo ideal y material al Estado. Ahí radica el
impulso de irresistibilidad o modo de adherencia social del Estado.
2. La comunidad como ilusión material
Pero no es una comunidad plena sino una comunidad que se
organiza por monopolios, y en esta paradoja reside su determinación de
artefacto de dominación indisociable de su irresistibilidad.
La forma Estado existe porque hay bienes compartidos, pero
administrados monopólicamente por un segmento específico, permanente o
rotativo, de la sociedad.
Las ideas compartidas, principios morales, lógicos,
procedimentales e instrumentales con los que las personas desenvuelven su
cotidianidad de manera implícitamente coordinada con otras personas, son
enunciadas y administradas de manera monopólica por un pedazo reducido de la
sociedad, en formatos exclusivos, llamados “enunciación oficial del Estado”. La
fuerza pública protege la propiedad, grande, pequeña, material o incorporada
como fuerza laboral, pero es una fuerza especializada, permanente y dependiente
del Ejecutivo gubernamental que se atribuye para sí la exclusividad del manejo
de la violencia. El Parlamento da cuerpo normativo a la estructura legal de la
sociedad, pero monopoliza la exclusividad de la deliberación con efecto
obligatorio en todo el territorio de soberanía. A los impuestos los pagan todos
como base de los fondos compartidos, pero los gestiona monopólicamente una
burocracia centralizada que asigna por decisión propia, y en función de
intereses específicos, las maneras y el uso de esos fondos públicos. La
inversión pública y el endeudamiento que involucra el destino de, al menos, dos
generaciones, establece gastos para todos; pero quién de “todos” saldrá más
beneficiado y quién será contratado para ejecutar ese desembolso, se decide
monopólicamente por el Ejecutivo del Estado.
La salud y la educación públicas están a disponibilidad de todos
los miembros de la sociedad, pero los lugares de atención, los recursos
disponibles, la calidad de los servicios o los contenidos educativos son
decididos por un grupo de funcionarios portadores de miradas comprometidas con
determinadas facciones de la sociedad. Las ideas sobre la identidad oficial, el
idioma oficial, los rituales de representación del colectivo y la propia
imaginación de la nacionalidad están acaparados en su construcción por pequeños
bloques intelectuales articulados en torno a los recursos gubernamentales, que
utilizarán esa misma irradiación molecular del Estado para consagrar
universalmente esa particular manera de ver o significar la historia y el
mundo. Las riquezas públicas de las que dispone la sociedad de manera
colectiva, sociales y naturales, están para ser usufructuadas por todos bajo la
forma de derechos; pero la manera de distribuir el usufructo está
monopólicamente organizado, normado y justificado por un aparato gubernamental
que priorizará el acceso a unos sectores en detrimento de otros, o mejorará las
oportunidades para acceder a esos recursos, de otros frente a unos.
Normas especiales, procedimientos complejos, plazos, garantías,
temporalidades, sellos, laberintos administrativos, todo ese universo de
micropoderes burocráticos utilizados para simular imparcialidad crean, en la
práctica, un túnel oscuro en cuyo final quedan distribuidos los privilegios de
unos frente a otros como fruto de una “neutralidad administrativa”. Los
procedimientos burocráticos son, en realidad, sofisticadas tecnologías que
transmutan voluntades e intereses particulares en universales. Este laberinto
se hace aún más complejo si, además, tomamos en cuenta que los monopolios
estatales no son plenamente piramidales, sino que también presentan divisiones
horizontales entre el Legislativo y el Ejecutivo; entre el Ejecutivo y el
Judicial; al interior del Ejecutivo existen submonopolios con sus autonomías
relativas y liturgias especializadas, como el de las Fuerzas Armadas, los servicios
de inteligencia y demás; y en lo vertical, entre las distintas maneras de
descentralización territorial del poder, que habilitan entre todos otro espacio
de luchas interiores del Estado para expandir sus respectivos monopolios. De
cierta manera, el Estado es también internamente un mundo político fragmentado
en múltiples núcleos de poder que exigen acuerdos y concesiones para actuar
coordinadamente, en determinados tiempos y en específicos temas.
En conjunto, y salvando las diferencias de dimensión geográfica
y temas involucrados, el Estado es una relación de poder, como lo es la
familia, la iglesia o el mercado, en la que intereses, miradas, criterios y
acciones particulares se transmutan en intereses, miradas, criterios y acciones
universales, generales, de todos. La diferencia es que el Estado tiene un poder
territorializado con la capacidad de demarcar o, llegado el caso, de
inmiscuirse en la gestión de los otros poderes. Este también es otro monopolio
fundamental: el monopolio de las decisiones con efecto vinculante en todas las
personas que están en el territorio demarcado como estatal. El Estado es, por
tanto, el monopolio de los grandes monopolios de una sociedad.
Esta facultad, aparentemente mágica, misteriosa, de convertir en
universal todo lo particular que toca, proviene de la manera de
instrumentalizar esta, su realidad paradojal, de ser monopolio de bienes y recursos
comunes. Entonces, la
dimensión comunitaria del Estado está invertida como decisionismo de pocos
sobre los bienes de muchos. Por ello, entonces, comunitarismo fallido. De
ahí que Marx definiera al Estado como una “comunidad ilusoria”19Marx,
C., La ideología alemana, en Obras escogidas en tres tomos, Tomo I, págs. 14,
30, Editorial Progreso, Moscú, 1980..
La dimensión comunitaria del Estado
está invertida como decisionismo de pocos sobre los bienes de muchos. Por ello,
entonces, comunitarismo fallido.
Y es por esta mediación política constitutiva del Estado que los
derechos comunes a todos para instituirse, ejercerse o aplicarse han de estar
regulados por una estructura de influencias sociales de clase.
Claro; un derecho estatal es una facultad individual aplicable a
todos los integrantes de una sociedad sin discriminación alguna, pero la
influencia de clase está presente desde el mismo momento de selección de las
potestades. Desde la priorización de un potencial derecho frente a otro, pues
no es lo mismo convertir en derecho la salud gratuita que requerirá una
gigantesca inversión y beneficiará principalmente a los más humildes, que
instituir el derecho a remitir las ganancias al extranjero, que, si bien es una
facultad ejercible por cualquiera, en los hechos solo favorecerá a un puñado de
empresas extranjeras. O en la redacción legal del mismo derecho que, en sus
especificaciones, características, requisitos, plazos y procedimientos, ha
integrado reparaciones a los afectados, puesto condicionantes para su
aplicación y ha tomado en cuenta condiciones de favorecimiento para unos en
detrimento de otros; es decir, ha comprimido en la norma legal del derecho una
intensa conflagración jerarquizada de intereses de distintas clases sociales y
segmentos de clase.
Cada ley y decreto estatal lleva inscrito en la redacción de
cada párrafo un resumen comprimido de las jerarquías de intereses e influencias
políticas, económicas y culturales que los distintos sectores de la sociedad
tienen en la burocracia estatal en particular y en el Estado en general. La
legalidad es, pues, una gramática de los intereses y capacidad de presión que
poseen las clases sociales en el Estado y que, por tanto, ejercen el poder de
Estado, la dominación de Estado.
La legalidad es, pues, una gramática de los intereses y
capacidad de presión que poseen las clases sociales en el Estado y que, por
tanto, ejercen el poder de Estado, la dominación de Estado.
Que en las sociedades capitalistas, los poseedores de grandes
fortunas tengan mucho más poder de influencia que el resto de las clases
sociales, se desprende de tres componentes relacionales: el primero surge de la
propiedad de mayores volúmenes de dinero, del representante “general de la
riqueza” moderna, cuya cantidad es directamente proporcional a su “fuerza de
atracción sobre todas las riquezas materiales”20Marx, K, El Capital,
pág. 89, Editorial Siglo XXI, México, 2008, incluida la fuerza de trabajo
política burocrática y, con ello, de mercantilizar criterios morales, designios
administrativos, lealtades políticas, lo que les permite influir, comprar, presionar,
dialogar, con mayor eficacia en los distintos segmentos del Estado, desde la
Presidencia, el Poder Judicial, pasando por las Fuerzas Armadas y la
administración intermedia de la burocracia. El segundo viene estrictamente de
la misma materialidad administrativa del Estado en cuanto monopolio de
decisiones, de apropiación en manos de pocos de las decisiones, lo que produce
de manera inmediata una afinidad
lógica y procedimental con la propiedad y los propietarios del
dinero que funcionan también como forma de monopolio de la riqueza. Y, en
tercer lugar, de la congruencia cognitiva y de expectativas sobre las
evidencias del mundo posible entre la mayor parte de los funcionarios del
Estado y las élites económicas dominantes-dirigentes del país y el mundo.
Educados desde su nacimiento en el sentido común de un mundo dominado por la
propiedad privada y la abstracción de la “objetividad espectral”21Marx,
K, El Capital, pág. 89, Editorial Siglo XXI, México, 2008 del valor de cambio
como medida de la riqueza, los administradores del Estado han de ejercer la
eficacia decisional del Estado, por lo general, mediante el encuadre del
sentido común político al sentido común socialmente dominante. De ahí la
pertinente reflexión de Marx sobre la necesaria transformación de la propia
maquinaria estatal, mediante procesos de socialización de decisiones sobre los
asuntos comunes, para viabilizar procesos de emancipación22Marx, C.,
La Guerra Civil en Francia, pag.127, en Obras Escogidas en tres tomos, Tomo II,
Editorial Progreso, Moscú, 1980; también, Marx, carta a Kugelmann, 12 de abril
de 1871, en Obras Escogidas, Tomo II, pag.244..
Mas, la relación entre el poder del dinero y el poder político
no es una relación directa, como de una propiedad más del dinero sobre el Estado,
ya que él tiene que preservar permanentemente su cualidad de administrador de
bienes y derechos de todos para seguir ejerciendo su atracción y reconocimiento
por el resto de la sociedad. De ahí que siempre haya una relación de mediación
y negociación entre el poder económico y el poder de Estado.
El monopolio estatal es, por ello, el escenario donde se
despliega una economía política de la construcción de derechos que prioriza,
jerarquiza, promueve, viabiliza o segmenta unos, y contiene, ralentiza, obstaculiza
o deroga otros. Esto es a lo que se puede llamar la “condensación material” de
la correlación de fuerzas sociales del Estado23Poulantzas, N.,
Estado, poder y socialismo, Editorial Siglo XXI, Buenos Aires/México, 1979.,
que es la sustancia social de la que se componen los actos estatales. No es que
el Estado existe y luego se envuelven en él jerárquicamente las distintas
fuerzas. El Estado mismo es una jerarquización viviente y en movimiento de la
trama de correlación de fuerzas sociales que varía históricamente en su
composición, dependiendo cuál grupo o clase social es capaz de postular sus
intereses particulares mediante la integración de los intereses del resto de la
sociedad; es decir, de entender la alquimia social de lo particular en lo universal.
Por eso, aunque siempre hay una afinidad electiva de clase, ningún Estado es de
clase en el sentido de que le pertenece como propiedad; porque por naturaleza
solo existe como realidad social si integra los cuidados, riquezas y
expectativas de todos; ahí radica la fuente de su necesidad práctica y
legitimidad moral. Igualmente, no existe correlación de fuerzas hechas Estado
con una única fuerza. Lo que es de clase es la conducción, la administración,
las creencias dominantes, es decir, la materialidad organizativa e imaginada
del Estado.
El Estado mismo es una jerarquización viviente y en movimiento
de la trama de correlación de fuerzas sociales que varía históricamente en su
composición, dependiendo cuál grupo o clase social es capaz de postular sus
intereses particulares mediante la integración de los intereses del resto de la
sociedad.
Los procesos históricos de construcción de monopolios que
cristalizan continuamente las correlaciones de fuerza sociales no fracturan el
Estado, porque precisamente se hace a nombre del principio de estatalidad
primario que es la protección de los bienes y derechos de todos. Y es por medio
de esta inversión de lo común donde se asienta el poder de Estado y, por tanto,
la lucha por el poder de Estado.
Los monopolios hablan ciertamente de una forma y de procesos de
apropiación de lo que es de todos, pero que se lo hace a nombre de la
protección de esos bienes de todos. Es una ilusión, pero es una ilusión bien
fundada, es decir, objetivamente sostenida por la persistencia, pequeña o
grande, de esos bienes colectivos. Por ello “comunidad ilusoria”, porque lo
común permanece concentrado en pocos como capacidad de mando y dirección de
esos bienes o a veces como propiedad privada de una parte de ellos. Por todo
ello, el Estado puede ser definido como una forma de organización procesual del
gobierno de los recursos colectivos, las creencias comunes y los derechos de
una sociedad por medio de monopolios de decisión con efecto vinculante a todas
las personas que habitan un territorio definido.
La fascinación que el Estado provoca proviene de esta
constitución paradojal de ser para todos, pero administrado por pocos. Todo
Estado involucra a todas las personas de la sociedad; los involucra desde el
pago de impuestos, el acatamiento a las normas, desde las más simples como las
reglas de tránsito o las más complejas como el uso de un papel oficial en
calidad de representante general de la riqueza. En ese sentido, nadie escapa a
la relación estatal, ni siquiera la comunidad agraria más alejada ni el
anarquista más ensimismado; al usar el dinero, al registrar una propiedad, al
mandar a los hijos a la escuela, al pagar impuestos, al ejercer un derecho o la
propia lucha para ampliar derechos siempre una parte de sus acciones están enmarcadas
en una lógica estatal de la vida en común. Pero esto no significa que todos
seamos Estado. Eso está reservado para los que ejercen el monopolio. Todos
estamos atravesados por la trama estatal, de su correlación de fuerzas,
alimentándola deliberada o inconscientemente. Pero solo los que administran los
monopolios del Estado pueden atribuirse la representación del Estado.
En resumen, el Estado nunca será una realidad sociopolítica
plenamente socializada, una comunidad real, porque siempre, aun en momentos de
máxima presencia protagónica y dirigente de las clases populares en el Estado,
habrá un sector que monopolice el mando. Pero a la vez, nunca será plenamente
un monopolio privado, porque la realidad estatal solo funciona si hay bienes,
derechos y riquezas comunes.
Lo que puede suceder dependiendo de los contextos históricos es
que cada una de estas dos tendencias, la de la socialización real o la
privatización de clase, una en detrimento de la otra, se acerquen a su máxima
expresión, pero sin llegar a ser absolutas, como las asíntotas de una parábola
o los extremos de los brazos de una herradura. Así, a más comunidad de decisiones,
menos monopolio estatal; y a más monopolio de decisiones, menos presencia
social en ellas.
El monopolio estatal cohesionador
De todos los monopolios estatales que se van construyendo en el
tiempo existe uno que, sin tener una carga material institucionalizada pesada,
de cierta forma cohesiona a todos. Se trata de las palabras e ideas con poder
político, esto es, que influyen de manera irresistible y de manera vinculante
sobre todos los miembros de la sociedad. No solo se trata de la violencia
simbólica a la que se refiere Bourdieu y que logra que las personas piensen y
actúen en relación al Estado y la sociedad con los parámetros que el propio
Estado ha instituido arbitrariamente como esquemas de comprensión práctica de
la realidad; sino también de la capacidad performativa de instituciones24Searle,
J., Creando el mundo social, págs. 158-160, Editorial Paidós, España, 2017. que
poseen esas ideas y palabras.
Nos referimos al poder deóntico que tienen las declaraciones
oficiales de los personeros oficiales del Estado en hechos objetivamente
estatales vinculantes territorialmente. Es el caso de una ley, decreto o
instrucción presidencial que, una vez emitida, inmediatamente se convierte en
una montaña de informes, estudios, procedimientos, desembolsos financieros,
actividades laborales, hechos institucionales todo ello con efectos prácticos
sobre toda la sociedad.
Ya sea que se trate de una nueva inversión, la contratación de
una deuda pública, la aprobación de un nuevo derecho, toda una maquinaria de
acciones, creencias y consecuencias materiales se pone en funcionamiento para
implementarlo. El Estado es uno de esos pocos lugares donde la idea y palabra
oficial devienen en materia social; en donde el mundo de las ideas antecede al
mundo de la materia con efectos duraderos en toda la sociedad. Se trata de
relaciones de dominación por actos de decisión gubernativa.
Las creencias con poder producen, por ello, dos formas de
dominación: por inducción, cuando por autoridad estatal dejan ver e inhiben
determinados cursos de acción posible que pudiera optar la sociedad; y por
decisión, cuando las palabras estatales crean una realidad obligatoriamente
vinculante para todos, incluidas a veces las siguientes generaciones, como en
el caso de las deudas públicas, las guerras, los acuerdos comerciales, entre
otros.
Claramente se advierte que este efecto de verdad y de materia
social que contienen las enunciaciones estatales no tienen fuerza por sí
mismas, en cuanto enunciaciones. Dichas por cualquier ciudadano normal son solo
un deseo o dichas por un funcionario público como comentario, son declaraciones
de una intencionalidad sin poder. Para que tengan efecto de poder necesitan ser
enunciadas desde un lugar específico, el Estado, y en el marco de la ritualidad
y liturgia oficial del Estado. Es un poder derivado, y es el poder de Estado
más directo y cotidiano. Es por esta efectividad, versatilidad e impacto que es
uno de los bienes más preciados por el cual compiten los bloques políticos con
ambición estatal.
Pero este monopolio, además, cierra el círculo de las creencias
como fuerza política sustantiva. Como vimos al principio, en un primer momento
las creencias vinieron desde la sociedad como expectativa de protección y
derechos hacia la comunidad política. Ahora las creencias vienen desde el
Estado hacia la sociedad para imponerse, pero ya no como ideas de la sociedad
sobre sí misma, sino de algo que aparece diferente de la sociedad porque
monopoliza cosas de la sociedad. Es el fetichismo político del Estado como
realidad social.
Se trata, sin embargo, de un fetichismo incompleto, fisurado,
como todo fetichismo incluido el de la mercancía. Porque siempre hay espacios y
actividades sociales que no se desdoblan directamente del orden de reproducción
del capitalismo25“La única antítesis del trabajo objetivado es el
trabajo vivo y no-objetivado-El primero está presente en el espacio, el segundo
en el tiempo; el primero está en el pasado, el otro en el presente; el primero
está ya corporizado en el valor de uso; el segundo, en tanto actividad
–en-proceso humana, esta generalmente comprometida con el proceso de
auto-objetivación; el primero es valor, el segundo es creación de valor.” En
Marx, K, Manuscritos 1861-1863, Cuadernos I y II, editados en Marx, Comunidad,
Nacionalismos y Capital, Textos Inéditos, Vicepresidencia del Estado
Plurinacional de Bolivia, La Paz, 2018., en este caso, creencias sociales sobre
el Estado que no provienen del Estado, emergen de la sociedad que ha optado
objetivamente por la protección y derecho a bienes comunes. Es el principio de
realidad material de las creencias sobre el Estado; sin ellas el poder de
Estado sería un artificio, un hábil engaño que no tendría fundamento objetivo
de comunidad. Los fetichismos siempre tienen fragilidades, huecos, que es por
donde se filtra la materialidad comprobable del mismo poder fetichizado.
Junto con ello, la fuerza de inducción de creencias del poder
del Estado tampoco es una fuerza plenamente propia, emergente únicamente de la
relación estatal. En realidad, es una fuerza de creencias que se sostiene sobre
la utilización o colonización por parte del Estado de otros nodos de producción
de lealtades, de otras instituciones sociales y relaciones de poder no
estatales, pero que en momentos específicos y sobre temas específicos son
acopladas por las emisiones discursivas del Estado para replicar, amplificar o
validarlas. Hablamos de la familia, de las iglesias, de la “opinión pública”,
de los medios de comunicación, de centros de investigación privados, de
asociaciones cívicas, de empresas que son centros privados generadores de
creencias colectivas ante las cuales el Estado establece interfases temáticos
de mutuo aprovechamiento fundados en el orden establecido; de tal manera que
esas instituciones se sirven del Estado para irradiar territorialmente sus
preceptos, en tanto que el Estado se sirve de las clientelas poseídas por esas
instituciones privadas para expandir su propio discurso. Se trata de un acople
de legitimidades que le permite al Estado aumentar a su legitimidad pública la
legitimidad de esos institutos privados dando lugar a un tipo de
“externalización” de la producción de legitimidad política gubernamental.
No es que el Estado abarca toda la sociedad, sino que el Estado,
temporal y temáticamente, se sirve de toda la sociedad para imponer sus fines y
objetivos.
De ahí la lúcida definición gramsciana de que el Estado es “la
sociedad política más la sociedad civil” o cuerpos “privados” de hegemonía26Gramsci,
A., Cuadernos de la cárcel, 6 tomos, Cuaderno 6 y 12, Ediciones ERA, México,
1981-2000.. El Estado es, pues, por momentos sociedad civil, en la medida en
que se apoya, gatilla, utiliza relaciones de poder e instituciones de la
sociedad civil diferenciadas del Estado para producir una densa red de
ensambles cognitivos que funcionan como estructura.
Son los discursos y lógicas de poder patriarcal, o las
relaciones despóticas de las fábricas, o los prejuicios racistas de una parte
de la sociedad o, llegado el caso, los impulsos solidarios de los sindicatos y
comunidades, o las propuestas de igualdad social de centros de producción de
conocimiento, o en general de retazos del “sentido común” con los que, para
determinados fines gubernamentales, el Estado se enlaza para crear un sentido
común dominante. Esto vuelve la emisión estatal en prejuicio social, otorgándole
al Gobierno mayor fuerza de legitimidad para actuar monopólicamente en la
dirección de ese prejuicio colectivo.
Esta interdependencia entre Estado y “sentido común” no debe
llevarnos a confundir el uno con el otro. El Estado no tiene el monopolio del
sentido común, pues de tenerlo ya no habría sociedad civil y ella sería una
autoreferencia del propio Estado. El Estado es uno de los productores de
sentido común en la medida en que sedimenta en la sociedad modos lógicos,
morales e instrumentales de largo plazo de la vida en común regida por el
Estado; pero existen ámbitos de la vida social, más o menos expandidos, como el
sindicato, los barrios, las empresas, las iglesias, los medios de comunicación,
las agrupaciones políticas, las instituciones culturales que crean sus propias
lógicas de acción, sus propios juicios morales social y clasistamente
segmentados, que, con el tiempo, crean también sentido común. Cuando ambas
construcciones se superponen, estamos ante el sentido común dominante.
Así, la fuerza estatal tiene en la propia fuerza de la sociedad
civil una fuente de renovada retroalimentación que la muestra como una realidad
ideal-material en movimiento, en permanente proceso de construcción. Y
precisamente por eso, por estas continuas renovaciones de emisiones discursivas
de la sociedad civil, fruto de modificaciones moleculares de las correlaciones
de fuerzas en su interior, hay o puede haber lógicas de la acción, valoraciones
morales de las cosas que excepcionalmente desborden la lógica estatal y que,
por su cuenta, vayan creando modos distintos de imaginar lo común de la
sociedad; formas diferentes de organizar sectorialmente la gestión de problemas
comunes y que, con el tiempo, disputen la estructura de orden, las jerarquías
sociales y las creencias presentes en el Estado. En esa excepcionalidad
radican las conformaciones de fuerzas sociales movilizadas portadoras de
proyectos de reforma moral e intelectual capaces con efecto de transformación
estatal.
3. ¿Qué viene ahora?
La pandemia ha develado la composición básica de la relación
estatal al presentarla como el único y último espacio social de protección ante
el riesgo de muerte y la catástrofe económica. Los organismos internacionales
han abdicado de sus prerrogativas ante el Estado; los mercados se desploman
despavoridos y las empresas hacen fila para cobijarse en el endeudamiento
público. La institucionalidad que se insuflaba de haber creado una
globalización por encima del Estado ahora tiende su mano en busca de dádivas
gubernamentales.
La institucionalidad que se insuflaba de haber creado una
globalización por encima del Estado ahora tiende su mano en busca de dádivas
gubernamentales.
No se trata de un regreso triunfal ni mucho menos un
renacimiento del Estado, que como vimos, fue parte del comando de la
implementación del neoliberalismo.
Lo que sucede ahora es que es un momento de inflexión histórica
que abre una nueva fase de los procesos de estatalización de la vida social.
Y lo ha hecho desde el momento en que el Estado ha tenido poder
para paralizar la acumulación capitalista de ganancias en la mayor parte del
mundo.
Detener no es igual que sustituir el capitalismo pero, aun así,
el que el Estado haya podido suspender temporalmente la producción capitalista,
en algunos casos, presionado por la propia sociedad, como en Inglaterra y
Estados Unidos, habla de un poderío estatal pocas veces visto como también de
sus límites, porque hay momentos en los que la sociedad puede imponerse sobre
el Estado. De hecho, hoy en algunos países, el propio relajamiento de la
pandemia o -en algunos casos- su desconocimiento, está emergiendo de sectores
de la sociedad civil por encima de las decisiones estatales.
La disputa por el monopolio estatal fundamental
Con todo, un Estado exigido en su papel de protector de las
personas y financiador de recursos económicos para atenuar la recesión
económica es la cualidad de la época que se ha abierto.
De manera instantánea, entre el 5 y 15 % del Producto Interno
Bruto de los países ha sido movilizado bajo la forma de nueva deuda pública y
garantías27FMI, Informe sobre la estabilidad financiera mundial, 14
de abril de 2010.. Se trata del inicio de una serie de recurrentes
endeudamientos que se incrementarán en los siguientes meses. En realidad, el
monopolio del gasto fiscal y endeudamiento público es el monopolio fundamental
del Estado que impulsa el movimiento de los otros monopolios; y este será el
más visible al menos en lo que dure el tiempo de repago de lo prestado. Está en
marcha una auténtica querella planetaria por el excedente económico de destino
incierto sometido a intensas luchas sociales.
Está en marcha una auténtica querella planetaria por el
excedente económico de destino incierto sometido a intensas luchas sociales.
Como los ingresos del Estado van a disminuir sustancialmente por
la caída de los tributos, debido a la parálisis productiva, tres serán los
sujetos sociales que tensarán dramáticamente las correlaciones de fuerzas para
direccionar los usos de los nuevos recursos y para distribuir los costos
históricos de esa deuda: las clases adineradas, los sectores populares y la
burocracia estatal que absorbe entre el 10 al 30 % de la fuerza laboral en la
mayor parte de los países del mundo28OCDE, Government at a Glance 2019;
BID, Panorama de las administraciones públicas América Latina y el Caribe
2020..
Ante ello, los Estados van a oscilar a una de las asíntotas de
la parábola estatal o brazos de la herradura conformada entre más
democratización social o más monopolio. El que el desempeño estatal se incline
por uno u otro polo ha de depender de las luchas de clases que refuercen su
presencia y su fuerza de influencia en los administradores de los monopolios
estatales. Y no se trata solamente de qué bloque social está o estará
ejerciendo el poder de Estado, frutos de victorias electorales o golpes de
Estado. Sino que ha de depender simultáneamente de la lucidez estratégica de
influir en los otros bloques y segmentos sociales con capacidad de movilización
y emisión discursiva que, como hemos visto, pueden direccionar las propias
acciones del Estado sin ser necesariamente bloque de poder.
La crisis de las hipotecas subprime del año 2008 o de la caída
de las materias primas de los años 2015-2016 muestran que los recursos públicos
extraordinarios pueden ser transferidos a las élites empresariales para
recomprar acciones, elevar ganancias privadas y nacionalizar pérdidas29Roberts,
M., Las razones subyacentes de la Larga Depresión, en Revista Sin Permiso, 17
de febrero de 2018., todo a nombre del “bien común”, pero recortando derechos y
estabilidad para la mayoría. Ello se dio allá donde los gobiernos eran
neoliberales, la sociedad estaba desmovilizada y el ambiente cultural del
competivismo darwinista predominaba. Hoy, ante mayores pérdidas en la
rentabilidad empresarial y mayores volúmenes de deuda, no tendría que ser
diferente si es que las tres condiciones mencionadas se mantienen. Por ejemplo,
la mayor parte de los dos billones de dólares dispuestos por el Estado norteamericano
están destinada como liquidez para la recompra de acciones y subvenciones a las
compañías privadas30Roberts, M., La cicatriz económica de la
pandemia, en Revista Sin Permiso, 3 de mayo de 2020.. En tanto que la ayuda
social no es para una ampliación de derechos, sino para no caer temporalmente
en la indigencia.
Para los capitalistas se trata de una nueva modalidad de la
patrimonialización de clase de los bienes públicos que inevitablemente, para
sostenerse, tiene que ir acompañada de renovadas modalidades de
disciplinamiento social, de estrategias de contención de la ira popular ante
estas injustas distribuciones de los recursos públicos. La racialización de los
peligros sociales junto con el control de la pandemia mediante la
monopolización de todos los actos digitalizados de las personas, incluidas
conversaciones, mensajes, desplazamientos, preferencias personales, ahora
comienzan a ser empleados en el control e inducción política algoritmizados
desde el Estado. Un ejemplo de esto, y sin tanta sofisticación, viene
sucediendo en plena cuarentena en Bolivia, donde el uso de los bienes públicos
como patrimonio de clase o prolongación de la hacienda, junto con el
encarcelamiento de personas que protestan por las redes sociales tienen más
éxitos que la contención del virus.
Pero allá donde la correlación de fuerzas políticas se incline
del lado de los sectores populares, donde hay gobiernos progresistas y una
opinión pública inclinada hacia políticas de igualdad, probablemente los
recursos públicos reafirmen antiguos derechos sociales y se amplíe a nuevos.
De hecho, el segundo aspecto relevante del nuevo momento
histórico es que, ante el estupor cognitivo global del pensamiento conservador
frente a la velocidad de la pandemia y parálisis productiva, las ideas y
propuestas gestadas marginalmente en el seno de los colectivos de izquierda son
los que se presentan hoy como las únicas plataformas de acción que están
alimentando los debates públicos y las decisiones de los Estados ante el
Covid-19 y la crisis económica, incluidos los gobiernos de derecha.
Protagonismo económico del Estado, inversión pública
acrecentada, condonación del pago de la deuda externa, supresión del pago de
interés bancarios de los pequeños ahorristas, renta básica universal, ecologismo
social, cadenas cortas de valor y reindustrialización en áreas esenciales,
proteccionismo selectivo, nacionalización de actividades económicas
estratégicas, selectividad de mercados globales y ampliación de derechos
sociales planetarios, distribución de la riqueza para reducir desigualdades,
ampliación de derechos sociales, desmercantilización de la salud, repatriación
de fortunas de paraísos fiscales, impuesto planetario a las empresas
transnacionales para una red universal de salud, impuesto progresivo a las
emisiones de carbono a países, empresas y personas, que lo hagan por encima de
un `promedio acordado, etc., propuestas hechas hace años por la izquierda y
practicadas de manera parcial por los gobiernos progresistas latinoamericanos a
los que se los acusó de “populistas irresponsables”, ahora resultan que son la
plataforma mínima del debate público, de acciones de los Estados y de un nuevo
sentido común planetario.
Este es el tercer aspecto relevante del momento: la porosidad de
las maneras de pensar, representar y actuar de la sociedad que, por lo general,
son de alta resiliencia a los cambios. Hoy, los esquemas dominantes de ubicarse
en el mundo, de juzgar las acciones de la gente que acompañaron los 40 años de
neoliberalismo están paralizados ante el miedo y los riesgos catastróficos; las
personas se muestran aturdidas para garantizar certidumbres duraderas a las
sociedades. Esto habilita un espacio de apetencia colectiva de nuevos
significantes para estabilizar el orden del mundo de cada persona. Se trata de
una disponibilidad a escuchar nuevas razones morales y nuevos artefactos
lógicos sobre la manera de estar en el mundo.
Pero esta disponibilidad de revocar creencias habilita un
abanico cognitivo y práctico para todos los lados: desde horizontes más
autoritarios, injustos y racistas, hasta horizontes más comunitarios; o, en el
otro extremo, de huida hacia placebos mágicos y providenciales de “justo
castigo” para enderezar la humanidad. No ha de pasar mucho tiempo para que esta
apertura cognitiva de la sociedad, esta reconfiguración del sentido común, se
clausure dando paso a un nuevo largo periodo de representaciones lógicas,
morales e instrumentales predominantes.
Ante ello, el pensamiento crítico, las izquierdas tienen la
obligación política de ayudar a construir un nuevo sentido común sobre una
manera diferente de organizar la vida en común hoy y en el futuro, sustentados
claramente en la justicia, la igualdad, la democratización permanente y la
comunidad. Por ahora cuenta con una ventaja efímera que, con el tiempo, puede
ser un lastre, al ser sus ideas las que marcan los ejes de discusión
generalizados sobre cómo afrontar la crisis. Pero la demanda de horizontes de
acción posibles es mucho mayor a lo propuesto hasta ahora; y lo que es peor,
existe una creciente expropiación de sus ideas por parte de fuerzas
conservadoras y reaccionarias que, al tiempo de inevitablemente desvirtuarlas,
pueden quitar la iniciativa histórica a las izquierdas.
El pensamiento crítico, las izquierdas tienen la obligación
política de ayudar a construir un nuevo sentido común sobre una manera
diferente de organizar la vida en común hoy y en el futuro, sustentados
claramente en la justicia, la igualdad, la democratización permanente y la
comunidad.
El que el neoliberalismo tardío se arrope en fragmentos del
pensamiento progresista lo menos que puede provocar es sospecha.
Sociológicamente se da un desplazamiento del eje espacial de posiciones
políticas que está llevando a las derechas a ubicarse, en algunos temas, en el
antiguo lugar de las izquierdas. La apertura al gasto estatal, al endeudamiento
público no es por convencimiento sino por conveniencia a sus propios intereses
particulares. Lo más seguro es que se trate de reducir costos de la masa
salarial mediante las subvenciones estatales a los trabajadores, en tanto que
los flujos de caja asignados por el Estado al capital se traduzcan enteramente
en ganancias y no en inversiones.
Ante ello, las izquierdas tienen que estirar y radicalizar el
eje espacial de la posición de los discursos creando un nuevo “centro” y una
nueva “izquierda” más a la izquierda, capaz de desplazar a la sociedad y al
Estado hacia formas de mayor democratización de la riqueza social. Como
siempre, democracia y propiedad son los dos pilares en los que se sostiene
cualquier programa de igualdad.
Democratización de decisiones sobre todos los espacios de la
vida en común, comenzando por la toma de decisiones sobre los derechos de
todos, sobre la riqueza pública que es de todos; culminando en la gigantesca
riqueza que está en manos de pocos y que tiene que servir para solventar los
ingentes gastos que el Estado deberá realizar por décadas para garantizar el
bienestar de la población. Y la izquierda que quiera ir más allá del Estado no
lo puede hacer sino por esta vía de mayor democratización social. Claramente,
todo ello depende de dos cosas mutuamente vinculadas: horizontes de futuro
capaces de unificar las esperanzas prácticas de las personas y fuerza colectiva
movilizada, territorial y temáticamente, con efectos de reorganización de la
vida en común en torno a algunos nuevos principios morales, instrumentales,
lógicos y procedimentales. No se trata de realidades que hay que inventar; sino
de reforzar, de visibilizar e interunificar formas de acción colectiva, de
creencias movilizadoras y expectativas ya presentes en los intersticios
plebeyos de la sociedad actual.
En definitiva, el
orden lógico y práctico de las sociedades y de las formas estatales están en
suspenso táctico; por tanto, en disputa. No asumir con
apasionamiento esas luchas es un desprecio histórico que puede llevar, por
fuerza de la inercia a una reactualización envilecida y vengativa del viejo
orden social-estatal neoliberal.
El péndulo de la “comunidad ilusoria”: Discurso inaugural del
Seminario sobre La topología del Estado, en el Doctorado en Ciencias Sociales
de la Universidad de Buenos Aires (UBA), 7 de mayo del 2020.
Álvaro García Linera
Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia en el periodo
2006-2019 (Bolivia)
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