13. 12.
2017
Por: Francisco
Durand
El remezón sísmico de fin de año fue la detención
de los cinco grandes empresarios constructores sospechosos de haber
coimeado a Alejandro Toledo a cambio de preferencias y sobrecostos en la
Interoceánica Sur. Se embarcaron en este proyecto a insistencia de ellos con la
gigante coimera Odebrecht. En mala hora. Se los llevaron a las 6 de
la mañana, esposados como cualquier otro preso y directo al penal de Ancón.
Todo un terremoto social en medio de una lucha política que no cesa.
El caso Graña tiene la curiosa característica de
ser “una cuestión de clases sociales”. Un juez propenso a la prisión preventiva
apellidado Concepción Carhuancho metió adentro a alguien apellidado Graña Miro
Quesada, rompiendo de ese modo el trato especial que “la gentita limeña” cree
que se merece. Pero hay más en todo esto que no debemos perder de vista. El
fondo es la desesperada lucha de distintos líderes y partidos para que no los
saquen del camino del poder que tanto los atrae por efecto de una investigación
salida de control que implica a todos, sin distinción de clase.
El preso número uno es nada menos que José Graña
Miró Quesada, miembro connotado, como sus apellidos lo indican, de varias ramas
de familias limeñas encumbradas de viejo arraigo. Es una suerte de remanente de
la vieja oligarquía, que mantuvo su vigencia social y sus riquezas porque logró
adaptarse a los tiempos modernos al formar corporaciones constructoras (GyM) y
mediáticas (Empresa Editora El Comercio). En efecto, el reputado
arquitecto Don José Graña Miró Quesada, quien fuera por más de 30 años
jefe de la primera constructora nacional GyM quedó envuelto (a pesar suyo y de
sus conexiones, que incluye de manera significativa cercanas relaciones con el
gobierno de PPK), en el escándalo Odebrecht.
Jorge Barata, ejecutivo de Odebrecth en el Perú,
inició la secuencia de hechos que terminó en el penal de Ancón cuando explicó
que las coimas para la Interoceánica fueron compartidas entre todos sus socios
nacionales. Luego vino el desesperado control de daños de GyM. Los principales
bloques de accionistas extranjeros exigieron a Graña la salida de la jefatura
del holding a principios de año, siendo reemplazado por un gerente no vinculado
a la familia fundadora, pero amigo del presidente de la República. Al inicio,
el gobierno les concedió a las constructoras consorciadas el beneficio de la
duda, no siendo incluidas en la lista del discutible DS 003, que solo consideró
como posibles culpables a las empresas del holding Odebrecht. Entonces GyM
movió cielo y tierra, intentando incluso seguir compitiendo en licitaciones
luego de publicar comunicados donde reclamaban su total inocencia. A pesar de
ser socios de Odebrecht desde los años 1990, y de recurrir esta empresa a
formar carteles de constructores y sobornos, dijeron no saber nada.
Mientras tanto, a medida que el valor de sus acciones
en las bolsas de Lima y Nueva York se desplomaba, GyM vendió varios activos
millonarios con toda libertad. El caso más significativo fue el valioso terreno
del Cuartel San Martín de Miraflores, comprado al Estado a precios bajos
durante el gobierno de García, otro presidente amigo, quien tuvo la curiosa
idea de “ponerlos en valor” y terminaron pasando a manos del grupo GyM. Lo
remataron.
Esta situación, sin embargo, no podía durar mucho.
Y aquí viene otro episodio más de esta cuestión de clases sociales. Me refiero
a la bronca entre el fujimorismo y el grupo El Comercio ocurrida el 3 de junio,
poco antes de la segunda vuelta del 2016, cuando se difundió en un momento
crítico de la campaña la noticia que Joaquín Ramírez, el congresista amigo de
Keiko, en ese entonces Secretario General de su partido, generoso aportante de
su campaña, estaba involucrado en una investigación de la DEA por lavado de
activos en Miami. Dado que Ramírez era parte de la familia dueña de
la universidad privada Alas Peruanas, el choque terminó siendo una
confrontación entre dos grupos: uno establecido de origen elitista y otro
emergente de origen popular. Cuando la denuncia le complicó la elección a
Keiko, contribuyendo a su derrota, Ramírez hizo una famosa declaración contra la
“gentita limeña”, denunciando que lo criticaban por haber empezado como
cobrador de microbuses y haber hecho, “con su esfuerzo”, fortuna propia. La
llegada a la presidencia de PPK gracias a este escándalo, y el control
mayoritario del Congreso por parte de Fuerza Popular, hizo que, tarde o
temprano, esta tensión y estas heridas terminaran por llevar a un
enfrentamiento.
Recordemos que, luego de su amarga derrota, el
keikismo criticó con frecuencia a los “grupos de poder”, haciendo de vez en
cuando referencias directas al monopolio de El Comercio y los Miró Quesada.
Este cambio de actitud, alimentado por Ramírez, y reforzado con el
resentimiento de Keiko, era toda una ruptura con el pasado. Si bien los
fujimoristas no eran de compartir fiestas con gente como Graña Miró Quesada,
estuvieron siempre de la mano con ellos, apoyándose mutuamente elección a
elección desde 1993, hasta que llegó la segunda vuelta del 2016. Una vez
iniciado el nuevo gobierno, a medida que se acumularon las sospechas contra
Graña y Montero y las constructoras protegidas por PPK (sospecha que me parece
cierta), el fujimorismo terminó atacando al presidente y el Poder Judicial,
acusándolos de encubrir las “empresas consorciadas” de Odebrecht, donde
destacaba GyM.
Otro incidente que echa más leña al fuego ha sido
la denuncia del fujmorismo por difamación contra El Comercio el 11 de noviembre
último, luego de que hiciera revelaciones sobre las declaraciones de Odebrecht
en Brasil que desmentían la negativa de Fuerza Popular de haber financiado sus
campañas. Esta novela, como vemos, tiene varios capítulos.
Al final, fue tal la presión política que puso el
fujimorismo contra la Fiscalía, pidiendo la salida del Fiscal General Pablo
Sánchez, que probablemente terminó acelerando las investigaciones contra las
constructoras peruanas. De allí a las denuncias del fiscal Hamilton Castro y la
decisión del juez Concepción Carhuancho, sorpresiva pero inevitable (el precio
de no hacerlo hubiera generado reacciones), de encarcelarlos. La Fiscalía tenía
que demostrar activismo judicial y el juez hacer honor a su fama de justiciero.
De modo que la cuestión de las clases sociales
existe, pero es solo un ingrediente más del explosivo, largo y complicado caso
Lava Jato, donde hay municiones para todos, pobres y ricos, limeños y
provincianos, derechistas e izquierdistas. Más allá de las tensiones
socioculturales del Perú actual entre encumbrados y emergentes, lo que
realmente pesa es que hay fuego cruzado entre todos los implicados en el caso
Lava Jato, sean o no de alcurnia. Deberían terminar pactando, como sugiere su
plataforma virtual “El Montonero”, para no matarse entre ellos. De lo
contrario, se va a acelerar el descrédito generalizado de la clase política,
los grandes empresarios y los sesudos economistas y prestigiosos abogados que
aprobaron uno tras otros proyectos lesivos a la nación. De ser así, nos
acercamos al fin de la República Empresarial por acusaciones mutuas entre los
principales miembros de la alianza de poder que la inauguró en 1990, la reforzó
en 1993, al aprobarse la constitución neoliberal, y que, con altas y bajas,
continua hasta ahora (o en todo caso, hasta el 2021, si es que antes no hay una
crisis de régimen).
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