Segunda Parte
III.- Revolución
y Socialismo
¿Fue la
revolución soviética una revolución socialista? ¿Qué es una revolución
socialista? Y, en definitiva, ¿qué es el socialismo?
La
última pregunta nos remite a un viejo debate que se remonta al inicio de las
primeras corrientes socialistas del siglo XIX. El propio Manifiesto
comunista tiene una sección dedicada a la crítica de varias de las
tendencias socialistas que prevalecían en su tiempo[1],
desde la feudal, clerical, pequeño burguesa, e incluso la burguesa. Por su
parte, en un prólogo posterior, Engels señala que en 1847 el socialismo designa
a un movimiento burgués, en tanto que el comunismo se refiere a un “movimiento
proletario”[2]. De ahí
que Marx y Engels prefieran denominar a la corriente que impulsan simplemente
como “comunista”[3] y,
a veces, como “socialismo revolucionario“[4] o
“socialismo crítico”[5].
En sus textos más importantes publicados en vida, Marx se refiere
exclusivamente al comunismo como una sociedad de “productores
libremente asociados”[6],
que supera las contradicciones e injusticias de la sociedad capitalista.
La idea del
socialismo como un periodo social previo al comunismo, es difundida
principalmente por Engels[7],
apoyado en la diferenciación que Marx hace entre revolución social y revolución
política[8] y
sus reflexiones acerca de la “primera fase de la sociedad comunista, tal y como
brota de la sociedad capitalista... [y] la fase superior de la sociedad
comunista”[9].
La
conformación del partido socialdemócrata tanto en Alemania como en el resto de
los países europeos, le brinda una mayor irradiación al concepto de socialismo
como régimen social intermedio entre el capitalismo y el comunismo[10].
Lenin, miembro del partido socialdemócrata ruso, recoge esta herencia
conceptual y la desarrolla[11].
Hoy, a modo de duelo por el derrumbe del muro de Berlín, hay quienes proponen
el abandono del concepto de socialismo como un modo de superar precisamente el
fracaso de una revolución que concentró los poderes en el Estado, impuso
una centralización del capital y redujo la libertad de la sociedad[12].
Ciertamente,
en la actualidad el concepto de socialismo se encuentra desacreditado, no solo
por los efectos de la caída de los llamados “socialismos reales”, sino también
por la estafa política de los denominados partidos “socialistas” que, tanto en
Europa como en algunos países de América Latina, sencillamente legitimaron y
administraron con una eficiencia extraordinaria las políticas de despojo
social del neoliberalismo. De ahí que últimamente el concepto de comunismo vaya
adquiriendo una mayor notoriedad como horizonte radical alternativo al
capitalismo[13].
Sin embargo,
la pregunta crucial es ¿cuál es el régimen de transición nacional o regional
entre el modo de producción capitalista, cuya medida geopolítica es planetaria,
y otro modo de producción, cuya medida geopolítica no puede ser también más que
planetaria?
Es
sabido que el capitalismo engendra infinitas desigualdades, injusticias y
contradicciones, aunque ninguna de ellas lo lleva, de manera automática, a su
fin; más al contrario, este ha demostrado tener una inusual capacidad para
subsumir formal y realmente las condiciones de vida de las sociedades[14] a
su lógica, convirtiendo sus contradicciones y límites temporales en el
combustible de su reproducción ampliada. A pesar de ello, sin duda, las
injusticias y disponibilidades colectivas no se recepcionan de manera
homogénea en todos los países. Unos tienen mayor capacidad de compensación económica
que otros frente a las crisis recurrentes; unas naciones tienen acumuladas mayores
experiencias organizativas y capacidades culturales autónomas que otras. Por
tanto, las luchas, resistencias, iniciativas sociales y revoluciones acontecen
‒y lo seguirán haciendo‒ de manera excepcional y dispersa en
unos países y no en otros.
Hasta el día
de hoy, la historia real verificada ‒no la que
sale de los deseos bienintencionados de algún reformador ideal del mundo‒ muestra que
esas contradicciones, injusticias y frustraciones se condensan en un momento
dado, en un territorio dado, estallando de manera sorpresiva y excepcional en
el “eslabón más débil” de la cadena del capitalismo mundial, dando lugar a un
hecho revolucionario. Por lo general, este eslabón se rompe en un país o, a
veces, en un conjunto de países, mas nunca de manera planetaria; y frecuentemente,
en las “extremidades del cuerpo burgués”[15] que
son los lugares donde, de manera más lenta, el cuerpo planetario del capital
puede reaccionar y compensar los desbalances y las contradicciones generadas
continuamente por su lógica de acumulación.
Las formas
de estas rupturas históricas del orden mundial son muy diversas y nunca se
repiten. Pueden surgir debido a motivos económicos, como el hambre, el
desempleo, la contracción de capacidad de gasto de la población, el bloqueo en
los procesos de reenclasamiento social; o por motivos políticos, como una
crisis estatal, una guerra, una represión que quiebra la tolerancia moral de
los gobernados, una injusticia, etc.
Ciertamente,
cualquiera que sea el proceso revolucionario, si a la larga este no se irradia
a otros países y continentes, termina agotando su ímpetu de masas, termina
siendo cercado internacionalmente, soportando enormes sacrificios económicos
por parte de su población, y finalmente perece de manera inevitable. Obligada a
defenderse a toda costa ‒como lo había prevenido Rosa Luxemburgo‒, la
revolución rusa lo hace pagando el precio de centralizar cada vez más las
decisiones y sacrificar el libre flujo de la creatividad revolucionaria del
pueblo[16].
Así, la energía revolucionaria queda nuevamente subsumida de manera real a la
lógica de la acumulación ampliada del capital. Mas si no se hace nada; si no se
entregan todas las energías sociales, todas las capacidades humanas y toda la
creatividad comunitaria para alcanzar, consolidar y expandir la revolución, la
acumulación del capital se consagra rápidamente arrastrando tras de sí el sufrimiento
de millones de personas y no solo eso, sino que ‒lo peor‒ lo hace
bajo la mirada contemplativa y cómplice de los desertores sociales que
continuarán engolosinados con sus ociosas especulaciones acerca de una
“verdadera revolución mundial”, cuya eficacia irradiadora apenas alcanzará para
remover la tasa de café que tienen en frente.
Uno desearía
hacer muchas cosas en la vida, pero la vida nos habilita simplemente a hacer
algunas. Uno desearía que la revolución fuera lo más diáfana, pura, heroica,
planetaria y exitosa posible ‒y está muy bien trabajar por ello‒, pero la
historia real nos presenta revoluciones más complicadas, enrevesadas y
riesgosas. Uno no puede adecuar la realidad a las ilusiones, sino todo lo
contrario; debe adecuar las ilusiones y las esperanzas a la realidad, a fin de
acercarla lo más posible a ellas, abollando y enriqueciendo esas ilusiones a
partir de lo que la vida real nos brinda y enseña.
Por tanto, a
este periodo histórico de inevitables y esporádicos estallidos sociales
revolucionarios, capaces de plantearse, de una u otra manera, la superación de
alguna o de todas las injusticias engendradas por el capitalismo; a estos
momentos históricos que despiertan en la acción de la sociedad trabajadora,
formas de participación política llamadas a absorber las funciones monopólicas
del Estado en el seno de la sociedad civil; que producen iniciativas capaces de
suprimir la lógica del valor de cambio como modo de acceso a las riquezas
materiales; a todo ello hay que asignarle un nombre, uno que no es propiamente
el comunismo, ya que hablamos de islas o de archipiélagos sociales que dan paso
a un nuevo orden económico social planetario, como objetivamente tendrá que
ser el comunismo. Se trata de luchas fragmentadas, de revoluciones nacionales
o regionales en curso, que buscan apuntalarlo, pero que aún no son el
comunismo. Es la fluidez social que “brota de la propia sociedad capitalista”,
que contiene dentro de sí al propio capitalismo, pero también a las luchas
económicas y políticas que lo niegan de manera práctica, a escala local, nacional
o regional. A esta “primera fase” ‒según Marx‒ que no es
capitalismo ni comunismo en pleno, sino la lucha abierta y descarnada entre
capitalismo y comunismo, se le puede dar un nombre provisorio aunque
necesariamente distinguible: socialismo, socialismo comunitario, etc.
No obstante,
¿cómo distinguir las revoluciones, los levantamientos y las revueltas que
impugnan el capitalismo de aquellas que buscan reformarlo? La frontera entre
unas y otras es en realidad inexistente. La revolución soviética demostró que
la lucha contra el capitalismo se inició como una lucha por reformas. Las
consignas movilizadoras de “paz, pan, libertad, tierra”[17] no
hablaban de comunismo ni de socialismo. En mayo de 1917, cuando el Comandante
en Jefe del Ejército ruso Brusilov, visitó la División de soldados que habían
expulsado a los oficiales, les preguntó qué querían:
‹‹“Tierra y libertad”, gritaron todos. “¿Y qué más?”
La respuesta fue simple: “¡¡¡Nada Mas!!!”››[18]. Incluso la consigna de “todo el poder
a los soviets” fue una consigna democrática. Lo que pasa es que la población
nunca pelea ni se moviliza por abstracciones. Desde hace siglos atrás hasta el
día de hoy, la población se reúne, debate, entrega su tiempo, esfuerzo y
compromiso, se moviliza, lucha, etc., por cosas prácticas que le afectan, que
requiere o que le indignan: el pan, el trabajo, las necesidades básicas, el
abuso, la represión, el reconocimiento, la participación, etc.; todas ellas
necesidades de carácter democrático. Pero es justamente en la conquista de
estas necesidades o modo de acción colectiva, que la propia población no solo
se decanta en sujetos movilizados: proletarios, campesinos, plebeyos,
multitud, pueblo, etc.; sino que además construye, sobre la marcha, los medios
para hacerlo: asambleas, consejos, soviets, comunas. Y, a partir de esa
experiencia, se va proponiendo, en una cadena de condicionantes gradualmente
más radicales, nuevas medidas que modifican la naturaleza social del
levantamiento popular hasta plantearse temas como el poder de Estado, la
propiedad de la riqueza, los modos de gestionar esas riquezas. Esta
potencialidad creativa de la acción colectiva es la que se encuentra
simbolizada en la frase: “toda huelga oculta la hidra de la revolución”[19]. Pero eso no significa que de cada
huelga se pueda pasar inmediatamente a la revolución ‒el mismo Lenin nos previene contra esa
fraseología[20]‒, sino que, bajo ciertas circunstancias
de condensación excepcional de contradicciones, los grandes objetivos y las
grandes luchas de clases surgen de pequeñas y relativamente simples demandas
colectivas.
A mediados
de junio de 1917 ‒comenta Figes‒, solo en Petrogrado más de medio
millón de trabajadores se declararon en huelga:
La mayoría de las demandas de los
huelguistas eran económicas. Querían salarios más altos para resistir la inflación
y suministro de alimentos más fiables. Querían mejores condiciones de trabajo
(…). No obstante, en el contexto de 1917, cuando toda la estructura del Estado
y el capitalismo estaba siendo redefinida, las demandas económicas eran
inevitablemente politizadas. El círculo vicioso de huelga e inflación, de
salarios más altos persiguiendo precios más altos, llevó a muchos trabajadores
a exigir que el Estado controlara más el mercado. La lucha de los trabajadores
para conseguir controlar su propio ambiente laboral, sobre todo para evitar que
sus patronos hundieran la producción para mantener sus beneficios, los llevó a
exigir cada vez más que el Estado se encargara de la dirección de las fábricas.[21]
Los
viejos conceptos leninistas de: contenido de clase (“fuerzas sociales” de la
revolución”), organización de clase (“condición subjetiva”) y objetivos de
clase (“contenido económico-social” o “condición objetiva”)[22],
describirán la naturaleza social de la revolución soviética que, por cierto, no
está definida de antemano y se va haciendo y rehaciendo en el mismo transcurso
de la acción. Eso quiere decir que ninguna revolución tiene un contenido
predeterminado, sino que ese contenido emerge, se devela y se transforma con
el propio despliegue en acto de las fuerzas sociales antagonizadas, pues su
naturaleza no solo depende de los sujetos populares constituidos, sino de las
acciones de las propias clases dominantes cuestionadas[23].
Todo el debate entre bolcheviques y mencheviques acerca del carácter de la
revolución de 1905; las complicadas construcciones teóricas sobre la
“revolución burguesa” dirigida por el proletariado; la “dictadura revolucionaria
democrática del proletariado y del campesinado” que no completa la
revolución democrática en el agro[24]; la
“revolución proletaria” que entrega el poder a la burguesía[25]; la
primera etapa de la revolución proletaria[26]; la
revolución proletaria que da “pasos hacia el socialismo”[27] o la
imposibilidad de conquistar la República y la democracia “sin marchar hacia el
socialismo”[28];
hablan de la complejidad de la Revolución de Octubre y de todas las
revoluciones que, en realidad, son relaciones sociales en estado ígneo y
fluido, por lo que es imposible establecer el momento en que un contenido de
clase se consolida de manera sólida. La revolución como licuefacción de
relaciones sociales, entremezcla, sobrepone, enfrenta, articula y suma de
manera simultánea a clases sociales, objetivas y estructuradas, y solo la
voluntad organizada de uno de los bloques sociales puede sobreponer
determinados intereses colectivos sobre otros, destacando unos contenidos
sociales de la revolución sobre otros. Al final, fruto de la cualidad de las
estructuras de movilización (los soviets), de las frustraciones que producen
las decisiones del gobierno provisional frente a las masas trabajadoras, y de
todo el trabajo por modificar la mentalidad dominante, la relación entre
revolución democrática y revolución socialista consiste en que,
…la primera se transforma en la
segunda. La segunda resuelve al pasar los problemas de la primera, la segunda
consolida la obra de la primera. La lucha, y sólo la lucha, determina hasta qué
punto la segunda logra rebasar a la primera.[29]
En medio de
este “caos creador”, uno no puede actuar a ciegas o por capricho teórico
conceptual para definir la cualidad de la revolución en marcha. Existen
referentes universales que van develando la naturaleza social del proceso
revolucionario en curso. Modo de constitución de sujetos políticos, modo de
organización de la acción colectiva y modo de proyección de la comunidad
actuante, establecen, en el primer caso, el contenido de clase o la manera de
fusión de las clases plebeyas como sujetos políticos actuantes; en el segundo
caso, la manera de participar y democratizar decisiones para la acción
colectiva; y, en el tercer caso, las metas y objetivos que la plebe en acción
se va planteando, a partir de su propia experiencia de lucha, para lograr lo
que considera un derecho, una necesidad o un desagravio moral. A partir de
ello, existen posibilidades de rebelión en contra el capitalismo si los sujetos
constituidos como bloque movilizado son los trabajadores, los productores de
riqueza material e inmaterial, los pobres, las comunidades campesinas y, en
general, la plebe subsumida por la acumulación ampliada del capital. En la
medida en que el “trabajo vivo”, en sus infinitas modalidades, es el que se
constituye en sujeto político, existe un potencial anticapitalista en marcha.
Igualmente,
existen posibilidades de una revolución social en marcha si los modos
organizativos de la plebe en acción superan la cáscara fosilizada de la
democracia representativa e inventan nuevas y más extendidas maneras de
participación plena de las personas en la toma de decisiones sobre los asuntos
comunes. Existen tendencias socialistas si la revolución genera mecanismos que
incrementan por oleadas y exponencialmente la participación de la sociedad en
el debate, en las decisiones que le afectan; y, más aún, si estas decisiones
que toman, las toman pensando en el beneficio colectivo, universal de toda la
sociedad y no solamente en el rédito individual o corporativo. Finalmente,
existe un anti-capitalismo en acción si las decisiones tomadas en el ámbito de
la base material de la sociedad y de la economía, buscan abrir resquicios a la
lógica del “valor de cambio” como orden planetario e introducen, con medidas
prácticas ‒una y otra vez, avanzando, fracasando y volviendo a avanzar‒ al “valor
de uso” como modo de relacionamiento de las personas con las cosas (las
riquezas) y de las personas con las personas a través de las cosas.
Clase, grupo
en fusión[30] y
valor de uso constituyen por tanto los clivajes estructurales que abren las
oportunidades históricas de una nueva sociedad.
El socialismo no es la estatización
de los medios de producción
En este
dramático aprendizaje del socialismo, no como modo de producción ni como régimen,
sino como un contradictorio y condensado campo de luchas en el que el Estado
revolucionario juega un papel rector, más no decisivo en todo el movimiento, la
revolución soviética es excepcional.
Tras
la insurrección de octubre, lo primero que hacen los bolcheviques al momento de
tomar el poder de Estado es nacionalizar las tierras de los grandes
terratenientes, disolver las grandes haciendas para distribuirlas en pequeñas
parcelas campesinas[31],
nacionalizar algunas industrias, establecer el monopolio estatal del cereal y
nacionalizar los bancos[32].
Es el cumplimiento de las medidas que habían sido anunciadas por los
bolcheviques y debatidas en los soviets. Con ello, se democratiza el acceso a
los medios de producción en el campo, en tanto que en el ámbito de la industria
y la banca, se centraliza estatalmente la propiedad y la gestión. Lenin estaba
consciente de que si bien la estatización no representaba directamente la
socialización de la producción que, en todo caso, requería de una articulación social
con las otras empresas del país y el control directo de esta forma de
articulación[33] por
parte de los trabajadores, sí constituía un medio de expropiación de parte del
poder económico de la burguesía y de su concentración en la administración del
Estado.
En 1918, en
medio del acoso por la guerra civil, del asedio de los ejércitos extranjeros,
del sabotaje económico de la burguesía, pero también con la convicción que de
esta manera se profundizaban las medidas socialistas[34],
se asume lo que fue denominado como el “comunismo de guerra”. Según Trotsky,
…(el comunismo de guerra) en su
concepto original perseguía fines más amplios. El gobierno soviético confiaba
se esforzaba por transformar directamente estos métodos de reglamentación en un
sistema de economía planificada de distribución y de producción. Dicho de otro
modo, a partir del (comunismo de guerra), confiaba cada vez más, aunque sin
echar abajo el sistema, en implantar un comunismo verdadero.[35]
Para
garantizar la alimentación en las ciudades bajo un sistema de control estatal,
todos los excedentes agropecuarios que quedaban una vez descontado lo
indispensable para la familia campesina, son requisados para su distribución
planificada. Y al requisarse los excedentes, no queda nada para comercializar,
con lo que simultáneamente se suprime el comercio agrícola; los mercados
rurales son prohibidos; se suprime el dinero como modo de intercambio y se
implanta el trueque regulado por el Estado[36].
Previniendo la resistencia campesina a esta expropiación y, con la
perspectiva de impulsar el trabajo asociado, se promueve, desde el Estado, la
creación de granjas colectivas en tierras asignadas por éste. En el ámbito
industrial-urbano, se militarizan los sindicatos a fin de garantizar una férrea
disciplina laboral obrera frente al asedio externo; paralelamente se suprime la
compra y venta de productos entre empresas del Estado; y el intercambio de insumos
es definido por la administración de gobierno. Al mismo tiempo, se impulsa la
toma de pequeñas empresas por parte de los obreros en los distintos municipios
y se define el salario de manera plana para todas las personas[37]. Y
en lo que será un ataque directo a la propiedad privada, se ilegaliza la
herencia de bienes[38]. En
los hechos, de la expropiación de la propiedad de las tierras y las empresas
por parte del Estado, se transita hacia intentos por suprimir parcialmente el
mercado e incluso el dinero como medio de intercambio entre productores y
empresas. Hablamos de una medida impuesta desde el Estado, que aparece no solo
como el gran propietario sino como el medio de intercambio y de circulación de
los productos. Analicemos esto más de cerca a fin de develar la fuerza y el
límite de una medida tan audaz.
Claramente,
esta decisión representa un esfuerzo por sustituir la ley del valor y el tiempo
de trabajo abstracto (valor de cambio) como medida y medio del acceso a otros productos
del trabajo considerados útiles para otras personas (valor de uso); sin
embargo, no constituye una superación económica del valor de cambio ‒tal como Marx la imaginó[39]‒, sino una coacción extraeconómica que es utilizada
para buscar anularlo. Tampoco se trata del Estado actuando como sujeto de
decisiones generales y universales, sino de algunos funcionarios públicos
definiendo, a cada momento y de manera personal, el modo de supresión de la
lógica del valor de cambio por una manera subjetiva de entender el “valor de
uso”. Claro, al momento de “medir” lo que una empresa “X” debía entregar a otra
empresa “Y” por el acceso a sus respectivos productos, el cálculo y criterio
subjetivo del funcionario estatal determina la magnitud del valor de uso
intercambiado. Por tanto, esta preponderancia del valor de uso sobre el valor
de cambio no funciona como una regla universal aplicada bajo criterios universales,
sino como una norma universal aplicada bajo criterios personales. Es decir, el
valor de uso es aquí básicamente una voluntad subjetiva y no una relación
social general. Entonces, el valor de uso se sobrepone al valor de cambio en el
cálculo de medida de la riqueza intercambiable, como resultado de una decisión,
de un poder personalizado, esto es, como un modo de privatización no de la
propiedad sino de la gestión del modo de intercambio de riquezas.
Por
consiguiente, la “superación” de la ley del valor en realidad representa una
coacción gradualmente privada, privatizada en las decisiones de esa “parte” de
la sociedad que se encuentra en las funciones de administración estatal. Y si
bien estas decisiones personales delegadas por el poder del Estado no
incrementarán la riqueza personal del decisor (valor de cambio que incrementa
valor el bienestar general de la sociedad, sí aumentarán el poder político de
cambio de su poseedor) y se ejecutarán con el objetivo de buscar tico acumulado
por el decisor y por ese grupo (“parte”) de administradores estatales. En
términos bourdianos[40],
nos encontramos frente a una reconversión del “capital económico” hacia una
forma de “capital político” acaparado por la burocracia estatal y no ante la
supresión ni la superación de la ley del valor, que es el núcleo del
capitalismo moderno. En el fondo, esto es lo que se encuentra en juego en las
distintas modalidades de capitalismo de Estado, con la diferencia de que en
unos casos, se busca regular estatalmente la reproducción ampliada del capital
privado para reducir los cos108tos sociales de la anarquía
del mercado capitalista; mientras que en otros, como en el caso de la Rusia
soviética, se trata del tránsito necesario para expropiar rápidamente el poder
económico (“capital económico”) a la burguesía y reconvertirlo en “capital
político” e, inmediata y gradualmente, buscar democratizarlo o devaluarlo
crecientemente de manera que finalmente deje de ser un “capital político”
acumulable.
Todo
el debate y los giros conceptuales leninistas respecto al “capitalismo de
Estado” y su relación con el “socialismo”[41],
se resumen en la complejidad política de esta reconversión forzosa de poder
económico (capital económico) de las clases propietarias ‒incluida la campesina‒, en poder político de los administradores del Estado (capital
político) y la búsqueda de vías y, sobre todo, de alianzas necesarias para
logar la extinción de ese capital acaparable y reintegrarlo a la sociedad como
una más de las funciones de administración ejecutable por todos. En términos
leninistas: “el socialismo no es más que el monopolio capitalista de Estado puesto
al servicio de todo el pueblo y que, por ello, ha
dejado de ser monopolio capitalista”[42].
Pero esta ruta de gran expropiación y centralización de la propiedad y la
contabilidad económica, que debiera dar lugar luego a su disolución en la
sociedad, tiene el efecto de unir al proletariado y al Estado frente a los
capitalistas, y también frente a los campesinos, que son propietarios y
utilizan el mercado para realizar su excedente. Por tanto, enfrenta a “la
pequeña burguesía más el capitalismo privado, que luchan tanto contra el
capitalismo de Estado como contra el socialismo”[43].
A
tres años de este recorrido, la revolución soviética genera como resultado una
creciente fractura entre obreros y campesinos y un desastre económico que lleva
a que la industria pesada caiga al 20 por ciento de la producción de 1913; que
el 75 por ciento de las locomotoras no funcionen; que el mercado negro se
imponga sobre la prohibición del comercio; y que las ciudades más grandes
pierdan el 50 por ciento de sus habitantes[44].
En menos de tres años, la inflación llega al 10.000 por ciento, el Producto
Interno Bruto de 1920 alcanza apenas al 40 por ciento de su nivel en 1913; la
producción industrial cae al 18 por ciento y la productividad al 23 por ciento,
en tanto que la producción agrícola llega al 60 por ciento en el mismo periodo[45].
Petrogrado pierde dos terceras partes de sus habitantes que prefieren ir al
campo en busca de fuentes de alimentos[46].
Pero lo peor de todo es que, a pesar de toda la radicalización de medidas en
contra del mercado, del uso del dinero y del valor de cambio como medida de la
riqueza, las relaciones capitalistas en realidad no habían sido alteradas. De
ahí que Lenin, al evaluar los resultados del llamado “comunismo de guerra” (que
buscaba acelerar la construcción de relaciones socialistas en la economía)
admite el fracaso de ese intento y la inevitabilidad de permanecer “en el
terreno de las relaciones capitalistas existentes”[47].
Adelantándose a Gramsci en la utilización de categorías de estrategia militar,
“guerra de posiciones” y “guerra de movimientos”, al ámbito de la lucha social,
sostiene que se había cometido el error de querer emprender el paso inmediato a
la producción y distribución comunistas:
En la primavera de 1921 se hizo
evidente que habíamos sufrido una derrota en nuestro intento de implantar los
principios socialistas de producción y distribución mediante el “asalto
directo”… La situación política… nos mostró que… era inevitable… pasar de la
táctica del “asalto directo” al “asedio”.[48]
Pero, ¿qué
supuso ese “asalto directo”? Las expropiaciones estatales de las grandes
empresas industriales, de los excedentes de la producción agrícola; la
supresión del mercado por coacción estatal; el pago salarial nivelado por
decreto a todos por igual. “Suponíamos que al introducir la producción estatal
y la distribución estatal, habíamos creado un sistema económico de producción y
distribución diferente al anterior”[49],
pero fracasamos ‒sostendrá Lenin‒; al final, el resultado fueron
nuevas “relaciones capitalistas”. En 1921, la autocrítica leninista será
lapidaria pero exacta al momento de anular estas medidas: pese a todas las
estatizaciones, la supresión del dinero y los mercados, el capitalismo se
mantiene y “la verdad es que la expresión de Unión de Repúblicas Socialistas
significa la voluntad de poder soviético de realizar el tránsito al socialismo,
y de ningún modo que las nuevas formas económicas puedan ser consideradas
socialistas”[50].
Esta
reflexión leninista es decisiva a la hora de evaluar el imaginario programático
de la izquierda de los últimos 100 años. Hasta 1921, para los izquierdistas ‒y
probablemente para Lenin‒, la estatización de los medios de producción era la principal
medida que separaba al capitalismo del socialismo. De ahí que no existiera
programa, para ningún partido político socialista o comunista, que no pusiera
como máxima tarea a instaurar, la estatización de la industria, la banca, el
comercio exterior, etc. Sin embargo, la argumentación de Lenin a partir de la
experiencia de la revolución en macha es que no importa cuánta estatización se
pueda hacer, ello no implica un nuevo “sistema de producción y distribución
diferente”; más aún, esas estatizaciones se siguen desenvolviendo al interior
de las “relaciones capitalistas existentes”.
Claro, la
estatización concentra y monopoliza la propiedad de fábricas, dinero y bienes materiales
de las clases poseedoras. Al estatizar esos recursos, el Estado les quita la
base material a las anteriores clases propietarias, que no solo pierden
recursos, dinero y ahorros, sino que además pierden poder de decisión, de
influencia social y probablemente poder político. Esto debilita a la antigua
burguesía como clase y extingue su condición demográfica, estadística[51].
Políticamente, es una medida que socaba el poder de las burguesías gobernantes
y abre un espacio de acción de las clases insurrectas para consolidar su poder
y sus iniciativas históricas. Pese a todo ello, la contabilización del tiempo
de trabajo abstracto sigue regulando el intercambio de las mercancías en el
mercado interno y externo, vía exportaciones e importaciones de insumos,
maquinaria, etc.
El
gerente y administrador de la fábrica puede ser desalojado y los trabajadores
asumir en asamblea la toma de decisiones sobre la producción ‒ciertamente, un gran paso revolucionario en la conciencia
proletaria porque derrumba en el imaginario de los obreros la creencia de que
el dueño y gerente son los únicos que “saben” cómo realizar la actividad
productiva‒, pero luego hay que comercializar los productos para
acceder a materia prima, pagar las deudas y garantizar el salario de los
obreros que se alimentan y consumen de lo que se produce en otras fábricas y en
la agricultura. Eso obliga a volver a la medida del valor de cambio, al tiempo
de trabajo abstracto capitalista como medida de cambio de los productos entre
las fábricas, con los proveedores y con los propios trabajadores que han tomado
el poder en el centro de trabajo. Se puede expropiar los bancos para quitarles
la propiedad y el poder a los banqueros, pero el dinero continuará siendo el
equivalente general del tiempo de trabajo abstracto que guía los
comportamientos y pensamientos de las personas en su vida diaria, en sus
transacciones, en sus cálculos económicos familiares.
Si bien la
intervención del poder de Estado, en base a la coerción, puede reemplazar el
tiempo de trabajo abstracto, (el dinero) para el intercambio de productos de
una fábrica con otra sin que pasen por el mercado; puede regular, en base a
criterios de necesidades, el intercambio entre productos industriales y
agrícolas; puede sustituir el salario por una asignación de insumos para el
consumo familiar; con todo eso, simplemente se produce una suspensión aparente
de la ley del valor, de la lógica fundante del capitalismo. Los administradores
estatales, apoyados en el monopolio de la coerción, legitiman y sustituyen aquí
la función del dinero, del mercado y del valor de cambio. Sin embargo, se
trata de una suspensión y supresión aparente de la ley del valor y del mercado.
Aparente, porque en su lugar no se tiene una nueva relación económica que la
sustituya, sino una coacción extra económica que la impide. Además, al tratarse
de una relación política que sustituye a la relación económica, su límite
radica en que solo se ejecuta al interior del país que la asume y no en su
relación con el resto de países que siguen regulando sus intercambios y su
producción en base a la ley del valor de cambio. E incluso al interior del país
en cuestión, la relación política solo es efectiva allá donde llega el poder
político, vía funcionarios, y donde ellos no hayan sido expulsados y asesinados
por los campesinos sublevados[52].
Mas,
como la burocracia estatal no puede estar presente en cada uno de los poros de
la sociedad o en cada actividad social, la lógica económica de las cosas,
tatuada en el cerebro de las personas, en sus hábitos y cálculos económicos
personales y familiares, brota por todos lados, convirtiendo los micro espacios
públicos y legales en los que el Estado impone su criterio, en simples
archipiélagos asediados por un mar de relaciones económicas reales
clandestinas. Así, surge el mercado negro[53] en
las comunidades rurales y los barrios, no solo para la venta de productos
agrícolas, sino también de insumos industriales para los pobladores[54];
emergen los privilegios de acceso a mayores bienes de consumo para las personas
cercanas a las estructuras estatales[55]:
según Pipes, de las 21 millones de cartillas de racionamiento de las ciudades,
solo 12 correspondían a la población realmente existente[56],
mientras que el resto (9 millones) quedaba en manos de la burocracia, además de
que gran parte de los productos comercializados en el mercado negro, eran los
que el Estado entregaba gratuitamente a las personas[57]125.
Retorna el trueque como medida informal, generalizada y clandestina de la ley
del valor de cambio; surge la doble contabilidad industrial, una para
conocimiento de la administración del Estado, otra para establecer la
sostenibilidad real de las empresas. Y si a ello le sumamos el hecho de que
todos los intercambios de productos con otros países (materias
primas, tecnología, maquinarias, repuestos, productos elaborados, ropa,
alimentos, etc.), cada vez más intensos por la propia mundialización de la
producción, el conocimiento y la tecnología, se tienen que hacer con dinero,
bajo las reglas del mercado y el imperio de la ley del valor de cambio, una
fuerza económica extra nacional entra en acción para presionar cada segundo
sobre las actividades de las familias y empresas puestas bajo control
revolucionario. Surge el tráfico de productos de las economías familiares y de
las propias industrias estatales, más una especie de esquizofrenia social: la
lógica del valor de uso en las actividades reguladas y controladas por el
Estado; la lógica del valor de cambio en las actividades subterráneas y
cotidianas, de intercambios internos y externos. Lenin se refiere a esto cuando
habla del fracaso de la implementación del comunismo de guerra:
Suponíamos que al introducir la
producción estatal y la distribución estatal, habíamos creado un sistema
económico de producción y distribución diferente del anterior… Dijimos esto en
marzo y abril de 1918, pero no nos preguntamos sobre los vínculos de nuestra
economía con el mercado y el comercio.[58]
En
síntesis, por la fuerza histórica de su existencia previa y de su existencia
externa mundial en medio de la cual se desarrollan intercambios obligatorios y
necesarios, la lógica económica automática del trabajo abstracto se impone sobre
la coerción política. Y, a la larga, la suspensión del capitalismo se devela
como aparente al no contarse con una nueva relación económica que lo sustituya,
sino simplemente con una voluntad política impuesta, tanto más débil cuanto más
coacción requiera; tanto más inútil cuanto más vigilancia burocrática necesite[59];
tanto más injusta cuanto más privilegios de una pequeña elite política admita.
Si a ello le sumamos el hecho de que la condiciones de vida primordiales que se
regulan estatalmente son inferiores a las establecidas por el viejo régimen,
toda la fuerza del pasado se abalanza sobre la memoria de los ciudadanos en
busca de reconstruir las viejas lógicas económicas del mercado, el salario y
la acumulación en los hábitos cotidianos. Ciertamente, el socialismo jamás
podrá ser la socialización o la democratización de la pobreza, porque
fundamentalmente es la creciente socialización de la riqueza material.
Internamente
vista, la coerción estatal extraeconómica tampoco implanta un sistema
universalizable. Los intercambios entre empresas que sustituyen al mercado
dependen de las apreciaciones personales de los funcionarios que definen, en
base a criterios subjetivos, lo que debe recibir una empresa a cambio de la
entrega de determinado producto. Igualmente, las requisas a los excedentes agrícolas
se imponen suponiendo condiciones de consumo promedio; en tanto que la
sustitución del salario por una asignación de bienes de consumo familiar
promedio presupone un nivel de condiciones de vida que nada tiene que ver ni
con el desempeño laboral (trabajo manual, trabajo intelectual, trabajo
intensivo, condiciones insalubres, etc.) ni con un nivel de necesidades
socialmente acordado. Al asumir la responsabilidad de decidir la cantidad
“necesaria” de los intercambios a fin de sustituir el dinero y el valor de
cambio, el Estado no solo se ve arrastrado a cometer un sinnúmero de abusos y
extorciones, e incluso a confiscar las propias condiciones mínimas de
subsistencia de obreros y campesinos[60],
sino que, además, hace recaer en un grupo de personas, en una “parte” de la
sociedad (los administradores del Estado), lo que le corresponde a toda ella;
con lo que esa “parte” decisional deviene en un cuerpo privado sobrepuesto al
cuerpo general. Así, la sustitución del dinero y del mercado que, supuestamente
debería suprimir el poder de unos pocos (los poseedores de capital económico) por el
poder de toda la sociedad, únicamente reinscribe el poder de otros pocos (los
poseedores de capital político) por sobre toda la sociedad. Con ello ‒y de mantenerse esa división de
funciones por mucho tiempo‒, la lógica política del capitalismo simplemente se
vuelve a reinstalar pero ya no en términos de propiedad sobre los medios de
producción y poder económico concentrado, sino de administración monopólica de
los medios de producción y poder político concentrado. En términos marxistas,
cuando el Estado actúa como “terrateniente soberano” ‒también podríamos decir como
“empresario soberano”‒, la expropiación del “trabajo excedente” por vías
extraeconómicas implica algún tipo de servidumbre y de “pérdida de la libertad
personal”[61]. Todo el debate sobre la
“militarización del trabajo” y “el trabajo obligatorio”, en los hechos,
reedita, bajo ropaje marxistoide, esta tendencia al renacimiento de relaciones
serviles[62].
A
contracorriente de lo que la izquierda mundial creyó durante todo el siglo XX,
la estatización de los grandes medios de producción, de la banca y del
comercio, no instaura un nuevo modo de producción ni instituye una nueva
lógica económica ‒mucho menos el socialismo‒, porque no
es la socialización de la producción. Esto requiere otro tipo de relaciones
económicas en la producción y de relaciones sociales en el intercambio, muy
distintas a la sola intromisión o presencia estatal. En otras palabras, uno de
los fetiches de la izquierda fallida del siglo XX: “la propiedad del Estado es
sinónimo de socialismo”, es un error y una impostura. Incluso hoy se tiene un
izquierdismo deslactosado que, desde la cómoda cafetería en la que planifica
terribles revoluciones al interior de la espuma del capuchino, le reclama a los
gobiernos progresistas más estatizaciones para instaurar el socialismo
inmediatamente.
En los
hechos, la revolución soviética demostró que esa postura radical es solo una
ilusión. Las estatizaciones derrumban el poder de la burguesía, sí, pero en el
marco del dominio de las relaciones capitalistas de producción. Las
estatizaciones crean condiciones para una mayor capacidad política de las
iniciativas de las fuerzas revolucionarias, sí, pero mantienen inalterable la
lógica del valor de cambio en los intercambios y el comercio de productos del
trabajo social. No importa cuántos decretos se emitan combinando las palabras
estatización y socialismo. Solo una política precisa de alianzas entre las
clases plebeyas para gestionar a escala nacional los asuntos comunes de toda la
sociedad; solo un impulso hacia nuevas formas asociativas voluntarias de los
trabajadores en los propios centros de producción y su creciente articulación
con otros centros de producción; solo una constante democratización de las
estructuras estatales que apoyen esos procesos comunitarios; solo una
estabilidad económica que garantice las condiciones básicas de vida, pero ante
todo tiempo para estos aprendizajes colectivos; solo una irradiación de la
revolución a otros países; pueden crear las condiciones de una nueva sociedad.
Más todavía, el socialismo es ese proceso de luchas, alianzas y aprendizajes
contradictorios.
En la Rusia
revolucionaria, la estatización, no como sinónimo de construcción del
socialismo, sino como un medio flexible y temporal para crear las condiciones
que ayuden a las iniciativas de la sociedad trabajadora, emerge de los debates
y las acciones que sustituyen el fracaso del “comunismo de guerra” y la
implementación de la llamada Nueva Política Económica (NEP), obligando, según
Lenin, a “reconocer… un cambio radical en toda… nuestra visión del socialismo”[63].
La base material de la continuidad
revolucionaria: la economía
La NEP desmonta
los mecanismos de la socialización aparente que introduce el “comunismo de
guerra” ‒que, al final, no tiene nada de comunismo‒; aplaca el
sobredimensionamiento que se le había otorgado al Estado revolucionario como
constructor decisivo del socialismo; y restituye la economía y las relaciones
económicas (empezando por el bienestar de la población) como el escenario
decisivo donde, una vez conquistado el poder político, se concentran las
luchas fundamentales para la construcción del socialismo[64].
Ya en 1918
se modifica el sistema salarial diferenciando el salario de los especialistas
“según escalas que corresponden a relaciones empresariales”[65].
En los hechos, la práctica demuestra que las funciones administrativas y
técnicas en las fábricas e instituciones estatales requieren de un conocimiento
especializado, y que aquellos que poseen esos conocimientos imprescindibles
para poner en marcha la industria, no pertenecen a las clases laboriosas ni
están dispuestos a trabajar por la escasa remuneración ofrecida por el Estado,
de manera general para todos, especialistas y no especialistas. La parálisis de
los centros productivos obliga a los bolcheviques a modificar su escala
salarial única y a pagar salarios mucho más elevados a los expertos, para
garantizar el funcionamiento de la producción. Con ello, queda claro que el
ideal comunista de nivelación de ingresos no puede imponerse ni hacerse de
manera inmediata, y mucho menos como nivelación hacia abajo.
La
reintroducción de escalas diferenciadas en la remuneración salarial es la
primera “abolladura” conceptual que los bolcheviques tienen que asumir para
garantizar la continuidad de la producción material y, con ello, la continuidad
del proceso revolucionario capaz de modificar a la larga esa producción
material. Y es que, a excepción de las clases propietarias de los grandes
medios de producción que deben ser expropiadas para diluir su poder
económico-político, la revolución se juega su hegemonía solo si es capaz de
mejorar ‒no de empeorar‒ las condiciones de vida de las clases
laboriosas. La regla básica del marxismo de que la base material influye en las
otras esferas de la sociedad, no siempre es tomada en cuenta por los
revolucionarios, que pueden llegar a sobredimensionar la voluntad y la acción
política como motores de cambio. Si bien estos últimos son factores dinámicos
que construyen identidad colectiva, conducen acciones, articulan y potencian
esperanzas; emergen aleatoriamente de una base material, abren un abanico de
opciones de cambio y son eficientes en la medida en que permanentemente
retroalimenten cambios en esa base material. Sin base material, no existen
potencialidades revolucionarias que espolear y, por tanto, devienen en
impotencia discursiva.
La NEP
derrumba buena parte de las ilusas concepciones pre-constituidas acerca de la
construcción del socialismo, ayuda a precisar lo que el socialismo es en
realidad y fija con claridad las prioridades que una revolución en macha debe
resolver.
Desde
1921, la confiscación de granos de las familias campesinas es sustituida por el
impuesto en especie, liberando la producción excedentaria para el comercio
agrícola[66]. Y las
granjas colectivas (sovjovi) creadas durante los primeros años de la
revolución, se comienzan a arrendar a personas privadas que debían pagarle una
renta al Estado. Se garantiza el funcionamiento de la antigua comunidad rural
(mir) con su distribución periódica de tierras, pero también la posibilidad, si
desea el campesino, de quedarse con la tierra, arrendarla y contratar
jornaleros agrícolas[67].
Para darle mayor estabilidad al campesino, si bien la tierra le pertenece al
Estado, el derecho a usufructuarla se le garantiza por tiempo indefinido, al
igual que el derecho a disponer de los excedentes de sus productos en el
mercado libre[68].
Complementariamente,
para apoyar a la economía campesina, se toman medidas que impulsan el
restablecimiento de las pequeñas industrias privadas vinculadas al
abastecimiento de sus insumos[69].
Las industrias con no más de 20 trabajadores quedan fuera de las
nacionalizaciones y se autoriza el arrendamiento de pequeñas y medianas
empresas del Estado a personas privadas y cooperativas a fin de sacarlas del
estancamiento en las que se hallan. En cuanto a las grandes industrias
estatales, se establece que los intercambios con otras industrias ya no
dependan de la burocracia estatal sino que cada una de ellas disponga
directamente de sus recursos financieros y materiales[70]138.
Para 1923, según E. H. Carr, el 85 por ciento de las industrias llegan a estar
en manos privadas, pero el 84 por ciento de los obreros industriales se ubican
en las grandes empresas estatales[71].
Al
suprimirse la remuneración homogénea y la obligatoriedad de cada empresa
estatal de velar por su funcionamiento a partir de sus propios recursos, se
restablecen los principios comerciales en la gestión de las empresas, lo que
lleva a que la remuneración de los trabajadores sea considerada en los balances
generales como salario[72],
sometida a la ley del valor de cambio.
Desde
ese momento, cada industria estatal y privada comienza a depender oficialmente
del mercado para la provisión de sus insumos (incluido el
combustible) y la realización de sus productos, lo que les obliga a esforzarse
en sus estructuras de costos y productividad a fin de garantizar su
funcionamiento, ya que el acceso a créditos estatales se encuentra
obligatoriamente subordinado a su cálculo de rentabilidad[73].
Desaparecen las subvenciones para las empresas estatales y, con ello, también
el estancamiento técnico y productivo que tiende a caracterizar a este tipo de
gestión estatal subvencionada cuando, en vez de una medida temporal redistributiva,
es asumida como un modo de gestión económica permanente.
En 1922, a
través de un decreto, se prohíbe todo tipo de reclutamiento laboral forzoso y
se restablecen los procedimientos de contrato y despido como modos regulares
de acceso a fuerza laboral[74].
Ya desde 1921 los salarios habían sido ligados a la productividad. Se fija un
salario mínimo obligatorio en tanto que los sindicatos vuelven a ser las
estructuras mediadoras entre el trabajador y la gerencia empresarial para establecer
las condiciones de empleo[75].
En 1922, bajo las nuevas relaciones de contratación, se despiden a cerca del 40
por ciento de los trabajadores en la industria ferroviaria, en tanto que en la
industria textil, la cantidad de obreros por cada 1.000 telares pasa de ser 30
durante el “comunismo de guerra”, a menos de la mitad, 14. Desde entonces, la
filiación sindical es voluntaria; se suprimen los subsidios estatales a los
sindicatos[76], y
estos últimos son retirados del control de la seguridad social que queda a
cargo de una instancia estatal[77].
A
tiempo que se restablecen los mecanismos del comercio privado tanto en las
ciudades como en el campo[78],
las restricciones en la disposición de dinero por parte de las personas
particulares son levantadas a la vez que cualquier riesgo de confiscación
de los ahorros bancarios en las cooperativas y bancos municipales que empiezan
a surgir, es eliminada. También se crea un banco estatal como ente regulador de
la economía nacional[79] y
numerosas cajas de ahorro estatales[80] para
el fomento del ahorro ciudadano. Complementariamente, se establecen nuevas
tasas impositivas sobre la venta de productos, e incluso sobre los elevados
ingresos salariales[81].
En conjunto,
la NEP restablece las formas regulares de la economía de mercado y de la
economía capitalista que, como bien recuerda Lenin, siguen existiendo pese a la
radicalidad de las medidas adoptadas durante el “comunismo de guerra”. La
supresión de las requisas y el restablecimiento del comercio de productos
agrícolas reorganiza, sobre nuevas bases, la relación política entre los
obreros de la ciudad y del campo. En una sociedad con una base campesina
mayoritaria o grande, ningún poder estatal ‒y mucho
menos el que se instaura a nombre de las mayorías sociales populares‒, se puede
ejercer coercitivamente en contra de esa mayoría social. A corto plazo, ello
provoca no solo sublevaciones campesinas e incluso obreras contra el Estado
revolucionario[82], sino
que es a todas luces un contrasentido pues se trata de una nueva “minoría”,
ahora obrera o “revolucionaria”, antes burguesa, imponiéndose por la fuerza
sobre la mayoría de la población. Precisamente esto es lo que comienza a
suceder en la Rusia revolucionaria, fruto de la hambruna generalizada y de los
abusos en las requisas de grano en las zonas rurales. Incluso hay momentos en
los que las tropas leales al gobierno se sublevan en contra de él, y las
principales ciudades se llenan de huelgas y movilizaciones obreras (algunas de
las cuales reclaman el regreso del mercado libre)[83].
Entonces,
cualquier posibilidad de disolución del poder de Estado en la sociedad ‒que en
realidad es el horizonte y la finalidad de cualquier revolución social‒, queda
convertida en un imposible político, económico y demográfico. El socialismo,
como construcción de nuevas relaciones económicas, no puede ser una
construcción estatal ni una decisión administrativa; sino, por encima de todo,
una obra mayoritaria, creativa y voluntaria de las propias clases trabajadoras
que van tomando en sus manos la experiencia de nuevas maneras de producir y
gestionar la riqueza.
En realidad,
la restitución de las relaciones de mercado entre productores y empresas, en
el comercio de productos al detalle, legaliza algo que nunca había dejado de
existir ni en la actividad económica real ni en la cabeza lógica de las
personas. Lo que los funcionarios del gobierno hacían durante los años de
“comunismo de guerra”, era como caminar en una noche oscura con una linterna.
Allí donde su luz alcanzaba a alumbrar, el control estatal se imponía, pero en
los alrededores infinitos donde esta luz no llegaba, las relaciones
subrepticias del mercado seguían regulando la realidad económica de las
personas, por lo que la posibilidad de superación de las leyes del mercado, del
valor de cambio, por otras relaciones económicas y no político-coercitivas
efímeras, ni siquiera asomaba en lo más mínimo. Las propias reflexiones
leninistas mencionan que estas solo podían surgir después de un largo proceso
de creación de nuevas formas asociativas de producción y de revoluciones
culturales[84] capaces
de hallar un correlato a escala mundial.
Por
su parte, la fijación de reglas de rentabilidad en las empresas del Estado
restituye la función óptima de una empresa estatal; quita el poder económico y
político a la burguesía y lo deposita en la sociedad como directamente
beneficiada por la estatización; es decir, permite que la sociedad entera (no
el administrador estatal ni únicamente los trabajadores de la empresa)
usufructúe de la riqueza generada. Sin embargo, existen dos degeneraciones de
la estatización de las empresas. La primera, que consiste en que los beneficios
económicos generados por estas empresas vayan solo a sus trabajadores vía
salarios, bonos, redistribución de ganancias, empleo seguro, etc. En ese caso,
las empresas nacionalizadas cambian de propietario pero en el fondo siguen
beneficiando solo a una minúscula “parte” de la sociedad, a saber, a los
trabajadores de esas empresas, que devienen en usufructuarios privados de una
propiedad que debería ser común a toda la sociedad. Esta modalidad de
nacionalización de facto es una forma ambigua de privatización, que vuelve a
anular modos de socialización de los medios de producción y de la riqueza
social. Por lo general, las experiencias de autogestión obrera aislada se
mueven en el umbral de esta modalidad de privatización corporativa de la
riqueza.
Esta
degeneración de la nacionalización puede pervertirse aún más en la medida en
que los trabajadores de las empresas estatales no solo se apropien
privadamente de los recursos que generan como empresa pública, sino que además
requieran y absorban los recursos del resto de la sociedad, la riqueza generada
en otros centros de trabajo, a través de subvenciones duraderas del Estado. En
ese caso, la privatización corporativa de la riqueza productiva deviene también
en expropiación privada de riqueza social, que succiona los recursos a la
sociedad para mantener los privilegios de un pequeño sector de ella.
La segunda
degeneración de la nacionalización consiste en que los administradores de las
empresas, los funcionarios públicos encargados de su gestión, utilicen su
posición para sustituir decisiones colectivas obreras por monopolios
administrativos. Se trata de una acumulación de poder político burocrático que
expropia el poder político a los trabajadores. Adicionalmente, dependiendo de
las circunstancias, esa posición de poder puede ser aprovechada por los
funcionarios para acceder a privilegios en cuanto a remuneraciones, beneficios
personales, propiedades, etc. En caso de que estos poderes y beneficios
individuales se vayan institucionalizando y sedimentando en el tiempo en un
mismo grupo estable de funcionarios públicos, nos encontramos frente a
modalidades de formación de una burguesía dentro del Estado[85].
Una decisión
de suma importancia asumida por el gobierno soviético, aunque poco discutida
posteriormente por las izquierdas, es el tema de las concesiones a las empresas
extranjeras en áreas de trabajo del sector petrolero, minero, maderero, etc.[86].
Lo mencionamos aquí, porque el debate en torno a este tema logra redondear el profundo
significado de lo que en un principio fue denominado como “retrocesos” de la
NEP, pero que en realidad permite delinear, sobre la marcha de la acción
colectiva, un camino estratégico respecto a la construcción del socialismo
moderno.
¿En
qué consistían estas concesiones? En la otorgación al concesionario
extranjero, del derecho a desarrollar determinada actividad económica allá
donde el Estado revolucionario no contaba con recursos para hacerlo por cuenta
propia. El concesionario invertía en tecnología, instalaba la industria, la
infraestructura, caminos, etc. y recibía en pago una parte del producto
obtenido. La otra parte quedaba en manos del Estado, para su utilización,
venta, etc. A fin de garantizarle al concesionario la total compensación por
el riesgo y la recuperación de la tecnología invertida, se le otorgaban plazos
de concesión prolongados y, después de un tiempo mutuamente acordado, esas
inversiones pasaban a poder estatal. La URSS garantizaba “que lo bienes del
concesionario, invertidos en la empresa” no iban a ser “sujetos a nacionalización,
confiscación ni requisa”[87].
En
ese sentido, las justificaciones eran claras: necesidad de dinero para realizar
compras de tecnología que permitan implementar planes sociales, como ser la
electrificación de toda la población; necesidad de recursos financieros para
crear una infraestructura que integre todo el territorio; necesidad de
tecnología y recursos para levantar la gran industria estatal; necesidad de
conocimientos para fundar nuevas empresas. El Estado revolucionario no
disponía de los recursos financieros ni de la tecnología de conocimientos
requeridas para todo ello; obtenerlos se presentaba no como una posibilidad de
crecimiento, sino fundamentalmente como una obligación a fin de satisfacer las
necesidades básicas del pueblo y, a través de ello, garantizar la propia
continuidad del proceso revolucionario. Tal será la importancia que se le
otorgará a la mejora de las condiciones económicas de la población, y del país
en su conjunto, que Lenin casi sentenciará a los comunistas a aprender a
manejar la economía, porque de lo contrario el poder soviético no iba a poder
existir[88].
De
hecho, la caída real del salario de los trabajadores soviéticos a menos del 10
por ciento respecto a 1913; las largas filas para poder conseguir pan; el
nomadismo de los obreros que los obliga a ser temporalmente campesinos para
poder complementar la alimentación y la hambruna generalizada de esos años; no
solo llevan a una creciente separación entre el gobierno soviético y amplios
sectores populares, sino a sublevaciones obreras y campesinas que ponen en
riesgo la continuidad del gobierno bolchevique que se ve forzado a establecer
la ley marcial en las ciudades que anteriormente habían sido sus bastiones.
El asalto a la fortaleza de Kronstadt[89] representa
el epítome de esta riesgosa modificación de la correlación de fuerzas al
interior del bloque popular, provocada por la crisis económica y la reducción
de la libertad política del “comunismo de guerra”.
Entonces,
estabilidad económica, crecimiento económico y revolución mundial se
constituyen, en este nuevo punto de la revolución que ya había tomado el poder
político, en los temas centrales donde ésta define su destino:
En el mar del pueblo no somos,
después de todo, sino una gota en el océano, y sólo podremos dirigir si
expresamos con acierto lo que el pueblo piensa. De otro modo el Partido
Comunista no conducirá al proletariado, el proletariado no conducirá a las
masas, y toda la maquina se vendrá abajo. El pueblo, todas las masas
trabajadoras, consideran que lo fundamental en este momento es ayudarlas a
salir de las necesidades y el hambre extremas… No pudimos implantar la
distribución comunista directa. Nos faltaban fábricas y la maquinaria necesaria
para equiparlas. Por consiguiente debemos proveer a los campesinos de lo que
necesitan por medio del comercio, y proveerlos tan bien como los capitalistas,
pues en caso contrario el pueblo no soportará esa administración. Esa es la
clave de la situación.[90]
En
su debate en contra del ultra izquierdismo que le reprocha el hacer demasiadas
concesiones a los capitalistas en detrimento de las expropiaciones, Lenin
argumenta que dadas las circunstancias del poder del Estado en manos de las
clases trabajadoras, el ocuparse por mejorar el desarrollo de la industria y la
agricultura, “incluso sin las cooperativas o sin transformar directamente este
capitalismo en capitalismo de Estado”, contribuirá infinitamente más
a la construcción socialista, que el estar divagando sobre “la pureza del
comunismo”[91].
¡Claro!
Antes de cualquier revolución, la tarea de los revolucionarios ha de centrarse
en la construcción de ideas con capacidad de resumir las tendencias sociales y
de movilizar las capacidades auto-organizativas de la sociedad. La lucha por un
nuevo sentido común y estructuras organizativas de las clases laboriosas son
las tareas fundamentales en el proceso revolucionario; esto es, el impulso a
convertir la fuerza de movilización autónoma de la sociedad en poder político
capaz de desmontar las estructuras de poder de las antiguas clases dominantes.
Pero una vez pasado ese punto de bifurcación o momento jacobino,
el orden de prioridades cambia: la economía, la mejora de condiciones de vida
de la mayoría de la población laboriosa, y la creación de condiciones
estrictamente económicas de regulación y planificación ocupan ahora ocupan el
puesto de mando para garantizar la continuidad del proceso revolucionario y
del poder político de las clases trabajadoras. Una vez garantizada esa
continuidad, es posible pasar, inmediatamente, a la construcción de nuevas
formas comunitarias de producción y a continuas revoluciones culturales, que
vayan modificando los hábitos y comportamientos individuales de la sociedad y
refuercen a esas formas comunitarias; eso hasta el momento en que nuevas
experiencias revolucionarias a nivel mundial permitan crear las condiciones
materiales para la construcción de un comunismo planetario.
La economía
y la revolución mundial representan entonces las preocupaciones post
insurreccionales. Refiriéndose nuevamente a las concesiones, Lenin señala:
Cada concesión será indudablemente un nuevo tipo de
guerra ‒una guerra económica‒, la lucha elevada a otro plano (…) [pero] no podemos plantear
seriamente la idea de un mejoramiento inmediato de la situación económica sin
aplicar una política de concesiones… debemos estar preparados para aceptar
sacrificios, privaciones e inconvenientes, debemos estar dispuestos a romper
con nuestras costumbres, posiblemente también con nuestras manías, con el único
propósito de llevar a cabo un cambio notable y mejorar la situación económica
en las ramas principales de la industria. Eso hay que lograrlo a toda costa. [92]
Y
respecto a los peligros que pudiera representar estas concesiones al capital
extranjero, responde:
¿No es peligroso recurrir a los
capitalistas? ¿No significa eso un desarrollo del capitalismo? Sí, significa un
desarrollo del capitalismo, pero no es peligroso, porque el poder seguirá en
manos de los obreros y campesinos, y los terratenientes y capitalistas no
recuperarán sus propiedades… El gobierno soviético vigilará que el capitalista
arrendatario cumpla el contrato, que el contrato nos resulte ventajoso, y que,
como resultado, mejore la situación de los obreros y campesinos. En tales
condiciones, el desarrollo del capitalismo no es peligroso, y el beneficio para
los obreros y campesinos está en la obtención de una mayor cantidad de
productos[93].
El
problema fundamental de toda revolución es el poder, escribe Lenin pocos días
antes de la insurrección de octubre[94].
Y esta tesis organizadora la mantiene y refuerza en el momento del desarrollo
económico de la revolución. Se puede retroceder en la tolerancia de
determinadas actividades económicas secundarias en manos de los sectores
empresariales para garantizar el abaste cimiento de insumos para la
industria y la pequeña agricultura. Se puede aceptar la presencia de los
capitalistas extranjeros a fin de obtener el financiamiento y la tecnología
necesaria para el país. Se puede convivir con las relaciones de mercado en
tanto se preparan las condiciones económicas para otras formas de intercambio.
Es posible aceptar todo ello, forzados por las circunstancias del cerco
extranjero, del atraso tecnológico del país, de la necesidad de garantizar
condiciones de vida favorables para los trabajadores. Es posible solo si nos
ayuda a mantener el poder político en manos del bloque de poder revolucionario.
Porque en la medida en que le brinda permanencia y estabilidad al poder
revolucionario, se gana tiempo para crear las circunstancias materiales y
culturales que al final harán posible la continuidad del proceso revolucionario
socialista: formas asociativas y comunitarias de producción que deben brotar
de la experiencia voluntaria de los trabajadores; modos crecientes de
democratización de las funciones públicas; transformación cultural y cognitiva
de las clases laboriosas que superen las estructuras mentales individualistas
heredadas del viejo régimen y que incluso ayuden a restablecer el metabolismo
mutuamente vivificante entre el ser humano y la naturaleza[95].
Entonces,
el tiempo se constituye en el bien más preciado que una revolución necesita
para llevar adelante, una y otra vez, el aprendizaje práctico de las clases
laboriosas en el esfuerzo de crear nuevas condiciones de trabajo comunitario
que, por definición, tienen que surgir de las propias experiencias de los
trabajadores y no de las decisiones administrativas del Estado, por muy
revolucionario que este sea. Al fin y al cabo, el comunismo es una sociedad
construida en común por la propia sociedad laboriosa y no un dictamen
administrativo.
El
tiempo es necesario para abrir resquicios de comunismo a través de la
actividad práctica de los trabajadores en el ámbito de la producción y el
consumo; para aprender las experiencias de los errores de otras experiencias
colectivas previas y volver a lanzarse con mayor vigor en la construcción de
esta red de trabajo y conducción común de la economía; para transformar las
mentalidades de las personas y hacer surgir nuevos seres humanos portadores de
nuevas aptitudes culturales rumbo al comunismo; para superar la apatía de las
clases plebeyas, que se presenta una vez que se alcanzan los primeros logros y
llega el descenso de las oleadas de la revolución[96];
para remontar, con una nueva oleada de movilizaciones sociales, los
corporativismos y las desviaciones de una parte de las elites dirigenciales
laborales que buscan usufructuar, individual o sectorialmente, de las
posiciones de poder que ocupan en el nuevo Estado; en fin, para esperar el
despliegue de revoluciones en otras partes del mundo, sin cuya presencia,
cualquier intento de revolución en cualquier país, a la larga, es impotente y
está condenado al fracaso; para apoyar los cambios en los otros Estados y las
otras economías del mundo con las que, de manera inevitable, un Estado
revolucionario mantiene vínculos de compra de tecnología, de exportaciones, de
transacciones financieras, de intercambios culturales, de las cuales es
imposible sustraerse, incluidas las determinaciones de división internacional
del trabajo.
Por
ello, la crítica de los ideólogos, cuyo aprendizaje sobre la historia de las
revoluciones se nutre únicamente de “The History Channel”, que demandan a las
experiencias revolucionarias la desconexión del mercado mundial o la ruptura de
la división internacional del trabajo, resulta ridícula y demagógica.
¿Dónde
se consigue la tecnología para la industria minera o hidrocarburífera? ¿Dónde
se exportan las materias primas, los alimentos y los productos elaborados que
un país produce, si no es a los mercados extranjeros? ¿Dónde se obtiene la
tecnología de comunicación o los conocimientos científicos que el país
necesita, si no es del mercado mundial? ¿Dónde se accede a los recursos
financieros para crear infraestructura o nuevas industrias? ¿Dónde se
comercializan los productos de las propias empresas nacionalizadas, que no se
consumen internamente? Hoy, ninguna economía es autárquica ni jamás podrá
serlo, a no ser que se quiera regresar a las condiciones de vida del siglo
XVI. Ningún país está al margen del mercado mundial, esto es, de la trama de
intercambios del trabajo humano que tupe el planeta con infinidad de vínculos
financieros, técnicos, cognitivos, culturales, lingüísticos, comunicacionales,
consuntivos. Una maquinaria, un micrófono, un televisor, un automóvil, el
asfalto, una lámpara, un celular, las computadoras, los programas, la ciencia,
las matemáticas, la cultura, el cine, el Internet, la literatura, un libro, un
traje, una bebida, la historia, todo, absolutamente todo lo que usamos a
diario, está interconectado con lo que producimos acá y con lo que se produce
en Estados Unidos, China, Japón, India, Brasil, Argentina, Alemania etc. El
mundo está entrelazado. Hoy, el mundo es producto del mismo mundo y ningún país
puede quedar ya al margen de esta obra colectiva.
Este hecho
material no desaparecerá por mucho que mezclemos palabras como “soberanía”,
“revolución” “anarquía”, o las que fueren. Por eso precisamente, es imposible
que el comunismo triunfe en un solo país ‒es un
contrasentido‒ pues es una comunidad universal que solo podrá existir y triunfar
de manera mundial, planetaria, universal. Pero así como el comunismo o es
mundial o no es nada, no existe revolución alguna que pueda “salirse” de ese
mercado mundial, de las relaciones y flujos de la división internacional del
trabajo. Al informar al Congreso de los soviets sobre la necesidad de obtener
tecnología y recursos del mercado mundial, a fin de garantizar la mejora de las
condiciones de vida de los trabajadores, Lenin afirma taxativamente: “la
República socialista… no puede existir sin vínculos con el mundo”[97].
El lugar que una nación ocupa en la red de la división internacional del
trabajo se puede modificar, pero jamás salir de ella. Una nueva división
internacional del trabajo, o quizá su extinción como división, únicamente podrá
ser fruto de una revolución mundial, que es a lo que precisamente cada
revolución local debe apuntalar.
En
definitiva, una vez que estalla por circunstancias excepcionales en algún
país, lo que una revolución social necesita es tiempo, tiempo y más tiempo. Tiempo
para aguardar el estallido de otras revoluciones en otros países, a fin de no
quedar aislada e impotente frente a las exigencias de una nueva economía y de
una nueva sociedad que solo podrá construirse a escala mundial. Tiempo para
convertir el poder cultural, la hegemonía política y la capacidad de
movilización popular, que le llevaron a la toma del poder de Estado, en formas
organizativas comunitarias y cooperativas en la producción, en el comercio.
“Para nosotros el simple desarrollo de la cooperación… se identifica con el
desarrollo del socialismo”[98],
reitera obsesivamente Lenin en los últimos escritos antes de su muerte. El
Estado revolucionario puede imponer cosas o prohibirlas; es parte del poder
político que monopoliza. Incluso puede modificar la propiedad de los bienes y
concentrar la propiedad del dinero. Se trata de acciones políticas que influyen
en las acciones económicas. Pero lo que no puede hacer es construir relaciones
económicas duraderas; y menos aún relaciones económicas comunitarias capaces
de superar la lógica del valor de cambio. Eso solo puede ser una creación
social, una creación colectiva de los propios productores.
El
Estado es por definición monopolio; el comunismo es por definición creación
común de riqueza común: la antítesis del Estado. Entonces, el trabajo asociado,
cooperativo, común solo puede ser una creación gradual, compleja y con
continuos ascensos y descensos logrados directamente por los trabajadores de
varios, y luego de muchos, centros de trabajo. Eso requiere tiempo. Tiempo para
desplegar por oleadas los modos de ocupación democrática de los trabajadores,
de la sociedad entera, de las grandes decisiones del Estado y, ante todo, de
los centros de producción fundamentales. Tiempo para superar el individualismo
burgués, pero principalmente el corporativismo laboral que reintroduce el
individualismo de clase y la privatización en las decisiones estatales y
laborales. Tiempo para transformar los esquemas lógicos y morales de las clases
trabajadoras ‒heredados de la vieja sociedad burguesa‒ y construir colectivamente, con numerosas
revoluciones culturales de por medio, nuevos sentidos comunes y esquemas
mentales que reestructuren los sistemas de valor de la vida cotidiana de la
sociedad entera. Tiempo para desmontar los poderes monopolizados por el Estado
a fin de diluirlo en la sociedad. Todo eso requiere que la propia sociedad
atraviese la experiencia de la construcción de decisiones comunes sobre su
vida en común, la invención de tecnologías sociales aún inexistentes que
articulen a la totalidad de la sociedad en las decisiones sobre esos asuntos
comunes; y lo más importante, hechos extraordinarios, insurreccionales, sino
como hechos rutina que todas estas nuevas prácticas sociales se desplieguen no
como ríos, como lo son la decisión de alimentarse o descansar.
Desde
este punto de vista, la revolución se presenta como la conquista de tiempo
para la sincronía universal de la emancipación de las clases plebeyas y de los
pueblos del mundo. La función del Estado “revolucionario” no es crear el
socialismo ni mucho menos el comunismo. Eso sencillamente no puede hacerlo. Eso
escapa al objeto fundante de su existencia como Estado. Lo único que puede
hacer el Estado, por muy revolucionario que sea, es dilatar, habilitar y
proteger el tiempo para que la sociedad, en estado de autodeterminación, en
lucha, en medio, por arriba, por abajo y entre los intersticios del capitalismo
predominante, despliegue múltiples formas de creatividad histórica emancipativa
y construya espacios de comunidad en la producción, en el conocimiento, en el
intercambio, en la cultura, en la vida cotidiana; para que fracase y lo vuelva
a intentar muchas veces, de manera más amplia y mejor; para que invente, desde
las grietas del capitalismo, espacios irradiantes de comunidad y de cooperación
voluntaria en todas las esferas de la vida; para que los desmantele a medio
camino; para que haga todo eso una y otra y otra vez, hasta que, llegado un
momento, las sincronías de múltiples comunidades brotando por todos lados, en
todos los países, rebasen el umbral de orden, y lo que eran espacios
nacidos en las grietas de la sociedad dominante, devengan en espacios plenos,
universales, irradiadores de una nueva sociedad, de una nueva civilización que
reproduzca nuevas formas de comunidad, pero ya no como una lucha a muerte del
capitalismo, sino como el libre y normal despliegue de la iniciativa humana.
Eso es el comunismo.
El Estado no
puede crear comunidad, porque es la antítesis perfecta de la comunidad. El
Estado no puede inventar relaciones económicas comunistas, porque ellas solo
surgen como iniciativas sociales autónomas. El Estado no puede instituir la
cooperación, porque ella solo brota como libre acción social de producción de
los comunes. El Estado por sí mismo es incapaz de restablecer el metabolismo
mutuamente vivificante entre ser humano y naturaleza. Si alguien ha de
construir comunismo es la propia sociedad en automovimiento, a partir de su
experiencia, sus fracasos y sus luchas. Y tendrá que hacerlo en el ambiente
adverso de predominancia agresiva de la sociedad capitalista. A diferencia de
las revoluciones burguesas precedentes, que contaron con condiciones muchísimo
más favorables pues las relaciones económicas burguesas florecieron al
interior de la vieja sociedad tradicional durante varios siglos previos[99],
las revoluciones sociales se enfrentan a una estructura capitalista universalizada;
y las nuevas relaciones económicas y políticas comunistas recién se
desarrollarán, a partir del estallido revolucionario, en lucha a muerte con las
relaciones capitalistas dominantes. De hecho, la revolución social en realidad
abre el espacio temporal para el despliegue intersticial, fragmentado,
dificultoso, permanentemente asediado, del crecimiento de las nuevas
relaciones comunistas en la política, economía y cultura, en medio de un
predominio generalizado, debilitado y en crisis, pero aún dominante, de las
relaciones capitalistas de producción. Al resumir la experiencia de la revolución
soviética sobre este debate, Lenin argumenta:
Teóricamente no cabe duda que entre
el capitalismo y el comunismo media determinado periodo de transición que debe
combinar los rasgos y las propiedades de estas dos formas de economía social.
Este periodo de transición tiene que ser por fuerza un periodo de lucha entre
el capitalismo agonizante y el comunismo naciente, o, en otras palabras, entre
el capitalismo que ha sido derrotado, pero no destruido, y el comunismo que ha
nacido pero que es todavía débil.[100]
En
definitiva, el socialismo es este periodo histórico contradictorio y de
antagonismo desatado entre relaciones capitalistas dominantes en todas las
esferas de la vida, y relaciones sociales comunistas emergentes, que la
sociedad laboriosa ensaya e intenta desplegar una y otra vez, de manera
intersticial, fragmentada e intermitente, por diversos caminos, en todos los
terrenos de la vida. En todo ello, lo único que el Estado revolucionario hace
es proteger estas iniciativas antiestatales, comunitarias, cooperativas;
apoyarlas y brindarles tiempo mediante la mejora de las condiciones de vida de
las clases trabajadoras, de manera que puedan desarrollarse e irradiarse hasta
un tiempo y momento en que traspasen el umbral de orden que sincronice
con las múltiples construcciones comunistas de otros países y otros
continentes, en un movimiento universal irreversible. El concepto central de
“dictadura del proletariado”[101]169
debe ser entendido así: como el uso coercitivo del poder de Estado de las
clases laboriosas frente a las clases y las costumbres burguesas para
proteger, dar tiempo y apoyar las iniciativas comunitarias, comunistas, que
esas clases laboriosas son capaces de experimentar y de crear.
En
síntesis, el socialismo es un larguísimo periodo histórico de intenso
antagonismo social, en el que, en lo económico, las relaciones capitalistas de
producción y la lógica del valor de cambio siguen vigentes, pero que, en su
interior, desde sus entrañas, en el ámbito local, nacional, surgen una y otra y
otra vez incipientes, intersticiales y fragmentadas formas de trabajo
comunitario, asociado, que pugnan por expandirse a escalas regionales y
nacionales. En tanto que en lo político, las clases laboriosas toman/construyen
el poder de Estado, lo que significa que impulsan, en oleadas sucesivas, múltiples
modalidades de democratización absoluta de la gestión, de la administración de
los asuntos comunes; y todo ello para respaldar, proteger e irradiar esas
experiencias comunitarias/comunistas en la economía que, de manera reiterada,
con fracasos y nuevos resurgimientos, impulsan las clases trabajadoras. El
socialismo no es pues un modo de producción ni un destino. Es un espacio
histórico de intensas luchas de clases en las que los trabajadores se valen del
poder de Estado para proteger e irradiar las iniciativas económicas
comunistas/comunitarias que ellos mismos son capaces de construir por
iniciativa libre y asociada. La victoria del socialismo es su extinción para
dar lugar a la sociedad comunista. Y si esto se da, inevitablemente deberá ser
un hecho mundial.
¿Qué
sucedió después con la revolución soviética? ¿Por qué fracasó? En general, toda
revolución social que no ensambla con otras revoluciones sociales a escala
mundial, tarde o temprano fracasa y habrá de fracasar de manera inevitable. Por
sí sola, inexorablemente se verá conducida al fracaso en su intento por
construir el comunismo; aunque ciertamente durante todo el tiempo del
despliegue de su desarrollo puedan lograrse grandes e irreversibles conquistas sociales,
laborales y materiales para la población trabajadora no solo del país
insurrecto, sino de todos los países del mundo, motivados por la presencia ‒amenazante para las burguesías o estimulante para las clases
trabajadoras‒ de la revolución socialista en
marcha. Ante la inexistencia de una propagación mundial, las revoluciones sociales
emergentes prolongan su permanencia dependiendo de la actitud frente a los
factores de contenido revolucionario.
Si el Estado
asume el protagonismo de los cambios y las decisiones sociales, el fracaso es
más inminente y rápido. Si la sociedad laboriosa asume gradual e
intermitentemente el protagonismo democrático en la toma de decisiones
cotidianas del país, el fracaso se aleja. Si el Estado toma coercitivamente el
mando en la construcción de relaciones asociativas en la producción, el
fracaso toca las puertas. Si las clases laboriosas construyen y deconstruyen
para volver a construir nuevas y crecientes formas expansivas de trabajo
comunitario, asociativo, el fracaso se diluye por un buen tiempo. Si el Estado
no puede garantizar mejoras en las condiciones de vida o promover continuas
revoluciones culturales que revitalicen las oleadas revolucionarias, el fin de
la revolución se acerca. Si el poder de Estado se mantiene en manos de las
clases trabajadoras, de sus organizaciones vitales que ayudan a desbrozar el
camino de la libre iniciativa del pueblo trabajador, las posibilidades de la
continuidad revolucionaria se amplían mucho más.
Una
vez cumplidos sus 10 primeros años, el curso de la revolución soviética
justamente va inclinándose por cada una de las dualidades negativas arriba
señaladas: concentración del poder de Estado en manos del partido y
expropiación gradual del poder de manos de las organizaciones sociales; impulso
burocrático de formas asociativas de trabajo que anulan la capacidad creadora
de la propia sociedad en la construcción de nuevas relaciones económicas. Es
así que, desafortunadamente, a inicios de la década de los 30, la Revolución
de Octubre finaliza dando lugar a una compleja constitución imperial, primero,
y estatal-nacional, después[102].
¿Qué
queda ahora de esta revolución? La experiencia más prolongada, en la historia
contemporánea, de una revolución social, de sus potencialidades organizativas,
de sus iniciativas prácticas, de sus logros sociales, de sus características
internas y dinámicas generales que pueden volverse a repetir en cualquier otra
nueva ola revolucionaria. Pero también queda y nos hereda sus dificultades en
la construcción de alianzas; sus desviaciones corporativas, burocráticas,
privatistas; sus límites que finalmente la llevaron a la derrota. Queda,
entonces, el fracaso de la revolución, su derrota.
Hoy
recordamos la revolución soviética porque existió, porque por un segundo en la
historia despertó en los plebeyos del mundo la esperanza de que era posible
construir otra sociedad, distinta a la capitalista vigente, en base a la lucha
y la comunidad en marcha de la sociedad laboriosa. Pero también la recordamos
porque fracasó de manera estrepitosa, devorando las esperanzas de toda una generación
de clases subalternas. Y hoy diseccionamos las condiciones de ese fracaso porque
justamente queremos que las próximas revoluciones, que inevitablemente
estallan y estallarán, no fracasen ni cometan los mismos errores que ella
cometió; es decir, que avancen uno, diez o mil pasos más allá de lo que ella ‒con su ingenua audacia‒ logró avanzar.
A
100 años de la revolución soviética, continuamos hablando de ella porque
añoramos y necesitamos nuevas revoluciones; porque nuevas revoluciones que
dignifiquen al ser humano como un ser universal, común, comunitario, vendrán. Y
esas revoluciones venideras que toquen el alma creativa de los trabajadores no
podrán ni deberán ser una repetición de lo acontecido hace un siglo atrás;
tendrán que ser mejores que ella, avanzar mucho más que ella y superar los
límites que ella engendró, precisamente porque fracasó y, al hacerlo, nos dio a
las siguientes generaciones, las herramientas intelectuales y prácticas para no
volver a fracasar, o, al menos, para no hacerlo por las mismas circunstancias
por las que ella fracasó.
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[1]
Véase el capítulo III
(Literatura socialista y comunista) de Marx, C. y Engels F., “Manifiesto del
Partido Comunista”, op. cit., pp. 130-139
[2]
Engels, F. “Prefacio a
la segunda edición rusa de 1882”, en Marx, C. y Engels F., “Manifiesto del
Partido Comunista”, op. cit., p. 101
[3]
Véase Marx, C. y Engels
F., “Manifiesto del Partido Comunista”, op. cit. Y también Marx, C. y
Engels, F., La ideología alemana, Ediciones de Cultura Popular, México,
1974.
[4]
Marx, C., “Las luchas
de clases en Francia de 1848-1850”, op. cit., p. 288
[5]
Véase Marx, K., Miseria
de la filosofía. Respuesta a la filosofía de la miseria de P.J. Proudhon,
Siglo XXI editores, México, 1987
[6]
“La figura del proceso
social de vida, esto es, del proceso material de producción, sólo perderá su
místico velo neblinoso cuando, producto de hombres libremente asociados, éstos
hayan sometido a su control planificado y consciente” Marx, El capital,
T. I, Vol. 1, Siglo XXI Editores, México, 1987, p. 97. También en su
descripción de la Comuna, Marx sostiene que con ella se “pretendía abolir esa
propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos
pocos”, que la “Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería
convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de
producción, la tierra y el capital, que hoy son fundamentalmente medios de
esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo
libre y asociado” Marx, C., La guerra civil en Francia, Fundación
Federico Engels, Madrid, 2003, p. 72
[7]
Engels, F. Anti -
Dühring, Sección Tercera Socialismo, Ediciones de Cultura Popular, México,
1980
[8]
Véase Marx, K., Miseria
de la filosofía…, op.cit.
[9]
Marx, K., Crítica
del programa de Gotha, en Marx, C. Engels, F., Obras Escogidas, T.
III, p. 15. Este texto también es conocido como “Glosas marginales al programa
del partido obrero alemán”.
[10]
Véase Kautsky, K., La
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Madrid, 1977; Luxemburgo, R., “Reforma o Revolución”, en Obras Escogidas, T. I,
Ediciones Pluma, Buenos Aires, 1976; Korsch, K., Qué es la socialización,
Ed. Ariel, España, 1975
[11]
Véase Lenin, V. I., “A
los pobres del campo. Explicación a los campesinos de lo que quieren los
socialdemócratas” (marzo de 1903) y “Proyecto de programa del partido obrero
socialdemócrata de Rusia” (enero-febrero de 1902), en OC, T. 6, pp.
385-459 y 43-50
[12]
Véase Negri, T., Goodbye
Mr. Socialism, Paidós, España, 2007.
[13]
Véase Badiou, A., The
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[14]
Sobre la importancia
del concepto de subsunción en la comprensión crítica del capitalismo, véase el
capítulo XIII: Maquinaria y gran industria, en Marx, K., El capital, T.
I, Vol. 2, Siglo XXI Editores, Argentina, 2003, pp. 451-613. Del mismo
autor, El capital; Libro I, Capítulo VI (Inédito), Siglo XXI editores,
México, 1980; “Economic Manuscript of 1861-63”, en Marx, K. y Engels, F. Collected
Works, Vols. 30-34, Lawrence & Wishart Ltd. Electric Book, Digital
Edition, s.l., 2010
[15]
“Por tanto, aún cuando
las crisis engendran revoluciones primero en el continente, la causa de éstas
se halla siempre en Inglaterra. Es natural que en las extremidades del cuerpo
burgués se produzcan estallidos violentos antes que en el corazón, pues aquí la
posibilidad de compensación es mayor que allí. De otra parte, el grado en que
las revoluciones continentales repercuten sobre Inglaterra es, al mismo
tiempo, el termómetro por el que se mide hasta qué punto estas revoluciones
ponen realmente en peligro el régimen de vida burgués o hasta qué punto afectan
solamente a sus formaciones políticas”. Marx, C., “Las luchas de clases en
Francia de 1848-1850”, op. cit, p. 295
[16]
Luxemburgo, R., “La
revolución Rusa” en Rosa Luxemburg o el precio de la libertad, Jörn schütrmpf
(ed.) Berlín, Karl Dietz Verlag, 2007, pp 65-96
[17]
Lenin, V. I., “Cartas
desde lejos. Primera carta” (7 de marzo de 1917), en OC, T. 24, p. 340
[18]
Figes, O., op. cit.,
p. 466.
[19]
Lenin, V. I., “Séptimo
Congreso extraordinario del PC (b) R (6-8 marzo de 1918), en OC, T. 28,
p. 301
[21]
Figes, O., op. cit.,
pp. 415-416
[22]
Lenin, V. I., “Dos
tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática” (junio-julio de 1905),
en OC, pp. 18, 24 y 50ss.
[23]
“La coincidencia de
esta incapacidad de ‘los de arriba’ de administrar el Estado al viejo estilo,
y de esta acrecentada renuencia de ‘los de abajo’ a transigir con tal
administración del Estado constituye precisamente lo que se denomina (admitamos
que no con toda exactitud) una crisis política en escala nacional”. Lenin, V.
I., “El receso de la Duma y los desconcertados liberales” (5 de julio de
1913), en OC, T. 19, p. 508.
[24]
Lenin, V. I., “Cartas
sobre táctica” (8-13 de abril de 1917), en OC, T. 24, p. 459
[25]
Lenin, V. I., “La
revolución en Rusia y las tareas de los obreros de todos los países” (marzo de
1917), en OC, T. 24, pp. 390-394
[26]
Lenin, V. I., “Las
tareas del proletariado en la actual revolución” (7 de abril de 1917), en OC,
T. 24, p. 437
[27]
Lenin, V. I., “La
revolución proletaria y el renegado Kautsky” (noviembre de 1918), en OC,
T. 30, p. 150
[28]
Lenin, V. I., “La
catástrofe que nos amenaza y cómo luchar contra ella” (10-14 de septiembre de
1917), en OC, T. 26, p. 442.
[29]
Lenin, V. I., “Ante el
IV aniversario de la Revolución de Octubre” (octubre de 1921), en OC, T.
35, p. 488.
[30]
Véase Sartre, J. P., Crítica
de la razón dialéctica I, Editorial Lozada, Biblioteca de Obras Maestras
del Pensamiento, Buenos Aires, 2004
[31]
Pipes, R., op. cit.,
pp. 778-784.
[32]
G. Bofa, La
revolución rusa, t. 2, México, Era, 1976, p. 258
[33]
Lenin, V. I.,
“Infantilismo de izquierda y la mentalidad pequeño burguesa” (mayo de 1918), en
OC, T. 29, p. 87ss
[34]
Véase Bukharin, N., The
Path to Socialism en Russia, Omicron Books, New York, 1967
[35]
Trotsky, citado en Pipes, R., op. cit.,
pp. 727-728
[36]
Pipes, R., op.cit.
p.729.
[37]
Véase Serge, V. “El
comunismo de guerra”, en El año I de la Revolución Rusa (Serie Historia
y Arqueología), Siglo XXI, México, 1967
[38]
Pipes, R., op. cit.,
p.728.
[39]
“Pero a medida que se
desarrolla la gran industria, la creación de la riqueza real depende menos del
tiempo de trabajo y de la cantidad de trabajo invertido que de la potencia de
los agentes puestos en movimiento durante el tiempo de trabajo y cuya poderosa
efectividad no guarda a su vez relación alguna con el tiempo de trabajo directo
que ha costado su producción, sino que depende más bien del estado general y
del progreso de la tecnología o de la aplicación de esta ciencia a la
producción… En esta transformación, lo que aparece como el gran pilar
fundamental de la producción y de la riqueza no es ya el trabajo directo que el
hombre mismo ejecuta, ni el tiempo durante el cual trabaja, sino la apropiación
de su fuerza productiva general, su capacidad para
comprender la naturaleza y dominarla mediante su existencia como cuerpo social;
en una palabra, el individuo social. El robo de tiempo de trabajo ajeno, en
el que descansa la riqueza actual se revela como un fundamento miserable,
al lado de este otro, creado y desarrollado por la gran industria. Tan pronto
como el trabajo en forma directa deje de ser la gran fuente de riqueza, el
tiempo de trabajo dejará y tendrá que dejar necesariamente su medida y, con
ello, el valor de cambio (la medida) del valor de uso. El plustrabajo de la
masa dejará de ser condición para el desarrollo de la riqueza general, lo
mismo que la ausencia de trabajo de los pocos dejara de ser condición para el
desarrollo de las potencias generales de la cabeza del hombre. Con ello, se
vendrá por tierra la producción basada en el valor de cambio y el proceso
directo de la producción se despojará de su forma y de sus contradicciones
miserables”. Marx, C., Grundrisse. Lineamientos fundamentales para la
crítica de la economía política 1857-1858, T. II, Fondo de Cultura
Económica, México, 1985, pp. 114-115.
[41]
Véase Lenin, V. I.,
“Economía y política en la época de la dictadura del proletariado” (30 de
octubre de 1919), en OC, T. 32, pp. 84-97; “La catástrofe que nos amenaza y cómo luchar
contra ella” (10-14 de septiembre de 1917), en OC, T. 26, pp. 403-448;
“El impuesto en especie” (21 de abril de 1921), en OC, T. 35, pp.
200-239
[42]
Lenin, V. I. “La
catástrofe que nos amenaza y cómo luchar contra ella” (10 - 14 de septiembre de
1917), en OC, T. 26, p. 441
[43]
Lenin V. I.,
“Infantilismo de izquierda y la mentalidad pequeño burguesa” (mayo de 1918), en
OC, T. 29, p. 90.
[44]
Véase Werth, N., ¿Qué
sais-je? Histoire de l’Union soviétique de Lénine à Staline (1917-1953),
Presses Universitaires de france, Paris, 2013
[45]
Pipes, R., op. cit. pp.
754-757.
[46]
Figes, O., op. cit.,
pp. 666-670
[47]
Lenin, V. I., “VII
Conferencia del partido de la provincia de Moscú” (29-31 de octubre de 1921),
en OC, T. 35, pp. 527-552.
[50]
Lenin, V.I., “El
impuesto en especie” (21 de abril de 1921), en OC, T. 35, pp. 203-204.
[51]
Véanse los capítulos 20
y 21, en Lewin, M., El siglo soviético. ¿Qué sucedió realmente en la Unión
Soviética?, Crítica, Barcelona, 2006
[52]
Véase “Kulaks, hombres
de saco y encendedores de cigarrillo” en Figes, O., op. cit.
[53]
Figes, O., op. cit
[54]
Carr, E. H., El
Interregno (1923-1924): Historia de la Rusia Soviética, Alianza Editorial,
España, 1987, p. 23
[55]
Véase “Camaradas y
comisarios”, en Figes, O., op. cit.,
[56]
Pipes, R., op. cit.,
p. 759
[58]
Lenin, V. I., “VII
Conferencia del partido de la provincia de Moscú” (29-31 de octubre de 1921),
en O C, T. 35, p. 534.
[59]
Hubo extremos en los
que la obsesión para controlar burocráticamente la gestión económica lleva a
que, en una sobreposición de vigilancias para vigilar a los que vigilan, más de
50 funcionarios controlen el desempeño de 150
obreros. Pipes, R., op. cit., p. 752
[60]
Figes, O., op. cit.,
pp. 670-750
[61]
Marx, C., El capital,
T. III, Siglo XXI Editores, México, 2000, p. 1006
[62]
Pipes, R., op. cit.,
pp. 765-768
[63]
Lenin, V. I., “Sobre el
cooperativismo” (6 de enero de 1923), en OC, T. 36, p. 502
[64]
Véase Lenin, V. I.,
“Conferencia del partido de la provincia de Moscú” (octubre de 1921), en OC,
T. 35, pp. 527-552.
[66]
Lenin, V. I., “X
Congreso del PC(b)R” (8-16 de marzo de 1921), en OC, T. 35, pp. 9-116
[67]
Carr, E. H., Historia
de la Rusia soviética. La Revolución bolchevique (1917-1923). 2. El orden
económico, Alianza Editorial, Madrid, 1978, pp. 302-303
[80]. Ibíd., p. 370
[82]
Véase “La guerra contra
el campo”, en Pipes, R., op.cit.
[83]
Véase “El bolchevismo
en retirada”, en Figes, O., op. cit.,
[84] Lenin, V. I., “Sobre el cooperativismo” (6 de enero
de 1923), en OC, T. 36, p. 502.
[86]
Lenin, V. I., “Carta
sobre las concesiones petroleras” (12 de noviembre de 1921), en OC, T.
34, pp. 417-418
[87]
Lenin, V. I. “Reunión
con los militantes de la organización del PC(b) de Moscú” (6 de diciembre de
1920), en OC, T. 34, p. 174. También revisar “Informe sobre las
concesiones” (6 diciembre de 1920) y “VIII Congreso de toda Rusia de Soviets”,
en OC, T. 34, pp. 150-217
[88]
Lenin, V. I., “XI
Congreso del PC(b)R” (marzo-abril de 1922), en OC, T. 36, p. 242.
[89]
Véase Avrich, P., Kronstadt
1921, Colección Utopía Libertaria, Argentina, 2005; Berkman, A., La
rebelión de Kronstadt, La Malatesta Editorial, Madrid, 2011
[90]
Lenin, V. I., “XI Congreso
del PC(b)R” (marzo-abril de 1922), en OC, T. 36, p. 272.
[91]
Lenin, V. I. “El
impuesto en especie” (21 de abril de 1921), en OC, T. 35, p. 228
[92]
Lenin, V. I., “Reunión del grupo comunista del Consejo Central de
Sindicatos de toda Rusia” (11 de abril de 1921), en OC, T. 35, pp. 171
y 158.
[93]
Lenin, V. I., “Discursos grabados en discos” (25 de abril de
1921), en OC, T. 35, p. 242.
[94]
Lenin, V. I. “Uno de
los problemas fundamentales de la revolución” (14 de septiembre de 1917), en OC,
T. 26, p. 449.
[95]
Sobre la relación hombre y naturaleza, que recorre las
preocupaciones de Marx a lo largo de su vida, véase, Marx, “Manuscritos
económico-filosóficos de 1844”, en Escritos económicos varios, FCE,
México, 1975, pp. 66-68; “Formas que preceden a la producción capitalista”, en Grundrisse
1857-1858, Vol. 1, México, 1985; El capital, T. 1, Siglo XXI
Editores, México, 1987, pp. 610-613; Apuntes etnológicos de Karl Marx,
Siglo XXI/ Pablo Iglesias Editorial, España, 1988
[96]
Ya para julio de 1917, en Petrogrado, de los más de 1000 delegados
del soviet, “solo 400 o 500 asisten a sus reuniones “. De los más de 800
soviets registrados, para octubre “muchos de ellos ya no existían o solo
existían sobre el papel. Los informes de las provincias indicaban que los
soviets estaban perdiendo prestigio e influencia (…) y en Petrogrado y Moscú,
ya no representaban toda la ‘democracia’, porque muchos intelectuales y obreros
se habían alejado de ellos”. Pipes, R., op. cit. p. 508. A inicios de
1918, “la disolución de la Asamblea (Constituyente) fue recibida con
sorprendente indiferencia; no hubo nada parecido al furor que en 1789 habían
provocado los rumores de que Luis XVI pretendía disolver la asamblea nacional,
precipitando la toma de la bastilla. Tras un año de anarquía, Rusia estaba
exhausta; todos anhelaban la paz y el orden, sin importar como se
consiguieran”. Ibíd., p. 600
[97]
Lenin, V. I., “Reunión del grupo comunista del CCS” (11 de abril
de 1921), en OC, T. 35, p. 171
[98]
Lenin, V. I., “Sobre el cooperativismo (mayo de 1923), en OC,
T. 36, p. 502. Sobre la importancia dada por Marx a las cooperativas, véase
Marx, “trabajo cooperativo”, Resolución elaborada por Marx y aprobada en el
congreso de la Asociación Internacional del Trabajo (AIT),
Ginebra, 1866”, en Marx, K., Engels, F., El sindicalismo: teoría,
organización y actividad, Editorial Laia, Barcelona 1976. También Marx, C.,
“Llamamiento del concejo general de la AIT a las secciones, sociedades filiales
y a todos los obreros” (septiembre de 1867), en Marx, C., Engels, F., La Internacional,
FCE, México, 1988
[99]
Lenin, V. I., “Séptimo Congreso extraordinario del PC(b)R” (marzo
de 1918), en OC, T. 28, p. 295
[100]
Lenin, V. I., “Economía y política en la época de la dictadura del
proletariado” (30 de octubre de 1919), en OC, T. 32, p. 84.
[101]
Marx y otros, “Reglamento de la sociedad universal de los
comunistas revolucionarios”, en Manuel Quiroga y Daniel Gaido, Karl Marx sobre
la dictadura del proletariado y la revolución en permanencia. Dos documentos
del año 1850; en Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda,
Numero 1, 2012, Argentina. También Marx, K., Crítica del programa de Gotha,
en OE, T.3; Balivar, E., Sobre la dictadura del proletariado, Siglo XXI
Editores, México, 1979
[102]
Sobre el curso de la Rusia soviética, véase Chavance, B., op.
cit.; Bettelheim, Ch. Les luttes de classes en URSS 3 période 1930-1941,
Éditions du Seuil-Maspero, París, 1983; Chamberlain, W. H., The Russian
Revolution, 2 vols., Macmillan, New York, 1935; Sorlin, P., La sociedad
soviética 1917-1964, Vicens Vives, Barcelona, 1967. Y, por supuesto, los 7
libros de E. H.Carr sobre la historia de la revolución rusa.
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