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12-12-2017
Este
artículo sigue las notas de la conferencia pronunciada el 30 de noviembre en
el Centro de cultura y memoria (CCM) de Barcelona en el marco del centenario
de la Revolución Rusa organizado por el Ayuntamiento de la ciudad.
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Un
esquema sobre sus motivos y consecuencias
El 8 de diciembre se cumplen 26 años de la conjura
de Bieloviezh que disolvió formalmente la Unión Soviética. Hace poco escuché a
un reputado periodista glosar el crucial papel que Margaret Thatcher
tuvo en la caída del comunismo. Otros mencionan la figura del papa Juan Pablo
II, a Ronald Reagan y su “guerra de las galaxias” o a los nacionalismos como
factores decisivos. Y eso, en boca de gente presuntamente informada, no hace
sino ilustrar un hecho: que pese a la distancia sigue sin entenderse gran cosa
de todo aquello, que se sigue ignorando la primacía de factores internos, y que
se continúan ofreciendo las explicaciones más estrambóticas.
En una exposición limitada como esta, lo más que
podemos ofrecer es un esquema: tres puntos esenciales, necesariamente
simplificados, pero a partir de los cuales se pueda pintar y desarrollar un
cuadro más serio con todos los matices y los detalles sobre los motivos por los
que la URSS se disolvió. Para eso he elegido tres motivos que llamaremos, técnico,
degenerativo y espiritual. Cada uno de ellos exige su propia lente y su
propio marco temporal para ser abordado. Para el primero basta con una simple
crónica periodística y una perspectiva de dos o tres años. Para el segundo hay
que hacer algo de sociología política y moverse en un espacio de varias
décadas. Para el tercero entramos en filosofía de la historia, y podríamos
llegar mucho más lejos, hasta meternos en esa capacidad tan humana de estropear
grandes causas y pasiones.
¿Qué entendemos por la disolución técnica?
Técnicamente la URSS dejó de existir el 8 de
diciembre de 1991. Aquel día los presidentes de las tres principales repúblicas
europeas escenificaron un contubernio en Bielovezh, una apartada residencia de
caza de los bosques de Bielorrusia. Allí declararon jurídicamente disuelta la
URSS y unos días después, el 25 de diciembre, la bandera roja con la hoz y el
martillo fue arriada del Kremlin. ¿Por qué hicieron aquello? La respuesta es
tan simple como banal: por una cuestión de poder. Tres hermanos; Rusia, Ucrania
y Bielorrusia mataron a la madre para quedarse con la herencia.
La iniciativa corrió a cargo del hijo mayor y
principal heredero, el Presidente de Rusia Boris Yeltsin. Les ahorro los
detalles de una crónica detallada, para concentrarme en lo fundamental: la
lógica de la lucha por el poder moscovita.
En agosto de 1991 hubo un golpe de estado fallido
de las autoridades centrales soviéticas contra Gorbachov que dejó a éste muy
debilitado. Como un general sin ejército. Así que aquellos meses, entre agosto
y diciembre de 1991, en Moscú había dos poderes que coexistían, algo anómalo en
la matriz de la autocracia. Se había llegado a una situación en la que para
deshacerse de Gorbachov y hacerse con el Kremlin, el máximo poder en Moscú,
Yeltsin tenía que disolver la URSS. Ese es el dato central.
Los otros dos personajes del contubernio del bosque
(los presidentes Kravchuk y Shuskievich) eran comparsas. Claro que tenían
intereses en la herencia: deshaciendo la URSS, ambos recibían la jefatura de
estados soberanos sin nadie por encima (Kravchuk, además había estado
directamente implicado en el fallido golpe de agosto, así que una huida hacia
delante le ahorraba rendir cuentas), pero nunca se habrían atrevido a firmar
las actas de defunción si el hermano mayor no hubiera ido desconectando desde
aquel octubre todos los aparatos que mantenían viva a la debilitada madre en su
lecho; el sistema bancario, las finanzas, los aparatos del comercio exterior,
la sede del ministerio de exteriores y de algunas embajadas en el extranjero… Quisieron
hacer pasar por eutanasia casi humanitaria -la pobre sufría- lo que fue
estrictamente asesinato.
Además, todo aquello fue algo muy parecido a un
golpe de estado. Sobre todo si se tiene en cuenta que, ocho meses antes, en
marzo de aquel mismo año, la población de la URSS había participado masivamente
(148 millones de los 185 millones con derecho a voto, pese al boicot de algunas
repúblicas) en un referéndum sobre el mantenimiento de una URSS renovada en el
que el “sí” obtuvo el 76% del voto.
Todo eso fue tan banal y claro, que se explica como
una simple crónica periodística. Pero, ¿cómo pudo un estado tan poderoso,
segunda potencia mundial, llegar a una situación de tal debilidad como para que
bastara un mero contubernio palaciego para ser derribado? Para explicar esto
hay que entrar en asuntos mucho más de fondo que tienen que ver con lo
histórico y lo social. Llegamos así al segundo punto. La que llamaremos disolución
degenerativa. Es decir aquella que es resultado de la acción de una casta
dirigente degenerada que puso sus intereses de grupo y su codicia por delante
de cualquier consideración patriótica o de Estado.
La disolución “degenerativa”
En su etapa final, los intereses de la propia casta
dirigente soviética fueron el principal factor de disolución. Desde ese punto
de vista se puede hablar de “autodisolución”.
Como grupo, en 1991, esa casta que concentraba las
cinco funciones esenciales de la sociedad (el poder político, la propiedad, la
ideología, la dirección y la organización), era nieta del sangriento y
dinámico embrollo estalinista (1929-1953, 23 años) e hija de la
relajación burocrático-administrativa que le siguió (tras la intentona
regeneradora/liberadora de Jruschov) que asociamos a Brezhnev, un periodo de
otros 23 años (1964-1987).
En la primera etapa de esa degeneración, la casta
estaba cohesionada por el miedo y la movilización (el terror de la represión de
las purgas así como las gestas y el sacrificio de los planes industriales y de
la guerra), ambos unidos por la aniquilación física. El peligro, la muerte y el
crimen fueron el medio ambiente de la génesis de la estadocracia
estalinista.
En la segunda etapa, la cohesión se obtuvo más bien
por el privilegio material administrativo-burocrático, ya sin riesgos vitales,
en una época en la que la casta exultaba un deseo de tranquilidad y relajo.
El privilegio de la clase dirigente soviética era,
sin embargo, incompleto. Desaparecía con el cargo, no era heredable, y carecía
de “convertibilidad” con la elite internacional.
En mi libro sobre el fin de la URSS (La gran
transición. Rusia, 1985-2002) lo comparo al de unas autoridades
eclesiásticas administradoras pero no propietarias de las riquezas de sus
diócesis y parroquias que, además, pertenecían a una secta no homologable con
la Gran Iglesia global del sistema económico-social mundial que conocemos como
capitalismo transnacional. Y fue en esa segunda etapa de relajación cuando
maduró la profecía de León Trotski, formulada en 1936, según la cual la
burocracia acabaría transformándose en clase propietaria, porque, “el
privilegio solo tiene la mitad del valor si no puede ser transmitido por
herencia a los descendientes”, y porque, “es insuficiente ser director
de un consorcio si no se es accionista”.
Con su libertad y su descentralización del poder,
la reforma de Gorbachov propició, bien a su pesar, la fase final de este
proceso, de esta degeneración de casta, al liberar definitivamente todos los
obstáculos para que la estadocracia se reconvirtiera en clase
propietaria y homologable: para que los obispos y los clérigos se emanciparan y
pudieran casarse, heredar y cruzarse.
El desorden creado por la libertad en el sistema
fue el medio ambiente ideal para esta transformación social esencial de la
casta dirigente, vía privatización, desfalco y “economía de mercado”. Para
entendernos: para que los “obispos” se convirtieran en “burgueses”.
Vista la escena desde fuera, pudo parecer que las
rebeliones de los años 1988, 1989, 1990 y 1991 en forma de grandes movimientos
nacionalistas, huelgas y protestas, crearon los vacíos y las crisis de poder
del periodo final de la URSS concluido en la disolución de diciembre de 1991.
En realidad fue al revés: el vacío y las crisis de poder creados por las
libertades fueron los que crearon las rebeliones y los desordenes.
Las reformas libertarias de Gorbachov desordenaron
por completo el sistema (el partido, los principios de jerarquía y disciplina)
que el secretario general quería reformar en una dirección regenerativa de
“socialismo con rostro humano”. El desmoronamiento de la coerción y el reparto
del poder absoluto tradicional del Zar/Secretario general inducido desde
arriba, desorganizaron la producción, el abastecimiento y la lógica autoritaria
de gobierno. Como explican en sus memorias tantos testigos directos de la
revolución de febrero de 1917, en la sociedad se impuso algo parecido a la idea
de que una vez derribada la autocracia, ya no había que trabajar. Los planes y
los compromisos (entre ramos, entre repúblicas) no se cumplían. La producción
caía y generaba todo tipo de reflejos egoístas territoriales. Sobre el vacío
creado, surgieron las rebeliones (y no al revés).
Como cualquier político que gobierna una transición
política, de un régimen a otro, Gorbachov tenía que construir un nuevo
centrismo político a partir de los pedazos rescatables del antiguo régimen (el
partido comunista y su mundo) y de los nuevos actores (la intelligentsia), pero
en lugar de centrismo se encontró en medio de una espiral de fuerzas
conservadoras de distinta radicalidad y sentido. El partido y el establishment
soviético conservador se le rebeló con una intentona golpista, mientras que la
intelectualidad se adhirió al aparente radicalismo de Boris Yeltsin (del neoleninismo
al neoliberalismo en pocos meses), cuyas esencias autocráticas y
tradicionalistas resultaban mucho más atractivas y reconocibles para la cultura
política autoritaria imperante en la sociedad. Una de esas rebeliones fue la de
las soberanías e independencias republicanas, resultado de las abdicaciones y
desorganizaciones del poder central.
Ese fue el caótico caldo de cultivo en el que la
casta dirigente, degenerada para el proyecto socialista, decidió su
emancipación social de clase.
Cuando los tres presidentes se reunieron en la
oscuridad del bosque de Bieloviezh para matar a la madre, ésta, sus símbolos,
su ideología, sus decorados y sus realidades “socialistas” ya no eran más que
impedimentos para culminar sueños de clase largamente larvados que eran más
fáciles de realizar en los respectivos marcos de cada república independiente y
anulando cualquier veleidad de reformar la URSS.
Ese sería el “aspecto social-degenerativo” de
aquella disolución.
Hemos dado cuenta de la crónica “técnica” y del
factor de la emancipación del aparato, ¿pero qué hay del sistema ideológico anclado
en las mentalidades de decenas de millones de ciudadanos? Entramos aquí en el
tercer punto: la disolución espiritual.
La disolución “espiritual”
Un sistema como el soviético se basaba en
creencias. Eso tiene que ver con muchas cosas, pero también con el hecho de la
fuerte impronta religiosa y mesiánica que el llamado “comunismo” ruso adquirió
desde sus inicios. Un aspecto fundamental de la disolución de la URSS, fue,
precisamente, el proceso histórico de evaporación de esa creencia.
¿Cómo se secó aquella fuente de pasiones y
creencias que invocaba a la “unión de los proletarios del mundo entero”, que
había vencido una guerra civil con 8 millones de muertos y otra mundial con más
de 25 millones de muertos, pagando precios espantosos, que reconstruyó el país
mayor del mundo, y que había colocado su símbolo, la hoz y el martillo, sobre
el mismo globo terráqueo en su escudo estatal evidenciando extraordinarias
pretensiones de fraternidad e internacionalismo?
En el invierno de 1989 visité Karakalpakia, una
región autónoma de Uzbekistán, a orillas del Mar Aral. Era una zona prohibida y
creo haber sido el primer periodista europeo en visitarla (no la república,
sino la orilla).
En veinte años el mar había desaparecido como
consecuencia de los excesos de la irrigación. En el antiguo puerto de Muinak,
el agua quedaba a 50 kilómetros de distancia y los barcos de la flota pesquera,
sólidos barcos de hierro de hasta 60 metros de eslora, estaban varados en la
arena. La población sufría patologías relacionadas con los pesticidas y la sal
del agua que bebía. Visité una fábrica de conservas que para no cerrar se
nutría de pescado que tenían que traer desde el Báltico, a casi 4.000
kilómetros de distancia… En la salida de la destartalada y apestosa fábrica
había un cartel, oxidado como todo, en el que bajo la imagen de Marx se leía
una cita que decía, “El socialismo superará al capitalismo”. El
funcionario del KGB local que me acompañaba, vio que miraba el cartel y me dijo
en un susurro pillo: “…sí, jé, jé, lo superará dentro de 2.000 años..”
Si hasta un guardia civil de Karakalpakia,
penúltimo rincón de la URSS, bromeaba sobre todo aquello, quería decir que,
verdaderamente, estábamos ante un agotamiento general.
¿Por qué se agotó aquella fe?
Hay que comprender algo esencial. La promesa
religiosa es vaga e indeterminada. La reencarnación, el reino de los justos y
el paraíso son promesas sin fecha, sin comprobaciones, ni resultados prácticos.
Se cree en ello y ya está. Así van pasando los siglos. Las religiones funcionan
así. La doctrina soviética era una religión. Pero era una religión laica y
concreta.
Sus promesas no solo llevaban fecha (los planes
quinquenales, con sus metas cifradas, incluso el “comunismo” al que Jrushov
puso fecha: 1980), sino que además debían ser comparadas en sus resultados
prácticos con los resultados de otras naciones competidoras.
Esa es la contradicción esencial entre la doctrina
soviética y su creencia, y una religión normal que no precisa ni demostración
ni verificación. Solo fe.
Además, esa religión laica devaluaba y erosionaba
su sacralización conforme se desarrollaban sus resultados prácticos. Cuando
Rusia y su espacio euroasiático la abrazaron en 1917, aquello era una sociedad
campesina en un 80%. Con el tiempo cada vez había mayor nivel educativo, mayor
normalización de la vida (menos movilizaciones y sacrificios, mayor consumo y
reflejos familiares e individuales de tipo clase media, podríamos decir), una
mayoría urbanizada ya desde los años 60, más información sobre lo que ocurría fuera
del país, y por tanto mayor capacidad de comparación entre sistemas.
Cualquier producto de importación, desde una
película de Louis de Funes en la que el gendarme representante de la autoridad
era un tipo grotesco, pelota y mezquino, hasta unos pantalones tejanos o la
música de moda, o un radiocasete, actuaba como agujero en el muro del templo a
través del cual cualquiera podía asomarse, mirar y extraer sus propias
conclusiones.
Y lo que se veía por esos agujeros no era el
trabajo infantil en India o Brasil, sino las luces de occidente; Nueva York,
París, Londres…
De alguna forma, los propios éxitos prácticos del
desarrollo social y material soviético trabajaron contra la dimensión de
creencia (religiosa) de su doctrina.
En los años setenta, la afirmación central de la
doctrina oficial de que la URSS representaba un estado de cosas al que toda la
humanidad debía aspirar y acceder algún día (“El comunismo radiante porvenir de
la humanidad”, la hoz y el martillo sobre el globo terrestre) ya había perdido toda
fuerza religiosa. Contaban aspectos más banales y menos heroicos en las
mentalidades: ¿Hay salchichón? ¿hay huevos y papel higiénico en las tiendas?
Fue así como el comunismo ruso-soviético perdió su alma.
Una cuenta atrás que comenzó en el mismo momento de su sacralización.
Llegados aquí, dejemos clara una cosa: todo esto no
tiene nada que ver ni con la vigencia de la aspiración humana a una vida y un
mundo menos injusto, ni con la actualidad del comunismo en general. Con lo que
tiene que ver es con la historia ruso-soviética.
Sin atender a esto, al largo y larvado proceso
histórico de muerte espiritual del comunismo como doctrina y creencia, sin esta
disolución espiritual, no se entienden las otras dos disoluciones, la
técnica y la degenerativa, de nuestro esquema. No se entiende la
facilidad con la que todo ocurrió, sin que nada ni nadie lo impidiera u
objetase.
Pasemos ahora a las consecuencias de la disolución
de la URSS, último punto de mi exposición, que será mucho más breve y podemos
liquidar en dos brochazos, porque todos ustedes las perciben de una u otra
forma.
Consecuencias en el equilibrio mundial
El primer brochazo tiene que ver con el hecho de
que la situación general en el mundo se ha hecho mucho más peligrosa que
durante la guerra fría. La disolución de la URSS potenció la agresiva doctrina neocón
de la hegemonía mundial sin obstáculos de Estados Unidos. El catastrófico
intento de dirigir el mundo en solitario y por la fuerza.
Durante más de una década, Rusia dejó de existir
como factor de contrapeso, mientras su clase dirigente se dedicaba a llenarse
los bolsillos. La ocasión fue inmediatamente aprovechada.
La intervención en zonas antes prohibidas de
Oriente Medio fue inmediata: la primera guerra de Irak de enero 1991 tuvo lugar
antes incluso de la disolución técnica de la URSS, coincidiendo con las
críticas tensiones de aquel invierno en las repúblicas bálticas. Desde entonces
hemos asistido a la destrucción de toda una serie de países, estados y
sociedades en toda la región, desde Afganistán a Libia, propiciando la matanza
de más de un millón de seres humanos solo en Irak y de centenares de miles en
Afganistán, Siria, Pakistán, Libia y Yemen. Lo que llamo el Imperio del caos.
Esa doctrina hegemónica de los neoconservadores
americanos tuvo por efecto las violaciones y abandonos de acuerdos
fundamentales establecidos con Moscú durante la guerra fría:
-La administración Clinton violó el acuerdo de que
la OTAN no se movería “ni un milímetro” hacia el Este a cambio de la aceptación
de la reunificación alemana y estableció bases militares de la OTAN junto a las
fronteras rusas con gran responsabilidad del establishment alemán y de
la Unión Europea.
-La administración de Bush hijo abandonó el acuerdo
ABM, piedra angular contra la proliferación de misiles, y creó bases
antimisiles en la frontera rusa, alegando que eran para proteger Europa de los
inexistentes misiles intercontinentales de Irán.
-La administración Obama emprendió un ataque
directo contra Rusia con el objetivo de echarla de sus bases en el Mar Negro,
derrocando al corrupto gobierno legítimo de Ucrania e instalando su propio
gobierno corrupto prooccidental.
-Cuando todo esto culminó con una reacción militar
rusa, primero en Georgia y luego en Ucrania, después de treinta años de
retrocesos, abusos y avasallamientos de los intereses rusos, Washington se
lanzó a una demonización sin precedentes del régimen ruso y de su presidente
para castigar su osadía. La muestra de todo eso la pueden encontrar en los
diarios, las televisiones y en los análisis de disciplinados think tanks
en absoluto independientes.
-Y mientras tanto fue madurando la emergencia de
nuevas potencias que configuran el actual mundo multipolar (con varios centros
de poder), cuya pregunta existencial es si decantará en acuerdos y equilibrios,
o, como parece, en la lógica de los imperios combatientes.
Para acabar, vamos al segundo paquete de
consecuencias.
Consecuencias en las relaciones sociales y de
producción .
La disolución de la URSS y del bloque del Este,
unida a la integración de sus países, de China y de India en el sistema
económico mundial, ha hecho al mundo más capitalista.
Esa integración aportó, a partir de 1989, 1470
millones de nuevos obreros al capitalismo. En muy pocos años se dobló el número
de obreros (que en el año 2000, excluyendo a todos esos nuevos llegados era de
1460 millones). El resultado ha sido un cambio fundamental en la correlación de
fuerzas global entre capital y trabajo. Un mundo con más explotación, más
precariedad, deslocalización y globalización crematístico-industrial.
Eso es lo que tenemos hoy, cien años después de la
Revolución Rusa y cuando se cumplen 26 años de la disolución de la URSS. La
historia continúa y habrá que ver a qué tipo de nuevas convulsiones, colapsos y
disoluciones nos lleva, y nos está llevando.
Nota del
autor: A partir de enero este blog podrá seguirse en: https://rafaelpoch.wordpress.com/
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