viernes, 26 de diciembre de 2014

OBEDECER Y MANDAR



            La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para mandar y a otros seres para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño, así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del señor y el del esclavo se confunden.                                                          Pág. 24

            Lo que prueba claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es que, si no se admitiera, resultaría que puede el individuo entonces bastarse a sí mismo aislado así del todo como del resto de las partes; pero aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades, es un bruto o un dios.                                                                                                         Pág. 26

Es preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si no existen, y si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil el ser esclavo, o bien si toda la esclavitud es un hecho contrario a la naturaleza. La razón y los hechos pueden resolver fácilmente estas cuestiones. La autoridad y la obediencia no son sólo cosas necesarias, sino que son eminentemente útiles. Algunos seres, desde el momento en que nacen, están destinados, unos a obedecer, otros a mandar; aunque en grados muy diversos en ambos casos. La autoridad se enaltece y se mejora tanto cuanto lo hacen los seres que la ejercen o a quienes ella rige. La autoridad vale más en los hombres que en los animales, porque la perfección de la obra está siempre en razón directa de la perfección de los obreros, y una obra se realiza dondequiera que se hallan la autoridad y la obediencia. Estos dos elementos, la obediencia y la autoridad, se encuentran en todo conjunto formado de muchas cosas que conspiren a un resultado común, aunque por otra parte estén separadas o juntas. Ésta es una condición que la naturaleza impone a todos los seres animados, y algunos rastros de este principio podrían fácilmente descubrirse en los objetos sin vida: tal es, por ejemplo, la armonía en los sonidos. Pero ocuparnos de esto nos separaría demasiado de nuestro asunto.

Por lo pronto, el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, hechos naturalmente aquélla para mandar y éste para obedecer. Por lo menos así lo proclama la voz de la naturaleza, que importa estudiar en los seres desenvueltos según sus leyes regulares y no en los seres degradados. Este predominio del alma es evidente en el hombre perfectamente sano de espíritu y de cuerpo, único que debemos examinar aquí. En los hombres corrompidos, o dispuestos a serlo, el cuerpo parece dominar a veces como soberano sobre el alma, precisamente porque su desenvolvimiento irregular es completamente contrario a la naturaleza. Es preciso, repito, reconocer ante todo en el ser vivo la existencia de una autoridad semejante a la vez a la de un señor y a la de un magistrado; el alma manda al cuerpo como un dueño a su esclavo, y la razón manda al instinto como un magistrado, como un rey; porque, evidentemente, no puede negarse que no sea natural y bueno para el cuerpo obedecer al alma, y para la parte sensible de nuestro ser obedecer a la razón y a la parte inteligente. La igualdad o la dislocación del poder, que se muestra entre estos diversos elementos, sería igualmente funesta para todos ellos. Lo mismo sucede entre el hombre y los demás animales: los animales domesticados valen naturalmente más que los animales salvajes, siendo para ellos una gran ventaja, si se considera su propia seguridad, el estar sometidos al hombre.  Pág. 29

            En la constitución republicana se pasa de ordinario alternativamente de la obediencia al ejercicio de la autoridad, porque en ella todos los miembros deben ser naturalmente iguales y semejantes en todo; lo cual no impide que se intente distinguir la posición diferente del jefe y del subordinado, mientras dure, valiéndose ya de un signo exterior, ya de ciertas denominaciones o distinciones honoríficas.                             Pág. 43

            Y en general, el ser formado por la naturaleza para mandar y el destinado a obedecer, ¿deben poseer las mismas virtudes o virtudes diferentes? Si ambos tienen un mérito absolutamente igual, ¿de dónde nace que eternamente deban el uno mandar y el otro obedecer? No se trata aquí de una diferencia entre el más y el menos; autoridad y obediencia difieren específicamente, y entre el más y el menos no existe diferencia alguna de este género. Exigir virtudes a uno y no exigirlas al otro sería aún más extraño. Si el ser que manda no tiene prudencia ni equidad, ¿cómo podrá mandar bien? Si el ser que obedece está privado de estas virtudes, ¿cómo podrá obedecer cumplidamente? Si es intemperante y perezoso, faltará a todos sus deberes. Evidentemente, es necesario que ambos tengan virtudes tan diversas como lo son las especies de seres destinados por la naturaleza a la sumisión. Esto mismo es lo que hemos dicho ya al tratar del alma. La naturaleza ha creado en ella dos partes distintas: la una destinada a mandar, la otra a obedecer, siendo sus cualidades bien diversas, pues que la una está dotada de razón y privada de ella la otra. Esta relación se extiende evidentemente a los otros seres, y respecto de los demás de ellos la naturaleza ha establecido el mando y la obediencia. (…) Lo mismo sucede necesariamente respecto a las virtudes morales. Se las debe suponer existentes en todos estos seres, pero en grados diferentes, y sólo en la proporción indispensable para el cumplimiento del destino de cada uno de ellos. El ser que manda debe poseer la virtud moral en toda su perfección. Su tarea es absolutamente a la del arquitecto que ordena, y el arquitecto en este caso es la razón. En cuanto a los demás, deben estar adornados de las virtudes que reclamen las funciones que tienen que llenar.                                                                                                                              Pág. 44

Pero ¿quién podrá entonces reunir esta doble virtud, la del buen ciudadano y la del hombre de bien? Ya lo he dicho: el magistrado digno del mando que ejerce, y que es, a la vez, virtuoso y hábil: porque la habilidad no es menos necesaria que la virtud para el hombre de Estado. Y así se ha dicho que era preciso dar a los hombres destinados a ejercer el poder una educación especial; y realmente vemos a los hijos de los reyes aprender particularmente la equitación y la política. Eurípides mismo, cuando dice: Nada de esas vanas habilidades, que son inútiles para el Estado, parece creer que se puede aprender a mandar. Luego, si la virtud del buen magistrado es idéntica a la del hombre de bien, y si se permanece siendo ciudadano en el acto mismo de obedecer a un superior, la virtud del ciudadano, en general, no puede ser entonces absolutamente idéntica a la del hombre de bien. Lo será sólo la virtud de cierto y determinado ciudadano, puesto que la virtud de los ciudadanos no es idéntica a la del magistrado que los gobierna; y éste era, sin duda, el pensamiento de Jasón cuando decía que “se moriría de miseria si dejara de reinar, puesto que había aprendido a vivir como simple particular” No se estima como menos elevado el talento de saber, a la par, obedecer y mandar; y en esta doble perfección, relativa al mando y a la obediencia, se hace consistir ordinariamente la suprema virtud del ciudadano. Pero si el mando debe ser patrimonio del hombre de bien y el saber obedecer y el saber mandar son condiciones indispensables en el ciudadano, no se puede, ciertamente, decir que sean ambos dignos de alabanzas absolutamente iguales. Deben concederse estos dos puntos: primero, que el ser que obedece y el que manda no deben aprender las mismas cosas; segundo, que el ciudadano debe poseer ambas cualidades: la de saber ejercer la autoridad y la de resignarse a la obediencia. He aquí cómo se prueban estas dos aserciones.

Hay un poder propio del señor, el cual, como ya hemos reconocido, sólo es relativo a las necesidades indispensables de la vida: no exige que el mismo ser que manda sea capaz de trabajar. Más bien, exige que sepa emplear a los que le obedecen: (…) En el Estado no se trata de señores ni de esclavos; en él no hay más que una autoridad, que se ejerce sobre seres libres e iguales por su nacimiento. Ésta es la autoridad política que debe conocer el futuro magistrado, comenzando por obedecer él mismo; así como se aprende a mandar un cuerpo de caballería siendo simple soldado; a ser general, ejecutando las órdenes de un general; a conducir una falange, un batallón, sirviendo como soldado en éste o en aquella. En este sentido es en el que puede sostenerse con razón que la única y verdadera escuela de mando es la obediencia.

No es menos cierto que el mérito de la autoridad y el de la sumisión son muy diversos, bien que el buen ciudadano deba reunir en sí la ciencia y la fuerza de la obediencia y del mando, consistiendo su virtud precisamente en conocer estas dos fases opuestas del poder que se ejerce sobre los seres libres. También debe conocerlas el hombre de bien, y si la ciencia y la equidad con relación al mando son distintas de la ciencia y la equidad respecto de la obediencia, puesto que el ciudadano subsiste siendo libre en el acto mismo que obedece, las virtudes del ciudadano, como, por ejemplo, su ciencia, no pueden ser constantemente las mismas, sino que deben variar de especie, según que obedezca o que mande. Del mismo modo, el valor y la prudencia difieren completamente de la mujer al hombre. Un hombre parecería cobarde si sólo tuviese el valor de una mujer valiente; y una mujer parecería charlatana si no mostrara otra reserva que la que muestra el hombre que sabe conducirse como es debido. Así también en la familia, las funciones del hombre y las de la mujer son muy opuestas, consistiendo el deber de aquel en adquirir, y el de ésta en conservar. La única virtud especial exclusiva del mando es la prudencia; todas las demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que mandan. La prudencia no es virtud del súbdito; la virtud propia de éste es una justa confianza en su jefe; el ciudadano que obedece es como el fabricante de flautas; el ciudadano que manda es como el artista que debe servirse del instrumento.
Págs. 89-91

Ahora bien, el ciudadano en general es el individuo que tiene participación en la autoridad y en la obediencia pública, siendo por otra parte condición del individuo variable según la constitución; y en la república perfecta es el individuo que puede y quiere libremente obedecer y gobernar sucesivamente en conformidad con los preceptos de la virtud.                                                                                                         Pág. 107

Estando compuesta siempre la asociación política de jefes y subordinados, pregunto si la autoridad y la obediencia deben ser alternativas o vitalicias. Es claro que el sistema de la educación deberá atenerse a esta gran división de los ciudadanos.
Pág. 145

Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre los jefes y los subordinados. ¿Cuál será esta diferencia y cuál el modo de dividir el poder? Tales son las cuestiones que debe resolver el legislador. (…) El mérito o el vicio de una acción no se encuentran tanto en la acción misma como en los motivos que la inspiran y en el fin de cuya realización se trata.                                                                     Pág. 146

Nota.- Estos párrafos corresponden a La Política, de Aristóteles (384-322 a.n.e), Ediciones Universales, Bogotá, 270 págs., 12 x 17 cms., diciembre 2000

Hace 25 siglos el gran pensador griego trató este tema de manera dialéctica, exhaustiva. Pero en nuestra mamapacha aún se rechaza la relación interna de mando-obediencia. Más de un intelectual “de avanzada” actúa silenciando que la única y verdadera escuela de mando es la obediencia. (El mandar obedeciendo maya-azteca) Su rechazo al respecto no es sino expresión de nuestro torpe individualismo huachafo, que las nuevas oleadas de activistas NOA también enfrentarán y superarán. Por eso,
           ¡HAY, HERMANOS, MUCHÍSIMO QUÉ HACER!
Ragarro
26.12.14

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