20/11/2018
En mis clases siempre intento dejar
claro qué es una opinión y qué un hecho, como regla elemental, como un
ejercicio intelectual muy simple que nos debemos en la era post Ilustración.
Comencé a obsesionarme con estas obviedades cuando en el 2005 descubrí que
algunos estudiantes argumentaban que algo “es verdad porque yo lo creo” y no lo
decían en broma. Desde entonces, sospeché que este entrenamiento intelectual,
esta confusión de la física con la metafísica (aclarada por Averroes hace ya
casi mil años) que cada año se hacía más dominante (la fe como valor supremo,
aun contradiciendo todas las evidencias) provenía de las majestuosas iglesias
del sur de Estados Unidos.
Pero el pensamiento crítico es mucho
más complejo que distinguir hechos de opiniones. Bastaría con intentar definir
un hecho. La misma idea de objetividad, paradójicamente, procede de la visión
desde un punto, desde un objetivo, y cualquiera sabe que con el objetivo de una
cámara fotográfica o de una filmadora se obtiene sólo una parte de la realidad
que, con mucha frecuencia, es subjetiva o se usa para distorsionar la realidad
bajo la pretensión de objetividad.
Por alguna razón, los estudiantes
suelen estar más interesados en las opiniones que en los hechos. Tal vez por la
superstición de que una opinión informada es una síntesis de miles de hechos.
Esta idea es muy peligrosa, pero no podemos escapar al compromiso de dar
nuestra opinión cuando se requiere. Sólo podemos, y debemos, advertir que una
opinión informada sigue siendo una opinión que debe ser probada o desafiada.
La semana pasada los estudiantes
discutían sobre la caravana de centroamericanos que se dirige a la frontera de
Estados Unidos. Como uno de ellos insistió en saber mi opinión, comencé por el
lado más controvertido: este país, Estados Unidos, está fundado en el miedo de
una invasión y sólo unos pocos han sabido siempre cómo explotar esa debilidad,
con consecuencias trágicas. Tal vez esta paranoia surgió con la invasión
inglesa en 1812, pero si algo nos dice la historia es que prácticamente nunca
ha sufrido una invasión a su territorio (si excluimos el ataque del 2001, el de
Pearl Harbor, una base militar en territorio extranjero y, antes, la breve
incursión de un mexicano montado a caballo, llamado Pancho Villa) y sí se ha especializado
en invadir decenas de otros países desde su fundación (territorios indios) en
el nombre de la defensa y la seguridad. Siempre con consecuencias trágicas.
Por lo tanto, la idea de que unos pocos
miles de pobres de a pie van a invadir el país más poderoso del mundo es
simplemente una broma de mal gusto. Como de mal gusto es que algunos mexicanos
del otro lado adopten este discurso xenófobo que ellos mismos sufren,
consolidando la ley del gallinero.
En la conversación mencioné, al pasar,
que aparte de la paranoia infundada había un componente recial en la discusión.
“You don’t need to be a racist to
defend the borders”, dijo un estudiante.
Cierto, observé. Uno no necesita ser
racista para defender las fronteras o las leyes. En una lectura inicial, la
frase es irrefutable. Sin embargo, si tomamos en consideración la historia y un
contexto presente más amplio, enseguida salta un patrón abiertamente racista.
El novelista francés Anatole France, a
finales del siglo XIX, había escrito: “La Ley, en su magnífica ecuanimidad,
prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las
calles y robar pan”. Uno no necesita ser clasista para apoyar una cultura
clasista. Uno no necesita ser machista para reproducir el machismo más rampante.
Con frecuencia, basta con reproducir, de forma acrítica, una cultura y defender
alguna que otra ley.
Dibujé una figura geométrica en la
pizarra y les pregunté qué veían allí. Todos dijeron un cubo, una caja. Las
variaciones más creativas no salían de una idea tridimensional, cuando en
realidad lo dibujado no era más que tres rombos formando un hexágono. Algunas
tribus en Australia no ven 3D sino 2D en la misma imagen. Vemos lo que pensamos
y a eso le llamamos objetividad.
Cuando Lincoln venció en la guerra
civil, puso fin a una dictadura de cien años que hasta hoy todos llaman
“democracia”. Por el siglo XVIII, los negros esclavos llegaban a ser más del
cincuenta por ciento en estados como Carolina del Sur, pero no eran siquiera
ciudadanos estadounidenses ni eran seres humanos con derechos mínimos. Desde
mucho antes de Lincoln, racistas y anti racistas propusieron solucionar el
“problema de los negros” enviándolos “de regreso” a Haití o a África, donde
muchos de ellos terminaron fundado Liberia (la familia de Adja, una de mis
estudiantes de este semestre, procede de ese país africano). Lo mismo hicieron
los ingleses para limpiar de negros Inglaterra. Pero con Lincoln los negros se
convirtieron en ciudadanos, y una forma de reducirlos a una minoría no fue solo
poniéndoles trabas para votar (como el pago de una cuota) sino abriendo las
fronteras a la inmigración.
La estatua de la Libertad, donada por
los franceses, todavía reza: “dame los pobres del mundo, los desamparados…” Así,
Estados Unidos recibió oleadas de inmigrantes pobres. Claro, pobres blancos en
su abrumadora mayoría. Muchos resistieron a los italianos y a los irlandeses
porque eran pelirrojos católicos. Pero, en cualquier caso, eran mejor que los
negros. Los negros no podían inmigrar de África, no solo porque estaban mucho
más lejos que los europeos sino porque eran mucho más pobres y casi no había
rutas marítimas que los conectara con Nueva York. Los chinos tenían más
posibilidades de alcanzar la costa oeste, y tal vez por eso mismo se aprobó una
ley prohibiéndoles la entrada por el solo hecho de ser chinos.
Esta, entiendo, fue una forma muy sutil
y poderosa de romper las proporciones demográficas, es decir, políticas,
sociales y raciales de los Estados Unidos. El nerviosismo actual de un cambio
de esas proporciones es sólo la continuación de la misma lógica. Si no, ¿qué
podría tener de malo pertenecer a una minoría, de ser especial?
Claro, si uno es un hombre de bien y
está a favor de hacer cumplir las leyes como corresponde, no por ello es
racista. Uno no necesita ser racista cuando las leyes y la cultura ya lo son.
En Estados Unidos nadie protesta por los inmigrantes canadienses o europeos. Lo
mismo en Europa y hasta en el Cono Sur. Pero todos están preocupados por los
negros y los mestizos híbridos del sur. Porque no son blancos, buenos, y porque
son pobres, malos. Actualmente, casi medio millón de inmigrantes europeos viven
ilegalmente en Estados Unidos. Nadie habla de ellos, como nadie habla de que en
México vive un millón de estadounidenses, muchos de ellos de forma ilegal.
Terminada la excusa del comunismo
(ninguno de esos crónicos Estados fallidos es comunista sino más capitalistas
que Estados Unidos), volvemos a las excusas raciales y culturales del siglo
anterior a la Guerra Fría. En cada trabajador de piel oscura se ve un criminal,
no una oportunidad de desarrollo mutuo. Las mismas leyes de inmigración tienen
pánico de los trabajadores pobres.
Es verdad, uno no necesita ser racista
para apoyar las leyes y unas fronteras más seguras. Tampoco necesita ser
racista para reproducir y consolidar un antiguo patrón racista y de clase,
mientras nos llenamos la boca con eso de la compasión y la lucha por la
libertad y la dignidad humana.
Noviembre 2018
- Jorge Majfud es
escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras
novelas.
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