19-05-2014
Si estudiamos las formas de
organización política que ha tomado cualquiera de las sociedades donde
encontramos grupos sociales enfrentados, lo que también se conoce como “clases
sociales”, desde que existe registro histórico de ello (a partir de las
sociedades agrarias sedentarias en adelante, hace unos diez mil años), vemos
que siempre es una pequeña elite la que guía los destinos del colectivo. Fuera
de una organización social de iguales, de pares donde todos los miembros de la
comunidad serían iguales, el estudio de toda forma de estructura social que
encontramos a través de la historia nos confronta con dirigentes y dirigidos. Y
siempre, invariablemente, los primeros son una minoría, y los segundos una
amplia mayoría.
¿Cómo
ha sido posible, y sigue siéndolo, que unos pocos sojuzguen a una mayoría?
Apelar a una explicación biologista con reminiscencias de Darwin donde “los más
aptos” se impondrían, lleva implícita una valoración cuestionable: ¿podría la
historia explicarse sólo por la idea de “triunfadores” (los mejores, los más
aptos) versus “perdedores” (los más débiles, los menos aptos). Si nos
quedáramos con esa pretendida explicación, se estaría avalando la idea de
“superiores” e “inferiores” (Pero, ¿acaso hay ciudadanos “mejores” y
"peores" entonces?).
¿Estamos
ante la necesidad de un conductor, de un gran padre todopoderoso que conduce a
la masa? ¿Vericuetos de nuestra humana condición donde los más fuertes (los más
osados, los más aprovechados) siempre se las ingenian para sojuzgar al
colectivo? -léase: lucha por el poder-. ¿Mediocridad de la masa? El debate está
abierto, y por cierto es muy complejo.
Es
evidente y totalmente constatable en la observación desapasionada de la
historia de la humanidad que, al menos hasta ahora, en esta sangrienta dinámica
de lucha de grupos enfrentados que ya lleva varios milenios, son siempre
minorías las que ejercen el poder sobre grandes mayorías. Ante eso surgen
inmediatamente las preguntas: ¿qué hay de la democracia, del “gobierno del
pueblo”? ¿Es posible? ¿Cómo?
En
el vocabulario político actual “democracia” es, sin lugar a
dudas, la palabra más utilizada. En su nombre puede hacerse cualquier cosa
(invadir un país, por ejemplo, o torturar, o mentir descaradamente, o llegar a
dar un golpe de Estado); es un término elástico, engañoso en cierta forma. Pero
lo que menos sucede, lo que más remotamente alejado de la realidad se da como
experiencia constatable, es precisamente un ejercicio democrático, es decir: un
genuino y verdadero “gobierno del pueblo”. Como vemos, entonces, esto de la
democracia es algo muy complejo, complicado, enrevesado. Es, en otros términos,
sinónimo de la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la política. Para ser
cautos no podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como “lo bueno” sin más,
contrapuesta –maniqueamente, por supuesto– a “lo malo”. Siendo prudentes en
esta afirmación puede citarse a un erudito en estos estudios, Norberto Bobbio,
que con objetividad dirá que “el problema de la democracia, de sus
características y de su prestigio (o de la falta de prestigio) es, como se ve,
tan antiguo como la propia reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido
repropuesto y reformulado en todas las épocas” [1].
Es
obvio que si democracia se opone a autoritarismo, la vida en regímenes
dictatoriales torna la cotidianeidad mucho más dura. En ese sentido, sin ningún
lugar a dudas vivir bajo una dictadura donde no existen garantías
constitucionales mínimas, donde cualquiera puede ser secuestrado por las
fuerzas de seguridad del Estado, torturado, asesinado con la más completa
impunidad, es un atropello flagrante, un calvario. Las penurias económicas son
terribles; pero por supuesto una dictadura antidemocrática es peor: morirse de
hambre, aunque sea escandaloso, no es lo mismo que morir en una cárcel
clandestina de una dictadura.
En
ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación
desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
en el 2004 [2] en países de América Latina donde se destacaba que el
54.7 % de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial
si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la
consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces
Secretario General de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan (“la solución
para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida
y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino
sobre el porqué la gente lo expresa así. Democracia formal sin soluciones
económicas no sirve; pero la inversa, si faltan las libertades civiles mínimas,
tampoco es el camino.
Los
primeros desarrollos del socialismo construido durante el siglo XX (Rusia,
China, Cuba) comenzaron a intentar equilibrar las injusticias económicas; pero
en cuanto al ejercicio del poder popular la cuestión sigue siendo una
asignatura pendiente. Se avanzó en eso, sin dudas, al menos en la intención (la
Revolución Cultural china, o los asambleas populares cubanas, son interesantes
experiencias). Pero aún estamos lejos de poder indicar una democracia popular
de base efectiva en el campo socialista. Por otro lado, con su involución hacia
fines de siglo, la sobrevivencia de lo que no arrastró la marea de destrucción
de todo ese campo (Cuba resistió y sigue de pie) se centró en eso: la
sobrevivencia ("período especial" se dijo en la isla), y el tema de
la democracia de base, del poder popular no fue el principal punto de agenda.
¿Se puede hablar hoy de poder popular en China? ¿Qué quedó de la “dictadura del
proletariado” en los países de Europa del Este?
En
las democracias no socialistas, la pregunta en torno al verdadero y genuino
“gobierno del pueblo” también sigue siendo una pregunta abierta. Desde el
triunfo de las burguesías modernas sobre los regímenes feudales en Europa, o de
la consolidación de las colonias americanas de Gran Bretaña como Estados Unidos
de América con su empuje descomunal, la construcción del mundo moderno, de las
“democracias industriales o democracias de libre mercado” –como suele
llamárselas– sigue obedeciendo más que nada a una lógica donde unos pocos
factores de poder (básicamente económico) son los que controlan; el gobierno de
las mayorías, el verdadero y genuino poder de las mayorías, sigue siendo
también una asignatura pendiente. Quien manda, fundamentalmente, es el mercado.
No hay dudas que fue un paso adelante en relación con el absolutismo
monárquico; pero de ahí a gobierno del pueblo dista una gran distancia.
Tal
como agudamente lo destacó Paul Valéry: “la política es el arte de
evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen”. Dicho
en otros términos: los factores de poder no ceden nunca en su dominación, en su
posición de sojuzgamiento del sojuzgado. La democracia que se construyó con la
inauguración del mundo burgués moderno (donde Estados Unidos, Francia y Gran
Bretaña marcaron el rumbo) se asienta en la dominación de los grandes
propietarios industriales. El pueblo gobierna sólo a través de
sus representantes. Pero, ¿a quién representan los gobernantes? ¿Gobierna el
pueblo?
En
la forma de Estado democrático parlamentario moderno, el surgido hacia fines
del siglo XVIII, se supone que los ciudadanos eligen a sus representantes por
medio del voto, y cada cierto tiempo estos gobernantes son reemplazados por
otros. La sociedad, entonces, se gobernaría a partir de la decisión de las
grandes masas soberanas. Pero a decir verdad los verdaderos factores de poder
nunca son elegidos por la población.
¿No
es que los movimientos económicos los regula el mercado? Si es así, son muchas
las preguntas que se abren y quedan sin respuesta: ¿quién y cómo decide los
flujos de oferta y demanda, los porcentajes de desocupación que hay, la
acumulación de riqueza y la multiplicación de la pobreza? Si es el mercado ¿qué
decidimos con la rutina electoral de cada cierto tiempo? ¿Quién ha salido de la
pobreza asistiendo puntual a los comicios? ¿Quién decide las políticas de las
grandes corporaciones mundiales que fijan la marcha económica de la población
planetaria? ¿Alguien votó por ello? ¿Quién decidió, a través de qué proceso de
elección popular se estableció que todos tenemos que consumir, por ejemplo, un
refresco como Coca-Cola y no otro, agua potable o un refresco local hecho con
hierbas naturales? ¿Hubo algún plebiscito, referéndum o proceso eleccionario
para decidir las políticas comunicacionales de los grandes monopolios de la
información, aquellos que moldean nuestro punto de vista día a día, minuto a
minuto, los que imponen lo que se debe pensar y lo que no? ¿Se consultó a la
población planetaria para formar un infame Consejo de Seguridad en el seno de
la Organización de Naciones Unidas con derecho a veto formado sólo por cinco
Estados? ¿Por medio de qué elecciones populares se deciden las guerras? ¿Hubo
alguna consulta democrática para decidir la catástrofe medioambiental que
produjo la voracidad del gran capital? ¿Algún ciudadano del mundo votó para
terminar con los bosques, con la capa de ozono, para secar fuentes de agua
dulce? ¿Quién eligió, y por medio de qué mecanismo, lo que tenemos que consumir
para divertirnos? –léase: películas de Hollywood o videojuegos, cada vez más
extendidos… ¡y violentos!–. ¿Quién es el que decide sobre quién puede tener
armas nucleares y quién no: la gente con su voto? Y todos los llamados “grupos
vulnerables” (minorías étnicas, discapacitados, homosexuales, seropositivos,
niñez en riesgo, discriminados por el motivo que sea) ¿qué participación real
tienen en el ejercicio del poder? ¿Algún negro eligió democráticamente ser
pobre? ¿Alguna mujer decidió ser condenada a trabajar más que un varón y a
ganar menos?
Es
decir, si se profundiza la estructura íntima de los sistemas políticos, siguen
surgiendo las preguntas: ¿a quién representan los representantes del pueblo en
las democracias formales? Los políticos profesionales de las democracias parlamentarias,
¿representan a los pobres, a los excluidos, a las mujeres hechas a un lado, a
los indigentes, a los desesperados de toda laya que pueblan la Tierra? ¿Por qué
hay tan pocas mujeres, o indígenas, e negros en los cargos electivos de
cualquier país?
Las
decisiones que marcan el destino del mundo –la economía, la guerra, los modelos
culturales dominantes– jamás se toman democráticamente. Luego de decididas por
unos pocos –la citada observación de Valéry es más que oportuna entonces– se
busca“evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen” pero
haciendo creer que participa, que decide. En buena medida, hasta ahora eso es
la política. Tal como dijo alguna vez el escritor argentino Jorge Luis Borges:
al menos hasta ahora, tal como la conocemos, “la democracia es una
ficción estadística”.
Ahora
bien: esto abre una serie de reflexiones que es muy importante
desarrollar.
La
idea respecto a que “la masa es estúpida y no piensa” es, como mínimo, muy
sencilla. Sin dudas, tal como se ha venido dando la organización de todas las
sociedades de clases, la minoría en el poder supo manipular a las grandes
masas. Pero eso no significa que la gente sea intrínsecamente tonta; menos aún,
que merezca ser tratada como tonta. No hay ninguna duda –la historia y la
experiencia lo enseñan– que la psicología de las masas presenta características
peculiares que no pueden entenderse desde el punto de vista de lo individual.
Puestos en masas, transformados en hombre-masa, todos desaparecemos como sujeto
para constituirnos en un colectivo y seguir la corriente; y es cierto que, en
tanto colectivo, en tanto grupo indiferenciado, no hay razonamiento crítico.
Pero esto no invalida la posibilidad de reflexión, y mucho menos, no autoriza a
la manipulación de la masa. ¿En nombre de qué, con qué derecho una elite puede
manipular a una gran mayoría? No se puede ser tan superficial, tan falto de
rigor científico y decir que “a la gente le gusta eso”. Más que superficial,
eso escamotea la verdad –por no decir que es totalmente cuestionable en
términos éticos–.
Como
formulación de ciencia social explicar algo en función de una presunta
“estupidez” connatural es restringido: la gente podrá ser “tonta” (ahí está
Homer Simpson como su ícono), pero hay límites a la tontera. Si fuéramos tan
tontos y prefiriésemos “naturalmente” nuestra condición de esclavos,
seguiríamos bajo el látigo del amo esclavista. ¡Pero hay Espartacos! Por todos
lados en la historia han surgido Espartacos, y siguen surgiendo. Y cada vez más
las poblaciones (esas masas manipulables a las que se intenta conformar con el
pan y circo –ayer gladiadores, hoy Hollywood, fútbol y telenovelas–), cada vez
más van abriendo los ojos, despertando, exigiendo derechos, dando saltos hacia
delante, aunque también sigan consumiendo los que se les ordena y pensando lo
que las usinas mediáticas informan. Cada vez más la historia nos muestra
poblaciones que se rebelan y protestan, alzan la voz, participan en su vida
política.
La
democracia formal, la democracia representativa de los parlamentos modernos con
su división de tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), no termina de
ser en su plenitud el gobierno del pueblo. En realidad, más allá de la
declamación formal, resta mucho para ser verdaderamente un ejercicio de poder
horizontal de todos, una democracia deliberativa.
El
mejoramiento de las condiciones económico-sociales es un factor de gran
importancia para el progreso de las sociedades; pero eso no es todo: la
población tiene que tomar parte activa en los asuntos que le conciernen,
involucrarse, sentir que la toma de decisiones le es algo propio. La equidad,
la justicia, la democracia definitiva, es el avance en todos los aspectos: los
económicos y también los políticos.
La
democracia, si se queda sólo en lo formal, es vacía, no es democracia. Es el
gobierno de los grandes grupos económicos secundados por los políticos de
profesión y por todo el andamiaje cultural y militar que permite seguir con la
misma estructura, dándose el lujo incluso de jugar a la participación de la
gente en las decisiones. Pero la gente no decide. La población, la gran masa,
es consumidora (hay que atenderla bien para que siga comprando), o electorado
(hay que atenderlo bien para que me sigan votando).
O
también puede ser televidente, y ya es sabido lo que ello implica: ¿decide
algún usuario de los medios masivos de comunicación, más allá de cuestionables
programas “participativos” (¡los reality shows!, por ejemplo),
decide algo de lo que consume? Si ese ciudadano consumidor que vota cada tantos
años protesta demasiado… es considerado un “subversivo”; entonces ahí están los
aparatos de control. Pero nunca participa en las decisiones básicas de su vida,
aunque viva en democracias formales donde nunca hay golpes de Estado.
Es
real que en algunos lugares del planeta esas democracias representativas dan
resultado, pues ahí nadie pasa hambre y tiene cuotas más o menos altas de
beneficios. Pero para mantener esas “democracias occidentales”, el 80% de la
población mundial pasa grandes sufrimientos. O democracia para todos, o si no
hay algo que no funciona. No puede haber democracia sólo para un 20%; eso no es
poder para todos. La misma idea de democracia incluye a la totalidad, no sólo a
fragmentos, a sectores.
El
sistema político democrático, para ser tal, debe incluir realmente a la
totalidad de la población en la toma de decisiones:democracia deliberativa,
democracia participativa. Si no, no termina de ser genuinamente el
“gobierno del pueblo”. Sin la participación ciudadana genuina no hay ciudadanía;
hay actos eleccionarios cada cierto tiempo, pero no democracia.
Notas
[1] Bobbio, Norberto et alia. “Diccionario de Política”. México, 2007. Siglo XXI Editores. Tomo I
[1] Bobbio, Norberto et alia. “Diccionario de Política”. México, 2007. Siglo XXI Editores. Tomo I
[2] PNUD. “La
democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos”.
Buenos Aires, 2004. PNUD.
Rebelión
ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia
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